lunes, 2 de marzo de 2009

COGOLLUDO



Las tierras áridas con vocación serrana que encontramos al atra­vesar el alto de Montarrón, nos hacen presente en Cogolludo con la mañana abierta. Una encrucijada de caminos a la que sigue otra leve costanilla de chalés y paredes tapizadas de yedras y de albahacas, nos colocarán de inmediato en la monumental Plaza de Palacio. La Pla­za Mayor de Cogolludo es, sin duda, la más luminosa e inmensa de todas las plazas de la Provincia. Cuadriforme a lo largo y ancho, queda encajada entre dos hileras de columnas que sostienen la secular cobertura de los soportales castellanos que la adornan y ennoblecen. Queda al fondo la qui­mérica realidad de su palacio renacentista con sus piedras almohadi­lladas, sus escudos ducales, su cresta de platería donde juegan las palomas, en exposición permanente del sublime arte español que pro­siguió al Descubrimiento de América, con cuyo acontecer -el segundo en importancia de la historia de la Humanidad, después del nacimiento de Cristo- algo tuvo que ver la noble villa sobre la que en este mismo instante posamos nuestros pies. En el centro una fuente con aires dieciochescos, y por encima de todo los chapiteles de sus to­rres y las ruinas del castillo que ponen sobre Cogolludo la nota de lo imperecedero.
Sobre la fachada de Lorenzo Vázquez coquetea el sol de enero con la, piedra, convertida en joya. Uno experimenta dentro de sí, ante el grandioso espectáculo de la casa solar de los de Medinaceli, una emoción di­fícilmente reprimible. No sabe por qué, pero le dan ganas de echarse a saltar de gozo ante tal espectáculo. Dos guardias civiles andan por allí con cuatro hom­bres más que hay sentados en los bancos. Uno de los guardias se entretiene en ojear los periódicos que venden en el kiosco. El reloj del ayuntamiento señala exactamente las once y cuarto.
Sin contar con nadie, y habida cuenta que los hombres que hay en la plaza no me hacen tampoco demasiado caso, decido escapar por los retorcidas vericuetos de lo que pudo ser la antigua judería. Al poco, con las torres encumbradas de Santa María y de San Pedro como final, uno se da cuenta de que, efectivamente, anda por los entresijos de un cogo­llo evocador, por los nervios de una piña de piedras y de aleros que dan nombre, y carácter también, al que fue, por si todo lo demás nos pareciese poco, cabecera de marquesado.
En la Plazuela del Comercio hay un olmo desnudo. Desde un balcón, un hombre me dice que al terminar la guerra le pusieron el nombre de Plaza del General Mola, pero que anteriormente se llamó, sencillamen­te, La Plazuela. Es un rinconcillo ideal para rememorar escenas román­ticas, dejando a la imaginación correr a vuelo libre por estos aires limpios con olor a siglos.
Un viejito con gorra de visera me mira atento desde el zaguán de su casa. Se le ve medio cuerpo nada más por la portezuela de arriba.
-¿Cómo se llama esta calle?
- Le decimos la calle del Val. Yo no sé si tendrá otro nombre.
Más abajo, siguiendo siempre la misma calle del Val, caemos por sorpresa, en una placetuela con una pequeña fuente redonda en mitad y vista especta­cular hacia las torres de las dos iglesias. Las gentes del barrio me comentan que a esa fuente la retratan los turistas y la pintan los pintores por lo de las torres que tiene al otro lado, que si no, de qué. En la esquina de la calle Medina está el establecimiento de comestibles del señor Antonio Ranz, con un exquisito sabor a la España del racionamiento, a la Castilla sufrida y aún recordada de los años cuarenta.
