sábado, 30 de mayo de 2009

MIEDES DE ATIENZA


Cuando el visitante tiene a bien acercarse al pueblo por el ramal que llega desde Hijes, las barbecheras de tierra oscura y los rastrojos de la última añá se van sucediendo en ambas márgenes de la carretera al pie de viejos cerros teñidos de gris en los que crecen a placer las aliagas y las estepas, los enebros y los cardizales. Una cordillera rocosa aparta por el norte las vertientes del Duero y del Tajo; es la misma sierra en la que acampó el Cid con trescientos guerreros de lanza y pendón, huyendo al destierro después de la vergüenza de Santa Gadea, según cuenta el Poema.
Tan sólo la torre cuadrada de su iglesia y unos cuantos tejados de color tierra se asoman por encima de la espesura verde que, a ma­nera de murallón paradisíaco, forman las choperas y los nogales en el barranco de las huertas.
Miedes, ya desde su entrada, es un pueblo señorial. Una fuente re­donda, sólida, inmensa, labrada en piedra dieciochesca, dice, con la abundancia fresca de sus cuatro caños, que el agua continúa siendo algo fundamental en la vida del pueblo.
-Oiga: le vendemos el escudo.
-Pues harían muy mal.
-Nosotros queremos la pasta, la pasta.
-No lo dirá usted en serio.
-Y tan en serio. Aquí hace falta pasta para arreglar las calles y déjese de escudos y de historias.
Pese al jarro de agua fría, seguí admirando la preciosa pieza herál­dica que desde hace casi tres siglos enseñorea la fachada del Ayunta­miento, dando a la plaza de Miedes un carácter impagable de distinción. Afortunadamente, no todos los vecinos piensan así y es de esperar que, generaciones más cultas por medio, mantendrán por mucho tiempo aque­lla piedra que sella en nobleza a la villa y de alguna manera se identi­fica con su propia sangre.
Desde los poyos que haya la puerta del Ayuntamiento -solana ideal donde la gente mayor se reúne tantas mañanas del año- se da vista al frontón ya una pista de tenis rodeada de acacias al otro lado de la plaza. En los bajos del edificio dedicado a Casa Consistorial está el hogar del productor, el teleclub, la biblioteca pública y una sala de futbolín para los mozos.
-Sí, señor. Claro que puede usted verlo. Lo que siento es que no esté el señor cura para que se lo pueda explicar mejor.
-¿Llevan ustedes mucho tiempo al tanto de Esto?
-Lo llevamos desde hace cinco años, pero está abierto desde hace quince, por lo menos.
-¿Qué es lo que más se consume en el bar?
-En invierno se gasta bastante vino; en el verano, la cerveza, y los "cubalibres", de un tiempo a esta parte, lo que más.
-¿Suele venir la gente a la biblioteca?
-Sí, también vienen. Los estudiantes están casi siempre por aquí. Doña Felisa Muñoz me enseñó la biblioteca, donde se conservan ordenados, a disposición de quien precise sus servicios, cerca de dos millares de volúmenes en una estantería que ocupa gran parte de la pared del fondo. Hay en el teleclub cine, televisión, aparato de radio y muchos trofeos.
-¿De qué son esas copas?
-Esas copas son del guiñote; otras, del mus, y otras, del fútbol. La muñeca que hay con las copas la ganaron las chicas jugando al fútbol, no sé si con las de Campisábalos.
En otra casona de añejo corte solariego que aparece próxima a la calle Barliguera, vuelve a repetirse -aquí por duplicado- el mismo escudo de armas que había visto momentos antes sobre la puerta del Ayuntamiento. Es el blasón de los Beladíez, cuyo nieto, don Emilio, es actualmente embajador de España en África del Sur.
-Oiga: ¿qué casa es ésta?
-Pues ya ve usted: una vivienda que debía ser del mismo dueño que todas las de la plaza.
-¿Queda mucha gente en Miedes?
-De fijo estaremos unas 250 personas. En verano hay más.
-Esto tiene mucha vida para ser un pueblo de sierra, ¿no?
-De por aquí, quitando Atienza, es el mejor. Antes le decían Ma­dridejo de la Sierra, fíjese.
Don José Chicharro, concejal y hombre del campo, me contaba esto con una visible sonrisa de satisfacción.
-Tenemos cura, secretario, médica y maestra.
-Y mucha maquinaria, por lo que he visto.
-Pues sí, señor. Hay dieciocho tractores y cuatro cosechadoras en el pueblo. El campo lo llevan una docena de jóvenes que se han sabido sujetar aquí y son, para el caso, los que hacen todo.
-¿Hay ganado?
-De ovejas, hay cinco ganaderos que tendrán cada uno 900 cabezas más o menos. Aparte, habrá 90 vacas de cría y una docena para orde­ñar. Aquí tenemos buena tierra, pero mal cielo. El clima es el que nos mata.
-¿Cuándo son las fiestas?
-La fiesta del pueblo es para el 13 de junio, San Antonio. Traen música y hacen baile, fútbol, partidas de pelota y la gente se la pasa bien.
En Miedes de Atienza se reza a la Virgen del Puente, a cuya ermita se acude en romería el primer domingo de mayo. En la romería del Puente pone el Ayuntamiento todo el vino que se consume en el día, donde, además de comer y beber, se baila y se canta desde hace siglos, quizá, aquella coplilla que echó raíces en el alma del pueblo:

