lunes, 31 de agosto de 2009

PRÁDENA DE ATIENZA


Verdaderamente cuesta dejar, aunque solamente sea una vez por se­mana, las comodidades del hogar para tirarse al campo, medio a la ventura, cuando las madrugadas serranas platean las piedras, y las sombras del camino resultan al pasar frías como cuchillos. Por esa razón, el experimentado viajero toma las de Villadiego con las pri­meras horas de la tarde y se mete en la presierra que limitan Las Mi­nas con un sol radiante, con una atmósfera acristalada que pone ante los ojos la desnudez de los campos vírgenes por los que hoy prefirió andar antes de que pinte el invierno.
Caminos enriscados de estepa; cumbres de purísima apariencia y 1ugarejos oscuros, presumiblemente impecables, nos llevarán hasta Prá­dena bordeando de cerca las hoscas prominencias del Alto Rey. Todo es grandioso, espectacular, increíble a estas alturas, todo menos los pueblos; grupitos recogidos de viviendas en desigua1 estampa, donde malamente conviven las casonas aborígenes de planchas cenizosas que da el terreno y1os sofisticados, absurdos a veces, hotelitos de co­lorines que refulgen en la tarde limpia como lentejuelas de revoltillo en cajón de sastre.
Seguimos por esta carreterilla perdida que sube en dirección noreste. Ondulaciones ariscas de jaral salpicadas por enebros y re­bollos, donde la Naturaleza ha querido, al fin, dejarnos de cara con la mítica imagen de Prádena en la solana. ¿Restos petrificados de la antigua Babilonia, colgada en escalón por encima de una veguilla selvática, montaraz, impenetrable...? Prádena de Atienza, amigo lector, es un pueblecito extraño, que se cuela en el alma dejando allá, en lo más escondido, una indefinible sensación de misterio.
Lugar empinado de paredes negras, de calles negras tiradas cerro abajo huyendo de la verticalidad, de viejitas con negro sayal de las que nos hab1ó Pereda, pero trasladadas un siglo después a esta nueva Tablanca que acorralan sin escape posible las cumbres pizarrosas del Mediodía, de la Ventana y del Cuento del Mojón. Abajo las aguas vírgenes del arroyo Pelagallinas, perdidas a pies del robledal y de los cerezos antes de su maridaje con el Bornova en la cer­cana junta.
Por la calle Real las mujeres miran con curiosidad al desconoci­do quien, absorto en el espectáculo de las calles y de los montes, apenas siente el menor interés por ahondar en otras impresiones que no sean las del milagro del suelo.
- Buenas tardes, señor. Usted es forastero ¿verdad?
- Si, claro, yo no soy de aquí.
- ¿De dónde ha venido si se puede saber?
- Pues, en este momento acabo de llegar de la capital.
- ¿De Madrid?
- No señor, de Guadalajara.
- Eso es otra cosa. En Guadalajara he estado yo más de dos veces. ¿A mí no me conoce?
- La verdad es que siento no saber quién es, pero ahora no caigo.
- Yo soy Juan Cerrada, señor. Hijo de Faustino y de María Nieves, natural de Prádena de Atienza. No me afeito porque no tengo tiempo y porque mañana viene el ganao, ¿para qué? De mote me dicen Juanón, y no tengo dientes de tanto beber agua fría. Ya lo sabe.
- Y qué pasa Juan, que aquí, por lo que veo, todos son Cerradas.
- Si señor, como está todo cerrao somos Cerrada. Eso es.
Bien, para un primer encuentro la cosa no dejó de ser pintores­ca. Juanón es un hombre pequeñito, de pelo grasiento y largo, de bar­bas olvidadas como los de Altamira. Si él no me lo dice, hubiera pen­sado que perdió los dientes como los hombres del Paleolítico, comien­do raíces, pero no. Tiene buen sueldo por enfermedad y se pasa las horas en la taberna hasta que pierde, si no todo, sí parte del juicio.
- Yo tenía un mancho que se llamaba Gallardo. Aquel tenía más conocimiento que yo muchas veces. Cuando me iba a los pueblos y me veía ­mal, me traía hasta mi casa él só1o. ¡Hala Gallardo, vámonos!, y justo y cabal, por todas las sierras esas, de día o de noche, me traía hasta Prádena sin perderse.
El abuelo Alejandro está sentado a la puerta de su casa en la pla­za de arriba. El hombre me invita a pasar a una especie de zaguán que fue ta­berna antiguamente y me enseña la tina de la miel, restos de la últi­ma cosecha. Es una miel oscura y pastosa, poco fluida.
- Fue un mal año. Es miel de estepas y de las florecillas que dan los huertos. Pruébela si quiere.
Por la calle Real baja tirando del ramal Crescencio, el cartero. Crescencio lleva y trae a diario la correspondencia desde la cartería de Atienza a lomos de su yegua. Don José María, el cura de Las Minas, da la primera señal para la misa vespertina del fin de semana. Las campanadas tienen entre los riscos un sonido peculiar, solemne y agreste como el campo, que inundan con su metálico tañer las cumbres rocosas, las la­deras y los precipicios.
La configuración geográfica de Prádena, su incomunicación durante tantos siglos, han traído como consecuencia una raza pura de familias nativas, no rota hasta hoy. El apellido Cerrada lo llevan un noventa por ciento de quienes aquí están o de aquí descienden. En algunos ca­sos, repetido hasta la cuarta o quinta generación. Otros son Somolinos, y unos cuantos más -yo no conocí a ninguno- me dicen que son García.
Don José María se ha salido un momento al pórtico, haciendo tiempo para dar el segundo toque. Me cuenta que la iglesia estaba derruida, y que fue preciso tirarla toda; que poco a poco y con nada de dinero la van arreglando.
- Es de esperar que la terminemos. Fue una locura. Si lo pensamos bien no nos metemos en esto. Pero, gracias a que lo pensamos mal, ha­brá iglesia.
El pórtico de la iglesia queda como en un leve altillo al principio de la calle Real. La techumbre se sostiene sobre cuatro columnas de madera vieja y un pretil recoleto donde los hombres se apoyan y hablan, y fuman hasta que empieza la misa. Mis contertulios son en esta ocasión Eugenio Cerrada Cerrada y el abuelo Cándido, Cerrada Cerrada, también.
- Pues, aquí ahora se puede entrar, pero, pásmese, hicimos los del pueblo la carretera hasta Gascueña a prestación personal. Seten­ta y dos días cada uno hasta que pudo entrar el primer coche. Luego no hemos dejado de hacerle cosas hasta verla como está.
- ¿Cuándo fue?
- Seria sobre el año sesenta y cinco, más o menos.
-¿Y recuerdan ustedes al pueblo con niños y todo?
- Bueno que lo recordamos. Hace doce años, sin ir más lejos, había cuarenta chicos en la escuela. Los tuvimos que llevar fuera a los ma­yores porque no cabían... Ahora no hay más que dos y los llevan a Sigüenza.
El abuelo Cándido, el hombre más viejo de los que quedan en el pueblo, se va con el recuerdo todavía más lejos.
- Y cuatro molinos harineros en el Bornova. Búsquelos ya. Las pie­dras quedarán, si acaso.
- ¿De qué se vivió en aquellos tiempos?
- Siempre se ha vivido de las vacas, de las cuatro cabras y de la leña que andábamos llevando en cargas hasta Atienza. Del campo, nada, ya lo ve usted, estepas y yerbajos. Las judías sí, pero son tan pocas.
- Lo que resulta curioso es la repetición del mismo apellido en la gente, ¿no?
- A ver. Se casaban siempre sin salir del pueblo...Ahora es al re­vés. Ahora les da por casarse en el extranjero. Aquí hay ya mezcla con no se cuantas naciones del mundo. Menudo lío.
- En verano, supongo que esto se debe poner a tope.
- Hombre, claro. Acuden todos. Y para San Antonio, también. Si coincide que cae en un fin de semana, esto se pone que no cabe ni uno más.
­- ¿Tienen todavía la costumbre de subastar flores?
- Aún. Se subastan flores después de la procesión del Santo. Con el dinero que se saca se van cubriendo los gastos de la fiesta.
Cuando dan la tercera señal entramos a la iglesia. Antes que no­sotros fueron acudiendo algunas mujeres. Ancianas piadosas con la cabeza cubierta con la antigua toquilla. La iglesia está en obras. Es una parroquia penosamente humilde, sin retablos, ni repisas, ni hornacinas donde colocar a la media docena de imágenes que, mientras la restauración, han colocado en los vanos enladrillados de las ventanas. Un retablillo, según modelo de marquetería, adorna el presbiterio, su­ponemos que con carácter de provisionalidad. La ceremonia es sencilla y emotiva, silenciosa y plena de fervor. Somos, creo, veinticinco personas mal contadas. Ignoro si en el pueblo quedarán muchas más, pese a coincidir con víspera de fiesta. El cura pronuncia una homilía cor­ta, de verbo fácil e inteligible que cala en el corazón de estas bue­nas gentes. Testigos de cuanto allí está ocurriendo son los montones de ladrillos y las maderas recogidas en la pequeña nave que hay a mano izquierda de los fieles. Uno piensa que en la Consagración, el Dios que visita por el milagro permanente de la transustanciación en cada misa a este pobre mundo nuestro, se sentirá muy a gusto cuando llega a estos lugares apartados del bien y del mal, como lo fuera ha­ce veinte siglos en medio de los pastores, de los pescadores y de las gentes más humildes de Palestina.
Y se acabó todo. Las sombras caen cerro abajo a velocidad de vér­tigo y la vida de pronto se comienza en Prádena como a paralizar esperando la noche. En cualquier dirección cerros gigantescos que amena­zan con caer sobre los hombres y sobre las cosas que hacen los hom­bres, laderas infecundas que riza el frío del atardecer, horizontes próximos, quebrados, salvajemente bellos, nos dan salida a la otra manera de vivir, a la mía y a la de usted posiblemente; no sé si mejor o peor, que cada uno juzgue.

(N.A. Noviembre, 1984)

