sábado, 31 de octubre de 2009

SIENES


No mucho después de haber dejado atrás sobre su crestudo alcor el castillo de La Riba, se encuentra Sienes rozando de cerca los huerte­cillos de los bajos, donde a estas alturas del año ensaya la flor del frutal. La Sierra de Pela que, poco más o menos aquí, comienza a dejar paso a otra cordillera de montañas viejas y tomará nombre más allá en Sierra Ministra, recubre sus laderas infecundas con chaparral y un poco de roble.
El pueblo de Sienes es seguramente el que cuenta hoy con el mayor número de habitantes de toda la zona. Sufrió como los demás el azote de la despoblación en los años sesenta, pero no tanto. Me encuentro al llegar con el pueblo en cuesta, construido a conciencia con casonas de piedra que cuentan en su silencio el devenir de la Historia. Hay señoras que zurcen sentadas en silla baja al abrigo de sus porta­les. El reloj municipal suena desde el tejado del ayuntamiento las doce campanadas de la hora.
La fuente redonda, a mitad de la cuesta, da nombre a toda la calle Mayor, Calle de la Fuente, dice el azulejo engarzado al sol en una es­quina. Es una calle pina, que empieza en los huertos y acaba pasada la ermita, más allá de la Plaza de las Mulas. La entrada del ayuntamiento está justamente detrás de la fuente. Allí está el frontón de pelota y la emotiva espadaña a pico de la iglesia. El ayuntamiento está cerrado. Se accede a él atravesando un arquillo de piedra que sube hasta un portalón muy viejo. En el balcón del ayuntamiento hay un escudo medio escondido que debe ser el del antiguo concejo de la villa. El balcón es una artística pieza de hierro forjado originaria, cabe suponer, del siglo diecinueve.
Todavía no he conseguido arrancar conversación con persona alguna. Más arriba, en la ya dicha Plaza de las Mulas, hay un señor al­canzando palitroques de chaparro de un remolque que luego se llevará en una carretilla. El hombre me explica el hecho costumbrista que dio nombre a la plaza.
- Es que, antiguamente, se reunían aquí todas las mulas de las yuntas y otras cerriles que había en el pueblo para que el mulero se las lle­vase al monte. En la de más abajo hacían lo mismo con los bueyes, y luego se ha hecho con las cabras, por eso le decimos Plaza de las Ca­bras. Estos años de atrás se trajo una vaquilla y aquí mismo la estu­vieron toreando.
- Pues aún parece grande el pueblo ¿verdad?
- Unas cien personas. Puede que no llegue.
- No está mal. Aquí apretó menos la emigración, por lo que veo.
- Acaso sí. Se hicieron unos grupos de jóvenes para la cosa de la agricultura, se compraron su tractor y se cortó un poco lo de irse.
El señor del Olmo, don Pedro, iba abrigado con una pelliza de las que no atraviesan los cierzos ni encoge el descuernacabras que sopla de las tierras de Soria. Luego me dijo que el alcalde vivía cuatro pasos más abajo.
No estaba en casa el alcalde a esa hora; se había marchado a Sigüen­za, me dijo su padre. El señor Marcelino me acompañó a recorrer el pue­blo y a buscar a Moisés, el tesorero de la asociación cultural “Villa de Sienes” que unos cuantos jóvenes entusiastas fundaron a mediados de noviembre del año pasado y que preside el sacerdote del lugar, también en estos momentos fuera del pueblo. Un buitre planea en las alturas por el cielo azul gélido de la sierra.
- Le enseñaremos también el Teleclub. Mire, aquí junto a donde aho­ra está la fuente, teníamos antes la picota. Van a hacer otra nueva y la vamos a poner otra vez, no sabemos aún donde. Hace cuatrocientos años que el rey dió al pueblo la categoría de villa.
Cuando llegamos al Teleclub ya venía con nosotros Moisés, un mucha­cho jovencito con cara de chico formal que me contó lo que, más o me­nos, en el transcurso de medio año habían hecho en la asociación.
- Hemos participado, yo creo que muy activamente, en los actos con motivo del cuarto centenario de la villa; hemos promocionado, en cola­boración con el ayuntamiento, lo del día del árbol; hemos sacado ya cuatro números de la revista de la Asociación y algunas cosillas más que nos van saliendo.
- ¿Cuántos socios sois?
- Unos setenta aproximadamente. Pagamos una cuota para ir haciendo frente a los gastos que salen. Si le parece voy a buscar al cronista oficial de la villa, que hoy está aquí casualmente.
Mientras tanto, yo fui por mi parte ojeando los curiosos motivos de atención pendientes de las paredes del bar. Por ejemplo, una cartulina enmarcada sobre la cornisa de la chimenea, donde hay una fotografía del escudo que vimos en el balcón del ayuntamiento y el texto que recuerda a quien leyere el importante hecho histórico vivido recientemente con motivo de su nombramiento como villa, un l7 de diciembre de 1584, pri­vilegio otorgado por el rey Felipe II: “Y os hago villa de por sí y sobre sí y lo seáis y os llaméis e intituléis así” (folio 53 a).
En otro marco, junto a la puerta, están la fotocopia de la carta que se envió a1 Rey con motivo de la efemérides y de la contestación de la Casa Real. El pueblo parece que ha vivido como se merece el hecho de su cuatro veces centenario privilegio.
Ya está con nosotros Ángel Cuadrón, el cronista oficial de la villa de Sienes; sociólogo de profesión y amigo de todo lo que se refiere a su pueblo, tanto del presente como del pasado. Ángel viene acompañado de dos perros, uno grandote y otro chiquitín, que nos vemos y nos de­seamos para echarlo del bar.
- Pues, entre el archivo parroquial y los documentos manuscritos que se conservan en el ayuntamiento, tenemos cinco siglos completos de his­toria de la villa.
-¿Y cómo es posible que haya llegado todo eso hasta hoy, con la canti­dad de saqueos y malos tratos en los dos últimos siglos?
- El manuscrito de la concesión del titulo de villazgo se guardaba en el ayuntamiento dentro de una caja de latón; luego tenemos también las ordenanzas del concejo, de l.54l; éstas con riesgo de desaparecer a causa de un virus que ataca al papel y de lo que tendremos que buscar solución, aparte del archivo parroquial que comienza en mil cuatrocientos y pico.
- ¿Cuál viene a ser, de forma resumida, el historial de Sienes?
- Este pueblo perteneci6 a la Iglesia Seguntina. Luego, por una bula del Papa, se cedió lo mismo que otros muchos, al poder real. Pasando más tarde las arcas de Felipe II por una situación bastante precaria, según parece, lo vendió a los vecinos del pueblo para que fuera de su propiedad. El monarca le otorgó entonces el título de villa con todos sus atributos jurídicos, administrativos, legales y demás.
- ¿Se sabe cuánto costó adquirirlo a vuestros antepasados?
- Sí; mil arriba, mil abajo, hubo que darle al Rey un millón doscientos mil maravedíes. Una cantidad bastante considerable que los vecinos debie­ron reunir como pudieron. Se ve que eran gentes ahorrativas y que tenían su dinerillo.
La Plaza del Ayuntamiento está limpia. En uno de los ángulos pare­ce que se alcanzaran a coger con las manos las campanas de la espadaña. Abajo, la iglesia tiene en la solana un pórtico la más de curioso. Le han colocado como apoyatura dos columnas de albañilería en degradación que le dan un carácter extrañamente original. Por dentro la iglesia es de una sola nave, muy limpia, muy acogedora. El crucero da lugar en am­bos lados del presbiterio a dos capillas iguales con sus correspondien­tes altares. El retablo mayor es una pieza magnífica del arte churrigue­resco que conserva todo el brillo de sus dorados de origen. Una talla de Santa Eulalia de Mérida en el centro y otras dos de San Antonio de Padua y de Santa Bárbara, una a cada lado, completan el interés de la obra. Algunas pinturas, bien cuidadas por cierto, cuelgan de los muros latera­les. Una de ellas representa la triple imagen de San Sebastián asaetea­do en un árbol, de San Roque mostrando sus heridas, y de San Gregorio revestido con tiara y ropaje papal. El cuadro, no malo, se debió poner por encargo de la parroquia en tiempos indeterminados que apuntan, igual que el retablo mayor, al siglo dieciocho.
- Sí, es muy posible que fuera de encargo, porque los tres santos que se ven ahí, tenían en Sienes su fiesta correspondiente.
El templo se adorna con cúpula y bóveda pintadas decorosamente, re­saltando los bajorrelieves que cubren las superficies correspondientes del hemisferio y del medio cañón que sirven de cobertura a toda la igle­sia. En el muro dorsal, sobre el coro, se alcanza a ver una pintura que parece reciente, dividida en compartimentos con diversos motivos.
- ¿Cuándo se celebra Santa Eulalia?
- En realidad, su fiesta es el diez de diciembre, pero se tuvo que adelantar por los fríos y ahora se celebra el tercer domingo de septiembre.
A su recia imagen de pueblo que registra la Historia, henchido de añoranzas, Sienes ha unido su capacidad no demasiado corriente de saberse organizar por sí solo. A pesar de todo, Sienes es un pueblo próspero, interesado por la cultura, celoso de lo suyo, capaz de salir adelante aunque vengan mal dadas, con las infalibles armas del decir que sí y el arrojo y el tesón de sus bisabuelos, que, con el dueño de medio mundo como segunda parte -el rey Felipe II-, se sentaron a negociar, ahora hizo cuatro siglos, el derecho a su autodominio y a ser dueños del suelo que pisaban, de la tierra donde reposaban los cuerpos de sus padres y donde descansarían los suyos, nada más en razón, aunque fuera a costa de despojarse de todo lo que tenían, con los ojos puestos en la problemática generosidad de los campos fríos y solitarios de estas sierras viejas.

(N.A. Abril, 1985)

