jueves, 5 de marzo de 2009

CONGOSTRINA


Hoy he visto la vida más alegre
y el cielo más sereno y más azul…
ya he encontrado el tesoro que buscaba…
Mi tesoro, eres tú!

Una leve cinta de asfalto nos sube hasta el alcor donde asienta Congostrina. La fuente seca, pedruscos grises de corrales en la so­lana, un recodo en vertiente pasada la primera callejuela, y, lue­go, la plaza, recoleta y familiar, con su olmo que consumió el paso irreversible de los años.
- Sí señor; y que lo diga. Se secó de viejo. Ese era su mal.
Sentado sobre un tronco seco a la sombra del paredón, uno nota, pese al sol de agosto, la frescura ambiental de la serranía: la sierra empieza aquí. Al cabo de un rato de silencio, de inacción, de ­absoluta tranquilidad en torno a la plaza, llega la furgoneta del cartero que enseguida se marcha. Más abajo, en un lateral a nues­tra derecha, el pórtico en sombra de la iglesia parroquial, con su espadaña altiva que mira por los ojos de sus vanos las lejanas cor­dilleras del poniente.
A la pequeña iglesia de Congostrina se entra a través de un arco sencillo de dovelas que comanda el lema pontificio de las dos lla­ves esculpido en la piedra. Sube por detrás del muro una anciana pe­queñita, acurrucada, vestida de negro. La viejita mira fijamente al forastero que no consigue reconocer y se mete al portal de una casa cercana. Se oye, no sé por donde, la música ligera de un transistor. Un chiquillo con niqui y pantalón corto se ha puesto a dar vueltas en bicicleta alrededor del tronco muerto de la olma. Después pasa un señor con tres caballerías en reata, comidas por las moscas. Aparca junto a la iglesia un todoterreno del Servicio Oficial del que se apean un hombre y una señora; el hombre lleva en la mano un emi­sor portátil de los que usan los guardabosques. Al momento, la plaza se queda otra vez sola, silenciosa, barrida de vez en cuando por rachas fresquísimas del viento de la sierra.
- De eso aquí nunca nos falta, gracias a Dios. Buen aire y pocos catarros. Como estamos en un alto...
Telesforo Felipe, pastor casual, es de los pocos hombres que hoy se ven en Congostrina de los que pasan allí los doce meses del año. Los demás, casi todos se van.
- Ahora aun hay gente en el pueblo, pero, cuando se pasa el vera­no, aquí no queda nadie. En invierno puede que hayamos una treinte­na, o que seamos cuarenta, que igual da.
Me dice Telesforo que al alto peñascoso del mediodía, donde están los chaparros, le llaman los del pueblo el Portillo los Lobos, y que, de las tres fuentes que tienen, sólo una está manando durante el verano.
- Y, malamente, no crea. La del Caño, que está allá en el hondo, debajo de la iglesia, y hay que subir el agua al pueblo con cacha­rros.
- ¿Todavía no la pusieron en las casas?
- Aun no. Por eso están las calles sin arreglar. Dicen que la van a poner pronto. Ya veremos.
Sin nada más que urja al viajero y con tiempo suficiente para ver Congostrina, uno se encuentra más allá del atrio con rincones vírgenes, de un rusticismo refinado y viejo que cuántos pintores morirán sin conocer y que apenas pisa nadie. Suelo de roca viva, portezuelas grises de madera destartalada, cuya entrada flanquean los cardenchales y los matujos agostados por el sol. Perdida a la sombra de una rinconera inhóspita de las que les hablamos, la gra­cia de una malva real de flores pálidas donde zumban y liban las avispas.
- ¡Chico! ¿Cómo se llaman estos callejones?
- Pues, no lo sé. A lo de más allá le decimos la Calle Mayor.
En la placeta de Las Peñuelas hay una placa de mármol fija sobre el paredón de una vivienda antigua. La placa dice así: "En esta ca­sa nació el poeta Pedro Gamo”.
A partir de ahora, el visitante, perdido por las viejas callejuelas de Congostrina, no tiene otra misión más importante que la de investigar acerca de la personalidad y la vida de tan significado hijo del pueblo, al que no conocía ni siquiera por referencias. Siempre que esto o algo parecido le ocurrió en casos parecidos, toda pesquisa, hasta el día de hoy, le fue prácticamente infructuosa.
- Oiga, por favor: ¿Sabría usted decirme quién era ese hombre al que se refiere la placa de la pared?
- No lo sé. Yo he oído contar que fue un señor muy importante que nació aquí. A lo mejor este vecino se lo puede contar. Ese está más al corriente de estas cosas.
Por la Calle Mayor baja un anciano con aire distinguido. Tiene el pelo completamente blanco, gafas de grueso cristal y un bastoncillo que suena a cada paso sobre las peñas del pavimento.
- Buenos días. Usted perdone, pero me interesaría saber algo so­bre la persona del poeta de Congostrina don Pedro Gamo. Por la edad se me ha ocurrido que usted lo podría conocer, o saber algo aunque sólo fuera por referencias. ­
- El buen hombre no dice nada, me mira de hito en hito y responde al fin en un tono casi solemne.
- Pues, habrá sido una casualidad, pero ha dado usted con el her­mano pequeño de la persona por la que pregunta.
- ¿Es verdad eso?
- Sí señor. Yo soy Dionisio Gamo Ortega, para servirle.
- ¿Y no le importaría que hablásemos un poquito sobre todo esto?
- Nada, ya ve usted, qué me va a importar. Si es para bien yo le cuento a usted todo lo que quiera. Acompáñeme hasta casa y allí es­taremos más tranquilos.
Don Dionisio vive en el llamado Callejón de las Peñuelas, al fi­nal de un pasadizo antiquísimo y abandonado, de curiosos aleros quitasoles por encima de las fachadas carcomidas de casas donde hace mucho tiempo que no vive nadie. Andamos muy lento. Me explica don Dionisio que él nació en Congostrina, que allí ha vivido siempre y que allí le gustaría morir.
- Y su hermano también nació aquí, naturalmente, ya lo dice la placa.
- Sí, la otra casa de en frente es de sus hijos. Vienen poco. Mi hermano estuvo en el pueblo hasta que se fue al seminario, luego se marchó a la mili y, para el caso, ya estuvo siempre fuera de aquí. Hizo unas oposiciones para Hacienda y lo destinaron a La Coruña. Allí escribió en 1925 "La Reina de los Cantones", una novela de costumbres coruñesas, y algunas cosas más. Después se fue a Barcelona, siendo ya inspector, y más
tarde a Madrid. Murió a los sesenta años, en el cincuenta y ocho creo que fue.
- La verdad es que, no sé de quien será la culpa, pero me parece injusto que en la provincia, por lo menos, se le tenga tan olvidado. ¿Qué más cosas hizo?
- Escribió mucho: algo de teatro, libretos de zarzuelas, poesías… En casa le enseñaré algunos libros de él. Mis sobrinos tienen monto­nes de cosas escritas por su padre.
La casa de mi amigo conserva intacto el aspecto y los enseres al gusto de su juventud, ya bien pasada. Mientras que don Dionisio sube a buscar algunos de los libros a los que se refirió por el camino, en el pequeño zaguán de su casa se ven colmenas amontonadas y utensilios que uno des­conoce, pero que hablan de lo que fue, si no su vida, sí una buena parte de sus aficiones. El hombre baja inmediatamente con libros y manuscritos entre las manos.
- Yo he sido aficionado a las colmenas desde los dieciocho años. Me he retirado porque ya ni veo, ni oigo ni entiendo. Mire, esto es lo que conservo de mi hermano.
Se trata de una de las obras de cuyo título y origen ya me habló: “La Reina de los Cantones”, novela corta, de una trama sentimental y amorosa que fija la acción en la capital coruñesa de los años veinte. La novelita está impresa por Tipografía “El Noroeste”, en el año 1925. El otro volumen es de poesía lírica pura. "Poesías a mujeres" me dice el hermano pequeño del autor, en las que Pedro Gamo empleó los mis­mos moldes que dejara en sus rimas el genial Gustavo Adolfo. El libro se titula “Sonrisas”.

