jueves, 3 de diciembre de 2009

VALDENOCHES


La proximidad es un elemento que siempre juega con ventaja, y en esta ocasión, para quien suele aprovechar por costumbre los fines de semana para hacer viajes, el hecho de acercarse a Valdenoches supone un paseo, sin apenas salir de la ciudad, para el que cualquier momento de asueto puede servir.
La tarde de un adelantado otoño anda ya de caída. Con el sol tibio del que llaman veranillo de San Martín, la ciudad parece un oropel sacado por arte de magia de un cuento oriental. Guadalajara, en estos luminosos atardeceres del mes de noviembre, es una ciudad cargada de encantos, de dulces e indefinibles hechizos.
A las cinco de la tarde, los árboles siempre blancos de caolín que malviven y mueren poco a poco extramuros de Taracena, están limpios como niño acabado de lavar después de los últimos temporales. El valle de Torija aparece definitivamente desnudo de su ropaje veraniego de flores y plantas. Tan sólo se ven por los huertos algunas matas sueltas de col, pimenteras secas en los tablares del regadío y espigones de lechuga de los que el hortelano dejó para simiente. Al otro lado del valle están las vertientes mondas del Llano de Centenera, que los incendios se encargaron de devorar.
- Sí señor, y bien verdad que es. Eso sí que ha sido una lástima. El pueblo parecía otro con aquellos pinos jóvenes.
Dejo el coche tras a un contenedor que hay junto a la acera en la calle Real. El contenedor está marcado con el escudo municipal de la ciudad de Guadalajara, a cuyo ayuntamiento está incorporado Valdenoches como municipio anejo.
En la plaza, una fuente pública acabada de restaurar, suena abundante y rumorosa por los siete caños que rodean el muro de sillería. La adornan cuatro bolones barrocos y un yelmo en bajorrelieve que trajeron de la ruinosa pared de la escuela vieja, parte, quién sabe, de algún escudo de armas desaparecido. El pilón principal, que vierte en otro segundo desagüe, tiene forma de U.
- Esa ya estaba antes ahí, lo que pasa es que la han arreglado estos días de atrás.
Por debajo de una cornisa desgastada quiero adivinar, inscrita en la piedra, la fecha correspondiente al año 1656. La fuente de Valdenoches es francamente hermosa. Una fuente que tiene la virtud de ennoblecer al pueblo, cargando la imagen general de la plaza con cierto aire de elegancia. La restauración, oportuna, casi perfecta, aunque hubiese sido mejor haber hechos los bordes del pilón también de piedra, y haber dejado sin poner el sillar con el yelmo, sencillamente porque no le va. A la gente, no obstante, parece que le gusta.
- No está mal, ¿verdad usted? Era una piedra que no servía para nada y la han puesto ahí. Por lo menos la ve la gente.
El pueblo está encajado en mitad del valle, a derecha e izquierda de la carretera general. La calle Real es recta como una vela y de cuidada pavimentación. Hasta la calle Real llegan de continuo los ruidos de los automóviles y el renquear de los camiones que pasan por la carretera. El conjunto tan variado de los huertos, de los chalés, y de las viviendas del pueblo antiguo, se completa con las laderas y las cimas de los cerros que se sitúan a un lado y al otro dibujando las dos márgenes del valle: el Llano de Centenera, el de Aldeanueva, el Llano de Tórtola por frente y Vaciadotas, con los nombres por los que el vecino de Valdenoches conoce a los altos que por el norte y el sur resguardan al pueblo. Todos, menos los que se quemaron en un mal día, se ven repoblados de pino nuevo.
- Yo creo que es un pueblo muy bonito. A los que vienen de Guadalajara les gusta mucho. Hay algunos que trabajan en Guadalajara y viven aquí.
A medida que va aflojando la luz de la tarde, el jolgorio de los gorriones en los zarzales de la huerta es cada vez mayor. El señor Anastasio se va calle adelante dando bocados a un cantero de pan con algo. El señor Anastasio debe de ser el cuidador del centro social que han hecho en una de las escuelas nuevas.
Centro de la cerca ajardinada que hay a la derecha de la calle Real, existe una fuentecilla más modesta fechada en 1884. El agua es riquísima. El amplio cercado que pudiera ser un estupendo lugar de recreo, se ve en cambio desatendido, con un firme irregular, yerbazales sin demasiado control, y un vasto tapiz de hojas secas caídas de los árboles que el tiempo se encargará de podrir.
La iglesia nueva de Valdenoches está desde aquí frente por frente. Es una iglesia de forma circular, muy pequeña, construida con materiales y formas vanguardistas, de ladrillo en color claro y cristalera al estilo de la época. La iglesia de Valdenoches, ante los ojos del visitante ajeno, parece un mausoleo de aristócratas franceses del tiempo de la Ilustración.