POZO DE GUADALAJARA, EL


Antes de llegar a él, el camino es una larga pista encajada entre el bosque bajo, por donde masas de encinas y de matorral nos acompañan durante un buen trecho cubriendo carrera hasta casi sus mismas puertas. Se suceden después en la llanura campos de labrantío, tierras alzadas y rastrojeras grises esperando -penoso esperar- el beso amable y vitalizador de las lluvias de otoño. Más tarde, los chopos de la carretera juntan sus copas en el contraluz a manera de arco, y enseguida, un sauce llorón en los primeros huertos nos abre de hecho las puertas del pueblo.
La antigua plaza, que no todos los que allí viven conocen como tal, sólo conserva de lo que fue la estampa majestuosa de la picota: un bello monumento que se alza sobre escalones en exágono, y que encumbra un artístico capitel de piedra oscura por el que se asoman cuatro cabezas de león.
-Pues no crea, que esta picota será de las mejores que hay en la provincia.
-¿Estuvo siempre en este sitio?
-Siempre. Es que esto era antes la plaza. Lo que pasa es que desde que se echó por aquí la carretera, no parece plaza ni nada. Hace poco le arreó bien un camión; le arrancó de cuajo todo este esquinazo.
-¿Y se vino al suelo?
-Qué va; nada. La picota se quedó de pie. Ahora, después de retocarla está mucho mejor. Por dentro de la peana es tierra y cosa así como cascotes. ¿No se ha dado cuenta de que los cuatro leones son de una sola pieza?
-Pues no. Si usted no lo dice, ni darme cuenta.
-A ver quién es el que hace eso ahora. Y, además, en aquellos tiempos, todo a base de puños. Ese es un buen trabajo; ahí no cabe la trampa.
Los hombres acostumbran utilizar como asiento cuando llega el caso los escalones de la picota. Los jubilados del Pozo se acomodan en cualquier dirección, según la hora. Martín Gómez y Andrés Doncel siguieron en el mismo sitio en que los encontré hasta más tarde. Luego el corrillo se hizo nutrido, tenía otra animación al caer el día.
-Y dónde vamos a estar mejor -me dicen-. Aquí se ve lo que pasa y no nos metemos con nadie. Cuando nos juntamos muchos, a lo mejor hablamos demás, pero sin mala intención. Se nos olvida antes de cruzar la esquina. El Pozo de Guadalajara cuenta con todas las ventajas que le confiere su situación próxima a los grande núcleos urbanos, sin que, al parecer, le hayan afectado en exceso los inconvenientes que la circunstancia acarrea. Las gentes del pueblo supieron resistirse a la tentación de abandonar su pueblo en masa, buscando, como hicieron otros, el cobijo complicado de la industria, la sed contagiosa de las candilejas, de los escaparates, de la vida oficial y confiada de las ciudades durante los años en que fue moda. Las gentes del Pozo han hecho de su pueblo ese País de las Maravillas, desconocido y remoto, con el que tantos soñaron y a tantos defraudó al fin.
Ah, de eso que dice puede estar seguro. Aquí hay ahora más personas que había hace veinte años, por ejemplo.
-¿Y cómo es eso? ¿Que viven en el pueblo y se marchan a trabajar fuera?
-No; nada de eso. Aquí no hay quien se vaya a trabajar fuera. Usted no sabe el movimiento que hay en el pueblo entre el campo y los camiones. Cualquiera sabe lo que habrá aquí metido. En este pueblo todo el mundo tiene quehacer, y si no lo tiene, se lo busca. Dinero hay poco, esa es la verdad; pero la gente se mete en la maquinaria y en los vehículos sin miedo.
-¿Ah, sí?
-Mire si le digo: en proporción al número de habitantes, sin exagerarle nada, es éste el pueblo que más maquinaria y camiones tiene de toda España. Si hay cien vecinos, vamos a suponer, de ochenta tractores y cuarenta camiones no baja. Yo le digo que si fuéramos a contar los coches y las motos, salen en El Pozo más vehículos que personas. Sin ir más lejos, entre dos primos míos tienen quince camiones. Luego cuente usted la maquinaria.
Cayetano me dejó un instante para atender a un 1500 con matrícula de Sevilla, que después de repostar se fue por la carretera de Los Santos. Cayetano Baldominos es empleado de la estación de servicio que hay en el cruce de caminos; un estable­cimiento magnífico de carburantes donde el trabajo, por lo poco que vi, no falta.
-Hombre, sobre todo los fines de semana no le dejan a uno ni respirar. Los demás días la cosa afloja bastante.
-¿A qué distancia estamos de la provincia de Madrid?
-A dos kilómetros. Se puede ir por dos sitios: por Santor­caz, que coge a seis kilómetros de aquí, y por Los Santos de la Humosa, que está a ocho.
De unos años a hoy El Pozo se ha convertido en un pueblo nuevo, de calles espaciosas y limpias que en nada o casi nada se atiene a los moldes convencionales de urbanización que conocemos. Por las calles de El Pozo nunca falta la pincelada optimista de un balcón florido, de una parra frondosa sobre la blanca pared, del sauce o de la enredadera. Como excepción que viniera a confirmar lo dicho, surge de tarde en tarde la casona deshabita­da, a la espera de dar sin mayor demora con su viejo corpachón de escombro en tierra a golpes de piqueta. Entre los almendros abandonados del coto escolar, un zagalote se entretiene disparan­do a los gorriones con un rifle de balines de plomo. En la gasolinera, los automóviles del sábado esperan la atención eficiente e inmediata del amigo Cayetano: «Sobre todo, los fines de semana no le dejan a uno ni respirar».
En un barecillo que hay junto a la picota, los camioneros toman café desde la barra y hablan de la carga, de la descarga y de lo duro que resulta pelear en el oficio. El bar lleva anejo, en una estancia contigua, un amplio salón que muy bien podría servir para baile, para sala de reuniones o para cualquier espectáculo de cara al público. Sirve los cafés y las copas de coñac detrás del mostrador una señora gruesa que se llama Maribel.
-¿Qué va a tomar?
-Una caña de cerveza, por favor.
Como escondida en un recodo próximo a la carretera, surge la reliquia medieval del pórtico de la iglesia. La antiquísima galería debe tener su origen allá por las últimas décadas del siglo XII. De entonces son los arcos sostenidos en gruesas columnas de piedra labrada que dan paso a una portona en herradura conseguida a base de ladrillo visto. En la soledad del atrio uno se para a observar el conjunto resultante de ambos estilos, donde los rasgos más elementales del arte musulmán y el cristiano, se lucen tan guapamente bajo la techumbre umbrosa de las maderas que le sirven de cobertura. En su interior es una iglesia reducida, parca en iluminación, por cuyo ábside se cuela la luz débil del atardecer a través de tres saeteras caladas en el muro.
Nieves debe ser la encargada del orden y de la limpieza del templo; ella al menos me acompañó gentilmente y me fue explicando sobre el terreno que las dos imágenes que ocupan sendas repisas, una a cada lado de la solitaria nave, representan a Santa Brígida y a San Mateo Evangelista, patronos de El Pozo, cuyas fiestas respectivas celebra el pueblo el 1 de febrero y el 21 de septiembre. La verdadera fiesta patronal es la de San Mateo, quedando la de Santa Brígida como una celebración apenas simbólica, en la que tampoco falta el regusto ancestral de las tradiciones.
-Para Santa Brígida se reparte a la gente la caridad. Son unas tortas que se dan a todo el pueblo.
-¿Llevan algo especial?
-No; son unas tortas corrientes; pero como viene de antiguo, a la gente le gusta y lo seguimos haciendo.
El baptisterio es un recinto antiquísimo de piedra descu­bierta, al que se entra después de atravesar un arco en ojiva. En el baptisterio está la vieja pila de piedra labrada en la que, por su forma y estilo, se nos habla de largas generaciones de hijos del pueblo que en ella debieron recibir las aguas bautisma­les durante los últimos siglos.
-Toda esta parte estaba antes oculta. La descubrieron hace unos años, cuando restauraron la iglesia.
Acercarse un día cualquiera a palpar la vida íntima de esta localidad próxima, tiene no poco de descubrimiento. El Pozo, amigo lector, no es un pueblo diferente; está sujeto como todos a la diaria prueba del trabajo, llevado sin apelación hasta las últimas consecuencias. En sus calles encontrarás, eso sí, el movimiento excepcional de los pueblos enclavados en el cruce de caminos, el continuo no parar de las gentes que trabajan, el fruto de audacias y de noches en vela, traducido a lo visible en un lugar risueño, optimista y con ganas de vivir.

(N.A. Noviembre, 1981)

POZO DE ALMOGUERA, EL


El Pozo es uno de los pocos lugares de la zona que en nuestros semanales paseos nos faltaba por conocer. De visitas precedentes, uno tiene la idea casi completa de lo que son estas tierras meri­dionales de la provincia, y, seguramente, por haber sido hábitat del que suscribe durante unos cuantos años de su juventud, lo mis­mo en Pastrana, la bellísima capitalidad de los duques como en los pueblos de su comarca, jamás se sintió forastero.
Un alto obligado en el camino de ida para contemplar de nuevo la picota de Fuentenovilla y, en seguida, atravesando los campos llanos de viñedo y olivar, de tierras cultivadas y eriales, se vie­ne a caer al borde de la leve hondonada en cuyo fondo se asienta el pueblo. En El Pozo se acercan dos de las más características comar­cas naturales de la Baja Castilla: la Alcarria y la Mancha, y de una y de otra por igual participa sensiblemente, no sólo en el as­pecto exterior que es lo primero que se advierte, sino en el carácter, en el alma incluso de los que viven allí. ­La de hoy es una tarde desapacible, una tarde incómoda para viajar. El viento fuerte del mediodía ondula las tierras sembradas ­que reverdean junto a la ermita y alisa las hojas de las acacias.
Se ven por extramuros naves inmensas para la explotación avícola, múltiples almacenes graneros que son albergue a su vez para las máquinas agrícolas que acabarán en cuatro días con la cosecha sin que apenas el hombre aporte un poco de esfuerzo. Un grupo de chiquillos juegan a esconderse entre los artefactos abandona­dos por las eras. La olma de la ermita, vieja y monumental, se al­za sobre una peana de contención rellena de tierra. Es una olma de cuyo tronco rugoso parte el ramaje en forma de candelabro. Más adentro El Pozo, el pueblo calatravo, de ancha y luminosa cal1e Mayor, con la torre blanca de su iglesia de San Martín a la otra orilla. Pese a que el éxodo también hizo presa durante los años de la desbandada, en estos pueblos queda gente todavía, y mantienen, con diferencia sobre el resto de la Guadalajara rural, el índice de población más alto de toda la provincia.
En la esquina que corta el rinconcillo de su casa con la calle Mayor está el señor Gregorio, "Goyo", pastor en Fuentenovilla casi la mitad de su vida, con su esposa, una mujer muy pequeña que se limita a escuchar atentamente y a asentir con la cabeza cuando su marido habla con el recién llegado.
- No será usted de esos que vienen por aquí hablando de política, ¿verdad? Es que a mí no tiene que convencerme nadie. Yo tengo mis ideas y son a esas a las que voto siempre. A mí no me gusta mudar de chaqueta como otros. Con setenta y tres años encima nadie, sabe lo que llevo sufrido yo, mucho.
El Tío Gregorio me lo cuenta todo bajito, en la intimidad, como con gran misterio.
- No señor. A mí tampoco me van demasiado esos asuntos ¿sabe? y también tengo mis ideas, creo que muy claras, y no necesito que venga nadie a contarme su vida.
-¡Pues no faltaría más! ¿Verdad usted?
- Eso digo yo, que no faltaría más. ¿Tienen ustedes hijos, Tío Gregorio?
-Sí que tenemos, tres, pero ya volaron. Aquí estamos los dos so­los en este rincón. ¿A qué ha venido usted, entonces?
- Pues mire, he venido a ver el pueblo. Nada más que a ver el pueblo. ¿No le parece bien?
-Me parece muy bien, por qué no. Ahí detrás hay un bar, si quiere le convido.
-No, muchas gracias. Cuando haya visto todo le convido yo a usted, si le apetece.
Las calles en El Pozo son limpias, sanas, de casas encaladas y portonas verdes para las cocheras. A la inoportuna hora de la sies­ta el pueblo está vacío. El sol se ha escondido detrás de un nuba­rrón oscuro dejándolo todo en penumbra. Los niños a los que no les gusta dormir juegan a la pelota en una pared de la plaza. La plaza coge a mitad de la calle Mayor; es un recinto cuadrado, no dema­siado grande, en el que hay aparcado un autobús que ocupa casi toda la acera del fondo.
- Buenas tardes, señora. Ahí se está bien.
- Sí señor, aquí no se está mal. Esta tarde digo yo que vamos a tener tronera.
- Ah, pues para el campo tampoco debe de ir mal.
- Sí, si viene limpia... Un poco tarde es ya.
La iglesia de El Pozo está a la salida. Se llega hasta ella des­pués de haber atravesado el pueblo. Delante hay un jardinillo bastan te cuidado rodeando una cruz de piedra. Se ve que la iglesia está ­construida hace pocos años. Tiene una torre anterior en el tiempo sin nada especial en su favor, salvo el color blanco pálido del yeso o de la cal que recubre la piedra y que le resta todo, si es que al­go pudiera tener de destacable. En su interior el templo es muy os­curo, está iluminado solamente por una claraboya situada en el teja­do por encima del presbiterio. Cuando el sol se esconde detrás del nubarrón en la calle, la ig1esia se queda totalmente a oscuras.
En la única nave, moderna y funcional que tiene el templo, hay un silencio que se lo come todo. En frente, a ambos lados del altar ma­yor, una imagen de la Purísima, sacada de las estampas que pintó Murillo, y otra de San Martín, a caballo, repartiendo con un mendigo su capa, en actitud de quererla despedazar a corte de espada. Sobre todo esto, una imagen sencilla de Cristo Crucificado.
El señor Gregorio se conoce que había venido siguiendo mis pasos hasta el jardinillo de la Cruz. En la acera de su casa, fren­te a la iglesia, hay también un señor joven, con cara e indumentaria de agricultor, y que se llama Juan Pérez. Aquí me informan de que el cerro que tenemos frente a nosotros se llama La Berca, y el de atrás Valdovico. La tarde se ha vuelto oscura.
- ¿Qué le ha parecido la iglesia?
- Bien. Muy moderna y con poca luz. Claro, que como el tiempo es­tá así...
- Se hizo hace poco. La torre si es de antes.
- ¿Celebran a San r Martín en su día?
- Sí, sí. San Martín es el 11 de noviembre todos los años. Toros y demás, ya se sabe la afición que hay por estos pueblos.
- Por lo poco que he visto, aquí se vive de la agricultura únicamente
- Pues sí. Prácticamente el campo es el modo de vida de El Pozo. Ahí detrás hay una granja que tendrá unas quince mil gallinas.
-¿También se marchó la gente?
-Sí, de aquí se fueron bastantes. Ahora no se yo si llegaremos a las cuatrocientas personas en total. Seguramente que un poco escasas. Hay escuela con niños que hacen aquí la primera, etapa. Los grandes hay que sacarlos fuera.
Está comenzando a llover. En una callejuela estrecha que se llama Travesía de las Higueras, hay dos hombres que están curando con alcohol a un perro herido. El perro ladra desesperadamente cada vez que le tocan con el algodón empapado.
La nube empieza a sacudir en serio cuando uno pasa por la puerta del bar de Manolo. Es un local más bien pequeño que sirve a la vez de tienda de comestibles. Uno clientes están sentados junto a la mesa viendo, sin demasiado interés, un partido de tenis en televisión. Un zorro disecado luce su apelmazada pelambrera, relleno de serrín, sobre la cornisa de una cocina baja escondida detrás de la nevera.
-¿Me pone, por favor, una copita?
-¿De qué va a ser?
-Tal me da. Solisombra, por ejemplo.
Andando hacia la plaza arrecia el chaparrón. Aguanto la fuerza del imprevisto diluvio escondido dentro del coche. Al rato suenan, mezclados con el agua, los golpes del granizo al chocar contra el parabrisas. La plaza de El Pozo de Almoguera es todo un charco, acrecentado por los regatos que bajan de las calles cercanas. Poco después deja de llover tan de repente como empezó, y aparece un sol radiante entre dos nubes. La gente vuelve a salir enseguida de sus casas. Los hombres, reunidos en corrillo, hablan del tiempo a la altura del rincón en donde vive mi amigo el Tío Gregorio.
- Esto debe haber sido estupendo para el campo –les he dicho.
- Pues hombre, no le habrá venido mal; pero hace un mes hubiera sido su momento. De todas maneras ha caído poco.
El pueblo quedó lavado por el turbión. Por las afueras, las tierras de los caminos se han convertido en un fangal intransitable. Una perrucha enorme, atada con cadena, guarda la puerta de entrada a la granja debajo de una escalera. Los cebadales más cercanos al pueblo lucen un lustre estupendo después de la lluvia. Allá lejos, se dejan ver con toda claridad a la caída de la tarde los cerros de Zorita, de Almonacid, y una buena parte de la Alcarria Baja.