SETILES


Hemos vuelto a cruzar de punta a cabo la dilatada geografía provincial para asistir, tierra por medio, a los umbrales del reino de Aragón, allá por donde los aires castellanos del Señorío se tornan en jotica por derecho propio, al contacto con los llanos vecinos de Teruel por el famoso pueblecito de Ojos Negros. Acabamos de llegar a la falda oeste de Sierra Menera.
Setiles se anuncia, a la hora mal medida de la sobremesa, por el re­fulgente pináculo de su torre con esmaltaduras verdes. Los campos del girasol en las afueras nos dan paso a un pueblo dormido. Pese a las postreras fechas del mes de septiembre, la tarde se ha ido quedando ca­linosa, mustia, desapacible. El sol de plano enciende las formas esque­léticas y los herrajes del carillón del ayuntamiento, donde está colocado el reloj de la villa; un reloj que, a fe de ser exactos, marca en este instante las tres menos diez.
Aquí, bajo las acacias del jardinillo en donde me encuentro, corre un aire apetecible y vitalizador. Al rato veo pasar a un señor que mi­ra hacia donde yo estoy con cara de manifiesta antipatía, como importándole tres pitos lo que el desconocido de agotado aspecto, pueda o no hacer allí, en aquel apacible rincón en sombra. Más arriba se siente cómo sale, no se de donde, un murmullo continuo y rítmico, ese rumor que a es­tas horas muertas de la tarde desprenden las tascas de la capital y los anónimos casinillos de los pueblos.
- Vaya usted con Dios, buena mujer.
La ancianita, vestida de un negro riguroso y brillante, me ha he­cho un gesto expresivo alzando un poco el bastón en que se apoya, como queriendo a su modo responder a mi saludo, y ha seguido a su paso ace­ra adelante sin decir ni pío. Más allá de la fuente pública, situada al costado apenas del jardinillo, se ve una hornacina con una imagen que representa a la Virgen del Tremedal, señora y reina de aquellos contornos, con las armas a sus pies de los Mexina, año de 1778.
No apetece nada callejear, ni a estas horas ni a otras, por las ca­lles desiertas de los pueblos. La malva real, de pálido y blanquecino pétalo, reliquia del verano, se abre lánguida junto al pórtico de una casona deshabitada en la que suenan zurar las palomas. Setiles es pueblo de palacetes misteriosos y de casas hidalgas donde se adormece la historia, de blasones eminentes y de piedras pulidas con sabor a siglos.
Vagando sin rumbo fijo -eso es vagar- me hallo junto al pórtico de la iglesia. El templo queda guarecido a la sombra de una acacia y de un olmo cargado de años; una sombra efímera y otoñal, de hojas doradas que se desploman al menor soplo del viento. Documentos hay que asegu­ran cómo la iglesia se fue construida a principios del siglo XII, y que en l622 se levantó la torre por el maestro de obras don Diego de la Peña, si bien, la capilla mayor y la sacristía datan de l663. La portada, según consta, “se construy6 en 1939, siendo cura don Celedonio Sánchez Sanz, natural de Setiles”. Más adentro se deja ver recomida por la intempe­rie y por las aguas de más de un siglo, una cruz misional de 188l, con los atributos de la pasión superpuestos en madera tallada. No lejos hay un parque infantil en el que nadie juega.
- No señor; el tiempo ya parece que no acompaña. En verano sí. Ahora ya quedan pocos chicos y por la tarde en seguida refresca.
Setiles a pie de caminante se ve que es un pueblo empinado, de ca­lles en cuesta y bien cuidadas. Poco o mucho, pueblo que hasta el pre­sente se ha logrado mantener al calor de las minas de hierro.
En una casona conventual, tras el juego de pelota, hay una portada neoclásica de piedra rodena. La casona está habitada según parece. Tiene un escudo de armas pegado sobre el frontis, correspondiente, cabe suponer, a alguna familia destacada de hace dos o tres siglos. En Setiles nació el propósito de los Clérigos Menores de Calatayud, don Pedro Blasco, muerto en olor de santidad el 15 de diciembre de 1681.
En el Centro Social, que es sin duda el establecimiento público en el que sentí murmullo al poco de llegar, he pedido que me sirva ca­fé a la chica que atiende el mostrador. Asisten al bar una veintena de clientes -jubilados casi todos- que juegan su partida de cartas en las distintas mesas del sa1ón, otros miran la película de la televisión y, los que no, ojean en sus sitios respectivos unas cuantas páginas suel­tas del "Heraldo de Aragón" En las paredes hay colgados carteles que anuncian corridas de toros y pasquines de conjuntos musicales de segundo orden. El bar de Setiles a la hora de la sobremesa es uno de los más animados que conozco.
- Son casi todos trabajadores de las minas. Ahora que están jubi­lados pasan sus buenos ratos pegándole al guiñote.
Me lo explicaba Cayetano López, un joven empleado de la extrac­ción del mineral de hierro, bajito más bien y con negra barba, que al poco supe era el alcalde del pueblo. Cayetano López me acompañaría, gentil y voluntariamente, hasta que dejé Setiles una hora o dos más tarde de haberlo conocido.
- Pues yo tenia idea -no sé si equivocada- de que el pueblo apenas si se aprovechaba de la riqueza enorme que tienen en Sierra Menera. Por lo que veo, empleo sí que da a las gentes de la zona.
- Por esa parte sí. De aquí estamos trabajando en las minas unas veinte personas, y otras tantas de entre los demás pueblos: El Pedregal, Tordesilos, y uno que viene de El Pobo. Por lo que se refiere a bene­ficios para el municipio, prácticamente nada. En dos años no hemos re­cibido nada más que cuatrocientas mil pesetas hace poco. Yo creo que la empresa paga más, pero que si pasa por Hacienda, que si unas cosas y otras, aquí nos llega al final sólo una miseria.
Haciendo un poco de historia, y teniendo en cuenta que estas minas son con mucho el yacimiento en explotación más importante de la provincia, es bueno recordar que el día 3 de septiembre de 1900 se creo la empresa Compañía Minera de Sierra Menera, firmándose el contrato de arrendamiento cuarenta y siete días después, entre la compañía interesa­da y las autoridades correspondientes tanto de Setiles (Guadalajara) como de Ojos Negros (Teruel). La extensión total del terreno, repartido en ambas vertientes, es de 1800 hectáreas, de cómoda extracción, pues­to que en cualquier caso los trabajos se realizan siempre al aire li­bre. Durante los primeros cincuenta años de explotación, se calcula que salieron de aquellos cerros catorce millones de toneladas de material, con destino al Puerto de Sagunto para su elaboración consiguiente.
- Barbaridades se han llevado de aquí. Y no es lo peor que excaven la sierra, sino que además es que nos están dejando sin monte.
Los sistemas para mover y transportar tal cantidad de tierra ferru­ginosa en aquellas décadas de sus principios, debió ser de lo más ori­ginal y pintoresco debido a la falta de medios. Se utilizaron, sobre todo, las tolvas rodantes, los cables de acero, y el plano inclinado, aprovechando la vertiente natural de los montes para que las vagonetas descendieran por su propio pie cargadas de material hasta la base.
- Ahora resulta todo más fácil. Hay una cinta transportadora que, a través de un túnel, se lo lleva todo hasta Ojos Negros, a siete ki1ómetros de distancia.
Hemos llegado hasta las minas, a tres o cuatro ki1ómetros de Seti­les. La parte del poniente, me explica Cayetano, es Castilla, mientras que la otra vertiente ya pertenece a Aragón en tierras de Ojos Negros. Desconozco la extensión de una y de otra, aunque pienso que será mínima en favor de cualquiera de ellas; pese a todo ahí está la denominación de origen, luciendo el nombre de Minas de Ojos Negros exclusivamente, como lo estudiamos en aquellos textos del bachiller de hace veinticinco años y hoy lo estudian nuestros hijos en las escuelas. Quiero pensar que éste debiera ser el primer punto sobre la “i” de la desconsideración que habrían de colocar nuestras autoridades, y que, en honor a la justicia, pasasen a llamarse “Minas de Ojos Negros-Setiles”, pongamos por ejemplo. Luego, a formalizar con honestidad el reparto de beneficios.
- Hace poco salió en las excavaciones un agua buenísima y abundante. Nos la han conducido al pueblo. Antes teníamos un agua fatal.
Desde los altos polvorientos de la sierra, con caminos y explanadas inmensos que antes fueron corazón de la montaña, la vista se pierde sin hallar término a las tierras en explotación. Todo es aquí de un ocre tostado y oscurecido, color de raspadura del óxido de hierro. En las tremen­das hoyas en explotación, se ven circular los camiones de la carga que aparecen a la vista pequeños como carretillas, conducidos por lilipu­tienses que se pierden en aquel mundo de un marrón encendido, que nada tiene que ver con el otro mundo en el que habitan fuera de las horas de trabajo, y mucho menos aún con el azul celeste castellano-aragonés que le sirve de tapadera.
El poblado está más adelante, a la caída, ya en la parte de Teruel. Cayetano y yo descendemos con el coche por aquellas pistas que han molido y remolido las ruedas de los camiones.
El barrio minero es ante todo un barrio alegre, sano, ajardinado. Las viviendas de los empleados, la iglesia, el tren, las oficinas de los ingenieros, la escuela, se desquitan con creces la incomodidad del enorme maremagnum de las minas. Lo aprovechable del material nos lo explica en pocas palabras el director, don Ginés Pérez Zamora, a quien sa­ludamos y dijimos adiós en una visita relámpago.
- El material que sale de aquí suele tener un cincuenta o un cincuenta y uno por ciento de hierro. Hay otras minas en España en las que el porcentaje es mayor, pero, si cabe, éste es de mejor calidad. El hierro que sale de aquí es muy estimable.
- ¿Lleva consigo alguna peligrosidad especial el trabajo de los obreros?
- Ninguna. La peligrosidad corriente en cualquier otro trabajo de po­co o de ningún riesgo. Es material no tóxico y se trabaja siempre al aire libre.
Curiosainente, nuestra crónica semanal se ha salido por una vez fue­ra de sus límites geográficos en busca de algo muy relacionado con nosotros. Hemos regresado enseguida a las calles de Setiles con la hora acuestas, al pueblo alejado de la capital casi en dos centenares de kilómetros. Inmejorable oportunidad para recorrer, íntegra de este a oeste, la enorme corpulencia de la provincia de Guadalajara, acristalada y nacarina, de campos solitarios y atardeceres fríos como corresponde a la hora y al lugar que pisamos: Castilla en otoño.

(N.A. Octubre, 1985)

viernes, 30 de octubre de 2009

SEMILLAS


El pueblo de Semillas no quiso aceptar, y en eso hay que alabarle el gusto, cuando por mandamiento oficial se le quiso poner el nombre postizo de Secarro, horroroso y malsonante, como consecuencia de la unión obligada en un solo municipio del propio Semillas con el despoblado de Las Cabezadas y la aldehuela de Robredarcas, todos en la misma sierra del Ocej6n. La gente dijo que no, que al pan hay que llamarle pan y al vino, vino; y aunque en algún mapa de los años cincuenta pudiera aparecer el nombre de Secarro, es lo cierto que el pueblo sigue llamándose Semi­llas y a sus escasos pobladores semillanos, no secarrones, que hubiera podido sonar demasiado a chufla.
Semillas es a primera vista un alegre pueblecito de montaña, escon­dido él y despoblado casi como todos sus convecinos de la comarca, de antiguas construcciones rurales que la vegetación intenta disimular con su verdor excesivo, donde habitan de continuo a mucho tirar dos docenas de personas.
El pueblo se salva malamente de los vallejos y de las laderas inme­diatas al Arroyo Hondo, donde se da el peral, el roble, las nogueras y los olmos moribundos, en parajes extramuros que el vecindario suele reconocer con nombres inequívocos como la Solana, la Casita del Santo o los Costillares.
Un sosegado lavadero acoge cada verano la atención de los vecinos y de los veraneantes por debajo de la casa del abuelo Frutos, el más anciano de los hombres que hoy viven en el pueblo. Dos niñas juegan con el agua a la sombra del lavadero. La alberca mayor se ve turbia, blanqueci­na de jabón; la pequeña conserva el agua limpia, cristalina, transparen­te. Me imagino el porqué, pero me gusta preguntarlo a las chiquillas.
- Es que en la pila grande se lava la ropa, y en la pequeña se aclara cuando está lavada.
Viene después una señora. Por la edad y el aspecto debe ser de las veraneantes. Es una señora amable y explicita. Me cuenta todo de pe a pa, y dice que tome buena nota para ver la forma de que les hagan un campo de fútbol para los jóvenes y los chicos del pueblo.
- Ah, pues no sabía yo que quedaban niños y juventud en Semillas como para preparar un equipo de fútbol.
- En invierno no, pero en verano se juntan bastantes y no tienen donde hacer el deporte.
- ¿A qué sitios prefirió emigrar la gente de Semillas cuando la desbandada?
- Pues, casi todos nos fuimos a Alcalá de Henares. Yo vivo allí. Cerca de treinta familias del pueblo estamos en Alcalá. También en Guadalaja­ra hay bastantes familias del pueblo.
- Vendrán con frecuencia.
- Sí; venimos a menudo. Nos encontramos muy a gusto aquí. A veces venimos los fines de semana con el mal tiempo. El que ha podido se ha ido arreglando su casa, y no tiene más remedio que venir a dar una vuelta.
- ¿Cómo se llama usted, señora?
- Ah, eso no se lo digo, que luego lo mismo salgo en los papeles.
- Bueno, pues de salir en los papeles se trata.
- Si quiere le puedo decir las iniciales, pero el nombre no se lo digo.
- Las iniciales, como usted comprenderá, a mí no me sirven para nada. Esas se emplean para esconder el nombre de los delincuentes, y usted no ha hecho ningún delito para que tenga que ocultar su nombre.
- Bueno, pues mire, le he dicho que no y es que no.
Un corro de vecinos me acoge con curiosidad en la Calle Mayor. Las calles de Semillas son floridas y saludables durante el verano, de color terroso, pero con un vivo color a geranios y a malvas reales adornando los quicios de algunas puertas.
Los vecinos de la Calle Mayor me cuentan que las fiestas patronales del pueblo las han tenido siempre el día de San Roque, que las celebran con una procesión solemne del santo después de la misa, alguna que otra competición deportiva contra los pueblos vecinos, y tiro al plato como remate.
- Si la cosa va bien traemos algún conjuntillo para bailar. En tiempos de los de antes, dicen que en este pueblo se cantaban buenas jotas para la fiesta; pero eso ya no lo hemos conocido nosotros.
Es una característica bastante común en las casas de Semillas la típica parra que adorna que adorna y sombrea la fachada principal por encima de la puerta. Algunas aparecen recubiertas de hiedra, hasta el punto de dar la impresión de ser casas hechas de ramaje y no piedra.
La fuente pública en la Calle Mayor está adosada al muro. Mana por dos chorros a la vez; un caño y un grifo. Me explican que las aguas de la fuente son de distinta procedencia.
- Si quiere beber hágalo del caño, porque la del grifo viene del depósito. La del caño es más fina y más natural.
El pilón sobre el que vierten los dos chorros está limpio; un detalle que siempre me gusta anotar porque pienso que se trata de un reflejo fiel de la condición del vecindario, y las gentes de Semillas al decir de su fuente son limpias, responsables y ordenadas.
- Hombre, habrá de todo, mire usted, como en todas partes.
Con dos amigos, de los que viven fuera, Crescencio y Celestino, me voy calle adelante hasta las últimas casas por donde está la iglesia. El camino es de tierra, y muchas viviendas se ven hundidas y abandonadas. Los tejados de pizarra en los pajares semejan, cuando la luz de la tarde comienza a escasear, las conchas de galápagos gigantescos, adormilados al favor de los zarzales y de los rebrotes del olmo. Ahora me detengo a curiosear delante de una puerta empapelada de avisos y de cartas circulares.
- La Secretaría, supongo.
- No; ahí es donde pasa la consulta el médico.
Luego, una casa alta, moderna, de fino trazado y con dos plantas de cumplido ventanal que nos mira de frente. Sobre la puerta de la casa se puede leer: “Excmo. Ayuntamiento de Semillas”.
- Lo de arriba son dos pisos alquilados. Dentro está el teléfono.
La iglesia queda solitaria en las orillas. Se ve que es de construc­ción relativamente reciente, blanca como las ermitas de los cortijos olivareros de Andalucía. Detrás queda el cementerio, cerrado con portona de verja. El cementerio de Semillas, como la fuente, está completamente limpio, libre de yerbajos y de espiguilla, que en tantas ocasiones y en tantos lugares, se comen los epitafios de los muertos. Aquí las cruces, algunas acompañadas únicamente de sus matas de lirio, surgen enteras desde la tierra bajo el campanario de la espadaña.
- Para esto la gente del pueblo es cuidadosa. Lo limpian una vez o dos todos los años.
Desde el techadillo de la iglesia sentimos sonar el claxon de un co­che. El pitido se extiende nítido y sonoro por toda la sierra.
- Carnicero, pescadero o tendero a la vista -dice Crescencio.
La iglesia es pobre y en su interior se ve muy bien atendida. Una so­la nave. El altar mayor lo forman dos sillares superpuestos, muy bonito. El retablo me recuerda aquellos trabajos de marquetería que suelen moldear con paciencia los estudiantes de los colegios. La imaginería del retablo está representada por San Miguel Arcángel, San Roque y San Antonio De Padua. A uno y otro lado del presbiterio se ven, bajo elegante dosel de paño rojo y azul, el Cristo de la Agonía y la Virgen del Rosario. La pila del bautismo es monumental, de traza románica de transición, con esgrafías y figuras alrededor de la enorme copa de piedra, muy primitivas y curiosas.
- Aquí, dentro de la pila, es donde tenían en guerra la munición. La iglesia la emplearon de cuartel. ¿A usted qué le parece?
- Pues muy mal, qué quiere que le diga. Las razones se caen por su peso.
Buscando el contraste -la nuestra es tierra de contrastes- llegamos enseguida al bar; un curioso saloncillo con terraza exterior de cemento que queda mirando al barranco del Chorrillo. Por la espesura del barran­co se oye la esquila de algún animal echado al pasto. Me dicen que es -una mula que anda careando en el hierbazal.
-Lo que ahora es el bar era antes la escuela de niños. Lo hemos arre­glado para centro de recreo y de algo nos vale.
Al punto aparece otro vecino, el Alejandro, con la llave del salón para que podamos verlo.
- Bueno, pues poca cosa es, pero en el pueblo nos va la mar de bien. En verano esto es media vida.
La vieja escuela, a la que los semillanos con buen criterio no consintieron dejar hundir, cambia hoy las lecciones de Aritmética por los botellines de cerveza, los relatos de Historia por las conversaciones nostálgicas de los convecinos que hace mucho que no se ven; las preguntas del Ripalda por las críticas a las instituciones. También aquí estamos en España, a fin de cuentas.
- Oiga, y todas esas copas y trofeos, ¿de qué son?
- Esas son las que se ganan al fútbol jugando contra los demás pueblos. Los de aquí, siempre que salen vuelven con alguna copa. Y eso que no tie­nen campo para entrenarse.
En el bar hay un estupendo televisor a color, una chimenea de asar de las de fuego bajo, cuatro mesas de alterne o de mus con sus correspondientes sillas, y un aseadísimo y muy completo botellaje para ir tirando.
- ¿A qué hora lo abren?
- Aquí no tenemos horario. Cuando llega la ocasión se busca la llave y se abre, sea la hora que sea. Cada cual se sirve, paga su cuenta y se va; o se queda, según le cumpla.
- Sin problemas.
- Hombre, así problemas que digamos no los suele haber. Algunos, se conoce que no están muy al tanto de la cosa del friegue, y dejan los vasos tal cual hasta que viene el siguiente. Hoy me a tocado a mí fregar no sé cuantos. Por lo demás nada, todo muy bien.
Una imagen más de otro pueblecito cualquiera de los que uno desconoce, pero que contribuye no poco a la confección plena del envidiable mo­saico de las tierras de Guadalajara. Al fin ya la postre una forma hon­rada de vivir, y divertida, y yo creo que hasta económica. Es só1o cues­tión de organizarse con sabiduría, cosa para la que no todo el mundo va­le, ya ve usted; siempre, claro está, en razón inversa a los medios con los que se cuenta. También aquí queda la pregunta en el aire al abando­nar Semillas, ¿Existirá el pueblo como tal dentro de un cuarto de sig1o? El tiempo se encargará de dar la respuesta. Ante la duda, uno se marcha un poco apenado, al darse cuenta de que también los pueblos mueren como los olmos y como las personas.

