jueves, 5 de noviembre de 2009

TABLADILLO


Desde la plaza de Pareja me sirven de guías para llegar a Tabladi­llo unos señores de Madrid.
- Usted síganos con el coche que nosotros vamos allá.
La carretera local de Tabladillo parte a medio kilómetro de la er­mita de Pareja y poco a poco se va perdiendo en tanto que dibuja por vallejos y laderas todos los caprichos de esta Alcarria áspera y esca­brosa, por donde en la tarde he considerado oportuno el viajar.
A esas de la media tarde, los campos más próximos a la villa de Pareja subliman todo su jugo y su sabor ante un espectáculo que es preciso comprender, con verlo no basta. En los hoscos barrancos y en los declives de los tesos que enmarcan estas tierras, lucen su pequeñez los olivos olvidados, cuadriculan el reducido rocho de blan­cal los majuelos testimoniales, el tomillo palidece junto a las matas del romero, enciende tímido sus lilas olorosas el espliego, se enmaraña el hostil carrasquillo aliado con el obispo San Blas para curar gargantas, crecen como manto de luz entre amarillo y verde botella los pinos de la repo­blación, la perdiz atraviesa el camino confiada y el abejaruco surca el aire limpio como un proyectil pintado de arco iris. En este varia­dísimo mosaico de impresiones, el roble y el rebollo, que no es lo mis­mo, se llevan la mejor parte.
Creo, sin que me duelan prendas, que después de tantos años y tantos viajes caminando durante todas las épocas del año por la Alcarria, creo que es la de esta tarde la visión más espectacular y más bella que jamás he tenido delante de los ojos.
Atrás, sobre la áspera plataforma de piedras y de olivares, quedan a bastante distancia las casas de Mantiel, el pueblo que en su día co­nocí aterido como un bloque de hielo, y Casasana, donde los hombres del pueblo se convierten cada año durante los últimos días del mes de junio en espantapájaros, para que los tordos les dejen en paz el fruto de los cerezos.
Entramos al recoleto caserío de Tabladillo, alzado como tantos por aquí sobre su atalaya desde donde la Alcarria adquiere otra diferente visión. A la entrada de Tabladillo nos recibe con los brazos abiertos de un jaspe sucedáneo la cruz que adorna el frontal del campanario. La iglesia es pequeña, relativamente moderna, enjalbe­gada de un blanco tristón y sin arte apenas, solitaria y muda.
- Bueno, pues ya está usted en Tabladillo. Nosotros seguimos un poco más arriba, vamos al chalet.
- Muchas gracias. Me quedaré por aquí a dar una vuelta.
- Hoy encontrará poca gente. Se han bajado a Pareja por eso de la fiesta de la gastronomía.
- También sería fatalidad. ¡Qué le vamos a hacer!
- Si quiere ver una fuente bonita suba un poco más por este camino. Seguro que le va a gustar.
El sol de mayo con ciertas amenazas de tormenta se hace pesado y desazonador. Cuando el sol se esconde detrás de alguna nube el pueblo se sumerge en una profunda calma, al tiempo que se ven correr las sombras tapando a raudales el paisaje, los cerros, los vallejuelos, las en­cinas y los sembrados. Todo parece un juego natural increíble en don­de el hombre no cuenta.
Al pie de los olmos secos que quedan a la caída de la iglesia, vie­ne de vez en cuando una ráfaga de vientecillo fresco. Los pájaros an­te tanta soledad cantan a su antojo. Uno tiene la experiencia de que, cuando los pueblos están solos, los pájaros cantan más fuerte, más como a la desesperada. Desde los almendrucos que hay por encima de la fuente el espectáculo general de la Alcarria al descubierto multiplica lo que tiene de sublime, de incomparable.
Ahora chorrea debajo de mis pies el caño del abreva­dero sobre un mantuco espeso de ovas. Los muñones envejecidos de los olmos cubren barrera a un lado y al otro de la fuente, a manera de fan­tasmal barricada parida del interior de la tierra. Consigo beber un sorbo con dificultad. El agua de la fuente se pierde sin llegar al la­vadero después que ha cruzado el camino. Dos perros me aguardan arri­ba, ladrando enfurecidos a la sombra de una tinaja que alguien colocó al borde del barranco como objeto de adorno. Del pueblo salen en este instante un centenar de ovejas y de cabras en única manada. Las viene guiando un anciano con gorra de paño, que asido al garrote camina detrás. El rebaño trae consigo un acre hedor a mugre y a macho cabrio. Cuando llegan a mi altura los animales se paran todos, quietos, estáticos, como ­si en un instante todos al mismo tiempo hubieran perdido el sentido de la movilidad, como si de repente, puestos de pie, se hubiesen quedado sin vida.
- ¡Chiquitina, Marujilla, anda a por ellas! ¡Alante, Moro, quieto ahí, que no se vayan!
- Al grito potente del pastor intervienen los perros. Las ovejas y las cabras huyen por donde pueden de los mastines. El perro Moro y la perra Marujilla se tiran a morder a las patas traseras de las reses. Al final, el rebaño se recoge abajo, dónde y como quiere el señor Máximo, el viejo pastor.