(N.A. Mayo, 1983)

domingo, 30 de agosto de 2009

POZANCOS


Ocho grados bajo cero me han dicho al pasar por Sigüenza que al­canzaron de madrugada los termómetros en la Ciudad del Doncel. En este instante, rayanas las once, alumbra limpio un sol oblicuo que malamente intenta acallar en estas tierras mondas los rigores del frío. Subo hasta Pozancos tras haber cubierto los dos kilómetros escasos que lo separan de la carretera 114, desde el divisorio donde par te en dirección opuesta el ramal de Palazuelos. Antes de llegar se ­pasa por Ures, entumecido en las escarchas de la umbría. A cuatro pasos aparecerá Pozancos, estirado en triple cordón a lo largo del arroyo en la solana, tapiado en alrededor por cerros pedregosos y re­pintado por el verde ceniza de las carrascas. La villa medieval y posterior señorío, enquistada en el tiempo porque la vida es así, que ni se inmuta cuando un desconocido sin decir quién es ni que via­je lleva intenta atravesarla en toda su longitud, porque Pozancos -esa fue la impresión que saqué- es pueblo de dimensión única.
-¡Qué fuente más bonita, oiga!
-Sí señor, mucho. Tenemos otras dos más. De eso andamos bien.
-Como el pueblo está tan escondido la gente ni lo conoce, pero me parece que Pozancos es un pueblo hermoso.
-Nada; en este tiempo, nada. En verano viene la avalancha, a des­trozar todo lo que los viejos hacemos en invierno.
-¿Cómo se llama usted?
-Yo me llamo Antonio López Ciruelo, y he sido de ayuntamiento mu­chos años.
Estamos en la plazuela del palacio, junto al borde de la fuente en donde mi contertulio, un anciano espigado, simpático y sin comple­jos, llena un cubo de agua en el caño del pilar que hay en el cen­tro, porque la fuente de la plazuela tiene tres, ordenados en línea. No lejos se alza la altiva espadaña de la iglesia, con sus vanos y sus campanas, montada de limpio sillar con medio cuerpo revocado de cemento donde –sólo me imagino- deberán jugar a la pelota. Llamativa y espectacular, la portada románica de la iglesia parece que urge a distancia la visita del forastero.
-Ya la verá usted -me dice el señor Antonio-. Pues vienen al pueblo dos clases de agua; si la una buena, la otra mejor. El lavadero es eso de abajo.
-¿Y esta casona?
-Pues ya la ve, ahí está. Antiguamente se conoce que todas las tie­rras del pueblo eran de este señorío. Los dueños son unos señoritos ya mayores y no le hacen mucho caso. Ahí se sacaba un hogar de ancia­nos estupendo, ¿no le parece a usted? Con unos cuantos millones para arreglarlo ya estaba hecho.
-Eso creo yo. También me he dado cuenta de que, aunque el pueblo para en cuesta, lo tienen muy bien arreglado.
- Sí hombre. Aquí ya nos dieron dos o tres premios por esas cosas.
Lo de las calles lo hemos hecho nosotros, los del pueblo, trabajando como negros a prestación personal. El más joven sesenta años, para que vea. Aquí no se ha gastado Sigüenza ni un sólo duro.
- Tampoco les sobrará tanto a los de Sigüenza, creo yo. La verdad es que tienen unos cerrucos divinos; están como quieren.
- De eso también andamos bien. Este primero es la Umbría, el otro la Peña del Gato, hay otro que es la Cuesta de los Milagros, y aquí atrás, al norte, le decimos Peña Rubias. Ya lo tiene por los cuatro costados.
Llego más tarde, pisando hojas secas de los árboles, frente a la portada, de la iglesia. Las cuatro archivoltas, y sobre todo los moti­vos vegetales que adornan los seis capiteles, recuerdan no poco a los de la catedral de Sigüenza, y, como aquellos, deben ser originarios del siglo XII. Las columnillas a derecha e izquierda se ven roídas por los hielos, arañadas por los afiladores de hachas y mal tratadas por los desaprensivos de sabe Dios cuándo. Al dorarse la piedra con el sol que le viene directo desde la cumbre misma del cerro de la Umbría, las formas románicas adquieren un contraste y una belleza indefinibles.
­- Ahí tiene usted tajo. Ya puede decir que nos den un poco de dinero para arreglar el piso del frontón. Para eso poco que quedó no vamos a ­andar otra vez desangrando a los vecinos.
Las calles de Pozancos son tres, paralelas y escalonadas: la calle Real en la que nos hemos entretenido hasta ahora, la del Monte al su­bir de una cuesta, y la del Río, abajo, lindera con los huertos. Al sa­lir de debajo de las campanas, el pueblo se empina primero y se allana después en la calle del Monte. Un carro de varas inverna debajo de un tejadillo cubierto de escarcha. Sobre el pueblo y sobre las cuestas las carrascas tremendas de Peña Rubia, compartiendo la cima con los peñas­cos. Otra fuente con frontis de arenisca rodena chorrea a la sombra a un lado de la calle. Marcado en la piedra se lee: 1957.
Algo más allá refulge con la mañana un azulejo pegado al quicio de una casa a mano derecha. "Alfar del Monte" dice en él. La puerta se ve entreabierta. Hay agarrada a la jamba una niña pequeña que no habla. Al instante sale de la casa un muchacho joven que se llama Carlos Alonso.
Es el alfarero de Pozancos. Carlos busca la llave del obrador y me invi­ta inmediatamente a entrar en la habitación en donde habitualmente tra­baja. En los estantes se ven un sinfín de cacharros en exposición. Una estufa de leña está apagada en mitad de la estancia. Andrea, la niña, juega moviendo el disco giratorio de un torno que hay arrimado a la pa­red. El recién llegado se come con los ojos aquel muestrario de cachi­vaches y de piezas curiosas que andan por los anaqueles.
- Pues aquí trabajamos mi mujer y yo. La verdadera maestra del oficio es mi mujer. Ya llevamos cinco años instalados en Pozancos y aquí esta­mos.
- Es curioso. Seréis de la tierra.
- No, yo soy leonés y mi mujer es madrileña. Estudiamos en Madrid y nos vinimos a Pozancos casi por casualidad. Estamos muy bien.
- ¿Dónde soléis encontrar mercado para, vuestro trabajo?
- Salimos a las ferias de artesanía, a Madrid y Toledo sobre todo. Luego, en las exposiciones de la Diputación en Guadalajara, y en Sigüenza también se vende.
- ¿Qué tipo de alfarería es la vuestra?
- Hacemos de todo, pero lo que nos caracteriza, son los vidriados o engole y el bario. El horno lo tenemos aquí, es eléctrico.
- Veo pilas para colgar en la pared, platos, formas un tanto exóticas en otras piezas de creación, y muchos gatos ¿por qué?
- Es que lo típico del pueblo son los gatos. Aquí hay muchos gatos. También hacemos pájaros, pilas medievales... En las ferias se nos co­noce más por las pilas, con motivo religioso o profano.
Carlos Alonso y María Dehijas han encontrado en estas recónditas latitudes de la sierra seguntina su aposento estable y definitivo. Uno celebra haberlo encontrado a la casualidad, pues, lo verdaderamente asombroso de estos encuentros -reminiscencia en cualquier caso de un pasado lejano- es precisamente eso, el descubrirlo donde menos lo es­peras, en una callejuela solitaria de un pueblo perdido.
Al andar por él sin demasiadas prisas, al deambular por sus calles oteándolo todo, uno se da cuenta de que Pozancos fue cabecera de un importante señorío. Todavía se ven por cualquier parte buenas casas antiguas, en su mayoría deshabitadas. Al pie del muro en un callejón es­trecho, alguien se entretuvo en pintar a gran tamaño sobre el fondo blanco la efigie de Miguel de Cervantes y unos molinos de viento.
Desde la primera fuente que quien llega a Pozancos se encuentra al entrar, se divisa a lo lejos el viejo joyel del pueblecito de Cara­bias, agazapado tras el manchón de alamedas desnudas. Los tejados por la calle del Río bajan como estriados, a franjas blancas y marrones, rayados por la escarcha en las lomeras donde no llega el sol. Por la calle del Río suena incesante el agua del canal y cantan los gorrio­nes. Las hojas de las coles se ven ateridas en los surcos de la huerta, junto a los palitroques de las matas secos, mientras que el sobrante de las tres fuentes públicas bajan encajados, cada uno por su madre correspondiente, a buscar el escape común del arroyo.
Pozancos es pueblo tranquilo, donde las bandadas de palomas escar­ban al sol de la rastrojera sin huir de nadie. En la fuente grande es­tá otra vez el señor Antonio. Ahora me cuenta que la fiesta del pueblo es el día de su santo, el 13 de junio, y que si quiero ver la iglesia por dentro que me espere y tendré la oportunidad.
- Nada, a la vuelta de cinco minutos estará aquí el señor cura. Viene de Sigüenza a decirnos misa. Lo hicieron canónigo no hace mucho.
- ¿Cómo se llama?
- Se llama don Francisco. Es de allá de la parte de Molina.
Llegó, efectivamente, a los cinco minutos, o menos quizás. Don Francisco López me enseñó la iglesia, pequeñita y un tanto descuidada. Un señor del pueblo se puso al instante a tocar las campanas con unas so­gas que caen al coro. Don Francisco me llevó a la capilla lateral don­de está el enterramiento de “don Martín Fernández Sr. de Pozancos, ca­pellán que fue de la Iglesia de Sigüenza, arcipreste de Yta, cura de las Inviernas, be...” como se lee en medidos caracteres góticos a lo largo de la pestaña del sarcófago que conserva sus restos, Por encima, muy similar a otros que vimos en Jirueque y en la Fuensaviñán, queda la estatua en posición yacente, revestida con los ornamentos sagrados, del clérigo a quien la leyenda hace referencia.
- Lo profanaron cuando la guerra. Lo profanaron cuando la guerra. No sé qué pensaban encontrar den­tro. Lo picaron a golpes y ya ve cómo quedó. Aquí, a cada lado, esta­ban las famosas estatuillas de Adán y Eva que hay en el Museo Diocesano; y la tabla del entierro de Cristo aquí arriba, que también está en Sigüenza bien restaurada.
Tres imágenes góticas por encima del severo mausoleo y una artís­tica cúpula estrellada de nervaduras, destacan en la mínima capilla que es con mucho, aparte la ya referida portada románica, lo más valioso que queda en el templo parroquial de Pozancos. Al pie del presbite­rio hay una lápida mortuoria con inscripción y escudo de armas que re­cuerda a los señores de Lagúnez, jurisdicionales de la villa, fechada en 1874.
Nada más nos fue posible conocer en tan escaso margen de tiempo. Tampoco nos consta que Pozancos tuviera muchas cosas más que ofrecer al visitante, ávido de arañar en el alma de los pueblos. En cualquier caso, te invito, amigo lector, a dar un paseo por estas tierras inme­diatas a la Ciudad del Doncel, una prolongación en evocaciones, en ar­te y en historia de la propia Sigüenza.