Robaste al ruiseñor sus claras notas,
Robaste a la alborada su sonrisa,
Robaste sus perfumes a la brisa
y robaste al panal sus dulces gotas.
Robaste a las estrellas sus fulgores,
Robaste a los querubes su canción,
Robaste sus encantos a las flores,
Pero...¡a mí me has robado el corazón!

- El de las poesías lo tengo dedicado por mi hermano, pero de la novela tengo otros dos o tres. Le voy a regalar éste, si quiere.
- Claro que quiero. Con mil amores. Y lo leeré con mucho gusto.
- Yo me sé toda la historia. No se la cuento porque luego perderá todo el interés cuando lo lea.
- Mejor será. ¿Y ese manuscrito?
- Es el libreto de una zarzuela. Se titula “Los Maletas”. Esto lo escribió en 1919. Aquí lo pone. No sé si se estrenaría o no.
El pueblo es un paraíso de luz en estas mañanas de un verano en decadencia. Desde la barbacana del atrio se ven con admirable claridad las sierras del Alto Rey, los olmos de la vega del Bornova, la ermita de la Soledad y el cementerio, los cuartelillos de espliego y las lomas mondas de chaparral que dejan la nota hosca entre las crestas lejanas y el vallejo. Escenario que pudo ser en otro tiempo de aquella sonrisa del poeta de Congostrina:

¡Qué tristes son las tardes otoñales!
Dijimos cierto día,
Cuando fijos al pie de los rosales
chocaba tu mirada con la mía.
(N.A. Septiembre, 1983)

3 comentarios:

Congostrina dijo...

Espero que no le ofenda, pero hemos enlazado la página de nuestro pueblo a la suya y le hemos dedicado un comentario a su bello reportaje.

Además, nos gustaría aprovechar para invitarle de nuevo a visitarnos y que compruebe las huellas del paso del tiempo en nuestra localidad. Un saludo muy cordial y no dude en ponerse en contacto con nosotros para hacer efectiva esa invitación.

congostrina@yahoo.es

Virginia dijo...

Toda la familia de mi madre es de alli!!!! y alli hemos pasado todos los fines de semana y vacaciones hasta bien entrada la juventad mis hermanos y yo. Es nuestra vida!!!. Se me saltan las lagrimas al leerlo. Y seguimos volviendo!!! aunque menos de lo que querriamos, es la verdad. Mil gracias por la reseña

Pitercio dijo...

Claro hermana, de hecho, yo estoy convencido de que el niño de la bici soy yo!!!! Qué recuerdos...