(N.A. Septiembre, 1987)

SELAS


Otra vez, con el ánimo a rebosar de buenos deseos por ver y des­cubrir los muchos rincones de la provincia que aun no conocemos, nos vamos a tierras de Molina. A Selas, sexma del Sabinar, lugar exacto, creo que alguien lo dijo, donde tuvo su enclave la antigua Salem, muy cerca ya de la capitalidad del Señorío.
La mañana del fin de semana es desapacible. Las parameras acusan los cambios bruscos de temperatura sensiblemente, y ya en Maranchón hemos visto las calles desiertas, con alguna persona, acaso, que an­da con prisas huyendo del soplo gélido de los aires del norte. A pe­sar de todo estamos en un día del mes de mayo y en los abrigos soleados del camino la mañana es radiante.
Una señora de luto espera al autobús en el empalme de la carretera. El pueblo está allí mismo. Se entra a Selas por un ramalillo corto, casi una avenida, que acaba a menos de quinientos metros de haber partido, dejándonos debajo de los castaños y de los tilos de la Pla­za Mayor. Selas tiene una plaza limpia, empedrada de loseta, con cómodos bancos de piedra para descansar en las tardes de verano. Delante de la plaza, el impecable edificio del ayuntamiento, con corrido balcón y hechura reciente. No hay nadie en la plaza a estas primeras horas del día.
Al cabo de un rato se ven venir, muy despacio, una mujer y un hombre por el camino del lavadero. La señora trae sobre la cabeza un cubo de ropa todavía mojada. El hombre se ayuda para andar de una muleta de mano. En Selas, como en cualquier pueblo del Señorío, la gente es amable, confiada, familiar, donde al viajero no le cuesta trabajo alguno romper el hielo del diálogo para adentrarse de hecho en la vida íntima de cada lugar. Los molineses son por lo general pueblos y gentes de co­razón abierto, de alma transparente, que no tienen nada que ocultar.
- Buenos días tengan ustedes. ¿Qué, del huerto?
- No señor. Venimos del lavadero con un poquito de ropa de la abuela. Tenemos lavadora en casa, pero, como el agua corriente, ni hablar. Las mujeres disfrutan lavando ahí.
- ¿Hay arroyo en Selas?
- Mire, ahí mismo lo tiene, en los chopos de Valderrey nace el río Mesa.
Una fuente bien hermosa. Está ahí mismo. Vaya usted a verla; ya verá como le gusta.
- ¡Ah!, pues no sabía yo que el Mesa nacía precisamente ahí.
- Pues sí señor, en el mismo pueblo de Selas. Los de Mochales se lo quieren atribuir ellos, pero no. Lo que pasa es que por Mochales sube mucho el caudal, coge doble de agua de la que lleva, eso sí; pe­ro nacer, nace en este pueblo. Oiga: ¿Es usted de por aquí cerca?
- No señor. Vengo de Guadalajara.
- Ah, pues mire, allí me pasé yo una buena temporada cuando me cortaron la pierna.
- ¿Le falta una pierna? Pues, si no lo dice, ni lo hubiera notado.
- Ya ve. Me voy defendiendo con una sola. Lo peor sería que el mal se me pasase a la otra. Como es cosa de la circulación...
Higinio y su mujer viven aquí mismo, en una casa muy blanca que hay antes de entrar a la plaza. Al rato, Higinio sale con una guada­ña y se pone a dallar hierba en los baldíos del huerto, al otro lado de la calle. Yo me acerco, siguiendo su consejo, hasta la. fuente de Valderrey, que queda en realidad en las afueras de Selas, orientada al poniente, más allá de los últimos corrales, en los que se lucen, uno cree que fuera de tiempo, los frutales en flor.
Por los ejidos el viento baja cortante. Las máquinas de las obras pasan el fin de semana solitarias e inactivas en las praderas. Una docena de gallinas y un pato blanco picotean en la charca junto a los troncos de la chopera.
La fuente que da origen al río Mesa mana en doble cañería por los bajos de un muro de arenisca labrada que desagua en un pilón desde donde arranca lamiendo los pies de la arboleda. Detrás de la fuente hay una curiosa plataforma construida con la misma piedra, en la que han instalado, también de roca tallada, una mesa y unos asientos para merendar a la sombra. A uno se le ocurre pensar que en otro tiempo el sitio deberá se muy apetecible, hasta un poco romántico para descansar. En realidad no es sólo el de la fuente, sino dos regatos los que confluyen aquí y juntan sus aguas antes de escapar campo abajo por la rambla de la chopera.
Selas, desde la plaza hasta la torre del reloj, es un pueblo tirado en la vertiente. Se ven a una y otra acera las puertas de las casas reforzadas en dinteles y jambas con bloques rojizos de piedra blan­da; otras son viviendas antiguas, remozadas con gusto, o nuevas y muy elegantes para, que haya variedad. Por la costanilla del frontón los perros sestean, como asustados, en las aceras. Precede a la iglesia una placita en la que hay una fuente pública desaguando por un hilillo débil que cuelga hasta las ovas del abrevadero. En las ventanas de las calles se ven colgados algunos ramos secos de boj, o buje, traídos desde el Puente de San Pedro.
La señora Rita viste una bata de guata color azul. La señora Rita me dice desde los escalones del Barrio de la Cuesta que el pueblo ha caído mucho, que, mal contadas, seguramente que no quedan en Selas ni treinta casas abiertas en donde viva alguien.
- Aquí detrás hay un jardinillo muy majo. Lo que pasa es que, co­mo hace tanto frío, va todo muy retrasado.
- Un poco revuelto también ¿No le parece?
- Sí, pero en el verano dallan la hierba, y queda muy bien.
- ¿Qué es aquella casa de abajo?
- Esa ha sido siempre la mejor casa del pueblo; ahora no vive na­die en ella. Por dentro debe estar muy devorá.
- Tengo entendido que en Selas son muy fiesteros.
- No, como en todos los pueblos. Para el Corpus es la fiesta de aquí, y al día siguiente la Virgen de la Minerva, la Patrona. En­tonces sí que hay buena fiesta. La tenemos aquí en la iglesia.
- ¿Y no habría forma de entrar a verla?
- Eso no lo sé. En casa del alcalde creo que hay una llave.
La iglesia es de piedra restaurada, tiene una espadaña suntuosa que mira al poniente, con dos campanas y campanillo para tocar a misa, y un cobertizo sobre dos columnas en el atrio por donde se entra.
Don Agustín Maestro me encuentra deambulando por las calles del pueblo. Don Agustín Maestro viene con un azadón al hombro. Me ha reconocido. Es un señor muy amable, de permanente sonrisa y de corto y acertado hablar.
- Vengo del huerto. Nos han hecho la concentración y andamos por ahí de un lado para otro.
Se marchó nuestro amigo a dejar el azadón en casa y volvió enseguida. Don Agustín es teniente de alcalde. Con él subí después hasta el mismo pie de la torre del reloj, situada sobre un altillo desde el que se domina el pueblo entero y una buena porción del Señorío en su conjunto.
-Aquel pueblo que se ve allá es Anquela.
- Dice usted que esta torre se hizo exclusivamente para el reloj.
- Eso es. Se hizo toda con piedras traídas a lomo de caballerías. Hará unos ochenta años, porque yo recuerdo haber oído a mi padre que él trabajó aquí.
- Y el reloj funciona, ¿verdad?
- Claro. Ahora a la una empezará a sonar la sirena. Se oye por el pinar y por todo el término. Cuando suene no podremos estar debajo.
- ¿Para qué quieren la sirena?
- Pues mire: Teníamos la costumbre de oír al medio día tocar las campanas al sacristán, pero, desde que ya no se usa eso parece que nos faltaba algo, y pusimos la sirena en combinación con el reloj.
La torre del reloj, que es en realidad la que se ve desde la ca­rretera, se alza en tres cuerpos, edificada en gruesos muros de ca­liza, y como tejadillo debajo del carillón tiene un chapitel de cha­pa oxidada. En la cara del saliente hay una pequeña hornacina con la imagen de Santa Bárbara.
- Pues ya ve usted, ni es patrona del pueblo ni nada, pero es cos­tumbre de juntarnos ese día todos los vecinos a beber vino y a comer sardinas arenques. Fue una costumbre que sacaron los horneros, y ellos invitaban. Ahora que no hay horneros lo paga el ayuntamiento. No tie­ne la cosa mayor importancia, pero, ya ve, es un motivo muy bonito para juntarnos todos.
En un momento, y contando siempre con la eficaz compañía de don Agustín, nos hicimos con la llave de la iglesia. La portada es senci­lla, en arco adovelado, con una fecha escrita que dice 1740 y un curioso re­loj de sol grabado en la piedra. Por dentro es un templo pequeño, bien atendido, tiene tres naves y hay poca luz. Un vencejo vuela de venta­nillo en ventanillo buscando, a golpes con los cristales, un agujero de salida. La techumbre es un bonito artesonado de madera oscura.
Mire, esa de ahí delante es la Virgen de la Minerva.
La imagen de la Patrona preside la nave central desde el retablo mayor del presbiterio. Es una hermosa talla, muy antigua, que las gen­tes de Selas cuidaron siempre, y siguen atendiendo con especial ca­riño, en la que se representa a la Madre de Dios bajo aquella única ad­vocación a la que aquí honran y cantan cada año:

De Selas eres corona,
de Selas eres florón,
de Selas eres la perla,
su mejor timbre y blasón.