(N.A. Enero, 1986)

POVEDA DE LA SIERRA


El viaje de hoy ha sido toda una expedición en solitario, atravesando longitudinalmente la Alcarria entera y algo más hasta caer de lleno en la serranía de Cuenca; porque Poveda de la Sierra, hoy sólo de hecho, lo fue de derecho hasta la reestructuración de 1833, parte integrante de las tierras de Cuenca.
Después de tres horas de camino caigo en Poveda mediada la tarde. El pueblo queda como en el centro mismo de una serie de monta­ñas que lo circundan en las cuatro direcciones, montañas viejas tapizadas de boj, de roble y de matorral. Una ermita abandonada en las afueras me deja por fin en una plazoleta soleada que hay al cruzar el puentecillo que cubre el paso del arroyo. Atrás quedan los espectaculares cortes albos de las canteras del caolín. Hay una mu­jer con una vara en la mano tomando el sol bajo el paredón de las huertas, sentada en dos troncos secos de pino. Las gallinas entran y salen por los ojos del puente, entremezclando el son del cacareo con el rumor incesante de las aguas que bajan.
- ¿Cómo se llama el riato, señora?
- ¿Éste? No se llama nada. No tiene nombre. Le decimos el río.
A nuestro lado hay un caserón comido por la maleza; como está encima mismo del arroyo, quiero pensar que se trata de un viejo mo­lino en desuso. La señora Julia me lo asegura, y me añade sin pedírselo algún dato más acerca de la familia a quien pertenece.
- Es el molino de los pastores.
- ¿Cómo de los pastores?
- Sí señor; si usted los tiene que conocer. Hay uno muy famoso que toda a la guitarra, que se llama Segundo.
- Ahora sí que caigo. Claro que lo conozco. Sabía que era de aquí porque en alguna ocasión me lo ha dicho él mismo.
- Bueno, pues ya le digo, de esos es: de Segundo y de su hermana la Marina. Ahora se ha muerto en Caracas el otro hermano que se llamaba Enrique. Ahí, donde está la ermita, tienen una huerta cerrada. Por aquí hace ya mucho tiempo que no vienen.
El marido de la señora Julia se llama Gabriel. Viene arroyo arriba hasta nosotros, y después de saludarnos me cuenta que el agua del regato es buena y que baja muy limpia, que en tiempos fue una riqueza para las huertas, pero que ahora no se utiliza para nada, poco menos que como depósito oficial de basuras, cosa que no se debería consentir.
- Unos por otros, la culpa la tenemos todos, pero no me diga si esto no es una vergüenza. Atendido como se merece sería muy bonito
- Pues, ya ve usted, no sabía yo que tenían tan cerca las canteras del caolín. Yo conozco las de Peñalén, pero, por lo que veo, aquí también tienen buen tajo.
- Estas son más importantes que las de Peñalén. Aquí hay lavade­ros y de todo. Ahora están en plena explotaci6n.
Don Gabriel Rubio es un señor atentísimo que habla con las pa­labras bien medidas y entiende un poco de todo. Uno piensa que es el mejor guía que pudo encontrar en el pueblo.
- En Poveda hubo mucha vida. En la antigüedad se hacía una rome­ría a la ermita de Los Remedios que databa de tiempos de los cala­travos. Se le llamaba la romería de la Caridad, porque había por costumbre obsequiar a cada transeúnte con pan y cañamones. Aun se hace, nada más que ahora se da salchichón y pan. En aquellos tiempos, cada cual le cantaba a la Virgen lo que se le ocurría. Aquello estaba muy bien. Ya, como la gente se ha ido, todas aquellas costumbres han ido cayendo también.
Los chavales de Poveda pasean con bicicleta y se detienen a escu­char la conversación del forastero con el señor Rubio. Los chavales de Poveda se llaman Juan José, Teodoro, Miguel Ángel, Leoncio y Teó­filo. Son muchachos con cara de listos a, los que les gustaría que el desconocido les dijese alguna cosa.
- Pues yo a usted si que le conozco. Usted es el señor Belinchón, el que sale en la "Nueva Alcarria".
- ¿Tenéis escuela?
- Sí señor. Tenemos una escuela mixta. Aquí es que aun somos bastan­tes.
Hablando con don Gabriel, y con la cuadrilla de chicos delante y detrás haciendo escolta, nos vamos a dar una vueltecilla por las calles de Poveda. Me dice mi amigo que los cerros que nos rodean se llaman la Cumbre de Santa María y el Majadal, la Cruz de Gil y la Peña ­del Grajo. Todos circundan la antiquísima villa, dejándola en el fondo de aquella inmensa caldera natural donde permanece como al resguardo de todos los aires.
- La gente va tirando un poco con la cosa de la riqueza forestal, con la mieja de ganado y con los cuatro huertecillos que todavía se cultivan. No es esto ni la sombra de lo que fue.
La fuente de la calle Real mana dos chorros de un agua riquísima. Salen por ambos caños cogidos a la boca de piedra de dos faunos en bajorrelieve pegados al muro.
- Ahora verá la otra. La fuente de la plaza y esta son iguales. Se hizo en el año veintiocho.
En Poveda de la Sierra quedan unas ciento veinte personas de hecho que viven alejadas de cualquier núcleo importante de población o de capitales de provincia. Hay calles en cuesta bien arre­gladas, enfiladas por casas antiguas de un rusticismo encantador, montoneras de escombro en otras, las que no remozadas don­de la gente vive, pero siempre, dentro del regusto antiguo de los pueblos de aquella Serranía. Por el barrio del Andralejo los perros toman el sol acostados en las aceras. De estas callejuelas extra­muros sale un olor pastoso a sirle y a ganado.
La plaza es amplia, cuadrada, muy antigua, con una fuente igual que la otra de la calle Real. En la plaza toman el sol de la tarde algunas señoras sentadas sobre sillas bajas.
-¿Se ha dado cuenta de lo que le han hecho al olmo?
-¿Dónde?
-Arriba. No ve que le han pegado fuego. Nadie sabe quien se lo ha hecho, pero los de aquí no han sido, desde luego. Eso es vandalismo.
El olmo está subido de tronco encima de un triple escalón de pie­dra en el centro de la plaza de Poveda. Tiene, efectivamente, la negra herida del fuego en la misma cruz, como si alguien hubiera encen­dido, despiadadamente, una hoguera en medio de sus ramas gordas que los siglos han ido arrugando.
- Aquí hay una reja que tiene una fecha escrita, y dicen que si es el año en que se plantó el olmo. Mírela, 1793. Casi doscientos años.
En las antiguas eras de pan trillar, como dice don Gabriel Rubio, es donde ahora juegan al fútbol y se hacen los toros para las fiestas de San Roque y la Virgen de Los Remedios. La tarde ofrece desde aquí una impresión paradisíaca, de vientecillo suave, de claridad cristalina de finos contrastes de luz hundidos siempre en el corazón de la hoya donde reposa el pueblo de Poveda.
- Aquella meseta de allá arriba es muy bonita, le decimos el Machorro, y aquella peña de abajo es el Montón de Trigo.
- Desde luego que con este panorama pueden darse por bien pagados los que viven aquí. Créame que me entusiasma toda la Serranía de Cuenca, y me la conozco un poco. Aquí, en cambio, no había estado nunca.
- Allá, encima de las Corralizas hay una piedra muy grande, como encallada en el cerro, que le decimos el Arca de Noé. Si se finja bien desde aquí se ve un poco.
Algunas casas antiguas de Poveda conservan todavía el caracterís­tico tejadillo en ángulo por encima del dintel de la puerta de entrada. La iglesia tiene una espadaña románica con portada sencilla del mismo estilo escondida bajo un pórtico que sostienen dos columnas de madera. En el atrio, siempre rodeados de chiquillos, mi amigo me hab1ó de otro hijo ilustre de Poveda a quien la gente, incluidos sus paisanos, ignora por completo.
- Pues sí; y yo me enteré por casualidad en un libro de conquenses ilustres, hace ya tiempo. Se llamaba aquel señor don Pablo Arias Tem­plado, y nació aquí, y fue bautizado en la pila bautismal de esta i­glesia. Según pone en el libro fue un hombre de muy rigurosa autoridad que llegó a ser alcalde de Sevilla, allá por el año 1640.
La iglesia no es muy grande por dentro, tiene tres naves y fue reconstruida posiblemente en el siglo XVII. Todo el edificio está dado de blanco en su interior, no tiene retablo y en ella se ve y se res­pira la pobreza más absoluta, propia de los templos desmantelados.
- En tiempos había un retablo hermosísimo, y un artesonado mudéjar que daba envidia verlo, pero, cuando la Guerra, aquí no dejaron nada.
La Virgen de los Remedios, patrona de Poveda, está colocada sobre las andas con un ramo de flores artificiales entre las manos, un man­to bordado de dorados, muy bonito, y un velo de tul. En el frontal del: presbiterio ,una imagen de Cristo en la Cruz sin más aditamentos.
Los últimos instantes de nuestra estancia en este bello pueblo se­rrano pasan en el pretil, detrás de los dos olmos huecos del atrio, tirando la vista abajo adonde está la Cruz de la Vega, que aquí dicen, y los cortes blancos del caolín tajando el cerro, a la izquierda de la carretera que parte hacia Peñalén y Cueva del Hierro, única vía de comunicación por la que se entra y se sale de Poveda.

