miércoles, 18 de marzo de 2009

ESPINOSA DE HENARES


Cuando lo inhóspito de los parajes por donde se abre paso la carre­tera comienza a hastiar después de tantísimo campo yermo alrededor, de tanto monte pelado a una y otra parte del camino, surge de pronto ante la mirada insatisfecha del visitante el grandioso espectáculo del Valle del Henares.
Con la luz otoñal de la mañana al otro lado, centenares de chopos en una masa tupida y amarillenta, se extienden por buena parte de la llanura siguiendo desde sus mismas márgenes el cauce del río. Ya muy cerca del pueblo hacen sombraluces a nuestro paso los penachos de humo negro de las fábricas y el polvillo incesante de la piedra molida. Luego, el paso a nivel a escasa distancia de la estación de ferrocarril, el puente magnífico de piedra sobre el Henares y el pueblo, Espinosa, al que se puede subir por dos caminos distintos o quedarse abajo, hasta más ver, mientras se contempla el manso discurrir de las aguas entre las sombras y entre los troncos verrugosos y blanquecinos de los ár­boles.
Sale del antiguo convento en la parte baja un sacerdote anciano, simpático, vestido de sotana y con buenas ganas de hablar. Para abrir conversación con el primero que llega. El cura de las Clarisas acostum­bra a tirar por lo derecho, como debe ser.
- ¿Qué? ¿Es usted también turista?
- ¡Pues qué quiere que le diga! Hasta cierto punto, sí que lo soy. Es la primera vez que vengo y me parece un pueblo que está muy bien. -y vendrá, como todos, a ver a Colón 34, ¿no?
-No, exactamente. Vengo sólo a ver esto, sin otro motivo especial.
- ¡Ah, bueno! Porque todo eso que dicen de que si Colón nació ahí arriba, no puede ser. Ahora, yo ni entro ni salgo, ¿sabe?
- Ya, claro. Quiere decir que a usted le da igual.
-No. lo que sí digo es que eso es muy difícil de demostrar.
las fábricas de Espinosa, que, como queda dicho, están a la en­trada, a una distancia prudencial para evitar en lo posible cualquier tipo de contaminación, son tres en total y de cometidos similares. la mayor y más espectacular de todas, con su chimenea estirada por don­de salen a la atmósfera de la mañana los humos negros y los residuos de la combustión y del trabajo, es la de cemento, cuyo origen se re monta a los años cuarenta; la de escayola, poco más abajo, se fundó en 1955, y la de yeso, la más modesta y la más antigua de las tres, lleva sirviendo con su trabajo a la construcción en la provincia desde 1944. Más de siete lustros de quehacer ininterrumpido para un pueblo que desde sus orillas se adivina activo y rebosante de vitalidad.
Hay un perrito marrón tumbado al sol entre el polvo a la puerta del almacén en la fábrica de yeso. El perrito marrón se desgañita como loco a medida que el visitante se viene aproximando a su terreno. Ante los ladridos histéricos del caniche, uno lamenta no ser santo de su devoción para los perros de la provincia, circunstancia que conoce desde hace tiempo y para la que no encuentra una razón medianamente justificada.
La fábrica de yeso es propiedad de don Manuel Toribio, hombre afectuoso y servicial, a quien, por una chiquillada, parece ser, le cayó sobre la espalda, de la noche a la mañana, todo el peso y la responsa­bilidad del mando.
-Pues sí, no lo dude. Por una chiquillada sin importancia dimitió el alcalde y aquí estoy yo, de momento, a ver qué pasa.
- De dónde traen el material para las fábricas?
los yesos los traemos de Fuencemillán, y los cementos, de Padilla casi todos: algunos, también de Fuencemillán. la escayola, de Aleas.
-¿No le parece que, entre unos y otros, están fastidiando un poco la atmósfera tan limpia del pueblo?
- ¡Ah! Eso, desde luego; pero, sobre todo, ese humo de la chime­nea, que sale negro porque queman ruedas de caucho, es lo más per­judicial. Yo comprendo que el polvo del cemento, siempre que se tire en un uno o un dos por ciento, se puede tolerar, porque lo lleva con­sigo el trabajo. Pero el polvo excesivo y el que se quemen ruedas no se puede consentir.
-¿De qué se vive en Espinosa?
-Aquí se vive de la industria, especialmente de estas fábricas y de la de harinas. Labradores hay tres, y ganadería, nada; las cien cabras que pueda tener el carnicero para su gasto.
-Parece un pueblo grande, ¿verdad?
-Sí, no está mal. Estaremos sobre los 600 habitantes. Hay cinco escuelas, con más de 125 niños; aquello parece un enjambre cuando salen al recreo. ¿No ve que en el pueblo son la mayoría matrimonios jóvenes? ,Por eso no suele bajar la población. Decían de llevarse los niños a Cogolludo, pero por ahí sí que no pasamos. ¡No faltaría más! Arriba, uno se encuentra con un pueblo similar a los del resto de la zona, con casas no demasiado altas y buenas calles, donde las mu­jeres barren la puerta cada mañana y conversan en corrillos, cuando sale la ocasión, de las mismas cosas que acostumbran a hablar todas las mujeres en todos los pueblos. A la entrada de Espinosa destaca, por su elegancia y antigüedad, lo que todavía queda de un viejo palacio donde hoy se asegura que debió nacer el descubridor de América. Muy cerca de allí, y a la puerta de su establecimiento en la calle Mayor, carga de mercancía una furgoneta Mariano, el frutero.