- Este es San Roque. No es tampoco patrón. En agosto se le hace una fiesta muy buena. Como a los de fuera les viene mejor la fecha hay siempre más público; pero, claro, para el pueblo no hay comparación, La Virgen de la Minerva para Selas lo es todo. El día de la despedida no se queda nadie sin venir, incluso gente que no ha salido de su casa en toda la fiesta por estar de luto o por lo que sea, ese día no falta a decirle adiós:

Adiós, Patrona de Selas,
dueña de mi corazón,
jamás te olvides, Señora,
de tu amor, adiós, adiós.

Al partir de regreso, mi amigo se baja conmigo hasta la plaza. La sirena hace ya rato que sonó desde la torre. Al pasar por su puerta, Higinio sube del huerto con la guadaña apoyado en la muleta. Ya en la carretera uno se da cuenta de que a un lado crece el roble y al otro el sabinar, detrás están los pinos, pero no se ven, quedan al otro la do de las sabinas en dirección al Tajo. Son pinos resineros, fuente ­de ingresos que fue para las gentes de Selas.

(N.A. Junio, 1983)

jueves, 29 de octubre de 2009

SAYATÓN


Colgado en un mirador sobre el Tajo allá por los eriales de Pas­trana, dominando una extensa zona de las tierras más meridionales de la provincia, está Sayatón. Por su enclave en tan singular ata­laya, se podría pensar en una tribu de románticos de la antigüedad como sus primeros moradores, de gentes extrañas que encontraron aquí, en este privilegiado balcón de la Alcarria, un escape incom­parable para dar rienda suelta cada alborada o cada noche de luna a sus almas soñadoras frente a las aguas del río.
Se llega al pueblo por la carreterilla en cuesta de la Fuente Vieja. No es, para qué decir, la hora más oportuna de la tarde. Ha­ce calor. Buscando la brisa de los altos, y, si posible fuera la vi­sión gratuita de la ribera, siempre al descubierto ante los ojos de quien llegare, el visitante acierta a caer junto a un muro bajo de mampostería que hay al pie del viejo transformador de la luz en los arrabales. El panorama es desde allí de una espectacularidad que sobrecoge. En contadas ocasiones será posible descubrir por sorpresa tal variedad de motivos como uno alcanza a ver desde aquel recogido mirador. Allá lejos las colinas grises difuminadas por la bruma; más acá las casas de Almonacid; a nuestra izquierda el bosque de en­cinas y los cuarteles de olivar de la Bujeda, y los roquedales oscuros de Bolarque por donde asciende, marcando la forma del terreno, el tubo descomunal por el que se llevan las aguas de Castilla; al poniente, apenas perceptible tras la cima de un otero, el último tramo de chimenea de la central nuclear de Zorita. En mitad la vega, llana como la palma de la mano, verde y ocre a retazos entre los que se acerca hasta la peana terrosa de Sayatón el río Tajo. Media docena de patos silvestres nadan a placer sobre las aguas tranquilas del último meandro, al lado mismo de la carretera. Los patos se esconden entre los carrizales de la orilla y vuelven a aparecer más abajo. Por el altillo del transformador no corre un pelo de aire. De una casa contigua sale un hombre vestido con mono azul. Es una casa nueva, acabada de hacer; una casa que se ha ido levantando poco a poco, en ratos perdidos de muchos fines de semana. El hombre se llama Gregorio, Gregorio Plaza, nacido y criado en Sayatón, pero que los impulsos del éxodo le dejaron hace unos años en la localidad madrileña de Fuenlabrada.
- Pues toda la vega, ahí donde la ve, era antes de regadío; pero, como eso de doblar los riñones a nadie le gusta, se la han dejado perder; y ahí la tiene, para trigo o para barbecho que da menos trabajo. Menudos melones se crían por toda aquella parte. Ni los de Villaconejos, ni leches. Por la parte del monte yo creo que se crían los mejores melones de España.
- Desde luego, se ve que la tierra es buena. Eso no hay quien se lo discuta.
- Pues aún es mejor la parte de Santa Ana. Aquello es divino.
- Lo que se ve desde aquí es mucho olivar, y bien cuidado.
- De eso hay mucho. Las aceitunas se las lleva casi todas un ca­talán que anda viniendo por aquí. Otras se las llevan a Almoguera.
Tras el muro, en donde nos hemos acomodado de espaldas al sol, hay un corralillo destartalado, lleno de escombros, de sarmientos secos desparramados entre la maleza y el cadáver decrépito y sucio de una máquina aventadora.
- Toda esta maquinaria la traían de Valladolid, ¿no se acuerda? parecían entonces el descubrimiento del siglo, y ahora, mire...
- Déjela, que ahí está bien. Menuda cansera de brazos tengo yo aun de zurrarle a la manivela. Eso era un matahombres.
Por los alrededores de la casa nueva de Gregario Plaza hay matas de alelí en flor y de caléndulas donde liban las abejas. En los terraplenes, crece el lirio y surge la pita con sus hojas planas acabadas en una púa finísima de color chocolate.
Las calles están semidesiertas en Sayatón a la hora de la sies­ta y el sol pega de plano sobre los frontales encalados de las ca­sas. Algún anciano busca la sombra detrás de una esquina. Los niños recién llegados de la capital se han puesto a jugar en la calle Ma­yor, y un grupito aburrido de adolescentes, sentados en el escalón de San Roque, fuman a la sombra de la ermita. El edificio impeca­ble de las escuelas es hoy mero recuerdo de tiempos no lejanos, que la gente añora con nostalgia. Todavía se ven a través de la venta­na de la escuela los trabajos infantiles pegados sobre la pared de las aulas. Las antiguas escuelas de Sayatón están rodeadas de árboles corpulentos que las envuelven y enseñorean entre la sombra.
- ¿Qué le parece? Esto si que es como una jaula sin pájaros.
- ¿Ya no funcionan?
- Nada. Ahora se llevan los chicos a Albalate. Quedaban media docena de ellos con la maestra y, claro, pasó lo que tenía que pa­sar, que quitaron la escuela. Y los edificios se quedaron nuevos, si tienen cuatro días como el que dice.
- ¿Cómo se llama usted?
- Yo me llamo Juan Taravillo y soy de Pastrana; pero vivo aquí.
- ¿No le gusta su pueblo?
- Mucho, claro que me gusta. Allí hay más vida. Lo que pasa es que estuve trabajando catorce años de hortelano en la finca del Conde de Mayalde, luego me jubilé y me quede a vivir aquí.
- Buenos hortelanos hay en Pastrana. ¿A que sí?
- Y buena huerta también por todo aquello del Arlés; ya lo creo. Pero aquí hay más agua. Hace quince años se pagaba a diez pesetas la hora de riego, fíjese; pero no les gusta. Aquí no se sabe apre­ciar lo que es el agua. Esta huerta la cogen los de Pastrana y le sacan oro, si es preciso. Yo me voy dentro de unos días a Sevilla.
- ¿Y eso?
- Sí señor; tengo allí un hijo estudiando para misionero. Aun no ha cantao misa, pero ya estuvo por la India y por Australia, muy lejos. Ahora que está en Sevilla aprovecho y de paso veo todo aquello.
Cuando al pasar por los barrios bajos se da vista a la veguilla de Santa Ana, los olivares de la finca llegan en hileras hasta los viñedos extramuros. En Sayatón, como en tantos lugares más que conozco, los alrededores son un siniestro concierto de escombreras, de corrales desmantelados amenazando ruina. Las viviendas de la zona noble son otra cosa, y los hotelitos, salpicados según costum­bre por las eras y por los sitios más inverosímiles y a veces pin­torescos de los campos próximos, un alarde de confort y de gusto por 1as cosas bien hechas. En una plazoleta cercana a los soporta­les de la iglesia me cruza una niña pecosilla, muy mona, montada en bicicleta, que me dice: ¡Hola!, con una vocecita dulce y de cascabel. De paseo por las calles de Sayatón, deambulando como perro sin amo a la sombra de las aceras, uno se da cuenta de que las ca­lles del pueblo tienen nombres evocadores y casas de raíz labrado­ra, es posible que hasta con un poquito de tradición. En una de estas casonas añosas debió nacer el general don Félix Alcalá Galiano, ilustre hijo del lugar, y a quien la gente apenas si conoce. Las an­cianas recogen brazadas de hierba fresca en los escombros de un so­lar que hay por debajo de los paredones de la iglesia.
- Para los animales, ya, ve usted. Como la tenemos aquí mismo y no se la come nadie...
- Por favor, ¿me podría decir cómo se llama esta calle?
- Le decimos la calle de los Mártires del Glorioso Movimiento Na­cional. ¿Verdad que es muy bonito? Hasta que a alguno por ahí le moleste y nos lo cambien por otro más feo, como hacen ahora. ­
A la puerta de su casa, una de las primeras que aparecen desde San Roque hasta la calle Mayor, dejan correr el tiempo plácidamen­te don Martín y doña Albina. El canario está como mustio, asado de calor, en un rincón de la jaula. Don Martín Sanz está satisfecho de la casa donde vive, levantada, a base de piedra labrada por canteros, “de las que ahora ya no se hacen”, según me dice él.
- Pero será muy antigua, ¿no?
- ¡Qué va a ser antigua! La piedra la he subido yo toda con estas manos. Ahora, ya no podría hacerlo, claro está.
- Pues todavía se ve gente por el pueblo. Yo creí que sería más pequeño.
- Nada. Aquí no quedamos más que los cuatro viejos. Muchos de los que se fueron, si pudieran, yo creo que se volverían a venir, pero, entre que vendieron mucho antes de irse y lo mal considerados que están los agricultores, esto ya no hay quien lo arregle. A qué van a venir.
No fue desencanto, ni es novedad tampoco aquella sensación de nostalgia conque bajé del pueblo. Salvo contadas excepciones la historia se repite para mí cada semana, y la verdad es que uno termina por fami­liarizarse con todo, hasta con la soledad, a veces mal disimulada de los pueblos que ve, y que va consiguiendo cada día que pasa volcarse en cuerpo y espíritu hacia la vida rural, es posible que como un motivo de evasión, o añoranza de pasadas épocas difíciles de echar al olvido, y que renacen ante una huerta, ante una placetuela olvidada o ante una piel curtida por los años y por el sol, que te habla, en cualquier sitio, siempre igual, con el cora­zón en la mano.