(N.A. Mayo, 1983)

POBO DE DUEÑAS, EL


Lejos, muy lejos de la capital. A quince kilómetros, o menos quizás, la frontera regional con tierras de Aragón como escape de Guadalajara de su estructura longitudinal por el levante. ­
El Pobo de Dueñas es pueblo de paso. Una estación de servicio y un bar de carretera a cuatro pasos del empalme, dan a la villa antes de vislumbrarla la categoría de pueblo señor. Perdida al noroeste, en única tonalidad grisácea con la mañana otoñal, se deja ver no lejos la Sierra de Caldereros, serie original de colinas volanderas que comanda sobre su correspondiente risco el histórico castillo de Zafra. La ermita de la Virgen del Campo -bello nombre- abre, como si dijéramos de manera oficial, el larguísimo casco urbano de El Pobo, incluyendo, claro es­tá, la serie de pajares en piedra oscurecida, todos iguales, uno a continuación de otro, que a derecha e izquierda en la dilatada explanada de las eras nos van introduciendo, poco a poco, en el corazón del final de viaje.
El Pobo recibe a los viajeros hartos de conducir con la pincelada verde botella del juego de pelota. Pegados sobre la linda superficie del paredón todavía quedan, tostados por el sol y lavados por las lluvias que les azotan de frente, algunos pasquines de la última campaña electoral. Los políticos en cada pasquín tienen les rostros blancos y las ropas desvaídas como almas en pena.
Acabamos de entrar en la zona noble de un pueblo aparentemente llano. El Pobo se distingue, al menos en su parte alta, por la monotonía de sus casas bajitas, elegantes muchas, recortadas e iguales. Como pieza integrante del Señorío Molinés, son frecuentes en sus calles las casonas evocadoras de otros siglos, los arcos blasonados y las piedras de sillería que rezuman, tras el correr del tiempo, cierto sabor a añosas noblezas de las que ya casi nada se sabe. Es el nuestro además -los hechos lo aseguran- un pueblo próspero por obra y gracia del campo y del ganado.
-Sí, claro. Aquí es de eso de lo que se vive. Los ancianos vamos tirando, mal que bien, con lo de la jubilación.
Media docena de hombres de edad avanzada pasan el rato sentados sobre un tronco en la calle Mayor. Los viejos de El Pobo sacan al hablar un simpático acento baturro.
- Eso nos dicen. Y a nosotros que nos parece que no, mire.
La iglesia está a cuatro pasos de donde estamos nosotros. Es una hermosa obra, quizás del siglo XVII, construida a base de arenisca rodena, ligeramente ocre, con si­llar en el campanario y en las esquinas, mientras que el resto de los muros es de sólida mampostería en el mismo tono.
A la caída del campanario hay sentado un señor de bastante edad y una mujer algo más joven. El hombre me contará poco después que tie­ne 88 años y que se llama Miguel López clemente. La señora es doña Primitiva Fuentes. Una y otro, sin que por mi parte se lo insinúe, me invitan a ver la iglesia y a informarme de todo cuanto quiera saber y ellos conozcan.
- El señor Miguel sabe de todo. Ha leído mucho.
El atrio de la iglesia se ve muy bien cuidado, mimosamente cuida­do. Con un poco de buena voluntad por parte de todos, han convertido en grato jardín lo que en tantos sitios más, y en similares condicio­nes, es un yerbazal a veces imposible a veces de entrar en él. La portada está ins­pirada en las formas románicas del primitivo arte cristiano, con arco de medio punto y como motivo ornamental más destacado luce en las di­ferentes archivoltas formas esféricas simulando frutas y rosas talladas en la piedra. Su estado de conservación es inmejorable.
- Es muy bonita, ¿verdad? Parece más antigua que el resto de la iglesia. Lo demás -me aclara el abuelo Miguel- se hizo en mil setecientos y pico. Venga conmigo hasta el crucero que allí lo pone bien claro.
- Eso es. Ahí dice 1755. Por lo general, estos edificios se fueron haciendo en distintas épocas.
- Pues mire, la ermita de la Soledad que tenemos ahí abajo, es todavía más antigua. Aquella se hizo en 1693. Allí, en la So1edad, están­ los cinco misterios dolorosos.
Por dentro, el templo parroquial está muy bien atendido. El abuelo Miguel y doña Primitiva me lo van enseñando todo detalladamente, con precisión, procurando no dejar nada sin explicar de lo que yo ignore. Hay tres naves. La nave correspondiente al lado de la Epístola se ve divida en capillas. La primera capilla es de piedra descubierta con cúpula ovalada, sorprendentemente artística, algo tocada de humedad.
- Antes era ésta la capilla de la Purísima y ahora es la del Bautismo.
La segunda viene a continuaci6n. En sí no es una capilla propiamente dicha, sino más bien un ala del crucero. Sobre el muro lateral, en­ leve inclinación, revestida de traje talar, mitra y báculo, está la estatua yacente de un obispo. La estatua es de piedra policromada, y tiene debajo el escudo de armas perteneciente a su episcopado. El abue­lo Miguel está empapado en particularidades de la vida y obra de aquel ilustre paisano, cuyo presumible enterramiento, a mí por lo menos, me produce cierta sorpresa.
- Aquí está enterrado -me explica- don García Gil Manrique, obispo y Virrey de Cataluña. Tomó el mando en 1641. Suponemos que estará en­terrado aquí, que no es seguro.
- Y eso ¿Por qué?
- Pues mire, en la catedral de Barcelona está la misma estatua, idéntica, toda igual, y de ahí la duda si estará enterrado allí o estará aquí. Yo creo que debajo del yeso de la pared, por encima de la esta­tua, debe existir alguna leyenda que aclare algo. Por picar un trozo y probar tampoco se perdía mucho.
- Es posible que se saliera de dudas. ¿Y era natural de aquí este señor?
-Ya lo creo. Cuando yo era chico, había un letrero en la escuela que decía: "Niños, imitad a vuestro paisano García Gil Manrique, Obispo y Capitán General de Cataluña, Obregón y Cerdeña". Sí señor, era hijo de El Pobo.
Se cubre el presbiterio con una cúpula adornada con estucos de apariencia rococ6, muy bien pintada, en forma de media naranja. El retablo mayor es de madera policromada, y en el aparecen una imagen de la Asunción de la Virgen, un Cristo en la Cruz, y las figuras de algunas santas cuya identidad ni mis amigos ni yo conseguimos descubrir.
- Le llamamos el Santo Cristo de las Lluvias. Cuando la gente no era como ahora -y así nos va-, lo sacábamos en rogativas para que llovie­ra. El de aquel otro retablo es más pequeño. Era el titular de una cofradía que existió antiguamente.
Las mujeres de El Pobo son hábiles y sabias en el manejo de la aguja de hacer ganchillo, especialidad artesanal en la que casi todas nuestras mujeres del medio rural son singularmente doctas y que, en no pocos casos, con tesón y admirable pulcritud, consiguen obras de las que duran por muchos años. Doña Primitiva me cuenta que las pun­tillas que hay en los altares son todas de gran valor, y que cada una tiene su autora, reconocida o no.
- Esa que ve usted ahí es de la Eusebia, y ésta de la Serapia, aquella de la Lidia, y otra que hay más allá la hizo la Tomasa. Algunas las hay secretas, que no sabemos de quién son.
-Pues me parece estupendo. El simple hecho de que tengan la iglesia tan bien atendida dice mucho a favor de ustedes, de las mujeres sobre todo.
- Bueno, pero también es que hemos tenido mucha suerte con los curas que nos han ido mandando. Si uno bueno, otro mejor. Así parece que lu­ce preocuparse de las cosas.
Después de enseñarme la sacristía con todos los enseres, archivos y vestimentas del principio al fin, me cuentan mis amigos que la cruz parroquial es muy bonita y que tiene mucho valor. Les advierto que a un desconocido no se le deban dar tantas facilidades ni tantas expli­caciones acerca de esos asuntos, habida cuenta de cómo está el ambien­te. Ellos me dan una explicación que parece no convencerme del todo.
- Nosotros decimos que los que no son de fiar, por muy bien que lo disimulen, lo llevan en la cara. Además, si aquí no hay nada que ten­ga valor. La cruz sí, pero esa la guarda la gente del pueblo en sus casas.
El abuelo Miguel y yo paseamos después por el barrio de abajo y un poco por la calle Mayor. Una de las primeras casonas típicamente molinesas que nos sale al encuentro, según él, fue casa de curato hace un montón de años; hoy pertenece a una familia particular. Por en­cima del dintel se ve esculpido el cáliz y la estrella del escudo de Cuenca. Uno piensa que sería interesante conocer la relación de aque­lla casa con la vecina ciudad castellana.
- Por 38.000 pesetas se vendió toda la casa después de la guerra.
En la zona más antigua de la villa abundan los arcos de piedra y el dovelaje. Uno sobre todos los demás me llama la atención podero­samente. Se trata de una arcada enorme que sirve de frontis a un solar desmantelado y que, por lo que se puede ver, fue la puerta de entrada a una vivienda noble del siglo XVI. Por encima de las piedras del arco se aprecia únicamente el escudo de armas de la familia.
- Dicen que era la casa del obispo Gil Manrique.
En la plaza suena la megafonía de un vendedor de frutas cantando jotas al estilo de Aragón, que los hombres sentados en el tronco de ma­dera escuchan casi con reverencia. En El Pobo existen actualmente dos tiendas de comestibles, dos bares y una escuela pública con escasa ma­trícula.
- Antes de la guerra había dos escuelas con más de ochenta chiquillos en cada una. Ahora, entre todos los del pueblo en edad escolar, no se si habrá más de una quincena, y de habitantes igual: de 700 hemos pasado a 218, y casi todos viejos.
El abuelo Miguel pasa seis meses cada año en Portugal. Me cuenta que todo aquello es muy bonito, que lleva trece años pasando los in­viernos en Lisboa, donde muere el río Tajo, y que, aunque se acuerda de su pueblo, se ha hecho a vivir allí las temporadas que le tocan.
- Es que tengo en Lisboa una hija enfermera, por eso me paso allí media vida con ellos. Mi yerno es un portugués muy buena persona, y mi nieto es Ingeniero de Caminos, Puertos y Canales.
- ¿Qué tal en aquella ciudad la clase media?
- Mal, se vive muy pobremente, peor que aquí. Los precios se llevan, poco con los de España, pero los sueldos son la mitad que aquí. La gente pobre portuguesa lo pasa mal.
Con un recuerdo de sus viajes a pie hasta Torrijos y hasta Jaén por lo de la aceituna cuando era mozo, con seis reales de jornal, aca­bamos nuestra conversación y de alguna manera el aspecto humano de mi estancia en El Pobo de Dueñas. Al pedir café en el teleclub me encuen­tro con que la cafetera no va, que se había roto la noche de antes. Suplo la deficiencia en el bar de la carretera y tomo las de vuelta con el día aún por mitad. La provincia de Guadalajara entera, de Este a Oeste, para volver a casa. Cuatro comarcas diferentes en única exposición, con un otoño acabado de estrenar que también tiene su encanto.

(N.A. Octubre, 1982)

