sábado, 13 de diciembre de 2008

ALCOCER



Es cierto que resultaría de mal gusto el aconsejar a cualquiera que recorra los dieciocho kilómetros que separan a Sacedón de Alcocer en las condiciones que ofrece la carretera actual, pero, a pesar de todo, yo creo sinceramente que bien merece la pena exponerse a esos veinte minutos de tortura viajera por conocer la villa. Cuando se da vista al pueblo, el sol de la mañana, reflejado en las aguas del embalse, deslum­bra a los automovilistas que se acercan. A la derecha del pantano, en lontananza gris un tanto oscurecida por la neblina perpetua que se mece sobre las aguas, está la otra Alcarria, la de cuenca, con los términos de Castejón y Villalba como fondo. A la izquierda Alcocer, sorprendente, con la majestad de su torre gigante en medio de la amplia extensión del casco urbano. A la entrada, un grupo escolar abandonado y de cons­trucción no muy antigua nos habla de que Alcocer es otro pueblo herido de muerte, si antes, como a muchos más, no se le pone remedio.
Las primeras horas de la mañana tienen aquí cierto sabor a madre, que a uno le traen a la memoria recuerdos vivos y añoranzas de un tiempo que ya pasó. Por las callejas de extra­muros huele a sirle en los corrales y se escuchan los balidos plañideros de alguna oveja en prisión.
- Por favor, señora: ¿Podría decirme dónde vive el alcal­de?
- Sí señor, no faltaría más. Venga usted conmigo.
Las calles de Alcocer, como otras muchas de la Alcarria, presentan aparatosos aleros sobre algunas de sus fachadas. De repente ha comenzado a sonar por todo el pueblo el altavoz de un vendedor ambulante que anuncia fruta, verdura y pesca varia­da. El anuncio corre por el pueblo intercalado con una canción sentimental, pasada de moda, que al momento se vuelve a interrum­pir para anunciar lo mismo: fruta, verdura y pesca variada. En la puerta del alcalde hay una parra muy grande, que cruza la pared de parte a parte.
- Pues mire usted; no hay nadie.
- No se preocupe, señora. Dígame donde vive algún maes­tro, que también me puede servir.
- A los maestros, hoy sábado, no los busque usted aquí; pero si quiere le llevo a casa del teniente de alcalde.
Detrás de un tapiado, en la casa solar de los Briones crecen el laurel, el pino y la palmera de abanico, en perfecta paz y armonía. El teniente de alcalde, que vive en la calle principal, tampoco está en su casa; había salido a Sacedón, según nos dijo alguien. El Ayuntamiento, cerrado a cal y canto, tiene clavados sobre la puerta varios folios que infor­man al vecindario de las urgencias, órdenes y avisos de última hora, si es que las hay.
- Vaya usted con Dios, señora; ya me apaña­ré yo por mi cuenta. Muchas gracias por todo.
- Mi acompañante en los primeros pasos de Alcocer fue doña Paz Écija, que sintió de veras que yo perdiera el viaje y me despidió con cierto pesar.
Muy cerca del Ayuntamiento, que queda en la calle de la Educación, está la iglesia. La iglesia de Alcocer es monumento nacional desde hace casi cuarenta años. Su torre, bella y grandiosa como pocas, me recordó la de la vieja Seo zaragoza­na. En el templo se dan con cierta pureza los tres estilos arquitec­tónicos más importantes de nuestro clasicismo en ese arte. La portada, que la humedad está descomponiendo por la base, es una muestra más que interesante del románico caste­llano. Los ventanales en ojiva, así como la mayor parte del interior, pertenecen al gótico; y no deja de ser considerable, dentro de la variedad, la aportación del estilo renacimiento al templo ahora en restauración.
- Buenos días, señor cura.
- Hola, buenos días.
El cura de Alcocer se llama don Crescencio Sáiz Sáiz, natural de Salmerón. Es un hombre joven y está entregado por entero a la restauración del templo.
- Aquí hay sitio y ocasión para gastarse mucho dinero ¿verdad?
- Ya lo creo. Mucho más dinero del que disponemos.
A la entrada de la iglesia hay toda una exposición en diferentes tamaños de estampas y de fotografías que represen­tan a la Virgen del Espinar, la patrona de la villa.
- ¿Para cuándo tienen la fiesta mayor?
- La fiesta de la Virgen del Espinar es el tercer domingo de septiembre, pero la romería desde la ermita se celebra el día anterior. La procesión es un acontecimiento masivo que tiene, creo yo, más de fanatismo que de fervor religioso. No debe ser así, pero lo es.