(N.A. Mayo, 1982)

miércoles, 28 de octubre de 2009

SAÚCA


Una razón de manera casi exclusiva, aparte de las muchas más que cada semana nos vienen arrastrando por toda la geografía guadalaja­reña a todo su largo y ancho, nos trae hoy hacia este conocido lugar adonde hemos dirigido nuestros pasos aprovechando las primeras horas de ­una soleada tarde de invierno. Saúca nos recibe sin hacernos demasiado caso, como recibe a los eruditos y a los turistas que, atraídos ­por la riqueza sin par de sus piedras labradas, se acercan por aquí, echan una mirada detenida a los recogidos exteriores de su iglesia, sacan alguna fotografía y se van otra vez por donde habían venido.
También yo he venido a girar visita igual que un turista, he vis­to su iglesia desde fuera, he tirado algunas fotografías y, a dife­rencia de aquellos, me he quedado aquí, conviviendo con la gente y vagando por sus contadas callejuelas hasta que el frío de las últimas horas me ha obligado a emprender el viaje de vuelta.
Como la experiencia me tiene advertido que el momento justo de hallar con vida las formas románicas de los capiteles y de los atrios -tal vez por ser la hora más propicia para vislumbrar lo eterno- es la de los soleados atardeceres de un día frío, cuando los rayos se ti­ñen de naranja al restallar contra los modelos que legró el secular cincel, aquí estamos, puntuales, gozando en solitario de los misterios del alma medieval, ante la muestra más pura de arquitectura románica, en conjunto, que hayamos podido mirar y admirar en nuestra ya larga andadura por los infinitos que la provincia guarda como reliquia de aquellos largos siglos de ventura para el arte sagrado.
He venido demasiado pronto. La gente de Saúca, cuando yo llego, debe de estar reposando en la sobremesa de sus hogares; un puñado es­caso de viviendas rodean el joyel arquitectónico de la iglesia. En torno al pueblo suena el ladrido de los perros, en fatal mezcolanza con los motores de los camiones que suben la cuesta bramando potentes. La vista tiene alrededor como deleite el agrio panorama de las colinas limpias de poniente, colinas sin altura donde parece haber desaparecido el tomillo al soplo del viento. Junto a las casas toman categoría de vecinos por orden natural los huertos cercados de paredón en los que, caprichos de la época, no se cría nada.
Sopla el viento poniente por entre las columnas emparejadas del atrio. Al silbo del aire, los ángeles, las vírgenes, los frailes y los campesinos de piedra que adornan los capiteles, parecen emitir gemidos ininteligibles desde sus cuerpecillos ingenuos y desproporcionados. Y sobre todo aquello, el milagro de una Anunciación románica, la gracia del acanto, la gravedad solemne del atrio porticado donde el peso de los siglos es todavía mayor que el peso de la piedra.
El tejadillo que cubre la única portona de la iglesia se ve le­vantado. Andan en obras de restauración. Las columnas gemelas se han desgastado con los vendavales y los aguaceros de casi ochocien­tos años. Otras han sido repuestas con poco acierto. Bajo el pórti­co manda la penumbra, que el sol carga de misterio al proyectar so­bre el suelo y sobre el muro los perfiles nítidos de los arcos. Al tiempo que el pueblo duerme, un mastín se desgañita en ladridos aupando al forastero que ha dedicado, quien sabe si más tiempo de la cuenta, a otear alrededor del viejo monumento hasta infundir sospechas.
Frente al pretil hay un bar que se llama “Casa Goyo”. Es, por su­puesto, el único establecimiento de recreo que existe dentro del casco urbano de Saúca, medio escondido en un rincón de la plaza. El amplio salón del bar acoge, con todo el calor que desprende una enorme estufa de leña, a los clientes que llegan hasta él contagiados por el frío sepul­cral de las piedras.
- ¿Qué va a tomar?
- Una copita de coñac. Gracias.
El' pueblo de Saúca, sin para el caso haber entrado en él, me pa­rece ínfimo; mucho más pequeño de lo que pensé después de haberlo mirado tantas veces a vista de pájaro desde la carretera. Una señora ­joven y una niña pequeña andan por detrás del mostrador repleto de botellas y de trofeos. En la pared frontal hay un mapa de la provincia de Guadalajara y muchos platillos colgados, de esos que se venden en las ferias con dibujos y refranes de humor.
- Mal tiempo.
- Pues sí; aquí aun se está bien.
Es el único cliente que tiene el bar a estas horas, si no es algún miembro de la familia. Un hombre mayor que se llama Cecilio y anda entretenido con la pequeña que hace un momento correteaba por dentro del mostra­dor detrás de su madre. La niña lleva un lápiz y un pedazo de cartón en la mano.
- Trae aquí, que te pinto un zorro.
La niña se lo da, y sigue con los ojos abiertos como platos la torpe maniobra de Cecilio en el trozo de cartón. El zorro que resultó no parece un zorro; está más cerca de ser una burra que un raposo.
- ¿Donde está el zorro? –pregunta la chiquilla
-¡Aquí! ¿Es que no lo ves? El rabo, las orejas, los dientes...
La niña se ha quedado bastante desilusionada, tira el zorro deba­jo de la mesa y se vuelve al mostrador con su madre. Ahora entra un matrimonio joven y toma vermú en la barra.
Saúca, visto desde la amplia y luminosa plaza en donde está el frontón, al caer de la espadaña, es un pueblo desparramado, de difí­cil y complicada urbanización. Subiendo hacia el norte, se llega en seguida a los callejones extramuros que dicen de San Miguel, de cara a una veguilla de tierras muertas y llanas. En los callejones de San Miguel el Tío Raimundo se frota las manos al sol, junto a una carretilla de leña. Nuestro hombre es un señor bajito y sin comple­jos, hablador y muy simpático, vestido de mono azul, boina y chaque­ta de pana gruesa. El Tío Raimundo fuma un cigarrillo gordo de pica­dura.
- Yo es que fumo caldo, ¿sabe usted? El otro no me gusta porque echa mucho humo. Resulta un poco gordo, pero dura más.
Hablamos amigablemente, familiarmente, resguardados del frío ba­jo el quicio de una paridera.
- Oiga, cuando yo era fumador hubo un tiempo en que también gas­taba tabaco de liar, pero lo partía para dos veces.
- Sí, el Graciano también fuma de esto y lo parte, ¿y qué le pasa?, pues que fuma solo papel, que yo creo que es aún más dañino. No se vaya a creer que es el tabaco como antes. Todo esto es veneno.
- Poco personal se ve por el pueblo, señor Raimundo.
- Nada, cuatro viejos y cuatro perros, nada más. A este pueblo le ha pasado que se fue la juventud, y aquí nos quedamos los más inúti­les.
- ¿En qué pasan el tiempo?
- En trabajar. Y cuando no hay mucho que hacer nos bajamos al bar y echamos la partida. Ahora voy a ver si bajo una poca leña.
Un aguilucho corta el azul muy alto, girando plano y solemne sobre los campos del Tovar. Vuelvo a la plaza. Creo que no he visto a nadie más por las calles de Saúca. Cuando pregunto por el alcalde me dicen que no está en el pueblo, que trabaja en la gasoli­nera del motel y que aún no ha vuelto. Por encima de algunos dinte­les, en conjunto armónico con la destacable rejería de las casas, se ven dibujos esgrafiados sobre las fachadas que hablan del buen gusto y de la vida sin prisas de quienes nos precedieron. Con la tarde de caída se oye, no muy lejos de la plaza, el ruido estridente de la piedra de esmeril en una nave que uno supone deberá ser la herrería.
­En contraste con la antigüedad de la iglesia quedan pendientes de la barra los columpios de los niños que ponen su nota festiva a la soledad de la plaza. Las postreras luces de la tarde han tomado para sí el triángulo del campanario, colándose por sus dos vanos que la absorben como el papel secante a través de la superficie mate de los si­llares. El pueblo aguarda la noche adormilado, mustio, recogido en su propia insignificancia que vigilan desde tiempo inmemorial los leones alados del atrio. A cuatro pasos el mundo loco de la velocidad, que corre desbocado por la carretera general sin detenerse a pensar, sin mirar siquiera, la útil lección de aquel silencio de siglos.

(N.A. Febrero, 1985)

martes, 27 de octubre de 2009

SANTIUSTE


SANTIUSTE

Desde el empalme con la de Soria, la carretera que nos lleva hasta Santiuste es corta, estrecha e irregular; el campo es de rastrojeras y chaparrillo, luego encinas de una adusta severidad. La temperatura, por norma, algo más baja que la media provincial conocida la proximidad a la peña de Atienza. Santiuste aparecerá enseguida como pueblo de sedimento, dejado junto al arroyo del Regato en medio del valle, con sus casucas de color tierra y su torre cuadrada, con su campanil al que traspasa por mitad en lugar de badajo el mástil de la veleta. Las máquinas cosechadoras y otros enseres de recolección que trajeron los sorianos están cerca del cementerio.
A Santiuste conviene acudir en verano; de no ser así, uno se expone a encontrarlo vacío, sin un solo habitante con quien cruzar palabra.
- Bueno, pues en eso puede que tenga usted razón. Lo que es así de fijo y que esté en el pueblo viviendo de continuo, no hay nada más que un solo vecino, el pastor.
- Se aburrirá el pobre hombre soberanamente, y pasará miedo, digo yo.
- No lo crea, ese no tiene miedo ni se aburre.
La calle Real es una calle elegantona de pueblo antiguo, con piso de grancilla y de tierra movida, en tanto que las casas de piedra, ruinosas unas, restauradas otras, se alinean en ambas aceras dando lugar a lo que más adelante será la carretera de Huérmeces.
A las once de la mañana -no las doce y veinticuatro que marca el reloj de la torre- la gente que hay en el pueblo anda a lo suyo: las mujeres asean las casas, y los hombres, jubilados ya casi todos, curioseando, fumando de un lado para el otro, o dándose un paseo hasta la salida, más allá de la escuela. Los habitantes de Santiuste son de temporada.
A pesar de la hora y del intenso sol, el viento sacude las ramas de las acacias y vuelca las hojas enfermas de los olmos de la plaza. Pasan junto a mí por debajo del campanario tres señoras que vuelven del paseo. Una de las tres es ciega, doña Marina, una mujer muy lista que cruza las calles con su asiento en la mano y se coloca al sol o a la sombra con las demás vecinas como una persona completamente normal. La señora Esperanza, otra de las tres, me explica que el patrón del pueblo y de la iglesia es San Salvador, con fiesta el 6 de agosto, pero que la verdadera fiesta es el día del Corpus.
- Que con los pocos que son, ni fiesta ni nada.
- Sí que hay fiesta, sí. Somos pocos pero nunca falta gente. Los fines de semana hay quien viene durante todo el año, y así para temporadas de seis meses hay diez o doce jubilados que son seguros.
Por debajo de la cornisa la iglesia se bordea de modillones románicos, tal vez de finales del siglo XII, circunstancia que esclarece el ábside en forma de tambor con alguna que otra ventana en aspillera, ciega o al descubierto. La portada es simple, de sencillas piedras de dovela en arenisca. El resto es sillar, piedra de cantería bien labrada.
- Oiga señor, ¿Cómo le dicen a todos aquellos altos de chaparro?
- Pues puede ser el alto de la Cabeza o la Moratilla. También están el Cerro de la Muela y el Carrascalejo.
- ¿Y todo el valle de abajo?
- A eso le llamamos el Rasillo.
- Buen campo, por lo menos en los bajos.
- Poco es lo que hay. Lo cultivan los sorianos, pero la gente está descontenta. No nos dan lo que nos deberían dar.
- ¿Cómo se llama usted?
- Yo me llamo Hilario García. Soy medio familia lejana de García perdices, el que sale en el papel. Seguro que usted también lo conoce. Lo conoce todo el mundo.
- Sí señor, es amigo mío. Lo veo a menudo.
- Sus padres eran de Huérmeces y de El Atance. Hace ya mucho que no sé nada de él. Si tiene ocasión le da recuerdos.
La fuente mural de Santiuste es una de las más bonitas y mejor conservadas que conozco. Tiene dos chorros, uno a cada lado, que vierten sobre sendos piloncillos para desaguar en un abrevadero común situado en el centro. El letrero que evoca el tiempo de su construcción es escueto y tajante: “Ayuntamiento de 1884”. Los bloques de piedra se utilizan al mismo tiempo para sostener el tablón de anuncios, con los avisos y comunicados oficiales de interés público. En este momento los avisos son tres: a) sobre las precauciones a tener en cuenta para evitar incendios; b) obligatoriedad de tapiar fincas y paredes ruinosas; c) prohibición para circular en bicicleta después de las puestas del sol.
- ¿Qué le parece a usted todo esto?
Muy bien. Me gustan los sitios sanos, tranquilos, con mucha vegetación y buen agua. En Santiuste creo que lo tienen todo, así que me tiene que gustar a la fuerza.
Era el señor Juan Vázquez, un hombre entrado en edad, campechano y contador de cosas, que me andaba siguiendo desde que llegué a Santiuste y aquí me sorprendió mirando a la fuente. El señor Juan Vázquez se cubre la cabeza con gorra de visera y cuando habla deja caer de manera notoria el labio inferior.
- Yo vivo en Madrid. Me han echado de allí por malo. Soy nacido en Santiuste. Me jubilé antes de tiempo por enfermedad y cuando puedo me escapo al pueblo.
- ¿Qué le pasa, si no es indiscreción?
- Nada, que me metió el médico una cuchilla aquí por donde está el corazón y me colocó un aparato dentro.
- Un marcapasos, querrá decir.
- Exactamente, eso es. Desde que me lo pusieron se me acabaron los ataques epilépticos. No crea que es de pilas, que es de energía nuclear, de los que no se cambian. Cuando hay tormentas me tengo que esconder. Me dan unos chasquidos por ahí adentro y tengo que estar encogido.
- Bueno, mientras que uno lo pueda contar…
- Nada, con ese motor yo no me muero nunca.
- Buena gente hay por aquí, señor Juan.
- Hombre sí, de eso no falta. El peor del pueblo soy yo, y aquí me tiene. Cuando se nos chincha somos un poco puñeterillos; pero vamos, yo creo que se nos puede aguantar.
Sobre un lateral de la fuente hay pegado un pasquín con el programa detallado de las fiestas patronales de Rebollosa. Luego la plaza. Como en los pueblos donde la chiquillería se echa de menos, las hierbas salen a su antojo por cualquier sitio. La plaza de Santiuste es rectangular, casi cuadrada. En ella se pueden ver algunas viviendas de elegante estilo rural y dos olmos heridos de muerte. Los olmos de la plaza morirán en breve, más por vejez que por enfermedad o plaga.
- ¿Se ha dado cuenta? No les queda más que el cortezón en el tronco.
- Sí, ya lo veo. ¿Por qué los han rellenado de piedras?
- Para evitar que se caigan. Si no fuera por eso ya estarían abajo.
- Qué cosas. Y todavía con sus ramas encima. Eso es de las ganas que tienen de vivir.
- Pues sí; lo que es morirse, ni los árboles quieren.
Las mujeres de la plaza hacen ganchillo sentadas a pleno sol. Martina, la invidente, las acompaña con su presencia y con su conversación.
- Pues ya lo ve usted. Hay que hacer de todo.
Se nos unirán más tarde dos nuevos amigos. Más jóvenes que el señor Juan Vázquez. Me han dicho que se llaman Jesús Hernando y Florencio Ortega. Me cuentan que aunque la población sea escasa de continuo, Santiuste tiene ayuntamiento propio en régimen de concejo abierto, que tienen su alcalde, su juez y todo lo que hay que tener para no depender de nadie.
- Sí; tenemos constituida una sociedad de propietarios y nos administramos por nuestra cuenta. Nos parece que es lo mejor.
Muy en las afueras del pueblo, mis amigos me llevan a ver el antiguo edificio de la escuela. Una hermosa sala, venerable y llena de recuerdos para los que pasaron parte de su infancia entre aquellas cuatro paredes. Ahora, tiempo por medio, es la juventud de los veraneantes quienes la toman por su cuenta, y este es el momento en el que media docena de chicos y de chicas andan de limpieza, de instalaciones eléctricas y de y un poco en general de adecentamiento. Beatriz, hija del pueblo, encantadora ex alumna de qui9en esto escribe y a la que casualmente encontró en aquel grupillo, me da una explicación tan breve como acertada.
- Ya no se emplea para nada. Antes de que se caiga, la arreglamos un poco y para nosotros. Hacemos fiestas y nos juntamos aquí.
Con el permiso de la señora Alfonsa, que es la que tiene la llave, mis amigos quieren que pase también a ver la iglesia. La señora Alfonsa tiene ochenta y un años, pelo negro, mujer que jamás fue al médico, aspecto no más allá de los sesenta, anda reacia a dejarnos entrar sin saber las intenciones del forastero. Cosa que no solo comprendo, sino que comparto y me parece muy bien.
- Sí señor, usted perdone; pero es que luego pasa lo que pasa.
La iglesia por dentro es falta de luz como corresponde a su origen románico. Aseada, eso sí, pero un poco falta de que se le tienda una mano. El retablo mayor es de encendido barroco, quizá de 1770 arriba o abajo; bien dorado. Lo preside una imagen del Salvador, titular de la parroquia y patrón del pueblo. Hay otro retablo lateral dedicado a la Virgen del Rosario, y un tercero como fondo a la nave aneja, con la Inmaculada Concepción y cinco tablas representando a santos que no consigo reconocer.
- ¿Se ha dado cuenta de que tiene el botafumeiro encima de la cabeza?
- ¡Qué me dice!
- Ahí lo tiene, con cuerda y todo. Si queremos lo podemos bailar como al que hay en Galicia.
Este “botafumeiro” es una lámpara de aceite, grandota y antigua, muy parecida al famoso incensario santiagués, que pende por delante del altar. Atrás queda el coro de las grandes ceremonias de otro tiempo, ahora obligadamente en desuso.
- Pues ya, antes de irse pase a ver la pila en la que nos bautizaron. Como esta hay pocas.
La estupenda pieza de tracería románica ocupa casi todo el baptisterio. Es una más de las muchas de su especie que por fortuna todavía se conservan en varias de nuestras iglesias.
- Cuando me bautizaron a mí -explica el señor Juan- me agarré a los bordes y no me quería soltar, ni a buenas ni a malas.
Aunque el reloj de la torre sigue marcando la misma hora que cuando llegué, es lo cierto que ya es más tarde. Uno se encuentra a gusto en lugar tan apetecible y entre gentes tan acogedoras. Despido a mis amigos con el pedio día pegado a la espalda. En el pueblo, en cambio, todo sigue igual: el sol de las calles, el vientecillo revitalizador que baja por la vega, los cerros tapizados de chaparral por los alrededores, las máquinas cosechadoras de los sorianos… Cuando los dejo, los hombres se quedan charlando en las esquinas.