PIQUERAS


Dos horas largas de viaje hasta que aparecieron los pinares al fin. Son pinos madereros, oportuno anuncio por razones de proximidad de aquellos otros que vimos en las sierras del Tremedal y que, en estas latitudes del bajo Señorío Molinés, separa la carretera del bosqueci­llo de robles, pasado el páramo y las vegüelas que rodean al pueblo de Adobes.
Las perdices huyen de dos en dos terraplén arriba entre las aliagas y las malezas, pisando en los barranquil1os en sombra las placas de nieve endurecida. La temperatura ha debido descender en cuestión de minutos, paradójicamente al mismo tiempo que la mañana se va abrien­do paso. Hace sol, y por los cielos altísimos de estas sierras se pa­sea mullida alguna que otra nube vaporosa que no llega a cuajar. En el marcador del cuentakilómetros, puesto a cero al salir de casa, acaba de entrar el número correspondiente al 193. Un aguilucho de tremenda envergadura merodea sobre el cerro más alto de los tres que rodean­ a la villa, siempre contracorriente de los vientos fríos de las diez. El pueblo de Piqueras nos sorprende al cabo, como anclado en el fondo de una hoya por la que corre un regato, subsidiario me imagino, ­del río Gallo.
Piqueras es a simple vista un pueblo de bellísima concepción. En él hay casonas que aparecen semicolgadas, callejuelas en cuesta sin asfaltar, un puente sombreado por chopera ribereña bajo cuyo único arco se cuela, transparente como el cristal, el agua del deshielo. Barro, ­mucho barro. Un lujoso edificio concejil en restauración y una igle­sia monumental con pórtico renacentista que explica, valiéndose del sepulcral silencio de las dos campanas, que Piqueras fue un ­pueblo grande en horas más a su favor.
El puente sobre el arroyo tiene pasamanos de tubo hueco y algunos balaustres de hormigón que le dan cierta gracia. La fuente de detrás chorrea sola, rumorosa, sin que nadie le haga caso. De vez en cuando se apa­ga el rumor de la fuente con las vibraciones del plástico que recubre los ventanales del ayuntamiento. El reloj municipal se paró hace tiem­po debajo de la maza del campanil. El reloj municipal señala una hora en desacuerdo, una hora que no viene a cuento.
Cada viaje uno confirma su convicción acerca de la recia persona­lidad, de la sugestiva y siempre singular estampa de estas villas mo­linesas, cargadas de aconteceres insólitos y de añoranzas perdidas que le gustaría conocer y que se marcharon sin dejar señal apenas. Piqueras es, en este día y a esta hora., un pueblo adormilado por el soniquete de las aguas que arrastra el arroyo. Con la imaginación a punto, cabe pensar que Piqueras es un pueblo de sedante sosiego, de vera­nos tranquilos, reparadores y mansos, a la sombra de sus choperas, siempre con las aguas serranas de las fuentes como testigo.
Subo buscando un alma por el centro empedrado de la Calle Mayor. En la portona de Una cochera o almacén hay expuestos dos escritos con texto oficial: uno de ellos lleva impreso el membrete de la Diputación Provincial, y el otro procede del ayuntamiento de Alcoroches, prohibiendo coger trufas en su término a toda persona que no acredite ser arrendataria de la cosecha. Más arriba hay una señora aclarando ropa en el agua de un balde, que luego tenderá al sol colgándola de una cuerda.
- Bonito pueblo.
- Feo no es, pero muy abandonado sí que está. Nadie hace caso a este pueblo. Yo creo que no le hacemos caso ni los de aquí.
- He visto por ahí un escrito del ayuntamiento de Alcoroches ¿Son ustedes pueblo anejo?
- No somos, no señor. Nosotros no dependemos de nadie. Somos pocos, pero nos gobernamos solos y estamos muy bien. ¿No le parece a usted?
- Ah, por supuesto que sí.
- Los jóvenes se fueron marchando, ya sabe. Unos a Barcelona, otros a Zaragoza o a Valencia, donde les salió. Diez casas abiertas debemos ser ahora, nada más. Hace treinta años, este pueblo tenía quinientas personas por lo poco.
Doña Natividad López, la señora Nati, me cuenta que tiene dos hi­jas en Barcelona, pero que ellas quieren seguir empadronadas en el pueblo, por lo menas hasta que se casen, y que eso está muy bien.
­- Es que la tierra, quiera uno que no, siempre tira un poco.
- Luego -me dice-, todo el mundo se acuerda de venir cuando llega el verano. Aquí no se cabe de tanta gente como viene en el mes de agosto. Todo eso del río, se pone con los chopos tan bonito que da gusto.
- Un poco lejos de Guadalajara, ¿verdad?
- Sí, eso es lo malo. Para cosa de médicos ya podemos ir a la resi­dencia a Teruel, que lo tenemos más cerca. Nos hacen un papel y nos atienden igual aunque seamos de otra provincia.
En día de barrizales, es posible que el pueblo ofrezca al visitante que lo acaba de conocer, una idea no demasiado exacta de lo que en realidad es. Subiendo hasta el final del barrio alto, me doy cuenta de que Piqueras se diseñó con bastante precipitación, con cierto des­orden, que sus calles guardan entre sí una importante anarquía urbanís­tica, que cada una viene y va adonde le da la gana y que algunos rinconcillos y plazoletas parecen enclavados de manera casual, fuera de toda 1ógica. No obstante, el encanto general de su conjunto urbano es indiscutible.
Como pueblo situado en los bajos, Piqueras se rodea de altos ce­rros, limpios y pedregosos: el Picario, donde las águilas continúan merodeando y se deja ver a distancia el repetidor de la televisi6n; Las Solanillas y el Cerro del Santo, más al poniente, de donde llegan portados por el viento los sones metálicos de las cencerrillas y los balidos de un rebaño.
Los casillos y pajares de las eras se ven ruinosos. La pista del frontón está sola. Por detrás del juego de pelota hay otra fuente de piedra arenisca rodena, con leve murillo en espadaña que arroja cua­tro chorros gruesos que salen a presión. El largo pilón de la fuente no puede con tanto, ni el tubo del desagüe tiene salida suficiente, lo que obliga al fresco contenido a derramarse por encima de los bordes, saliendo después en regato calle abajo a buscar el cauce del arroyo por encima del puente.
En las inmediaciones del pilón hay cuatro o seis parvulitos traji­nando con cubos de juguete y camiones de plástico. Los chavales tienen cara de listos, de estar muy sanos y de vivir alegres. Al punto acude desde su casa vecina a la fuente en donde están los niños una se­ñora joven abrigada con bata hasta los pies. La señora se llama Mari Carmen y es de Tordellego. Tiene, pese a vivir en el pueblo, el porte, los modales y la finura de lo más selecto de las mujeres de la capi­tal. Circunstancia que adorna con una, exquisita afabilidad y con agra­do en el trato.
- Nosotros vivimos en el pueblo de continuo. Los niños son nuestros, y como se juntan unos cuantos, se lo pasan tan bien.
- En estos tiempos resulta hermoso encontrarse con niños por los pueblos
Pues todos son de casa. Algunos son de los cuñados y otros son nuestros. Llevamos los trabajos en común y somos como una sola familia. Lo peor es que, tan pequeños como son, ya pronto los tendremos que llevar a Mo­lina. A la escuela-hogar ya van algunos más del pueblo. Qué bien si nos quisieran poner aquí una escue1a.
- En cambio, Piqueras parece un pueblo de pocos habitantes.
- Somos muy pocos, sí. Cuarenta personas muy escasamente. Lo que ocu­rre es que somos jóvenes casi todos y por eso hay niños. Aquí, aunque le parezca mentira, no hay jubilados.
Suben después en su voluminoso tractor pintado de verde Juan Isidro, marido de Mari Carmen, y Santos, el cuñado, que vienen del campo. Charlamos un poquito más de tierras y de labores, de las ventajas y de los inconvenientes que conlleva la vida rural, y luego de las fiestas locales que aquí se celebran en el mes de agosto.
­- El 15 de agosto son exactamente. Antes se celebraban en octubre, para la Virgen del Rosario, y, más antiguamente aún, debieron de ser en agosto, como ahora son, lo que pasa es que las tuvieron que quitar por­que siempre coincidía con los trabajos de las eras. Eso, por lo menos, hemos oído siempre contar a los mayores.
El agua del arroyo al bajar arrastra los botes y los envases de plástico que tan a menudo se arrojan en su cauce. Detalle la mar de corriente en tantos sitios más y nunca justificado.
- Había prometido la señora Nati acompañarme para ver la iglesia. Cuando vuelvo a su casa, la mujer está preparada con la llave en la mano para salir. Tenemos que atravesar el puente. La iglesia se alza con su ­bella fábrica de piedra sillar, en tonos dorados como la de Tartanedo. Sobre el muro sur hay suspendida una cruz enorme de madera oscura. El campanario mira al poniente con los dos ojos de sus vanos abiertos ha­cia las tierras de la Solanil1a. La puerta se asegura y se adorna con valiosa clavetería de forja, llamativa y exacta.
- Siempre hemos tenido sacerdote en el pueblo, pero ya no lo hay. Ahora viene a decirnos misa don Segundo, el cura de Setiles.
La única nave interior no es muy grande. El presbiterio, separado por un vistoso arco triunfal, iguala a la nave en superficie.
- La pintaron toda, y por algunos sitios ya se está ahuecando. Debe ser por cosa de la humedad.
El alfarje que sirve de cobertura al presbiterio está pintado con un inoportuno color ocre que no le va. El retablo mayor es una hermosa muestra popular del arte sacro del siglo XVIII. Tiene como más desta­cable, aparte de una vieja talla de la Asunción, cuatro telas con otras tantas imágenes de santos y mártires, más una mayor como remate donde se ve representada la escena del Calvario.
- Debajo de la sabanilla del altar hay una leyenda.
Sí, toda una inscripción memorial de nombres y fechas de la que entresaco bien legible: “Se hizo el retablo en 1773, siendo cura don To­más Martínez de Checa”. Otros dos cuerpos laterales se dedican al San­to Cristo y a Nuestra. Señora del Rosario.
- ¿Ha visto los pendones, detrás de la puerta?
- Sí que me di cuenta.
- Los sacan los mozos en la procesión el día de la fiesta. Por lo que cuentan los hombres, deben de pesar lo suyo.
Un coro chiquito, y la pila de bautismo oculta en la oscuridad que apenas vemos, son los dos últimos detalles que anoto antes de salir de nuevo a la calle.
Siempre lo he creído así. Al alma guadalajareña le deben doler las dis­tancias de estos pueblos molineses tan alejados, tan bellos, y tan nuestros. Pueblos de honda raíz costumbrista y campesina, habitados por gentes sin tacha, y por los que quien esto escribe siente verdadera devoción.

(N.A. Marzo, 1989)

PIOZ


A media hora escasa de viaje desde la capital se llega a Pioz sin dejar la carretera que, por Chiloeches y El Pozo, se dirige a la zona baja de la provincia entre campos de mies, de olivos, de vid y de ro­bledales. Cuando uno toca de cerca las inmediaciones del pueblo, en esa hora inconcreta del atardecer en los otoños de la Alcarria, surge Pioz en medio de la dorada serenidad del crepúsculo a la sombra de su castillo. Pioz es un pueblo llano que trae a la memoria el paisaje albo y horizontal de las grandes villas manchegas, sin que para ello se haga preciso esforzar demasiado nuestra imaginación. Hay en las afue­ras montañas de paja apilada en paquetes y máquinas de labor que, en su silencio espectacular de hierros pintados, nos hablan de trabajo y de productividad al lado de los rastrojos y de las tierras recién culti­vadas. Tierras que, partiendo desde allí, se extienden hasta perderse de vista.
La Plaza Mayor de Pioz, como todas sus calles, presenta al visitante en estas fechas la cara limpia, impecable, de su pavimentación. La Plaza Mayor es hoy, a consecuencia de las obras, una plaza soleada y sin edad que contrasta con la fábrica secular de su iglesia allí mismo, bajo cuya sombra, apoyados en los paredones del pretil o sentados en la acera, gastan la tarde en paz los más ancianos del pueblo.
-Buenas tardes. Aquí se está bien.
-Pues no se está mal, no. ¿Qué nos trae el señor, si no es mucho preguntar?
-No traigo nada. Sólo vengo a conocer el pueblo ya darme el gustazo de hablar un rato con ustedes.
-Entonces tiene poco que perder. Venda algo, hombre. A los pue­blos siempre se viene a vender.
-¿Cómo se llama usted?
-Se lo voy a decir porque, si no, es una falta de educación. Me llamo Francisco López Loeches y en este momento me voy a dar un vistazo al huerto. ¿Algo más?
-No, muchas gracias. Tampoco le preguntaba tanto.
En la plaza de Pioz hay casas que llaman la atención poderosamente. Casas sólidas, levantadas con gusto, que, por si todo era poco, a uno se le antojan la mar de confortables.
-¿A que la que más le gusta es ésa?
-Yo creo que sí. ¿De quién es?
-Esa es la mejor casa del pueblo. Es de uno que se llama Luís Ruiz y tiene más años que yo. Vamos; que de esa obra hice yo los cimientos.
-Pues parece nueva, ¿verdad?
-Sí; es que la han arreglado hace poco.
Me lo contaba don Pedro Martín, hombre abierto que debe andar por este mundo desde principios de siglo.
-Y que lo diga. Claro que voy con el siglo. Para enero haré los ochenta y uno.
Don Pedro Martín va, además de con el siglo, con un sombrerillo de paja que ha perdido un poco el color, yo creo que por los años.
-¡Toma, claro que es por eso! Ponga usted que el sombrero de éste no baja de los diez.
-No, señor. Diga que me lo compré el año pasado.
Aunque prácticamente acabada, todavía le falta a la plaza del pue­blo su fuente central, sus bancos y sus árboles, que muy pronto la cer­carán por los cuatro lados. Pienso que con el tiempo será la de Pioz una plaza hermosa, donde las horas a la sombra correrán sin darse cuenta.
-Sí, pero ¡quién verá esa sombra!
De paso hacia las orillas del pueblo, don Francisco López me fue hablando de sus amistades en la capital, de las cosas mal hechas que se ven en la vida y del huertecillo que tiene junto al camino de Valda­rachas.
-Para que vea usted: tengo tomates, judías, pimientos y repollos. He tenido también calabacines. Pero los tomates, como sigamos así, yo creo que este año no los cato.
-El término parece bueno.
-Sí; el término no es malo. Lo que pasa es que con eso de la Ma­rina y la urbanización nos hemos quedado sin terreno.
- ¿Qué es eso de la Marina?
-Sí, hombre; eso de los militares. Se quedaron con mucho terreno de Pioz, de El Pozo y de Santorcaz. Allí han hecho barracones, alma­cenes y no sé cuántas cosas. Se llevaron el mejor terreno del pueblo, no crea.
-Pero lo pagarían, ¿no?
-Claro que lo pagaron. Pero ya sabe usted lo que pasa con estas cosas: que, a la larga, la gente se queda sin tierras y sin cuartos. ¿Me entiende? A mí, desde luego, no me cogió nada.
Por un recodo que hace el sendero ya en las cercanías del castillo se ven, no muy lejos, campos de olivar que toman un color encendido bajo el último sol de la tarde. Al otro lado, la urbanización, con casi un centenar de chalés a los aires y aromas de la Alcarria.
-Bueno; pues que usted siga bien y, si me ve alguna vez, dígame algo. Ya sabe dónde deja un amigo.
Al castillo de Pioz se puede entrar y otear libremente sin que nadie te diga nada. Yo lo hice por una portezuela angosta que sube desde el foso y te pone en el interior inmediatamente. En el patio central se enseñorean, como nacidos en tierra noble, las ortigas, los cardos y la correduela. Allí, sentado sobre los robustos paredones del castillo, a uno se le hace el corazón pequeño imaginando pretéritas grandezas que, para mal suyo, hoy sólo se reducen a ruina y desolación, y huidizo, como los pajarracos que se cuelan por los agujeros de los torreones y por las troneras de bombeta y cruz.
Por la calle de las Platerías y otras que se deben cruzar de regreso al pueblo hay casas blancas de elegantes y floreadas terrazas. En el rincón que hace la calle con la puerta de su casa toman el fresco, entre dos luces, el señor Ángel, el alguacil, y su esposa. Un matrimonio que, desde la soledad de sus días, sigue añorando la descendencia que nunca pudieron ver.
-Y qué le vamos a hacer, mire usted. N o hemos tenido hijos: nos tendremos que conformar. ¿N o le parece?
Cuando desde la casa del alguacil uno se va por donde buenamente le parece en busca de la plaza, llega la sorpresa ante la presencia de casi medio millar de vieiras gallegas prendidas como adorno en el pór­tico de un hotelito residencial que inesperadamente nos sale al paso. Es la casa de Remigio Sánchez, un obrero de Alcalá que viene a pasar al pueblo con su familia los fines de semana.
-Pues mire: las conchas las traje de Vigo. Estaban preparadas en cajones para tirarlas, las pedí y me las dieron. Luego, las pequeñas son también de allí, de las Islas Cies; y los caracoles son de los que yo crío en mi patio.
-¿Cómo dice que son de los que usted cría?
-Claro. Yo eché unos cuantos por aquí y ahora hay miles escon­didos entre la hierba o entre los sarmientos.
-¿Y usted los cuida?
-Sí, sí. Les echo de comer hierba y salvao, que les gusta mucho. Cuando necesitamos un par de docenas o tres, no hay más que cogerlos.
-N o me diga.
-Mire: se riega por la tarde bien el jardín y allá a la una o las dos de la mañana, con el silencio, salen a cientos por aquí. Entonces se cogen los que se quiera. Ahora, no; pero en primavera salen muy gordos.
-¿No se los roban?
-No; lo que sí hay que tener cuidado es con los ratones, que se los comen. Pero por lo demás no hay miedo.
Pioz, visto desde cerca, es tal vez uno de los pueblos de la pro­vincia donde la cordialidad de sus gentes aflora a la luz con solo dar un paseo por las calles en busca de amigos. Cuando ya han transcu­rrido algunos días desde mi visita al pueblo, pienso que las horas en Pioz nunca son horas perdidas; un pueblo ocupado por gente honrada al que en cualquier momento, y bajo cualquier pretexto, merece la pena volver .