Ahora subo pisando empedrado por la calle del General Moscardó. Las guijarras desgastadas dan más carácter al pueblo antiguo. A una y otra mano se ven hermosas rejerías de forja, y llamadores oxidados que hicieron retumbar a cada impacto en las noches de invierno, cuando en estas vetustas mansiones habitó alguien. Algunas de las casas tie­nen como dintel piedras elaboradas, en las que no falta la clásica leyenda piadosa escrita en latín, que bajaron de palacio. Al cabo las ruinas traseras de la casa madre de los de Medinaceli, con piedras desgranadas sin aplicación ni arreglo posible. Por un momento alcanzo a ver en los bajos que entornan a Cogolludo los vallejos del Aquende y del Aliendre, los dos arroyuelos gemelos que pasan cerca de la villa. Por ambas márgenes los tristes campos muertos de finales de enero, las umbrías sacudiéndose la escarcha, con sus blancales y tierrecillas ma­rrones, sus olivos chiquitos y los tomillares de baldío ocupando los altos. Muy al norte las cumbres nevadas del Ocejón y sus sierras vecinas.
- ¡Oiga señor! ¿Qué fue antes todo esto?
- Eso eran los corrales de palacio. Dicen que fue de los duques.
La suerte, más que la casualidad, quiso ponerme como guía en la villa a la persona que mejor me pudo servir. Investigador incansable, hombre de bien, excepcional amigo, autor y padre de una teoría sobre los orígenes de Cristóbal Colón que está dando mucho que pensar a historiadores y estudiosos, basada, claro está, como todo lo que se precie, en documentos que es preciso saber interpretar y en vestigios repartidos por diferentes puntos de la provincia. Don Ricardo Sanz García, médico jubilado, tiene su casa en Cogolludo y aquí pasa tem­poradas enteras y, prácticamente, todos los fines de semana. Cuando salgo con él a la plaza, don Ricardo se queda mirando fijamente algún detalle concreto de la fachada del palacio.
- Todas las curiosidades que se ven ahí tienen su porqué -me dice.
-¿Es seguro que Colón conoció personalmente la villa?
- Yo creo que sí. Un eminente hispanista norteamericano, Harrisse, especializado en temas relativos al Almirante, asegura que la mayor parte del tiempo que pasó Colón con los duques de Medinaceli, casi dos años, residió aquí. Los de Arbancón aseguran desde siempre que en su pueblo comió cabrito asado; lo que significa que a nivel popular tam­bién consta por tradición.
Luego subimos hacia la iglesia. Primero hay que pedir la llave en la casa pa-rroquial. Don Juan José Plaza, el párroco, tiene la gentileza de acompañarnos. La torre de Santa María se ve que es un aditamento echo al edificio, preparada con otros tantos vanos para doce campanas. Al llegar al rellano del pretil, se hace inevitable un vistazo a la villa. que humea por dos o tres docenas de chimeneas a nuestros pies. Desde arriba quedan ante los ojos sus calles empinadas, y sube hasta nosotros el rancio olor de los pueblos viejos. En los alrededores ponen su nota colorista las colonias de chalés.
- Ahí en San Pedro se ha preparado una capilla para celebrar misa en in­vierno; así evitamos a la gente mayor que tengan que subir hasta la iglesia.
La portada renacentista de Santa María nos lleva al interior de la iglesia, sencillamente hermosa.. Tres naves con columnas y arcadas de un gótico tardío nos conducen la vista a los techos del templo, ador­nados con nervaduras de yeso dibujando estrellas. Tras el baldaquino dorado del presbiterio se ve en su hornacina central -a falta de retablo, que bueno lo hubo- la bellísima imagen de Nuestra Señora los Remedios, patrona de la villa. El cura me interrumpe para explicar.
- Para la fiesta de la Asunción se sube la imagen cuando la misa en una especie de montacargas que tiene, y aparece en presencia del pueblo en el momento de cantar el Gloria. Resulta tan emocionante que ­ya se ha dado el caso de que los fieles empiezan a aplaudir.
En la nave del Evangelio está, por cuanto a pieza de más valor artístico, el famoso lienzo del Españoleto que representa a Jesús despojado ya de sus vestiduras, momentos antes de la crucifixión. Los de Cogolludo conocen a este cuadro por el curioso apelativo de "El capón de palacio". Las versiones que explican el porqué, son dos bien ­diferentes: una dice que los duques tenían por costumbre regalar a la parroquia un cebado capón cada Navidad, pero que un año se quedaron sus corrales vacíos a causa de la peste, y en sustitución le entrega ron esta hermosa tela de José de Ribera, del más puro estilo tene­brista del pintor de Játiva; otros opinan que entre los sayones plasmados por el artista, figura un bufón de palacio al que en vida se ­conoció por El Capón, y de ahí la denominación popular atribuida al lienzo. Por supuesto que, sea cual fuere la razón -es indemostrable-, "El capón de palacio" es una pieza de indudable valor que coloca a Cogolludo en esa lista de villas privilegiadas a las que el pasado les legó algo grandioso.