(N.A. Septiembre, 1987)

lunes, 26 de octubre de 2009

SANTAMERA


Santa Emerenciana, Mera, Santamera, Santamera de los Grajos. Todos estos nombres, y no sé si alguno más, he oído aplicar en el presente viaje al paradisíaco rincón de la comarca seguntina en el que acabo de entrar, donde todo es pequeño: el río, las casas, el nú­mero de personas con las que me puedo ver, el alma de las gentes… Lo absorbe y empeque­ñece todo la tremenda despro­porción de las montañas y de las rocas enclavadas en sus al­rededores, obra de titanes o de dioses mitológicos que dieron en venirse a morar a estas gargan­tas del Salado por aquellos años en que sucumbió el Olimpo. Hoy, a la vista de lo que ven mis ojos, quiero pensar que las deidades de la antigüedad pagana se convirtieron por arte de encanta­miento en aguiluchos rapaces y en buitres que merodean en comunidades incontables e incontro­lables colgados de1as peñas más altas.
Al pasar por la novísima cin­ta de asfalto cerca del Garme­llón, el sol desciende de plano encendiendo como lucecitas de cristal ardiente en las albercas y en los montones de sal. El va­llejo se va exten­diendo río abajo hasta encajarse en el angosto coladero natural por donde buscar salida. Las montañas son mondas a derecha e izquierda y de color de plomo. En las lisas laderas de los mon­tes hay lastras clavadas en la tierra que sobresalen por encima de los aliagares y de los tomi­11os. Al pasar el puente, ya dan­do vista a las huertas de Santa­mera y a las primeras casas acu­rrucadas al abrigo de los cortes rocosos, florece el té en las grie­tas y en las nudadas de las peñas con sus estrellitas amarillas que tienen olor, sabor y tacto pastoso, como la miel silvestre. Alguien me contó, no recuerdo cuando, que las hojas del can­tueso y las flores de té son el perfume preferido por las ninfas de ojos verdes que, cuando los hombres duermen, acuden cada' noche a re­mojar su piel y a cantar salmo­dias en las corrientes del río Salado. Todo ello, como fácil es de imaginar, son meras suposi­ciones que nadie ha demostrado hasta el día de la fecha bien que merecería la pena andar sobre ellas.
Una manada de ovejas blan­cas dormita amodorrada a la sombra de las choperas. Santa­mera ocupa el centro de una so­berbia sartén de rocas, y en días calurosos como el de hoy queda a punto de hervir todo lo que se contiene en su fondo: las tie­rras y las nogueras, los caminos y las aves de corral, las vidas y hasta la sangre de los hombres, sin posibilidad de apagarla dentro de los cuerpos porque no hay agua donde beber, ni en las ca­sas ni en las fuentes.
-Nada, no señor. Para beber, ni una gota. Si aquí viene algún forastero y tiene sed, tendrá que marcharse a otro sitio. Ester hilillo que cae de la fuente no lo busque usted dentro de cuatro o de cinco días. Es una pena ver lo abandonado que tienen este pueblo.
-La creo, señora ¿Es usted de los que viven aquí durante todo el año?
-No, yo en los inviernos me voy a Francia con mis hermanos que viven allí. En Francia se vive mejor. Es otra cosa.
-No se lo discuto, pero dicen que como en la casa de uno...
-Oiga, si fuera usted por ca­sualidad a Guadalajara, le da recuerdos de mi parte a Jesús García Perdices. Le dice que soy la Gregoria, la hija del Tío Pa­blo Caballo de El Atance. Somos casi como de la familia.
-Lo haré con mucho gusto. No se preocupe.
-Dígale también que haga algo para que nos traigan el agua, que en verano el pueblo se nos muere de sed.
Las pocas viviendas de San­tamera, habitadas o no, tienen los tejados, oscuros, color plomo, como las faldas de la Espi­nada. Por sus calles rocosas que suben y bajan desde las huertas hasta la iglesia, circula a cual­quier hora del día o de la noche el alma vaporosa de los miste­rios. Santamera es un pueblo cargado misterios.
-Sí, porque lo que es de habitantes no hay. Ocho me pare­ce que son en invierno.
-De todas formas, por el nú­mero de casas se ve que aquí siempre fueron pocos.
-Sí, pero yo me acuerdo de haber sido ochenta personas o más.
- Mire, Manuel se marchó a Francia hará cerca de veinte años, y yo me fui a Madrid porque no pude conseguir dinero para comprar un tractor.
Fidel Poyo y Manuel Caballo me llevaron por una cerca de alfalfa hasta el molino. El río se atraviesa por un puente voladizo, que es a la vez colum­pio sobre las mismas aguas. Es­tá construido con tablas viejas que se sostienen sobre tres ca­bles recios de acero retorcido. Por debajo navegan a la som­bra de los álamos media docena de patos blancos.
-La primera vez siempre da un poco de respeto pasar por en­cima de las tablas, pero cuando se toma confianza se cruza como si tal cosa.
- Y luego cuando se confía uno ¡Al agua patos! ¿No?
-Ah, pues sí se cae usted no crea que iba a ser el primero. Antes de ponerle los cables de acero más de uno se cayó abajo.
Don Félix Enrique de la Riba Antón, el molinero, tiene para vivir una casa grande adosada al molino, entre huertas, árboles y flores de rosal y de malvas reales. Don Félix Enrique es el alcalde pedáneo de Santamera con el que me hubiera gustado hablar pero no estaba en ca­sa. Quedamos en volver más tar­de para que me enseñara la igle­sia y el molino. En las sombras tan apetecibles de los huertos, al pie del puente movedizo que nos devolvería al pueblo, mis amigos me explicaron que los cerros más elevados de Santamera, aparte del ya referido de la Es­pinada, son el Picarón y el Ce­rro del Padrastro.
-Luego tiene la Peña de los Abantos poco más abajo. Es un sitio muy turístico. Seguro que es el sitio más turístico que hay en el pueblo. Desde lo alto del Padrastro conté una vez cerca de cien abantos subidos encima de la peña.
Los abantos de Santamera me temo que son los buitres, aves de tremenda envergadura que prefieren para reproducirse y vivir las cotas inaccesibles de estos cerros y algunas más de los pueblos vecinos.
-Pues aquí está todo bastante olvidado, ya lo ve usted. Que no tengamos agua para beber es una desgracia mucho mayor de lo que parece. Últimamente nos han hecho tres cosas buenas: la ca­rretera, la; luz y el teléfono, pe­ro nos falta la más importante. La fuente que vio usted allá aba­jo, esa no vuelve a su ser hasta el mes de abril por lo menos.
Un pastor; quizás el único pastor de Santamera, baja con su perrilla negra amarrada del cuello hasta el hatajo. Las ove­jas del valle del Salado pastan al pie de los riscos y beben el agua del río entre las espa­dañas y los juncos marinos.
-Unas trescientas me guardo. Yo soy de los que no me quise ir. Ahora da gusto por aquí, pe­ro en invierno esto es muy frío.
Bajo en seguida detrás de Mauricio el pastor. El hombre es ya de los pasados en edad, tie­ne la cara curtida. Viste con to­dos los atalajes y lleva encima el equipo completo de nuestros pastores serranos de allá medio siglo.
-Si se acerca usted a eso del cementerio, seguro que puede ver algún buitre de pie derecho encima de los riscos.
El viento encajado en el ho­cino espanta de vez en cuando con bufadas de calor el bochor­no de las copas. Cuando esto ocurre, las ramas altas de los chopos se mimbrean cansinas; apenas suenan, casi ni se mue­ven. Luego el cementerio, a es­tas horas del día silencioso y to­stado por el sol. La ermita conti­gua está en ruinas, por enci­ma del desplome de la cubier­ta hay una cruz de hierro a mitad de caer. Todo a la vez, la ermita y el cementerio, quedan al pie de un corte de peñas que baja casi en perpendicular a clavarse en la orilla izquierda del arroyo. Baja poca agua. El mal de la sequía lo ha reducido a un simple canal exangüe y de­sangelado que corre entre los mil cañones de las junqueras y de las matas de anea. Por lo que se ve, en tiempos debió ser un río eminentemente cangrejero.
-Mire a lo alto. Ya se lo ha­bía dicho. Tres hay en el mismo corte de las riscas. Los demás andarán oteando alguna res enferma.
Me limito a contemplar la es­cena desde el camino, mirando a contraluz los tres corpachones de los buitres colocados en lí­nea al borde del precipicio. Las tres aves pasan las horas muer­tas sin moverse, señoras desde su atalaya de todos los paisajes, de los soles y de los vientos. Les grito con fuerza desde abajo y continúan inamovibles, dueñas de la situación y de casi medio mundo. El juego caprichoso de la erosión, y el cauce del río siempre restregándose por don­de aquella brava naturaleza le manda, invitan remotamente a quedarse allí para siempre, convertido en meandro del río, en piedra fantasmal, en un chaparro más de aquellos que se crían como por milagro entre las peñas más altas.
El alcalde me acompañaría momentos después, con todo la fuerza del calor, a ver la iglesia. Desde su correspondiente peña como asiento que la sostiene, la iglesia domina a Santamera por los cuatro puntos cardinales. Para entrar hay una sencilla portada en arco de medio punto. El interior es de una sola nave, y por su aspecto bien se podría situar en el siglo XVI como época en la que fue construida, con algunos aditamentos posteriores. La cubierta se ve parte de ella sostenida sobre artesonado y el presbiterio recorrido con curiosas nervaduras góticas, muy propias de la arquitectura religiosa de su época. La estrella indiscutible de la iglesia de Santamera es el retablo renacentista que adorna el ábside. He contado en total diecinueve pinturas en tabla, enmarcadas por columnillas y frisos platerescos de madera tallada y policroma. Los diecinueve oleos que lo componen representan escenas de la vida de Cristo, bustos de apóstoles y efigies de santos y de santas mártires. En la hornacina central hay una preciosa talla prebarroca de Santa María Magdalena.
- Esa santa es la titular de la iglesia. La patrona, en cambio, es Santa Quiteria, que se celebra el 22 de mayo -me dice el alcalde.
Aparte del retablo mayor hay otros cuatro más repartidos en los muros laterales de la iglesia, dos a dos. Tres de estos retablos son de florido barroco dieciochesco, y el cuarto es plateresco y está dedicado al Niño de la Bola.
-¿Se ha dado cuenta de que las velas del altar se han doblado por el calor? Eso digo yo que será de puro malas.
Mis acompañantes, don Félix el alcalde y don Fidel Poyo, me cuentan como curiosidad que un año sacaron en rogativas a Santa María Magdalena para pedir agua, y al punto descargó un pedrisco que arrasó con toda la siembra. Resultado, Santa María Magdalena condenada a perpetuidad para no ver por los siglos infinitos las calles de Santamera y mucho menos los campos de mies. La justicia castellana es así, y en este mundo el que la hace la paga.
- Pues no se vaya a creer que es mentira. La pegaron a la peana para que no pudiera salir nunca más en procesión por el pueblo.
Como despedida me fue permitido ver en la sacristía otra encomiable tabla al óleo, quizás mejor conservada que las restantes del retablo y seguramente perteneciente al mismo. La tabla de la sacristía refleja la escena del Calvario en claro estilo pictórico de hace cuatro siglos, y que las gentes del pueblo, cuando hay confianza, suelen enseñar con ad­miración y respeto.
La escondida villa de Santamera, Santa Emerenciana de los antiguos, dará paso en breve si no se toman medidas, al paisaje agreste, solitario y singular que le sirve de marco, mientras que el recuerdo de su habita­bilidad desde la Edad Media será sólo leyenda que figure en cronicones y actas polvorientas de los archivos. Por lo pronto, y antes que el fa­tal augurio se llegue a producir, es tiempo de una visita minuciosa al pueblecillo de las escarpadas visiones, de las rapaces avizoras, del arte oculto, donde ocho personas mantienen enhiesta de continuo la bandera de la vida, no sabemos hasta cuando.

