martes, 19 de mayo de 2009

MALAGUILLA


No conocía Malaguilla ni tenía tampoco sobre él una noción me­dianamente exacta. Al regreso del viaje vengo con la idea reafirmada de que la Campiña, tan cerca de nosotros, es quizás la menos popular para el extraño de todas las tierras de Guadalajara, y que al que suscribe, caminante por vocación y por manía, no le defraudó nunca, sino al contrario, jamás le faltó para cualquiera de ­los pueblos que le dan forma, habitados hoy por agricultores hon­rados y competentes, un motivo de loa y de incondicional reconoci­miento por cuanto allí oyó y vio con sus propios ojos, que es al fin y a la postre el verdadero, el único motivo que le tira al camino cada fin de semana.
Me acompañó hasta Malaguilla mi amigo Teodoro Perucha y con él recorrí, en aquel atardecer de mayo avanzado, todo cuanto el pueblo es capaz de brindar gratuitamente a quien llegare. Teodoro nació, vivió y pasó allí los años de su niñez y una buena parte de su ju­ventud por añadidura. Teodoro es un enamorado de su pueblo y en­cuentra en los aledaños, en cualquier ribazo o hierbazal de las huertas, motivo evocador de viejas correrías de la infancia, de aquella infancia indescriptible y feliz de los pueblos, cargada de priva­ciones, de amigos que ya no vemos, que tan a menudo nos recreamos en recordar quienes la vivimos y que con aquella generación nues­tra se fue para siempre, porque los pueblos, amigo lector, no tie­nen niños.
Malaguilla está hecho de casas bajas y aseadas, muy limpio, pa­vimentado impecablemente, tanto, que con los últimos retoques ha llegado a perder su añejo sabor a pueblo. Por encima de la tranqui­lidad de sus casas, encendidas por un leve color de oro con el úl­timo sol, destaca la torre dieciochesca de la parroquia, donde una campana -no sé si la única del campanario- se balancea suavemente, acompasadamente, llamando al rezo del Rosario.
La iglesia tiene una interesante portada plateresca, una bella muestra, medio olvidada del arte del XVI, a la sombra de un pórtico de ladrillo arqueado y en lamentables condiciones que le sirve de protección. Desde el atrio la tarde amenaza con reventar, embarazada por tanto hechizo de cara a los huertos del Arroyo. A su lado las terrosas plantaciones de los espárragos y los habares color ceniza en época de dar. Por la espesura de los álamos y de las cho­peras, vega abajo, el concierto de los ruiseñores es incesante y de las oropéndolas que bullen entre la apretada masa verde. Más arriba hay un pastor al tanto de medio centenar de ovejas, blancas casi todas, que pacen entretenidas por el herreñal de los Arcos. El pastor está escuchando con interés las últimas noticias sobre el conflic­to anglo-argentino de las Malvinas en un aparato de radio minúsculo que se pone cerca del oído. Adolfo el pastor y yo hablamos casi a voces, sin tener en cuen­ta la distancia que nos separa desde el pretil a la pradera.
- Pues, la cosa es que yo soy pastor y no soy pastor. Tengo este atajo y no hay más remedio que sacarlo de cuando en cuando. Aquí hay que hacer de todo. Yo soy también labrador, y practicante cuando no está el médico. Ahora, últimamente me han hecho juez.
- ¡Ah, sí! ¿Y qué tal?
- Bien. No hay muchos líos en este pueblo. Cosa de lindes y de agua nunca faltan; ya se sabe, lo de siempre. Hasta la fecha ya he arreglao dos líos de esos buenos.
-Qué alto está esto ¿verdad?
-Que me lo pregunten a mí que me caí de cabeza cuando era chico. Menos mal que fui a parar a las cenizas de la fragua en el terra­plén, si no, me mato. ¡Anda que si me mato!
De un corral en cuesta por el camino de la fuente sale una pol­vareda impresionante que impide la visión con detalle de lo que allí hay. Se alcanzan a ver como unas moles voluminosas de color pardo moviéndose violentamente entre la nube de polvo.
-Son los novillos del engorde. Se conoce que cuando se cansan de aburrirse, se arrean. Tienen buenos bichos ahí. Algunos seguro que pasan de los quinientos kilos, así en vivo.
La iglesia de Malaguilla no es demasiado grande en su interior, pese a las tres naves que la completan separadas por columnatas de orden jónico. Bajo la espectacular balaustrada del coro está la pila del bautismo, recuerdo valioso del arte románico en piedra tallada; un sencillo artesonado por cubierta y una vistosa cúpula de nervadura sobre el presbiterio, distraen la atención del visitante en la techumbre general del templo. Las portonas de entrada se aseguran mediante falleba de forja rematada con el águila bicéfala del Imperio Español y la inscripción:”Carlos Visiera me fecit. Año l748" sobre el hierro frío. En lugar destacado del ábside queda la hermosa imagen de su patrona, la Virgen del Valle, con una vela en la mano.
La calle Real asciende recta hasta las eras. Lejos, coronando las sierras del norte, se dibuja nítida, como envuelta en una cu­riosa tonalidad de azul, la cumbre del Ocejón. Una oveja bala lastimera en los hierbazales del barrio de la Picota. Bajo las bardas de un corral en el camino del cementerio pasa la tarde al sol un señor que tiene una sola pierna. No sé cómo se llama, pero se nota que es un hombre con cara de preocupación, de una lejana y velada tristeza.
-Buenas tardes. Ahí se está bien.
-Buenas tardes tenga usted. No se está mal.
Muy cerca de la ermita de la Soledad, adosada a las tapias del cementerio, pasa la carreterilla de Matarrubia. La ermita de la Soledad está vacía, completamente oscura, por la rejilla de la puerta sólo se ven las paredes despellejadas del fondo que piden a gritos el cuezo y la paleta del albañil.
Aunque la verdad de la historia no está demasiado clara, pare­ce ser que por estos contornos silenciosos de Malaguilla pudo co­rrer de niño hará cien años Eloy Gonzalo García, héroe de Cascorro cuando la guerra de Cuba e hijo natural del Tío Gonzalillo, un ri­cachón incontrolable y calavera al que nunca reconoci6 como hijo, y de una melonera de Cabanillas. La ascendencia campiñesa de Eloy Gonzalo es algo que con un mínimo esfuerzo de investigación en li­bros de registro y dos viajes a Madrid, quedaría resuelto para siempre. Pocas décadas mas tarde de la singular hazaña que inmor­talizó su nombre, tan sólo queda el decir impreciso de la gente y trozos perdidos de un romance en la memoria de algunos, cuya versión íntegra, original y escrita, es imposible recuperar.

