miércoles, 2 de diciembre de 2009

VALDELAGUA


Mucho me temí antes de ponerme en camino que el viaje pudiera re­sultar infructuoso. Tenía noticia de que en Valdelagua solía haber habitantes, pero no siempre. Por esa razón pedí en Budia que Rafael Taravillo, el alcalde, conocedor meticuloso de todos los pueblos de la comarca, y Paco Cortijo, quien pasó por razones de oficio parte de su niñez y juventud en Valdelagua, me acompañasen hasta aquel escondido lugar de la Alcarria., a fin de no errar el golpe como no ha tanto me sucediera en otro pueblecito similar de la zona de Sigüenza. Rafael, para evitar posibles imprevistos por el camino, puso en función su vehí­culo todo terreno en la misma plaza de Budia, y nos fuimos los tres.
A Valdelagua se va por la carretera que sube junto al santuario de la Virgen del Peral. Luego se toma una desviación a la derecha, poco más adelante, por camino de concentración o pista de tierra. De cuando en cuando, el tamaño y profundidad de los baches, hacen que el vehícu­lo se estremezca al andar más de lo aconsejable.
Una vez atravesado el bosque de robledillo que hay en la Dehesa del Peral, nos metemos en terreno más alegre de pinos piñoneros, des­pués encinas y carrasquillo. Al fin damos vista a Valdelagua, caserío como de sedimentación estancado en el fondo de un vallejo profundo, ro­deado por los cuatro costados de cerrucos con crestas pedregosas y un arisco olor a campo y color gris, color de olivos, de tomillos y aliagares, de chopos desnudos y paredones ruinosos a una y otra margen del barranco .
- ¿Cómo le dio a la gente por marcharse de aquí con un campo tan bue­no como parece?
- Cualquiera sabe. Alguien los animó a dejar esto y, primero uno, luego otro, se marcharon todos. Cuando yo vivía aquí -dice Paco Cortijo- eran por lo menos treinta familias.
- ¿Quién lleva ahora las tierras?
- Unos de Budia y alguno de San Andrés. El pasto se lo come un rebaño de Yélamos.
- Una pena, ¿verdad?
- Pues sí que lo es. Ahora se han empadronado unos cuantos jubilados y se vienen a pasar aquí la primavera y el verano. Pero ya ves, no tienen luz eléctrica. Cuando se marchó el último quitaron la línea. Se van arreglando con cacharros de esos de gas.
Según bajamos al pueblo hay a la izquierda del camino una cueva que, según dice la gente, va a salir qué se yo donde. Como siempre pasa en todo este tipo de asuntos con más o menos misterio, se le supo­ne obra de moros. Paco, de pronto salta a reír.
- ¿Qué pasa?
- Calla hombre, calla. Me voy acordando de que una vez subieron unos cuantos de aquí hasta Budia, que hacían cine. Resulta que ponían una película de aquellas de Jorge Negrete y, ya sabes, al rato salía uno por allí pegando tiros. Bueno, pues el Segundino, a mitad de película va y se esconde detrás de una columna por allá atrás y les dice a los de su pueblo: ¡déjate, déjate, que en una de estas se le escapa un tiro a ese tío y nos jode!
Vemos a la caída, ya en la entrada del pueblo, tres o cuatro coches de cazadores y el de patrulla de la Guardia Civil. Rafael se detiene para saludar a los guardias -uno de barba negra y otro castaña- y para preguntarles de paso si hay algún vecino en el pueblo. El cabo nos di­ce que le parece que sí, que está ese señor mayor que va con más fre­cuencia, el abuelo Agustín.
- Es el Comandante de Puesto.
- Tanto gusto.
Apenas atravesamos a pie el puentecillo del barranco, aparecen seis cazadores vestidos con trajes de campo color verde. Detrás de los seis cazadores vienen otros cuatro más y cuarenta o cincuenta perros extraordinariamente ágiles. Ni los cazadores ni los perros tie­nen, según se ve, demasiado aspecto de haber cazado algo.
- Nada, no dirá. Ni verlos.
- Vienen del jabalí -explica Rafael.
El lavadero municipal queda a continuación, en la parte baja del barrio que está a la izquierda del barranco. Se ve como nuevo y en ple­no uso. Junto a él está la fuente nueva: un monolito de sillares rema­tado en artístico bolón de piedra. Cuelgan dos chorros largos, de agua fresca y abundante. En la piedra del frontal se puede leer: “Excma. Diputación. Cooperación provincial a los servicios municipales. 4 octubre 1955.”
- La verdadera fuente está ahí en el barranco. Ahí está.
Es así. A la caída de una escalinata de piedras y maleza, refleja como en un espejo el agua de los tres pilones de la fuente antigua, lim­pia, brillante e incontaminada. Uno piensa en que el nombre del pueblo está más que justificado, y piensa también en tantos lugares de la pro­vincia donde la gente pasa sed y hay que servirles el agua con cisternas durante todo el año.
- Pues ahí debajo de la pared había otra escondida. Antiguamente se bajaban las mulas por los escalones a darles agua.
- Muy bonito. Da un poco de rabia que esté todo abandonado.
- Cuando chorrea el barranco se hace aquí debajo del puente una cas­cada que está muy bien. Un año -explica Paco-, el dia de San Agustín vi yo saltar el agua por encima del puente. Hubo tormenta y todo esto bajaba en banda.
