martes, 8 de diciembre de 2009

VALVERDE DE LOS ARROYOS


Los hombres del tiempo en la televisión anunciaron para hoy chu­bascos frecuentes que serían de nieve en las zonas montañosas de La Meseta, pero, a pesar de todo, la mañana ha amanecido radiante, fría mas bien, con un sol espléndido que invita a salir de casa, y, era éste, además, el día previsto para viajar a la sierra. Cierto es que no me gustaría protagonizar, por aquellos complicadísimos caminos que serpentean la falda del Ocejón, ningún tipo de aventura. Y es que uno, que siente por los viajes verdadera pasión, nació sin amor al riesgo, sin un mínimo de inclinación natural por lo difícil, que es algo así como el misterioso pedestal donde deberían apoyarse los pies de cualquier viajero que se precie.
Ya en el camino, sorprendemos la villa señora de Tamajón desperezándose. Los serranos no son madrugadores con demasía y el sol hace casi dos horas que alumbra con sus dorados fríos los picachos eriza dos de retama cuando el nubarrón se lo permite. Por Palancares co­mienzo a notar los primeros copos sueltos que vienen a estrellarse, suavemente, contra la luna del parabrisas. Luego, los accidentes de terreno, la maravillosa orografía serrana, comienzan a enseñorearse de súbito del ambiente todo, de la situación por los cuatro puntos, del ánimo, incluso, del viajero, que repta en su cajita de metal por donde marca el camino, anonadado en medio de tanta grandiosidad, sin pararse a mirar siquiera el escalofriante espectáculo de los precipicios, las descomunales moles rocosas con sus puntas perdidas entre la niebla, el agreste panorama de las laderas, peinadas por los bancalillos de la repoblación. Todo inconmensurable, todo gran­dioso, pórtico de otro mundo diferente donde la naturaleza manda y el hombre obedece con entera sumisión, siguiendo a pie juntillas la ley de origen a la que los de este otro mundo, nos obstinamos en menospreciar de continuo como norma de vida si no como signo de civilización.
Valverde se deja ver al fin asentado en la base de una cadena de montañas oscuras sobre las que destaca la voluminosa cumbre del Ocejón, los altos peñascosos de Cerroelcampo y de Las Piquerinas, como murallón infranqueable que guardase a nuestro pueblo de los malos espíritus que acostumbran a hacer morada allá por donde el sol se acuesta. En los leves rellanos de la solana pasan su sueño invernal las abejas serranas, escondidas en el interior de un centenar de colmenas antiguas que posan al abrigo de los vientos del norte. Una señora vestida de negro, con pañoleta negra que apenas le deja los ojos al aire y un poquito la nariz, con medias negras de lana hila­da al amor de la lumbre, con calzado duro de piel negra, alza su naturaleza menuda cerro arriba guiando cuatro docenas de ovejas por el Arroyo de las Puentes. Los regatos bajan lamiendo los bordes del camino en medio de un originalísimo cauce de hielo en sus márgenes: bloques inmaculados en forma de piedra, de palitroque seco, de go­rrón o de hojarasca, todo embutido en su estuche de cristal a la vera del arroyo. Acabamos de llegar a Valverde.
La arquitectura de pizarra que tan acostumbrados estamos a ver en estas latitudes de la sierra, toma en la plaza de Valverde caracteres de sugestivo encanto. Las añosas callejuelas del pueblo, en­marcadas por aleros de piedra oscura, por galerías corredizas de forja centenaria o de madera vieja, por rincones indescriptibles de un rusticismo ancestral, han decidido por fin, no sé si para bien o para mal suyo, dar paso al hormigón y a los alcantarillados de la era moderna, al confort ya lo antinatural. A través de los cristales oscuros de la taberna se ve un señor con pasamontañas pe­gado al mostrador, bebiendo un vaso de vino. La nieve continúa cayendo desganada, sin llegar a cubrir la tosca cobertura de las vivien­das. Por la ventana de la sacristía de la iglesia salen los sones acordes de un piano tocando la “Marcha Turca”.
- Señora: buenos días. Cuánto frío. ¿Podría decirme si vive cerda de aquí la Tía Higinia?
- Vive cerca, sí señor; aquí todo está cerca. Tiene usted que ba­jar más abajo. Por ahí detrás de la fuente, y luego una casa que es más blanca que las otras. También estará la mujer con lo de la miel.