(N.A. Octubre, 1980)

PINILLA DE MOLINA


El pueblo molinés de Pinilla está situado en la vega de un arroyuelo seco, muy cerca de Terzaga, allá por los caminos serranos que conducen a la villa de Checa. . Son 166, ni uno más ni uno menos, los kilómetros que el viajero madrugador se ha tenido que recorrer para llegar a Pinilla en buena hora. Cuando el viaje se ha hecho así, sin contar para nada con unos minutos de descanso a mitad de camino, los ánimos del recién llegado son extremadamente bajos, apenas si quedan ganas para sentarse en una sombra a descansar, mirando el espectáculo natural de los campos y de los pueblos a cierta distancia, disfrutando del ambiente fresco y sin contaminación que, para su bien, se sirve en exclusiva el medio rural.
Pinilla de Molina queda a la solana de unos cerros peñascosos, románticos y emotivos, que lo libran de los desatinos climatológicos del duro invierno. Las peñas del cerro del Castillo recuerdan aquellas otras de la vecina aldea de Chequilla, en donde la naturaleza por razones muy especiales se hace señora de la situación. Más al poniente el Colmenar de la Tía Cristina, con sus dos docenas de cajas pobladas debajo de las rocas, desde donde las abejas bajan a libar al vallejo y laboran después en las sorprendentes alturas de aquel lugar. En la parte opuesta, formando siempre conjunto de una misma cadena montañosa y enriscada, los altos del Matorral en donde los vecinos colocan las antenas de la televisión.
Todo esto, y todavía más en diferentes direcciones, se puede contemplar como gratuito obsequio con sólo sentarse sobre el borde de la barbacana en la plaza de Pinilla. Una plaza limpia, aseada, de blanco ayuntamiento al fondo y pilón circular en su fuente con monolito, de cuyo único caño cuelga un hilo sutil de agua riquísima. “Año 1905. Alcalde Dn. Canuto Herranz.”
-Parece mentira, ya lo ve. Lleva la tubería ochenta y dos años sin romperse. Claro, que el agua viene por su propio pie y eso es una ventaja.
Juan Antonio Herranz, sentado sobre un banco que hay a la puerta del ayuntamiento, se acerca a mí para explicarme todo esto y algunas cosas más.
- Aquí, debajo del ayuntamiento, tenemos un hogar para la tercera edad.
-Cuando el tiempo empeore, mucha de la tercera edad que ahora hay también se
marchará de Pinilla ¿verdad?
-Sí, se van muchos; pero todavía quedamos casi una veintena. A los que cuando se pasa el verano parece que les cuesta trabajo arrancar, aún los tenemos aquí casi a todos.
-¿Quién trabaja entonces los campos? Las vegas del Bullones parecen buenas.
-Nosotros, desde luego, no las trabajamos. Lo lleva todo uno de Terzaga. Como casi todos somos viejos vivimos de la pensión, alguno de la albañilería, y un par de ellos tienen ovejas.
Don Juan Antonio Herranz y don Máximo de la Fuente que le acompaña, natural de Villacorza en tierras de Sigüenza, y su esposa, me cuentan que las fiestas patronales están dedicadas a San Juan Bautista, pero que las tuvieron que retrasar un mes y medio para que los madrileños y demás pudieran asistir aprovechando las vacaciones.
-Así que ya le digo. San Juan lo hemos celebrado siempre en su día, o sea el 24 de junio, pero ahora se ha trasladado del 7 al 9 de agosto por conveniencia del personal. Los que viven fuera acuden en vacaciones la mayoría.
-Se ven muchas casas nuevas. ¿No les parece que han estropeado un poco la imagen verdadera del pueblo?
-Qué quiere que le digamos. Casas nuevas sí que hay bastantes. Todos los hijos de Pinilla que viven fuera, el que no se ha preparado su casa en el pueblo, tiene la ilusión de hacerlo alguna vez. Que esté el pueblo más bonito o no, de eso no le podemos decir nada, va en gustos. Ahora está más limpio que antes, y con mejores calles, eso sí.
-Además tienen la suerte de la carretera, que no es poco.
-Pues sí, la carretera de Checa le hace al pueblo mucho bien.
-Por cierto -les digo-, siempre que paso por aquí, incluso durante el mal tiempo, veo personas sentadas en este banco. Es curioso.
-Ah, pues seguro. A los mayores sobre todo nos viene muy bien para pasar el rato. Si viene usted en el mes de agosto, se encuentra gente aquí hasta bien pasadas las doce de la noche.
El hogar del jubilado o centro social que hay en el piso bajo del hogar del ayuntamiento, es un salón muy limpio y aseado, con amplitud suficiente para sentarse a gusto hasta veinte personas. Tiene cuatro mesas para jugar a las cartas con sus correspondientes sillas nuevas, un televisor en color y la cabina de las elecciones que ocupa un buen trozo.
- Sí, nosotros también pensamos que la debían poner en otro sitio.
-Mostrador es lo que no tienen.
-Ahí está la cosa. Lo peor es eso, que no hayan puesto cuatro bebidas y un poco de mostrador siquiera. De todas formas nos viene muy bien, porque en el pueblo tenemos bar.
Dentro de su condición de pueblo pequeño, Pinilla de Molina tiene dos o tres calles buenas y dos plazas públicas, aparte del frontón y de la plazuela de la Iglesia. En cada una de las dos plazas hay una fuente ocupando el centro. La Fuente Vieja, que es la de la plaza del ayuntamiento, y la Fuente Nueva, situada un poco más arriba, subiendo en dirección al cerro del castillo.
En la plaza de la Fuente Nueva, con un pilón abrevadero rectangular y largo, seco de agua y plagado de abejas que acuden al poco de humedad que todavía queda, está el señor Ildefonso, don Ildefonso Herranz Sanz, quien con 93 años sobre la espalda es el hombre más viejo de Pinilla. El señor Ildefonso transparenta una fortaleza física como para seguir tirando unos cuantos años más.
-¿Qué ha hecho usted para mantenerse igual que un mozo?
Nada he hecho, mire. Trabajar mucho. Ir andando hasta Andalucía muchas veces a moler cuando era joven.
Juan Antonio y Máximo me acompañarán después por la calle del Arroyo hasta la iglesia. En el centro de la plazuela hay un olmo que debió de ser hermosísimo, sus restos todavía en pie lo aseguran. El olmo ha muerto de grafiosis. La iglesia es toda desde fuera un revoltijo de estilos y de épocas sin demasiado interés; grande, eso sí, con espadaña al poniente y dos campanas, una en cada vano. La portada es de arco adovelado liso.
-Por dentro no está del todo mal -me explican.
La nave interior tiene capacidad suficiente para los que son y, cabe suponer que también para los que fueron en épocas de mayor censo. El techo es de maderas tomadas por el goteo de la lluvia. “Se hizo esta obra siendo cura párroco don Genaro Vega, y alcalde don Cándido Sanz. Año 1892”.
El retablo mayor es de poca calidad artística. Está pintado todo él de un extraño color tierra oscura con adornos dorados. En lugar preferente del retablo hay una vieja imagen de San Juan, el patrón del pueblo.
-Es San Juan Bautista, ¿Sabe? Porque Sanjuanes hay varios.
Del resto de las imágenes con las que se completa la iglesia he sabido distinguir al popular San Roque, y a una santa crucificada que pudiera ser Santa Librada, la patrona de Sigüenza. Ninguno de mis acompañantes me lo sabe poner en claro.
Pues, pudiera ser -dice Juan Antonio-.Aquí se celebraba también antiguamente el día de Santa Librada.
Dos retablillos laterales más, sin valor apenas, rellenan los muros de la nave, uno a cada lado: el de la Virgen del Rosario y el de San Antonio de Pádua.
-Los santos de la iglesia ya es como si no estuvieran, porque no se celebra ninguno. La gente se marchó, y los que quedamos ni sabemos ni tenemos ganas de fiesta.
Una viejita del pueblo aprovecha que la iglesia está abierta y entra a rezar un rato, hasta que salimos.
-Bueno, pues eso es lo que hay, poca cosa.
Un señor está en la esquina aplicando una buena mano de pintura a las sillas de la cocina. Más adelante nos encontramos en mitad de la calle con el cuerno suelto de una res, seguramente de la vacada que torearon el día de la fiesta.
-Eso lo han traído los perros de donde estuviera. Cualquiera sabe.
Desde la plaza de la Fuente Nueve se ven sobre nosotros y sobre todo Pinilla las palomas que entran y salen en los agujeros del cerro del Castillo. Luego la calle Real hasta el frontón de pelota. En la calle Real está Marcial, que en su mocedad fue peluquero, cortando el pelo a una pareja de mozos en riguroso turno. Algunos vecinos de la calle Real han montado un corrillo alrededor, y se lo pasan tan bien mirando de cerca el resultado de la operación.
-A ver. Aquí hay que arreglárselas como se puede. Ya hará más de veinte años que Marcial no corta el pelo. Se fue de aquí y se hizo policía.
El salón de la vieja escuela, tomado ahora por la juventud, se deja ver en las mismas condiciones como si por él hubiese pasado una guerra: los cristales rotos, las puertas de par en par, y en el interior enormes pinturas sobre la pared y trastos de desecho colocados de cualquier manera. Uno piensa que, con un poco de orden, el edificio de la antigua escuela podría prestar a la juventud de Pinilla un servicio todavía mejor.
-Y el frontón aquí afuera. Ahí lo tienen.
-¿Lo usan?
-No lo suelen usar. En agosto aún, pero en otro tiempo, nada.
Los alrededores del pueblo, grises y ásperos de matorral, se distinguen como todos los altos y laderas de la comarca por el rudo tapiz de los sabinares. Árbol o arbusto, de corazón incorruptible, que las gentes de estos pueblos no pueden cortar por tratarse de una especie cuya supervivencia está en peligro.
-Sí, está prohibido cortar las sabinas. Son árboles protegidos. De todas formas tienen poca aplicación. No tenemos leña y no sabemos en el pueblo lo que vamos a hacer cuando llegue el invierno.
Pinilla de Molina, en la antigua sexma de la Sierra, veinte personas en total a las que hay que sumar cada otoño los jubilados oriundos a los que les cuesta trabajo partir para invernar en su lugar de residencia. Pueblo de escasa superficie y encantador escenario por aquello de la variedad, donde la gente tiene por costumbre ser cordial y conversadora. Dos horas, poco más, que, pasado el tiempo, uno guarda con agrado muy frescas en su memoria.