- Hoy, sabe usted, vengo yo porque el chico se ha ido a Pareja.
- Ah, pues usted todavía se vale.
- Qué va. No vale uno tres duros. Son los perros los que lo hacen todo, yo no. Llevo encima 84 años, que ya pesan. Mi otro hijo vive aquí, en esta casa, se la ha hecho él. ¡Felipe! ¡Anda Felipe, sal un mo­mento!
- No, déjelo. Seguro que está echándose la siesta.
- No señor, ya verá qué pronto sale. Vive en Azuqueca, pero viene muchos días.
Cuando el abuelo Máximo, gastado, simpático y abierto como la misma Alcarria, me deja con su hijo, desaparece gritando a los perros en la cuesta abajo por el camino de la fuente.
- ¡Marujilla, chiquitina, arréalas!
El hijo del señor Máximo tiene unos cuarenta y cinco años, o qui­zás más. Al salir de casa me pilló mirando ensimismado el curioso maridaje del trigo y los robles en la llanura inmediata al Cuadrao y a las Acequias. El hijo del abuelo Máximo habla fuerte, como su pa­dre, y es también abierto y complaciente como él.
- Ahí por esa parte han salido unas minas que están valoradas en más de cuatrocientos millones de pesetas.
- ¿De qué son?
- No lo sé; de tierra.
- ¿Sabe que en Tabladillo tienen una de las vistas más bonitas de la Alcarria?
- Sí señor, ya lo creo. Sin salir de que sea terreno pobre, esto es muy bonito. Por allá abajo está Torronteras, pero no se ve.
- ¿Cuántos son aquí en este momento?
- Diariamente dos familias. En verano más de cuarenta.
En Torronteras, lugar no lejano a Pareja, viven unos cuantos extran­jeros, mientras que en Hontanillas -camino de tierra por mitad hasta las casas que distinguimos muy lejanas, al otro lado del barranco- son los miembros de una comuna los que un buen día plantaron sus reales, y allí están, ocupando algunas viviendas del lugar que para mi uso consideré siempre como estadísticamente deshabitado.
Yo no he ido nunca por allí desde que viven esos, ni pienso ir. Vis­ten así de una forma muy rara. Los he visto en Pareja alguna vez y pare­cen gente que no se meten con nadie.
- Todavía no me ha dicho como se llama usted.
- Felipe González.
- ¡Caramba!
- Sí señor. Y mis hijas se llaman de apellido González Romero, como los hijos del Presidente del Gobierno.
- Qué curioso, ¿no?
- Nada, una casualidad como otra. Con eso y sin eso no vamos a salir de pobres.
Cuando, a fe de ser reiterativo, repito a. Felipe que las vistas desde Tabladillo son una. sorpresa gratísima a mi modo de ver, el asiente, y me asegura que con aquel paisaje y con aquellos ai­res a la gente se le abren las ganas de comer, que tienen de sobra toda el agua que quieran y que por esas razones y algunas más al pueblo se le está dando una buena vuelta.
- En verano no encuentra usted una só1a casa libre. Nos venimos todos. Para la fiesta de San Antonio, ni qué decir.
Felipe me ha invitado a entrar en su casa. En la fachada tiene incrus­tado un escudo impecable de imitación a mármol. Si no recuerdo mal el es­cudo corresponde a la ciudad de Cádiz.
- Oiga, ¿Cómo es eso?
- Pues mire, una casualidad. Lo tenían puesto en una casa de Alcalá, y el día que lo quitaron yo estuve al tanto, fui siguiendo al camión de los escombros y lo recogí de donde lo tiraron. Lleva medio metro metido den­tro de la pared. Yo creo que me desbarataba el coche cuando lo puse encima. De todas formas hace muy bonito ahí.
Desde la terraza sin terminar de la casa de Felipe González se domina, ya con la tarde de caída., una visión aún más completa.
- Fue una pena que entrara la epidemia a los olmos del barranco. Todo eso era muy bonito. Le decimos el barranco de Gárgoles.
Por el poniente, con el sol todavía muy alto, se distinguen a lo le­jos las casas y la torre cuadrada de El Olivar subidas sobre su pedestal de color plomizo. En el jardinillo interior de la casa de Felipe revientan en florida variedad los lilos, los rosales, los alhelíes, las siemprevi­vas y las flores de lis. Abajo, en el lleco, cruzan su cornamenta una y otra vez a golpe seco una pareja de carneros dispuestos a desnucarse.
- Para hacerles una foto, ¿verdad usted?
- Ya lo creo.
- Ahora voy a enseñarle la bodega. La tenemos justamente debajo de la casa. Ahí se conservan las cosas estupendamente. Lo único malo que tiene es que chorrea demasiada agua del techo y de las paredes. Le daré una cerveza, o lo que le apetezca, para que vea qué fresco está todo.
Tabladillo, escondido lugar de la Alcarria, anejo a la villa de Pare­ja, es otro botón de muestra, tan desconocido como hermoso de los muchos que tenemos a cuatro pasos de casa. Uno teme que cuando la vuelta del péndulo se produzca, es decir, cuando a estos sitios a la gente le de la gana de ir, seguramente que habrán perdido mucho, por la menos esa chispa de espontaneidad que tanto contribuye a que la Alcarria sea algo así como un zumo agrio y de áspero paladar, con olor a tomillo y sabor a miel.

(N.A. Junio, 1988)

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