- Pues mire, cuando he venido alguna vez por la tarde, coincidien­do con el momento en el que aquella ventana de arriba manda el sol sobre el cuadro, es impresionante la cantidad de detalles que se ven, caras de personas, clavos, cosas que ordinariamente no salen.
Don Ricardo nos dice que en la Universidad de San Carlos, de la ciudad de Méjico, hay una réplica exacta sobre el mismo tema y que, efectivamente, se trata de la figura de Cristo momentos antes de la crucifi­xi6n. La única nota desfavorable de esta, singular iglesia de Cogo­lludo es el estado en que se encuentra su cobertura. Uno piensa que, o las autoridades lo toman en cuenta, o no muy tarde el acervo artístico de la provincia tendrá algo muy importante que lamentar.
- Eso es cierto. Por el chapitel de la torre se nos cuela el agua cuando llueve lo mismo que en la calle. Esta parte del coro está ya en condiciones bastante preocupantes.
La iglesia de San Pedro es de por sí el mismo espíritu de la de­solación. Queda a cuatro pasos de Santa María. Los odios y el vandalismo de la guerra se cebaron sobre ella y, lastimosamente, es hoy una ruinosa oquedad que, si para algo sirve, es tan solo como motivo de reflexión acerca de los horrores que jamás se debieron come­ter. Restos de algunos frescos, con lea figuras irreconocibles de los cuatro evangelistas en las pechinas que descargan la cúpula, y unas laudas sepulcrales inscritas y otras en mediorrelieves de ala­bastro que convendría salvar de un posible derrumbamiento, es lo único de interés que conseguimos descubrir en la que, suponemos, fue la segunda iglesia de Cogolludo.
- ¿Con qué población cuenta la villa hoy?
- Pocos más de quinientos habitantes. Pueden ser quinientos sesenta.
Hemos vuelto a la plaza por el viejo barrio judío. En algunas de las antiquísimas puertas que embotan de misterio estas recónditas callejuelas de hará cinco siglos, se ven todavía pintadas las cruces conque los conversos solían sellar sus casas para no infundir sospe­chas. Don Ricardo Sanz me cuenta que Cogolludo es un remanso de so­siego en donde da gusto vivir.
La villa de hoy, pese a participar en firme del cruel fenómeno de los despoblamientos, se abre en prometedores rebrotes de juven­tud, donde las manifestaciones culturales toman a menudo aires de protagonismo. En Cogolludo son frecuentes las exposiciones de arte y
las conferencias sobre asuntos de general interés. La activa Socie­dad de Amigos publica con periodicidad el boletín "Sadeco”, de extenso y documentado contenido. La juventud y la infancia, en estrecha ­colaboración con la escuela y con el ayuntamiento, han organizado una rondalla con más de cincuenta componentes que es promesa, ya en sus inicios, de la vitalidad del pueblo antañón, de la villa adormilada un poco al arrullo de su pasado; y en sus barrios, en fin, los nutridos establecimientos de bar y de hostelería, son un ejemplo vivo del bien hacer de cara al turismo de tierra adentro que acude a deleitarse frecuentemente con la estrella de su gastronomía: el cordero asado.
Cogolludo, al filo del medio día, brilla como un diamante bajo la luz oblicua de una mañana esplendorosa. Las zonas residenciales que tiene alrededor añaden encanto al pueblo antiguo. En las afueras donde sólo hay campo, el paisaje huraño de Castilla, la Castilla madre que en su pobreza dio a luz y amamantó hombres para la Historia, sin que en este mundo dispar apenas se la tenga en cuenta. Como muestra, la villa renacentista, Cogolludo, un nombre de verdadero lujo en el conjunto total de las tierras de Guadalajara.

(N.A. Febrero, 1986)

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