(N.A. Septiembre, 1986)

domingo, 25 de octubre de 2009

SANTA MARÍA DEL ESPINO


He oído contar que cuando Santa María del Espino aún conservaba su nombre anterior, es decir, Rata, hubo algún gracioso que mandó una carta al pueblo con el dibujo en el sobre del antipático roedor por toda dirección y la palabra “Guadalajara”. El caso es que la carta llegó a su destino puntual, lo que indignó al vecindario y le animó a cambiar de una vez por todas el dichoso nombrecito y ponerle para los siglos venideros el que ahora tiene, siendo así que el antiguo Rata viene ostentando en los indicadores de carretera, y en todo documento o mapa provincial, el más acorde con el gusto común de Santa María del Espino.
Será verdad o será leyenda, eso no lo sé, pero lo cierto es que no lejos de la histórica villa de Anguita se encuentra, un tanto desconsiderado aunque hermoso como pocos, el pueblecito al que hoy estamos dispuestos a dedicar nuestro trabajo.
Santa María del Espino, teñido de rojizos ocres en los tejados de sus casas, surge sobre un teso que se abre como mirador a las sierras cercanas del saliente. Es un pueblo pequeño en apariencia, con naves por las afueras techadas de uralita y almacenes que suplen a los antiguos casillos y parideras de ganado donde nuestros antepasados consumieron sus desvelos y una buena parte de sus vidas.
Santa María del Espino tiene una plaza sencillamente bonita, una plaza en la que se dan todos los encantos posibles en el ambiente rural: el juego de pelota, el viejo ayuntamiento con su reloj municipal y campanil como remate, la fuente pública adosada al muro, y el don por añadidura de la buena imagen, ya que si el viajero llega a ciegas es la de la plaza la primera impresión que recibe.
Aquí, como en todos los pueblos que se precien, los más viejos del lugar suelen salir a sentarse al sol o a la sombra, según la época; solos o en grupo, según las posibilidades y el estado de ánimo; a la calle o a las afueras, según las apetencias de cada cual.
Don Genaro Serrano, hombre abierto y de trato agradable, descansa sentado sobre el poyo rodeno debajo del frontón. Cubre su cabeza con gorra de paño seguramente desde su juventud. Se ve que el hombre no tiene demasiadas prisas, lo debe de tener todo hecho por lo menos hasta la hora de comer. Con personas como don Genaro el periodista encuentra en muchos de sus viajes la labor demasiado fácil.
- No se quejarán ustedes, en pleno verano y con tanta agua de sobra en la fuente. Tres chorros nada menos.
- Pues esa no tiene nada que ver con la de las casas. Esa baja sola por su pie. Antes estaba la fuente en medio de la plaza; pero cuando se hizo el frontón la pusieron ahí en la pared del ayuntamiento. La de las casas es otra, aquella viene de la cueva.
Los habitantes de Santa María del Espino llaman la Cueva simplemente a la que en los libros viene reseñada como la Cueva de la Hoz; una interminable caverna subterránea donde es de fe que existen estalactitas, lagunas enormes de un agua clarísima, pinturas rupestres, oscuridad y mucho misterio. Don Genaro entró en la Cueva más de una vez cuando era mozo.
- Aquello es muy grande. Yo entré algunas veces cuando era joven. Hay sitios por los que te llegaba el agua hasta el cuello. Ahora tiene una puerta y nos se puede entrar. Yo me acuerdo de pasar por unos agujeros que en cuanto te cabe el cuerpo, y otros sitios que te obligan a entrar de perfil. Del techo se ve el agua destilando, gota a gota, y con el tiempo eso se ve que se convierte en piedra.
- También creo que hay figuras dibujadas en las paredes, ¿no es así?
- Sí, tiene dibujos muy bonitos, cárdenos, amarillos y de muchas formas; pero deben estar muy estropeados, si es que queda alguno. Los dibujos están allá adentro. Hay que entrar con dos linternas, porque si llevas una sola y se te estropea o se te cae, de allí no sales.
- Y dice usted que no se le ve el final.
- No, nadie le ha visto el final. Es algo así como las cuevas de San Pedro por tierra de Ávila. Más grande aún que esa de La Riba. Mucha agua tiene dentro. La que consumimos en el pueblo ya se lo he dicho que viene de allí, y no se nota que haya menos.
El número de habitantes que tiene el pueblo en este momento se reduce a treinta personas, si bien, los muchos motivos de bienestar durante el verano, hace que la población se quintuplique en el mes de agosto.
- Sí, claro. En verano se pone el pueblo que ya no se cabe más. La gente joven se lo pasa bien: que si los pinos, que si la cueva, hay muchos sitios buenos adonde ir.
La piedra más común en las viviendas más antiguas de Santa María del Espino, es generalmente la arenisca de color rojizo propia del terreno. Por la calle del Horno, cuestas pedregosas y más cuestas, se sube hasta la Calle Real, bastante abandonada por cierto. El sólido edificio de la escuela pública, de construcción reciente y fuera de servicio por falta de chiquillos, destaca junto a la plaza antes de iniciar la subida. Al norte queda el hondo de la vega, con sus parideras de ganado en la otra orilla, donde sólo se dan la estepa y el marojo. Más al saliente la sierra de Luzón.
Otro anciano, don Matías Lozano Cabra, yace tumbado sobre la hierba a la sombra de una acacia, apoyado en una piedra a manera de triclinio, como los grandes personajes de la Roma Imperial.
- ¿Qué se hace el hombre?
- Nada; aquí descansando un poco, ya lo ve.
Don Matías abandona el puesto y sigue tras de mí, subiendo la cuesta hasta la Calle Real. El estado del pavimento no es de lo mejor, precisamente.
- No será usted el que revisa lo de la luz –me pregunta.
- No señor, yo no reviso lo de la luz ni reviso nada. Puede estar tranquilo. El piso de la calle es lo que encuentro mal ¿No le parece?
- Pues sí que está mal. Ahora nos van a arreglar un poco las calles; ya están preparando las cosas.
Con el señor Matías y con el señor Leoncio, otro señor de edad que acarreamos en la Calle Real, me bajo hasta la casa de doña Pilar, la mujer del alcalde. Por un callejón estrecho me asomo al barranco del Chorrillo y al bajo de las Cruces, más acá de las pendientes de Calarriba. Luego nos vamos todos hasta las crestas rocosas que los del pueblo suelen reconocer con el nombre de Peñas de la Pila de las Palomas, uno de los parajes que por su originalidad y aspereza se graban en la memoria de quien en alguna ocasión tuvo la suerte de poderlo ver.
Antes pasamos junto a una casa abandonada y ruinosa, cuyos muros de piedra vieja reposan sobre las primeras peñas como una proa. Un azulejo centenario dice junto a la puerta: “Escuela Pública”. A través de las rendijas de la puerta no se ve nada en su interior. La antigua seda donde se tejió en lejanas épocas la cultura del pueblo se vendrá abajo cualquier invierno.
- Ahí hemos estudiado nosotros lo poco que sabemos. Por dentro está todo hundido.
- Recuerdos de la infancia que mal se olvidan.
- Pues sí, yo me acuerdo como si fuera ayer.
Luego la iglesia. Con la agradable compañía del señor Leoncio, del señor Matías y de la señora Pilar, paso a dar un vistazo rápido a su interior. En realidad no es mucho lo que la iglesia tiene que ver por dentro. Es una iglesia pobre, de corta capacidad con arreglo a lo que es el pueblo. Los fieles se sientan sobre ocho bancos de madera cuando está al completo. El retablo mayor es una pieza humilde, de maderas pintadas y descompuestas. Las imágenes que luce el retablo mayor son las del Salvador con la bola del mundo, San Roque y San Antonio. Otro retablillo lateral sin friso está dedicado a la Madre de Dios.
- ¿Qué Virgen es esa?
- La Virgen María le decimos aquí –explica la señora Pilar.
Hay otro tercer retablo, barroco y poco artístico, con la imagen de un Cristo viejo que semeja ser de cartón piedra, y una cruz misional de los Padres Claretianos en memoria de la Santa Misión vivida en el mes de noviembre de 1959. Después la piedra bautismal de piedra, vaciada con ornamentación gótica. A pesar de su pobreza, la iglesia se ve limpia y bien atendida, digna para desempeñar su misión.
- El señor cura de Anguita se preocupa; pero de donde no hay no se puede sacar.
Ya fuera, anoto el severo porte de inspiración románica que tiene el templo, la augusta soledad del camposanto unido al ábside, con sus matujos de ortigas y de ababol, y sus lápidas de mármol dando vista al cerro de las Carrascas Altas.
- Desde aquí se ve mucho campo ¿verdad usted?
- Ya lo creo.
Las formaciones rocosas de la Pila de las Palomas se alinean clavadas en vertical sobre el montículo en donde nos encontramos. Abajo los valles, las laderas de encinas menudas, el misterioso paraje por donde está la Cueva, las sierras que preludian el Alto Tajo… Sube un viento fuerte que casi no hade balancear encima de las peñas. Mis amigos y yo contemplamos sin decirnos nada aquella aventura paisajística que el pueblo de Santa María del espino tiene delante de sí como escenario de por vida.
- Mire, aquella de allá es la Peña del Otero.
- Oiga, ¿Y la laguna de abajo?
- A eso le decimos el Prao. Es un aguadero para que beban las ovejas.
Ya de regreso, me cuenta el señor Matías que las fiestas del pueblo son para el Carmen y para san Roque, que son unos días muy movidos y de mucha animación.
- ¿Qué hacen?
- ¡Coño! Pues traen música. Los jóvenes se divierten, y nosotros no porque no valemos ¿Adónde vamos, yo con ochenta y el Leoncio con setenta y tres?
- El que les agregasen al ayuntamiento de Anguita ¿Les ha favorecido mucho?
- Pues, más bien no. En eso hemos hecho mal trato. Qué quiere que le digamos.
Mis amigos me insinúan que para lo que es el pueblo ya está todo visto; que si bajase a la cueva tendría más que ver, pero las dificultades previsibles y lo avanzado de la hora me aconsejan no hacerlo. En todo caso, el pueblo es de esos lugarejos casi anónimos, pero con marcada personalidad, que dejan huella y enriquecen la visión total de quien dedica tantas horas a medir con los pies las tierras de Guadalajara. Al final, lo de siempre: otro pequeño núcleo urbano que bien merecería la pena conservar, redimirlo de su obligada decadencia y de su previsible final como otros muchos. El tiempo y sus circunstancias tienen la última palabra.