- Ya ve; estoy preparando para irme esta tarde a Beleña y a Aleas. Hay unos cuantos chalets y tenemos que llevarles algo para que coman.
-¿Qué es lo que más se suele vender por los pueblos?
-Vendo fruta y pescado. Lo que más se vende son las peras, las manzanas y los plátanos. Depende mucho de la época del año.
-¿No tiene problemas con los precios y con las clientas?
-Pues no, señor. Muchos que viven fuera me compran para toda la semana y se lo llevan a Madrid. No lo encontrarán muy mal, digo yo. El bar de Cándido es un establecimiento acogedor que está al frente mismo de la pescadería, donde Mariano sigue colocando meticulosa­mente las cajas de fruta en su furgoneta. No hay nadie en el bar a esa hora. En una de las paredes están colgados dos cuadros, cuyo contenido ornamental son enormes vitolas con efigies de hombres famosos y es­cenas del Quijote. Al bar de Cándido acude la gente después de comer y muchos se quedan allí a pasar la tarde.
-¿Qué suele tomar la gente por aquí?
-Pues mire: al mediodía, café; la cerveza también se consume mucho, pero el café se está imponiendo. Luego tiene también las copas, que yo no sé por qué, pero han caído mucho.
-Tiene un bar que está muy bien, ¿verdad?
-¡Hombre, qué puedo yo decirle! Ahora lo vamos a pintar. Quería también alicatarlo, pero eso será más tarde.
-Cuando vengan los autocares de americanos a ver la casa de Colón, ¿qué va a hacer usted?
- ¡Ah! Entonces, lo traspaso. Yo no quiero complicaciones. Pero fíjese si va a costar hasta que eso se pueda afirmar como que es cierto. La fiesta de Espinosa se celebra cada año en honor de Nuestra Se­ñora de la Asunción, pero no el 15 de agosto, como debería ser, sino e18 de septiembre. Las razones me las contó la señora Eugenia.
-Sí, señor; se cambió porque hubo una mortandad de niños en esos días y, como estaba todo el pueblo de luto, se buscó otra fecha, La imagen de la Virgen la regaló la tía Dámasa, porque había hecho un ofrecimiento de ir descalza por los pueblos, pero cuando fue vieja y no podía lo preguntó al señor cura y cambió el ofrecimiento por re­galar la imagen.
Pero lo que tiene de singular el pueblo es, sin duda, su fiesta de Santa Agueda. Con menos pomposidad que las de Zamarramala, pero con mayor autenticidad y vestimenta parecida, a las doce en punto de la noche, cada 4 de febrero, en Espinosa de Henares comienzan a man­dar las mujeres. La dictadura oficial de las féminas tiene una duración de veinticuatro horas. Sistema para hacerse obedecer, el más antiguo de todos: el palo.
-Que sí, señor; que le digo que sí; que el que no obedece se gana una paliza. Hace poco, ahí en mitad de la plaza, uno lo pasó mal. Cuan­do llega la hora, ya en el baile empezamos a mandar y no lo dejamos hasta las doce de la noche siguiente.
-Y los pobres hombres, a cumplir órdenes, ¿no?
-Claro que sí. Si no nos traen el remolque de leña para encender la hoguera después de la procesión, el que no va ya sabe que cobra. Les mandamos cuándo la tienen que encender y ellos lo hacen. Luego, paramos los coches para que nos den alguna propineja.
-¿Y usted también manda en casa?
-A ver; yo no sé si mando o no, porque ese día no aparezco por allí.
Doña Julia, la pescadera, es la señora de Mariano, que asentía con la cabeza a todo aquello que su mujer, en medio de un corrillo de gente, me estaba contando. Doña Julia me enseñó, además, una interesante colección de fotografías hechas en ediciones distintas de la fiesta de Santa Agueda.
-Dicen que soy la que más bulla armo ese día. Pero no crea que las otras se quedan detrás, no.
-¿Tienen alguna que haga cabeza sobre las demás?
-Sí, claro. La que lleva el mando de todas es la mujer del alcalde.
-¿Se visten todas con el traje típico para esa fiesta?
-No; nos vestimos unas dieciocho o veinte, nada más. ¡Ah!, pero las que no se visten también mandan ese día. Los maridos barren, los maridos friegan, y, nosotras, de juerga. ¿Qué le parece?
-Pues no sé; pero, en principio, eso de la vara me parece un poco duro. Yo, desde luego, como hombre y como marido, no estoy de acuerdo.
y ésta es, sin más, la imagen multicolor del vivir cotidiano en uno de nuestros pueblos más representativos. En Espinosa de Henares se encuentra entre otras cosas gente cordial y divertida, gente que desde siempre ha sabido conjugar el trabajo con el buen humor. Tal vez sea ése el secreto donde se oculte el ambiente grato que allí encontré.

(N.A. Diciembre, 1980)

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