El interior de la iglesia no está por estas fechas en su mejor momento de presentación debido a las obras, pero se deja ver con creces la huella de un pasado brillante, y el interés de quienes la hicieron para que aquel monumento fuese algo fuera de lo corriente. La girola, como en la mayor parte de las catedra­les, es una particularidad específica de la iglesia de Alcocer.
Cerca de la iglesia se encuentra la farmacia de don Fede­rico. Han pasado cincuenta años desde que don Federico Sanan­drés Serrano se instaló en aquella farmacia, y en aquel mismo lugar.
- ¿Qué tiene usted por ahí para el picor de garganta?
Don Federico me sacó enseguida un tubo de pastillas que se llaman "Hibitane", para que fuera chupando.
- ¿Esto va bien?
- Sí, no le irá mal. Como todas estas cosas.
- Usted lleva aquí cincuenta años, pero la botica es todavía más antigua ¿no?.
Lleva toda la vida. Antes que a mí había pertenecido a mi familia. No se puede precisar una fecha exacta.
Toda la estantería aparece ocupada en sus diferentes departamentos con frascos antiquísimos, etiquetados con los más diversos nombres de plantas y de productos químicos en botamen que no se ve todos los días.
Don Federico me habla de su pueblo, y de la vida de su pueblo, con la autoridad que da la experiencia y con un cariño que deseo resaltar. Por él he sabido de la fiesta de Las Mayordomas, que se celebró hasta hace algunos años con gran esplendor el domingo siguiente a la festividad del Corpus.
- La fiesta se celebraba en recuerdo de un acontecimiento relacionado con la muerte del Cid. Pues cuando pasaron por aquí sus restos desde Valencia a Burgos, los moros venían detrás conquistando de nuevo para ellos estas tierras. Cuando el ataque árabe llegó a Alcocer, nuestras mujeres, que en su mayoría habían perdido a sus maridos, se lanzaron a la calle vestidas de una manera extraña, con cintas a la cabeza y ropajes raros. Llevaban en procesión a la Virgen y debían ir muchas; tantas que, cuando los moros vieron esa comitiva organizada salir del pueblo, pensaron en que sería algún ejército que venía a hacer frente, y huyeron. Por eso, desde entonces, con vestidos de la época, repetían aquel hecho cada año en una fiesta muy simpática que, lo mismo que pasó con "los mayos", se ha perdido.
- ¿Usted cree que es este el Alcocer del que habla el Poema?
- Hombre, claro que lo creo. Desde aquí mandó el Cid al rey Alfonso VI, su señor, doce caballos como obsequio y en prueba de fidelidad.
La verdad es que uno no entra ni sale en la cuestión, aunque, leída la copia de Per Abat, el Alcocer del "Poema de Mio Cid" debería estar en el valle del Jalón, allá por tierras de Ariza, Cetina o Medinaceli, salvo que sea una más de las imprecisiones en las que el Poema no coincide con la verdad histórica ni tampoco con la tradición.
- ¿Y cómo encuentra usted el pueblo hoy? -le pregunto.
- Pues, qué quiere que le diga. Este pueblo tenía antes del pantano cerca de 2000 habitantes, y en este momento hemos llegado a los 353 exactamente. El pantano ha quitado al pueblo las mejores tierras y lo ha empobrecido por completo.
- Quiere usted decir que el pueblo no sacó nada positivo.
- Nada; las consecuencias del pantano han sido todas negativas para Alcocer.
- ¿De qué vive ahora la gente?
- Pues se trabaja algo la agricultura de cara al cultivo del cereal exclusivamente. También hay algo de ganado, pero poco.
- ¿Hacia adonde emigró la gente?
- La gente ha emigrado principalmente a Madrid, y algunos a Barcelona. Ahora están casi todos arreglando las casas que se dejaron, y vuelven en verano. Muchos vienen también para el fin de semana.
Después de salir de la farmacia aún me di una vuelta por la calle principal. En una plazoleta donde hay una fuente, una tienda y un pequeño restaurante, toman el sol varios ancianos.
- Buenos días. Aquí están bien.
- Hombre, y el que quiera que nos eche, que somos mayo­ría.
- Tienen un pueblo muy bonito.
-Por esta parte, sí; pero hay algunas calles que no lo están tanto. No crea.
Me marché del pueblo casi al mediodía. Desde la ventani­lla del coche volví a ver a doña Paz Écija, mi guía de Alcocer en esta primera visita. Le quise decir adiós con el claxon del automóvil, pero no se apercibió de mi llamada. Con el pantano de Buendía a la izquierda y, más tarde el de Entrepeñas a la derecha, es toda una delicia recorrer en la mañana casi prima­veral del fin de semana las tierras de la Alcarria.
(N.A. Marzo 1980).

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