Una vez que se han ido los cazadores y el coche patrulla de la Guardia Civil, nadie más queda en el pueblo, el Tío Agustín tampoco. Subimos por callejones plagados de maleza, junto a casonas hundidas y pajares agrietados. Las casas típicas y más duraderas de Valdelagua son de ado­be y entramado, con salientes aleros según el gusto general de las vi­viendas tradicionales de la Alcarria.
- Esto fue villa. Tenían una picota ahí arriba. La volcaron con una soga unos jipis que hubo por aquí.
Coincidiendo con la víspera de la Inmaculada Concepción, fue costumbre en Val­delagua cada 7 de diciembre que los mozos hiciesen una hoguera en la explanada que precede a la ermita. Aquella sonada fiesta nocturna solía rematar con música de guitarras, buena merienda y todo el vino que hiciera falta.
- Aquello estaba muy bien. Cada mozo traía una carga de romero para la hoguera, y se preparaba menuda.
La ermita de la Concepción se ve recién restaurada, como nueva. Tiene un portalejo sobre dos columnas con asientos de piedra en ambos lados. Sitio ideal para pasar durante el buen tiempo ratos de comedida paz, sin que nada ni nadie nos moleste. Por uno de los ventanillas de la puerta se ve el altar y una imagen de la Inmaculada.
- Por aquí pasaban los caballos de El Empecinado cuando rodaron un episodio de “Curro Jiménez”. Todo aquello de la otra parte son bodegas. Seguimos barrio arriba con el sol de caída en dirección a la iglesia. Valde­lagua, por su situación en el hoyo, se cubre de sombras a media tarde. Casas desplomadas, palitroques que sostienen muros envejecidos para que no se caigan, casquillos de teja que vamos pisando al andar, nos suben hasta el altiplano de acacias desnudas en donde está la iglesia. Toda hundida. En las dovelas que dan forma al arco de entrada hay una leyenda en honor del Santísimo Sacramento. La espadaña al poniente es de si­llería recortada en triángulo. Los vanos de las campanas están vacíos.
- ¡Qué bien sonaban las campanas cuando las tirábamos al vuelo en la Octava del Corpus! Una creo que era la más antigua de la diócesis. La tienen en el museo de Sigüenza.
Entramos con mucho cuidado en lo que fue la única nave de la igle­sia. La bóveda que la cubre podría venir abajo de un momento a otro. En el muro frontal del ábside se ven pinturas de adorno que debieron sustituir al retablo. El púlpito de los memorables sermones del día de la fiesta queda como milagrosamente en pie. Por el suelo hay montones de escombros, cascotes y trozos de tabla desprendidos del techo tapando los cuadrantes de las sepulturas.
Me explican mis amigos desde la puerta que el árbol lejano que hay en la ladera de uno de los montes no es un nogal como yo creía, sino el roble del Tío José, y que algunos de los parajes mas conocidos de los que rodean al pueblo son el Cerro de las Peñas, Valdedurón, el Ce­rrillo Cizo y el Vallejo de las Huertas. Un par de aviones a reacción van marcando en el cielo intensamente azul que precede al crepúsculo, sen­das líneas paralelas de humo blanco. Por nuestra parte bajamos otra vez, mirando y comentando, por el camino que dicen del Castillo.
- Luego, sabes lo que pasa, pues que las casas en cuanto que dejas un poco de estar sobre ellas, se hunden rápidas.
Aquí un callejón solitario con la casa del Tío Casca que es sólo re­cuerdo. Poco más abajo el edificio que fue escuela primero y ayuntamiento des­pués, también asido al colmo de la desgracia.
- Yo he venido aquí de noche a la escuela -dice Paco-. Íbamos con un maestro que era de Cereceda y enseñaba mucho. Los de este pueblo escri­ben muy bien y saben mucho de cuentas.
Por el otro barrio, ahora a la derecha del puente, se ven olivos sin cuidar junto a las casas, tanta o más ruina que en el de la Igle­sia, un juego de bolos y las bodegas algo más allá.
- En esta casa de aquí vivía el Tío Bartolo. Aquel hombre siempre acertaba cuando iba a llover, aunque estuviera raso.
Las cuevas del vino tienen zarzales y matujos a la entrada que impiden el paso en muchas de ellas. Las bodegas de Valdelagua son de menos profundidad que otras de la Alcarria. En algunas de ellas se conservan dentro las panzudas tinajas de la fermentación.
- La distracción de los hombres aquí eran las bodegas y el juego de bolos. Los bolos se les daban muy bien. Eran los camporales de todos estos pueblos. Para la Octava se hacían aquí donde los bolos sus buenos bailes.
Aunque, bien mirado no les importe excesivamente -no es el pueblo del uno ni del otro al fin-, Rafael y Paco me hablan del pasado de Valde­lagua con un mal disimulado sentimiento. Pueblo que muere de abandono es pueblo que no vuelve a renacer. Sería una pena que, en un futuro no muy lejano, Valdelagua apenas si aparezca en alguna crónica retrospec­tiva o recorte de prensa, en algún archivo parroquial perdido de pol­vo o en el recuerdo tan sólo de investigadores o alcarreñistas, que todo es posible.
Cuando comienza a faltar la luz de la tarde y el pueblo entra en su agonía de cada anochecer, nosotros nos vamos de retirada. Sólo el sonar continuo de los chorros de la fuente resuena como cosa de en­cantamiento entre tanto silencio.

(N.A. Febrero, 1988)

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