Las mujeres de Valverde están casi todas con lo de la miel a las puertas del invierno. Yo llevaba el encargo de saludar a la Tía Higinia, vieja conocida de la familia, parece ser, y a su marido, el Tío Alejandro. Nuestros amigos viven cerca de la iglesia y de la plaza, detrás de una fuente que mandó construir como regalo a su pueblo un tal Pedro Gordo, residente en La Argentina. Hay un corralillo pre­vio, con trastos viejos y leña apilada en los rincones. La puerta de doble hoja se abre en horizontal.
- ¡Que suba quien sea! ¡Hasta la cocina!
Se llega hasta la primera planta por una escalera muy empinada de tabla, que acaba en un pasillo, de madera también. Las casas serranas contrarrestan los efectos de la baja temperatura con suelos de tarima, aisladores del frío, y con montones de roble troceado para quemar. En el pasillo hay una docena de cubos amarillos y blancos cargados de miel. Entre la miel flotan pequeñas partículas de cera de los pana­les. La cocina es oscura, sin más luz que la que se filtra por la campana de la chimenea. El techo es de un negro intenso. Delante del fuego está el banco familiar de las cocinas serranas, de alto y bien la­brado respaldo.
- Siéntate que enseguida sube el Tío Alejandro. ¿Qué quieres comer? Aquí tenemos mucho que comer, pero pocas ganas.
- No señora; muchas gracias. Yo quiero estar aquí un ratito con us­tedes y echar un vistazo al pueblo después. Sólo eso.
- Pues qué alegría. La cosa es que a ti no te conocemos, pero cuan­do nos hemos visto alguna vez con tus suegros, nos templamos a llo­rar. Estuvimos evacuaos allí cuando la guerra, con ellos.
- ¿Trabajan mucho, Tía Higinia?
- Pues ahora sí. Con esto de la miel llevamos una semana sin parar. Cuesta mucho trabajo sacarla.
- ¿Tanta tienen?
- Aun hay. Aquí en nuestra casa siempre habrá un ciento de colme­nas, y si es en todo Valverde, más de mil.
- Ah, pues no sabía yo eso.
- Sí, sí. En la Canaleja seguro que hay más de quinientas, y otras tantas por ahí, por otros sitios.
- ¿De qué se alimentan por aquí las abejas?
- Pues de todo. De brezo, de chaparro, de biércol, que es así pa­recido al tomillo. Donde encuentran algo que aplicar, allí van.
El Tío Alejandro subió abrigado en su tapabocas de lana. Es un hombre mayor, zarandeado por la dureza de la sierra. Alma recia de hombre de bien escondida en un cuerpo débil, agobiado por el traba­jo y por los años.
- Hombre, claro, y lleno de achaques. A estas edades todo son achaques. Tengo así como un reuma en el pescuezo que lo paso muy mal.
Mis amigos, sentados al amor de los leños, me hablaron del gana­do, de las costumbres, de que el pueblo lo están dejando como una capital con eso de las calles, de sus hijos, y de la miel, para cu­ya extracción emplean todavía los viejos procedimientos de siem­pre.
- Igual. Aquí se traen los panales y los amasamos bien con las manos, la cera y todo. Luego se deja en una cesta para que chorree la miel. Como no se le puede echar agua ni nada, porque se pone muy morena, nos da mucho trabajo. Ahí quieto, hasta que escurra.
- ¿Y los trozos que se cuelen de la cera?
- Después, cuando se echa en los cubos a reposar, suben arriba y los quitamos. Entonces se queda la miel tan relimpia.
De la chimenea de la Tía Higinia, reliquia al fin de una forma de vivir, cuelgan unos trébedes sujetos al clavo que abulta el ho­llín, un candil de aceite y la cadena de las llares. En el fuego, la cobertera sopla a impulsos del vapor del puchero que hierve arrimado a las ascuas. Fuera, la nevada insiste sin fuerza, con copos esporádicos, como pavesas que se disuelven al contacto con el suelo.
- ¿De qué vive ahora Valverde?
- ¡Mia!, si ya casi no queda nadie. Catorce vecinos al cabo. Pues mil pesetas del ganao, mil de la fruta, otras mil de la miel y lo que nos dan de la vejez, y ya está. Nuestros cochinos y a vivir.
