miércoles, 6 de mayo de 2009

JIRUEQUE


La aventura de viajar por caminos tapizados de escarcha pierde parte de su riesgo en las tardes de invierno. El viajar, por el mero hecho de ir de un lado para otro, prisionero en cualquiera de los actuales medios de transporte, es un fármaco que nunca me produjo habituamiento. Para mi uso no existe la droga del viaje. Cuesta cada día más salir de casa, y días hay en los que tirarse al asfalto o a las piedras descarnadas de las carreteras supone una insufrible contrariedad. Luego, lo que en principio parecía una contrariedad a la que inevitablemente había que someterse, se va tornando en íntimo placer, en inefable sensación de gozo al contacto con la paz del campo y con su silencio conmovedor. ¿Quién no se ha puesto alguna vez a saltar como un chiquillo ante el maravilloso espectáculo de una puesta de sol en la Campiña? De esas puestas de sol que doran las torres de las iglesias en estos pueblos nuestros silenciosos y adormilados. ¿Cuántas veces, amigo lector, no cambiarías la luz de las candilejas, el brillo artificioso de la ciudad, por la augusta impresión de un horizonte, de un río, de una alameda, cogidos de improviso en cualquier lugar olvidado?
Los gorriones se tiran juguetones sobre las tierras acabadas de alzar. Recuerdo que un campesino de Fuencemillán me dijo que los gorriones no buscan el grano de la sementera tapado bajo el surco, sino los pequeños gusanillos que pululan por encima de la tierra removida. A Jirueque se entra por un ramal que va surcando las eras y roza las columnas del portalejo en la ermita de la Soledad.
Jirueque es un pueblo sencillamente hermoso. En otro tiempo recuerdo haberlo sorprendido, coquetón, esconderse tras las frondas de la alameda, asomando por encima de las capotas la mole cuadrada de su torre sobre el altozano. Hoy ya no es así, ni es menos bello tampoco; tras el desnudo ramaje del arroyo el pueblo parece que se transparenta jugando con la atmósfera y con la luz como en los cuadros de los impresionistas.
Con su silla de espadaña colocada en la acera hay una mujer que hace calceta en la calle Mayor. La mujer me habla con recelo, con velada desconfianza. Uno, que como siempre viaja a ciegas por esos mundos de Dios, quisiera conocer lo más destacado de Jirueque para así poderlo contar a los lectores. La mujer, al fin, sale por la primera pista.
-En la iglesia de este pueblo hay una estatua que cuentan de mucho valor. Es de no sé que siglo. Aquí le decimos El Fundador, y está allí como muerto con el libro en las manos. Cuando la guerra, uno que no era de aquí se lió a martillazos con él. Lo volvieron a arreglar, pero aún se nota.
-¿Y qué tengo yo que hacer para verlo?
-Pues qué va a tener que hacer: ir a la iglesia, que allí está bien quieto. Si es usted persona de orden vaya a casa del alcalde, que tendrá la llave, o en casa de la Sixta, y verá como le abren. El señor cura es que no vive aquí, viene de Medranda.
Destaca sobre la plaza, ocupada en su mitad por las sombras de la tarde, la colosal fábrica del campanario, sin chapitel ni veleta, rematado por ocho bolones de piedra como el de Miralrío, y dos campanas que llenan los huecos abiertos en los frontales de los cuatro muros de sillería. La plaza está desierta. Dos ancianos sentados sobre unos troncos de leña toman el sol en silencio.
Por el barrio alto de Jirueque los callejones en cuesta van a parar al atrio de la iglesia. Por uno de esos callejones se oyen los balidos desacordes de algunos corderillos que esperan el regreso de la madre encerrados en la paridera. Los atienden un hombre de edad, muy simpático, que se llama José Ortega, y su amable señora doña Micaela. Muy pronto nos damos cuenta de que somos amigos, de que tirando del hilo una amistad o un familiar en común. El Tío José, la sonrisa siempre en su boca desierta, lo refiere con nostalgia.
-El Emilio. Cuántas veces me acuerdo yo del Emilio. Hicimos la mili juntos de asistentes en Tarragona.
-Qué sé yo el tiempo que hará que no lo veo. Ya tendrá hijos mayores.
-Sí, señor; y nietos mayores, también.
-Hay que ver, La vida se nos va.
-Parece que tiene muchos corderos. Me imagino que le darán quehacer.
-Mucho. Para las Nochebuenas quitamos sesenta corderos. Ovejas siempre habrá
unas cuatrocientas. Lo lleva todo el chico, porque uno no vale ya para nada. Ahora me dan unos mareos que no me hago conmigo. No sé, no sé.