Viva Miedes porque tiene
buena plaza y buena fuente,
pero la más rica joya
Nuestra Señora del Puente.

Informado de mi estancia en el pueblo, don Víctor Antón se tiró a la calle en busca del desconocido que andaba por allí preguntando a todo el que le salía al paso. Don Víctor está de secretario en la zona desde hace casi treinta años. Es un hombre abierto, complaciente, con ese laudable deseo de agradar que a veces le lleva a hablar mucho. -Pues mire: aquí tenemos un problema urgente, que es el pavi­mentado de las calles. Hay un presupuesto de cinco millones para 1981, pero me temo que el pueblo no quiera, o no pueda, colaborar con la parte que le corresponda y, entonces, perdamos todo. Se la digo porque ya nos ha ocurrido otra vez en condiciones muy parecidas.
-Y sería una lástima, ¿no le parece?
-Claro. Yo puedo asegurarle que el pueblo se esforzará para que con la subvención y la que le toque aportar se arregle la plaza y toda la parte más céntrica, si es que la cosa no diese para más.
La sala dedicada a Secretaría es limpia y con mucha luz. Desde la ventana se contempla con sorprendente diafanidad el morro del Castillo, rematado por un palomar a manera de torreón y las montañas de Atienza, aquellas que, prudentemente, prefiriera el Campeador dejar al lado.
-Este municipio es de los que no tiene ninguna clase de recursos y, tocante a la cosa de presupuestos, todo son pegos.
No muy lejos de la Plaza Mayor de Miedes está la iglesia parro­quial, un bello edificio rodeado de jardín al que se entra por unas verjas cerradas con llave. Mi amable guía, en esta ocasión, fue doña Silvina Manzano, mujer servicial y piadosa que, con la ayuda de alguna más, se encarga del arreglo y limpieza de la iglesia.
-Los jardines los cuida el señor cura con los jubilados, que de vez en cuando suben a echarle una mano.
-Creo que es un pueblo muy fervoroso, ¿verdad?
-Sí que lo es. La iglesia se llena durante la misa todos los domin­gos. En verano, casi no se cabe. Luego, tenemos un sacerdote muy santo, y eso también influye.
En Miedes nació, a mediados del pasado siglo, don Eladio Mozas Santamera, fundador de la Orden de las Hermanas Josefinas de la Santísima Trinidad, hoy en proceso de beatificación.
-Mire: aquí, al pie del altar, están los escudos y las tumbas de los Beladíez y los Somolinos; de 1774, una, y de 1601, la otra. En esa capilla que decimos de la Concepción está enterrado uno de los Re­cacha, otra familia noble que vivió aquí hace muchos años.
La iglesia es toda una muestra de cuidados, de limpieza y de orna­mentación. En lugar destacado del retablo mayor que se luce al fondo de la nave central en cargadísimo barroco, la imagen de Nuestra Se­ñora de la Natividad, titular de la parroquia, entre ramos de hojas transparentes que, como un abanico de mariposas, suben desde el ara hasta la imagen de la Virgen.
-Ya ve; si no ponemos todo lo mejor para adornar la casa de Dios, usted me dirá dónde lo vamos a poner.
Cuando uno sale de Miedes se marcha sorprendido dejando pasar el vientecillo fresco del mediodía a través de las ventanas del automó­vil. Atrás, Miedes: señorial, mínimo, guardando entre símbolos de pie­dra el corazón recio de sus gentes que viven y trabajan en el más riguroso anonimato a la sombra de una vida pasada, de una his­toria que allí se ve, se toca, se respira secretamente en cualquier es­quina.

(N.A. Noviembre, 1980)

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