(N.A. Agosto, 1987)

sábado, 24 de octubre de 2009

SAN ANDRÉS DEL REY


El humo de las chimeneas de Irueste y de los Yélamos sube recto como ve­las, difuminando después la blanca humareda de los ho­gares en el cristal finísimo de la veguilla del San Andrés. El pue­blo cuyo nombre tomó el exangüe regato que humedece al bajar huertecillos baldíos y cuadros de mimbrera, se asoma desde un alto que por la carretera de Budia dibuja el páramo. Nueve y media de una mañana de abril. Rodeamos por el ramal que sube hasta las eras. Un an­ciano que anda medio encorvado y con boina cumplidita viene de paseo desde la ermita de Los Remedios. Paso a San Andrés, la villa que re­fleja en sus piedras de caliza por las esquinas los primeros rayos del sol. No sé si en realidad lo son o no, pero las calles me pare­cen estrechas, limpias y allanadas con hormigón. Tiene una plaza cuadrada y no demasiado grande. En la plaza hay aparcado un camión cisterna. Por la carteleta que hay cosida con grapas en la puerta principal adivino que una vieja casona de la plaza debe de ser el ayun­tamiento. Es como un viejo palacete del dieciocho dejado de la mano de Dios. El abuelo que antes vi venir por las eras de Los Remedios se acerca hasta donde yo estoy, se coloca a mi vera y se me queda mirando fijamente, desafiantemente.
- ¡Hola, buenos días! - Le digo-. ¿Es ese el ayuntamiento?
- Sí señor, el ayuntamiento. Es una casa antiguaza. Muy devorada está la pobre. La puerta debería ser de hierro, es muy endeble y an­da mal.
- ¿Cómo se llama usted?
- Yo me llamo Eusebio Tomico, para servirle. ¿Y usted?
- Yo José Serrano. También para servirle.
- ¿Ingeniero?
- No señor.
- De los de las calles, entonces.
- Tampoco. ¿Esa es la fuente, no?
- La fuente. Antes estaba aquí mismito, en medio de la plaza. Que si estorbaba que si no, la quitaron y la han puesto ahí en la pared. Todo el que quiera puede beber. Está muy fresquita. Aquí sobra agua.
Me dice el señor Eusebio que no tiene nada que hacer, que se viene conmigo a enseñarme lo del barranco. Por la Calle Mayor vocea a su mujer que aún no va a almorzar, que tiene que acompañar a un señor que quiere ver el pueblo. Luego dice que me acompaña con mucho amor y con toda la buena fin.
- ¿Y esta otra calle, cómo se llama?
- Esa es la del Azafranal, Si viera usted cómo pasan por aquí los amotos de los chavales. Se conoce que en los Yélamos no les dejan montar y se vienen aquí. Este es un pueblo muy pequeño; ahora seremos unas cuarenta personas, o menos, pero está muy bien, y muy sano­te aquí en el alto, ¿verdad usted?
Por la calle del Barranco me enseña la obra de la casa que se es­tá haciendo un sobrino suyo, mirando a la vega. La zona se ve bordea­da de chalés que se han ido construyendo en el pueblo algunos de los que viven fuera. El as­pecto del vallejo es a estas horas de la mañana de una luminosidad tal y de una calma que invita a quedarse allí. El abuelo Eusebio me cuenta que a todo aquello le dicen Haciaelsanto, que por debajo están las bodegas y que el arroyo San Andrés nace por aquellos barrancos de allá arribotas.
-Mire, aquellas casas de abajo eran una granja, y la han dejado que se pierda. La cueva de allá arriba, donde los chaparros, era el refugio de los gitanos en los tiempos de antes.
Los almendros en flor se asoman a la primavera con ciertas re­servas, con las flores abiertas tímidamente; el abril puede salirnos cualquier noche con heladas y se acabó la historia. En la lejanía se advierte una hilera de colmenas bajo un co­bertizo orientado al sol. El abuelo Eusebio no para de hablar; se ve que amaneció con ganas de que alguien le escuche y el buen hombre reclama sus dere­chos. Yo se los concedo encantado, sumisamente. Después me habla de sus hijos y de sus nueve nietos, de que algunos son taxistas y están en Madrid, que no saben qué hacerse con él con su mujer cuando van a verlos.
- Pero los años son los años, ¿sabe usted?; y ellos van a lo suyo y a mí ya no me hace caso nadie, como aquel que dice. Ya no manda uno en nada con la dichosa vejez.
Luego nos fuimos a la guerra. Vamos, mi amigo el abuelo Eusebio se fue con el re­cuerdo a la guerra de hace casi medio siglo y me contó algunas de las cosas tremendas que le ocurrieron en Vich, por tierras de Cataluña.
- Lo pasemos muy mal, sí señor. Comiendo hierba como los animales. Todo el mundo traspellao. Así que, te daba igual que te pegasen un tiro. A mis pies mismamente cayó muerto uno de un disparo; me acer­qué hasta él y, como sus botas eran mejor que las mías se las cambié. Así nos teníamos que valer, ¡la leche!, y que no veamos otra.
Ahora nos ladran los perros desde los chalés. Hay muchos perros en San Andrés del Rey. El señor Eusebio me dice que si quiero me re­gala uno, que a cualquiera de por ahí ni por un millón, pero que a mí me lo da y en tan buena hora. Cuando le digo que a mí los pe­rros no me gustan, se calla y seguimos andando, siempre al borde de la vega.
- ¿Qué le parece lo de los olmos? y que los tienen que cortar porque se mueren. Como una maldición, con los que hay por aquí.
- Oiga, yo creo que ya he visto bien el barranco. ¿Por qué no nos volvemos al pueblo por la parte de atrás?
- Sí hombre, sí. Usted no tenga prisa, que ya iremos. Ahora nos damos la vuelta, vemos lo de la fuente y luego volvemos por la igle­sia. Es que si no ve esa parte no se desayuna. ¿A qué ha venido, si no?
La Fuente Vieja queda al caer de la cuesta. Una senda pedregosa sobre roca, desgastada de tanto pisar, sube hacia nosotros sin que nadie la use.
- Era el camino de antes. ¡Cuántos cántaros de agua tendré yo su­bidos por esa cuesta!
Ahora me va contando, una por una, la historia de cada una de las viviendas por donde pasamos, ya en el barrio de la Iglesia. Me dice que la torre tenía unas buenas campanas y que la tuvieron que volcar porque amenazaba ruina, y ahora le han puesto un arquillo de cemento encima con un esquilón.
- Esa mujer que viene por ahí -me dice- es la señora del alcalde. Si quie­re nos puede abrir la iglesia.
La señora Felisa es una mujer simpática que me debió reconocer al instante y se prestó voluntaria a enseñarnos la iglesia y la er­mita de Los Remedios. Mientras tanto, el abuelo Eusebio me animó a que saltara el murillo por el que se cuelan los chicos y me metiera al cementerio viejo. Con sus setenta y cinco acuestas él saltó detrás. En el camposanto han hecho un muro de contención para que no se derrumbe la pared sur de la iglesia. Por allí se ven, perdidas entre la maleza, las cruces sepulcrales con sus ramitos de flores en honor y recuerdo de los que yacen en aquel suelo santo.
- Aquí están enterrados mis padres y un hermano. A mí me llevarán al nuevo, que está por aquella parte.
Se entra a la iglesia por una portada sencilla que tiene un arco en ojiva. Es una iglesia pequeña, con nave única que cubre un arteso­nado recomido por las goteras y por los años. Un retablillo barroco en el ábside con la imagen de San Andrés y un Cristo antiguo, es lo único que tenemos que ver. ¡Ah!, y una pila bautismal de traza románica con ornamentación que es una destacable obra de arte. La mujer del al­calde me dice que con las obras de restauración se perdió mucho.
- La tribuna, por ejemplo, la tuvieron que quitar porque amenazaba ruina.
Desde allí nos fuimos hacia las eras. Al pasar por el horno me cuentan que allí es donde ahora hace la gente las meriendas. Lejos se ven las puntas de los cipreses en el cementerio nuevo, al otro lado de la ermita. En San Andrés llevan veintisiete años enterrando en el cemen­terio nuevo, desde que se murió el pobre Gregorio, bien joven, que fue el primero. A uno y otro lado verdean las tierras de labor, mullidas y pedregosas bajo el sol limpio. La ermita queda a dos pasos.
- Es la patrona, ¿sabe? Hacemos mucha fiesta el 15 de agosto. San Andrés también se celebra, pero menos. Los del pueblo sólo.
Por encima de la puerta de la ermita hay una piedra inscrita, cuyo texto, aparentemente fácil, no he sido capaz de descifrar. Tal vez, con tiempo y mucha paciencia se pudiera sacar algo en claro. Al final, eso sí, creo que la fecha es de 1661.
- Pues mire, esa es nuestra Virgen. Guapa, ¿verdad?
- Ya lo creo que lo es.
La, Virgen de Los Remedios es una talla policroma con el Niño en los brazos. Cuelgan de la mano derecha una banda y dos racimos de uvas de cristal. El rostro lo adornan con pendientes y dijes que tienen el in­medible valor del cariño de quien se los puso, pero que dan a la ima­gen el pintoresco aspecto de una guapa gitana del Sacromonte.
- Qué campo más tranquilo. Aquello de abajo debe de ser monte, ¿no?
- Allá abajo es por donde se curan a los niños quebrados el día de San Juan -me dice la señora Felisa-. Un poco más allá.
- ¿Y eso cómo es?
- Pues nada, cuando hay un niño con ese mal, se le lleva y se le pa­sa por encima de un marojo tres veces y se cura. El año pasado lleva­ron dos.
- ¿Ah, sí?
- Van uno que se llame Juan y otra María. Entonces se lo pasan el uno al otro por encima del marojo tres veces, diciendo:

Tómalo María,
dámelo tú, Juan.
Este niño ha de sanar
la mañana de San Juan.

Entonces se corta el marojo y se vuelve a injertar en su propio tron­co. Si el marojo prende, entonces el niño se cura, y si se seca, el niño no se cura. Tiene que ser en el momento de salir el sol.
- Pues me dejan de una pieza. ¿Se curan muchos niños?
- Todos. Si los padres lo llevan sin fe, más vale que no se moles­ten, porque el marojo se seca y el niño no se cura; pero si tienen fe, se cura siempre. Vienen de muchos pueblos con los niños. A los dos del año pasado fue mi hija, la María., la que los pasó, y un Juan.
Bueno, pues rumiando la última impresión de la que hasta la cien­cia cree, preferimos descender carretera abajo buscando el camino de vuelta. La apenas poblada villa de San Andrés se queda en su altillo del páramo por los siglos de los siglos. En el estrecho de la vega zumban las abejas y los haces del mimbre se ven apilados en las sombras. Los nogales comienzan a enternecer la yema y el murmullo de los regatos se siente sin interrupción por debajo de los puentes. La primavera parece que se asentó en la Alcarria definitivamente.

(N.A. Abril, 1985)