Doña Micaela fue la persona indicada para solucionar el problema de ver la iglesia. Con las llaves en la mano subimos en animada conversación hasta la misma puerta.
-Ahora falta que podamos abrir, que no sabe todo el mundo
El cementerio de Jirueque se extiende alrededor de los muros de la iglesia. Por una verja que viene a dar a la leve explanada del atrio, nos llama poderosamente la atención el quedo panorama de los mármoles, de las cruces, de las flores y de los epitafios camino de la eternidad, en aquel recóndito remanso donde descansan los muertos.
El pueblo se ve abajo desde el pretil. De los viejos tejados de Jirueque suben, rectas como velas, las columnas de humo a perderse en la atmósfera limpia de la media tarde. Cruzan los automóviles por la carretera de Atienza al otro lado del Arroyo del Prao y de la Todoleja. Ha bajado la temperatura. Lejos, se alcanzan a ver por el poniente las cumbres de la sierra vecina, alternando el azul oro del crepúsculo con el blanco de nieve. En un medio plano, entre el pueblo y la sierra, quedan los campos de labor recién rasurados.
-Pues nada, como le digo, que esto no hay quien lo abra. ¡Chico!, baja a llamar a la Sixta, que ella sí sabe.
Las losas areniscas de la torre se han ido desgastando con las lluvias y los vientos de muchos siglos. Es un torreón esbelto, serio, sin más motivos en su lisa superficie que el esquiloncillo de llamar a misa.
-Aquí no hay chicas, ¿sabe? Se van todas. Los muchachos tienen un problema para poderse casar. Los que se van, claro que se casan, pero los que se quedan en el pueblo tienen la cosa difícil.
Llegó enseguida la señora Sixta con otra llave de al iglesia. La señora Sixta es también una mujer mayor, una mujer excelente que, para hacer verdad aquello de que vale más maña que fuerza, abrió la puerta al primer intento.
-Pues le advierto que no es malo eso de que las puertas no se puedan abrir fácilmente. De cuántos robos nos evitaríamos así.
-No crea, que aquí ya entraron a robar. Se llevaron la custodia y todos los candelabros dorados que había. Tienen que hacer algunos arreglos, pero resulta que el señor cura no encuentra albañiles.
-¿Esta lápida de la puerta?
-Era la de las ánimas. Aún se ven los huesos en los dibujos que hace. Antes estaba dentro de la iglesia; pero la sacaron, no sé por qué sería.
La iglesia de Jirueque es pequeña. En una capilla lateral a la altura del presbiterio, destaca sobre toda obra interna o externa al solitario templo el sepulcro alabastrino del cura del lugar don Alonso Fernández, fallecido el quince de octubre de mil quinientos diez, según reza inscrito sobre la pestaña que rodea la extraordinaria escultura de su cuerpo yacente. El Dorado, o El Fundador, nombre que me dieron en el pueblo las personas con las que traté, esculpido por mano y cincel que nadie conoce, pero encuadrada en aquella pléyade de artistas que convivieron al favor de los Mendoza, aparece revestido de los sagrados ornamentos, sosteniendo entre sus manos el misal de las ceremonias con el sosiego y la paz de la buena muerte, mantenida a perpetuidad a la vista de los hombres por obra de un magnífico escultor y gracia de la excelente piedra de la comarca.
-Yo he oído decir que tenía que ser un cura muy rico.
-Ya lo creo. Hoy es muy difícil que un cura de pueblo pueda prepararse algo que se le parezca.
-Mire, a este perro de aquí abajo le falta un cacho. Eso es de cuando los martillazos. Hay que ver qué de barbaridades se hicieron.
El arroyo baja seco por los humedales del Plantío. Los chopos, desarrollados con exceso al amor de su cauce, han sufrido la violencia del vendaval y yacen tronchados en el suelo los más débiles.
En Jirueque se esconde el sol. Las columnas de la ermita de la Soledad reflejan sobre la carretera unas sombras interminables, profundas, alargadas, que alcanzan con su zarpazo frío los umbrales de las primeras casas. Los tules del anochecer han comenzado a enseñorearse de las hondonadas y de los mustios alcores del camino. El castillo de Jadraque se lucirá poco después asentado sobre el pedestal de su cerro cónico azotado por todos los vientos, silenciosa mansión de secretos aquelarres bajo el manto estrellado de la noche de enero.
(N.A. Febrero, 1983)

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