El Capitán Anaelita
a la fuerza que mandaba
dijo que era preciso
aquella casa quemarla.
-¿Y quién sin perder la vida
rea1izará este milagro?
Yo, mi bravo capitán,
-dijo un valiente soldado.

La plazuela de Palacio no es otra cosa sino un ensanche de la calle Mayor donde todavía quedan los vetustos caserones palaciegos de hace siglos. Por encima de una puerta metálica pintada de gris por la que se entra al palacio, hay un escudo de armas con castillos, leones rampantes y flores de lis, esculpidos en la piedra. La antigua Plazuela de Palacio se llama hoy Plaza de la Constitución.
En Malaguilla se cultiva, si bien en menor proporción que en Má­laga -su vecino y pueblo rival-, el espárrago. La especialidad hor­tícola es la más de sugestiva para el profano. Los espárragos de huerta se siembran una vez, y a partir del tercer año empiezan a sa­lir de la tierra cada primavera sin necesidad de volverlos a sembrar. Bajé hasta una pequeña plantación de la vega con Pepe Perucha, her­mano de mi amigo Teodoro. Pepe los va cortando del surco con mucha habilidad, a dos dedos por debajo de tierra, valiéndose de un cuchi­llo especial de mango largo como un cucharón.
-Esto se coge todos los días. A veces hay que venir por la mañana y por la tarde. Los que salen así un poco torcidos no valen para la venta.
- ¿Tienen dificultad a la hora de quitárselos de encima?
-Ninguna. Todas las mañanas los bajamos a Málaga, y desde allí se los lleva un asentador de Madrid. Tenemos con él un contrato como de temporada a 92 pesetas kilo, y cuanto más se lleve, mejor.
- ¿Merece la pena?
- Yo creo que sí merece la pena. Aquí porque tenemos muy poca plantación, pero en Málaga entra mucho dinero al pueblo con los espárragos. Luego es que esto tiene una cosecha larga. Empieza a primeros de abril y no para hasta finales de mayo. Los primeros siempre son mejores.
Por el lavadero, donde juntan sus aguas los dos arroyos, los hombres se entretienen en regar a estas últimas horas del día sus cuatro tablarcillos de habas, de lechugas y de fresas. De los cuarteles del lavadero sale un ligero olor a lilas y a tierra mojada que los hombres del campo apenas si advierten. En el pilón de la fuente hay unos cuantos pececillos que se mueven entre las piedras y las ovas del fondo. Malaguilla a la caída del sol se acuesta en silencio, se adormece como en un cándido sopor a la hora del crepúsculo; los pájaros­ de la vega cerraron sus picos hasta el amanecer y las sombras de la huerta van ocupando terreno, pueblo arriba, envolviéndolo todo en un velo sutil de quietud y de noche.

(N.A. Junio, 1982)

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