Me acompañó la Tía Higinia por la callejuela del Barriomedio hasta la era. La imagen más auténtica del rusticismo de la Sierra, tiene su fiel representación aquí, en estos rincones ex­tramuros, junto a los huertos.
- Mira, en esa casa vive la Prudencia.
Las pequeñas heredades aparecen cubiertas con la poca nieve que intenta cuajar en los ángulos, confundida entre los matujos con la escarcha de la noche. Bajo los árboles, una mancha amarilla de fru­ta caída, desperdiciada, a medias de podrir.
- ¡Vaaa..! Buena parva habrá por el suelo. Los dueños viven en Ma­drid y no hacen caso de venir a por ella.
En Valverde no hay nada más que una era, pero muy grande. En la era de Valverde trillan todos los vecinos por riguroso orden, ayu­dándose unos a otros. En la era comen las palomas en bandadas que desaparecen cuando alguien llega, en la era se juega al fútbol, y se danza delante del Santísimo en la octava del Corpus.
-Eso está muy bien. Ese día por aquí no caben los coches. Bailan aquí mismo, en este morrete. Son ocho danzantes y el botarga. Mi hi­jo, el Crescencio, es danzante.0
La era está al pie mismo de las rocas negras de Cerroelcampo, entre las crestas impresionantes del Ocejón y de Las Piquerinas, los eternos guardianes de nuestro pueblo. No lejos, como diluida su imagen en la niebla, el paradisíaco rincón de La Chorrera, por donde las aguas serranas se despeñan en un delirio de visiones naturales nada frecuentes.
- Aquello si que es bonito. Pero hay que verlo en verano. Ahora también, con los hielos, cuelgan los caramelos por las piedras y no sabe nadie lo bien que tiene que estar aquello, pero con este tiempo cualquiera se acerca allí.
Hace frío. La plaza en obras se ha cubierto de blanco. La señora Sara vive en una transversal próxima y nos invita a entrar a su ca­sa. En la pequeña estancia que fue durante casi treinta años taber­na, la señora Sara nos habla complacida de las cosas y de las cos­tumbres de Valverde, de la fiesta mayor, que no es la octava sino el domingo inmediato al día del Corpus.
- Para entonces es cuando debéis venir, y no ahora con este tiempo La iglesia estaba abierta. Es una iglesia limpia y acogedora, pe­queña en dimensión. Preside el ábside sin retablo una imagen de Cristo en la cruz y otras de Nuestra Señora del Rosario y de San Ilde­fonso, obispo. Don Juan Antonio, el joven sacerdote de Valverde, continúa tocando el piano en la sacristía, ahora una sonata de Mozart que me quedo a escuchar como a hurtadillas detrás de la puerta.
- Buenos días, señor cura. ¡Estupendo! Se va usted por lo difícil.
- Afición. Sólo afición. Una salida para pasar la vida en el pue­blo.
Don Juan Antonio ha cumplido ya en la sierra su periodo de prue­ba; lo que quiere decir que, con dolor o sin él, tendrá que prepa­rar la maleta y abandonar Valverde el día que se tercie.
- Por supuesto. Con dolor porque la gente aquí es maravillosa, pero con cierto deseo también por encontrar más cosas que hacer donde me envíen. Esto, para un cura joven no es lo más indicado, aunque es verdad que está uno en mejores condiciones para atender los ane­jos.
- ¿Tiene muchos pueblos?
- Siete; y entre todos no sé si llegarán a las cien personas. El mayor es éste que tiene 42; luego están Palancares, ron un matrimonio sólo, Zarzuelilla, La Nava, Arroyo, La Huerce y Valdepinillos.
Hoy, amigo lector, que has preferido perder unos minutos de tu Navidad, de la fecha más entrañable del año, en pasar los ojos por las modestas líneas de este trabajo impreso, quisiera llevar hasta ti la misma paz que allí respiré, la paz de las gentes sencillas que siguen rezando, como nuestros abuelos en su rinconcito del ho­gar, al caer la tarde; bebiendo de la fuente inagotable de la verdadera sabiduría, la que hace casi dos mil años, una noche como ésta, los ángeles de Belén de Judá trajeron al mundo -al de entonces y al de ahora- como dádiva del Rey de los Cielos para los hombres de buena voluntad.

(N.A. Diciembre, 1982)

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