(N.A. Octubre, 1987)

PINILLA DE JADRAQUE


He vuelto en soleada tarde de septiembre a estos parajes que no ha tanto visité por los que discurre el río Cañamares, y, como en otros lugares de la comarca por donde ya pasé, me hube de ­admirar a la vista de su cuidada vega en donde trabajan, con dos horas de luz aún por delante, media docena de hábiles campesinos. Los hor­telanos de Pinilla, igual que los de Castilblanco y que sus vecinos de Medranda, cultivan las riberas de su término con singular pericia, con rigor casi científico, pues el sacar jugo a la tierra a fuerza de su­dor es para quien esto escribe algo más que un arte.
Hileras tupidas de chopos altísimos escoltan al bajar las aguas del río. Campos llanos rasurados a nivel, tablares simétricos de pa­tatar, de frutales, de alubias amarillentas, nogueras pomposas y eras mullidas en las que las calabazas sacan a la tarde sus panzotas lisas de oro blanco, nos acercan en un decir amén a las puertas de Pinilla.
Al pueblo se entra recogido en medio de las sombras, cruzando un puente estrecho y antañón. Pinilla de Jadraque, aunque pequeño en tamaño, es para quien lleva vista tanta desolación y tanta ruina, un pueblo que levanta el ánimo. Llego, sin saber cómo ni adonde, a una plazuela en la que hay una fuente de la que cuelgan dos chorros sobre el pilón de piedra tallada. La fuente tiene al respaldo un abrevadero y se corona con una farola capitalina. Los niños del pueblo -que todavía los hay- celebran con gritos y carreras en bici una de las últimas tardes de vacación después del verano. Dos señoras me siguen sin soltar la vista en el momento de aparcar a la sombra de su casa en la plazuela. La libreta de notas y la cámara de fotografías llaman la atención por lo general a los habitantes de los pueblos. Las mujeres son doña Carmen Magro y doña Francisca. La primera de las dos es una señora rolliza y de sano aspecto, la otra es más delgada, se fue a vivir a la capital y su cuerpo lo acusa. Doña Carmen y doña Francisca tienen en común el carisma de la cordialidad y de la apertura en el trato.
- Pues, qué quiere usted que le digamos nosotras, si somos de aquí. El pueblo no está mal. Lo peor es que se marcharon muchos a vivir fuera. Tenemos una iglesia que vale no sabemos cuanto. La sacan muchas veces en los periódicos y en los libros.
- Tengo idea de ella. Estoy deseoso de subir a verla. Esta debe de ser la Plaza Mayor, me imagino.
- No señor. La Plaza Mayor la tenemos detrás.
- Se ven niños en el pueblo, cosa rara. De los veraneantes no serán a estas alturas.
- No. Los chicos de los veraneantes se fueron ya. Estos son de aquí. Hay más de diez niños en edad escolar que se los llevan todos los días al colegio comarcal de Jadraque.
Bajo las copas verdes, muy espesas, de las choperas, Pinilla apa­rece como un pueblo en paz, amparado de los rigores climatológicos por la concha plomiza de sus tejados. Aquí, en lugares escondidos co­mo éste, al arrullo de la corriente mansa del Cañamares y del viento del vallejo que mueve las puntas de los árboles, se debe vivir como en un paraíso.
- Pues sí señor -me aclara doña Carmen-. Un poco solos nos quedamos en invierno, pero se vive muy bien. No podemos quejamos. Decir lo contrario sería ofender a Dios.
Arriba, dominando desde su espadaña triangular de cuatro cam­panarios, el joyel románico de la iglesia, que vigila al pueblo anti­guo con la gracia de los arcos y de las columnillas emparejadas.
Busco como refugio contra la calina de la tarde el fresco es­calón de la puerta de acceso, románica pura, sin más alarde de ornamentación que cuatro archivoltas en arista que vienen a descansar sobre capiteles, también de sencilla concepción, alzados en columnas lisas. La mano del restaurador, patente y eficaz según se advierte, atendió mucho más lo que a conservación se refiere que al aspecto artís­tico de donde puso su huella. No obstante, el atrio de la iglesia de Pinilla brinda hoy al visitante un motivo incomparable para admirar in situ la belleza sin par del arte castellano de la Edad Media. Ca­talina García, Layna Serrano, Herrera Casado, todos nuestros cronistas e historiadores han dedicado a este relicario de la cultura medieval muchas horas de estudio y de observación detallada.
- Si cada uno de los que vienen a ver la iglesia dejaran, aunque sólo fuera, cien pesetas, nos sobraba para hacerla de nuevas.
Son doce arcos en total los que configuran, sostenidos por hace­cillos de dos columnas, el completo conjunto del atrio: nueve situa­dos al saliente donde queda la portada de acceso, y otros tres -los más interesantes por la riqueza en relieves de sus capiteles- al suroeste, por debajo del campanario. Los primeros se adornan con motivos vegetales y geométricos de nada enrevesada factura, mientras que los tres últimos tienen en torno a sus capiteles respectivos representaciones simbólicas y religiosas de muy considerable valor.
Como sería largo y laborioso de relatar detalladamente cada una de las escenas marcadas en la piedra, se pueden recoger a grandes rasgos motivos mitológicos donde se cuentan colas de sirenas y hombres pez, figuras de profetas y símbolos de los cuatro evangelistas, des­tacando sobre todos ellos un Calvario sencillamente sublime, marcado sobre piedra oscura en perfectas condiciones de conservación, segura­mente por haber pasado muchos años, siglos tal vez, escondido ba­jo los estrafalarios materiales de un tabique que no hace tanto se debió de descubrir. Acompañan al cuerpo muerto de Cristo, puramente ro­mánico, las imágenes de Santa María y de San Juan en curiosa desproporción con el motivo central de la escena. No sería faltar a la verdad si considerásemos esta pincelada del siglo XII como lo mejor de la época que se conserva en el acervo artístico de la provincia.
- Una no sabe, pero la gente dice que esos monigotes que hay por debajo de los arcos tienen mucho valor.
A través de los dos ojos más bellos de todo el atrio se ven a lo lejos entre columnas, rompiendo el contraluz, las caídas montaraces del Rubial repletas de encinas y el bosquecillo conti­guo que los del pueblo conocen por el monte de la Tierra Blanca. Aquí mismo, a la caída de las basas y de los fustes de a dos, tiende sus cuatro trapos al sol la señora Sandalia.
- Oiga señora, si pudiera robarla, la verdad es que les dejaría sin iglesia.
- Por mí ya puede usted arrear con ella. Por lo que significa para la función religiosa me parece muy bien, pero con el desastre que hi­cieron al recomponerla, no nos gusta.
- Ah, pues yo no la encuentro tan mal.
- Hombre claro, eso es según se mire. La han arreglado algo de pegatones, pero ahí tiene ese rodapié por debajo de las campanas que no está ni medio bien. Cualquier día se caen los arcos al suelo. Dentro hay unos baches, que si nos pegamos un tropezón nos descostillamos. La señora Sandalia y algunas vecinas más del barrio de la Iglesia me contarían después que la fiesta mayor de Pinilla se celebra duran­te el primer fin de semana del mes de Septiembre, trasladada del 5 de febrero que es la fecha que por tradición se celebró siempre.
- Santa Águeda, sí señor. Se cambió para que viniera más público.
- ¿También mandan aquí las mujeres ese día?
- No señor. En este pueblo mandamos todos por igual. Para la fiesta también. Los hombres mandan un poquito más, como en todas partes.
Dando una vuelta entera al soberbio edificio parroquial, uno observa con curiosidad cómo en el ábside se notan perfectamente las marcas ­de los canteros en casi todos los bloques de sillería, unos con el anagrama judío de la estrella de David y otros con dos trazos rectos, entrecruzados, en forma de L. Hay en plena galería una pila, bautismal de piedra románica perteneciente, casi con seguridad, a la misma época en que se fundó la iglesia.
Pinilla es pueblo de casonas con varios siglos bajo su alero, de portadas en arco, de interesante rejería y de balcones de buena forja. Al poco de andar por sus calles se sale a los huertos. En una callejuela de extramuros, más allá del frontón, hay un perrucho negro y de color chocolate que se enfada lo indecible cuando me ve pa­sar. Como no puede soltarse de la cadena que lo sujeta, se pone como un basilisco y se tira repetidas veces rabioso contra la pared.
- Si no estuviera como está, ese se había tragado ya a medio mundo. ¡Hay que amolarse con la mierda del perro!
Los ancianos de Pinilla matan la tarde entre sol y sombra, sentados junto a los quicios de sus puertas. Por otra calle más céntrica hay un gallo de veleta que pone al corriente de la dirección del viento. Ahora sopla de poniente.
- Por favor, señora. ¿Donde encontraría un bar para tomar algo?
- Cuatro pasos más allá tiene usted uno.
El bar se llama "Micaela", coge también un poco en los arrabales. Hay un letrero en la puerta que dice "llamar”. Antes de llegar al establecimiento están el Rancho Bravo y el Rancho Grande, dos chalés contiguos. El Rancho Bravo tiene como adorno un olivo en el patio. Desde el ejido, ahora mirando a las puestas del sol, las montañas lisas de la presierra se me llevan la imaginación al lejano Oeste.
- ¿Niño, me sirves una cerveza?
En el bar “Micaela” hay un tejón disecado sobre una peana en la pa­red del fondo. El tejón pone en el establecimiento una nota montuna la mar de original.
- ¿Me has oído, chaval?
- También hay pegados a las paredes carteles de turismo, un aparato de radio de los años cincuenta, mucha limpieza, y un programa de televisión pa­ra chicos que a Manuel Ignacio, el tierno camarero del mostrador, le interesa por lo que se ve más que el cliente que acaba de llegar.
- ¡Vamos bonito, que vengo muerto de sed!
- Ay, sí señor, usted perdone. ¿Fresca o del tiempo?
Espero que en esta ocasión el Propósito no tarde mucho en cumplirse. Me he comprometido conmigo mismo en volver más despacio a Pinilla, con el único fin de pasar un rato largo escudriñando el anónimo soplo me­dieval de su atrio porticado. El tiempo será en cualquier caso el que diga la última palabra. La idea está hecha.

(N.A. Octubre, 1986)