A la altura del pequeño puente que hay en la calle del Barrio de Arriba, se me cruza una señora con un cubo y un botellón debajo del brazo. Por el arroyo pasa un triste canalillo de agua clara.
- ¿Cómo se llama este arroyo?
- No lo sé. No le decimos ningún nombre. Yo creo que no tiene.
Valdenoches fue en el siglo XVI una finca de explotación o caserío anexo al lugar de Aldeanueva, ambos pertenecientes a la jurisdicción de la Guadalajara renacentista. Dos siglos más tarde, tras conocidas vicisitudes, pasó en herencia a doña Juana de Portugal Cortizos, conocida en su tiempo por “la Bella Veneciana”, marquesa de Miraflores, es decir, de Iriépal, y vizcondesa de Valdefuentes, hoy Valedenoches. Ni que decir que ni en la mente de los setenta y cinco habitantes que ahora son, ni en testimonio monumental alguno, parece quedar la menor constancia. Tal vez la fuente pública, y en atención a la fecha inscrita de la que ya hicimos referencia, pudiera datar de los tiempos de don Carlos Ibarra, señor de Centenera, quien adquirió en propiedad el caserío de Valdenoches en el año1628.
Ángel Ureta, maestro, nacido en Aldeanueva y amigo de quien esto escribe, anda por la puerta de su casa en Valdenoches con su hija Isabel. La proximidad a la capital hace posible que los que residen en la cabecera de provincia puedan acudir a su casa del pueblo sin esfuerzo alguno. Para Ángel Ureta es como una obligación a la que se somete gustoso con bastante frecuencia.
- Sí; conviene venir a dar una vuelta de cuando en cuando. Los amigos de lo ajeno entran a las casas cuando se les antoja. Hace poco entraron en una y no sé lo que harían.
En la casa de mi amigo, lo mismo que en todas las que hay cerradas en los pueblos cuando ha pasado ha pasado más de una semana sin vivir en ellas, se nota al entrar como un pastoso olor a claustro. Tiene un salón amplio, con las cosas recogidas y un patio sencillo y romántico. En medio del patio hay una higuera. La higuera, deshojada ya, tiene pegados a las ramas algunos higos verdes, como enquistados, que vinieron fuera de tiempo y no llegaron a madurar.
- Este año ha tenido muchos. Son unos higos gordos y hermosos.
- Pienso -le digo- que aquí, en los anocheceres de verano se tiene que estar muy bien.
- Muy bien se está, sí. A eso de las ocho o las nueve de la tarde, en el mes de agosto este patio es como un paraíso.
Pasamos luego a una especie de zaguán lleno de trastos. Me pregunta Ángel que si he visto alguna vez la película “La Tía Tula”. Le digo que sí, que ya hace mucho que la vi, que la dirigió un alcarreño muy conocido que se llama Miguel Picazo.
- Bueno, pues entonces tienes que conocer esta fotografía. La emplearon para rodar la película.
La foto en cuestión tiene más de un metro por cada lado, y está montada sobre un bastidor de madera. La tiene apoyada en la pared con la imagen mirando hacia adentro. Representa a un niño de espaldas, apoyado sobre las lápidas de un cementerio. Los epitafios se pueden leer perfectamente.
- No la recuerdo, ya ves. Hace ya mucho que vi la película. ¿Cómo ha llegado esto a parar aquí?
Bueno, es que mi casa de Valdenoches es como un poco el trastero de las cosas que Miguel quiere guardar y no le caben en su casa de Madrid. Es familia nuestra, primo de mi mujer.
Cuando el pueblo contó como entidad administrativa personal y tuvo más habitantes, celebraba con mucha animación y jolgorio sus fiestas de San Blas el día 3 de febrero, y de San Gregorio el 6 de mayo. Ahora tiene como fiesta mayor el 13 de junio, día de San Antonio, que tampoco es ya como era antes.
Me aproximo, con el último sol encendiendo las peñas del Llano de Aldeanueva, hasta las ruinas de la antigua iglesia, situada en el barrio del Castillo. El campanario está cortado en vertical y el resto es un montón de escombros y de palitroques. El viejo cementerio queda detrás, bastante abandonado, por cierto.
- Mira, aquí en esta parte estaba la barbacana, y es donde jugaban los mozos.
Una casa del Barrio de Arriba se construyó a expensas del magnate don Juan March. La gente lo cuenta un poco como leyenda. Dicen que hizo una casa en cada uno de los pueblos de donde eran las chicas y mujeres de su servidumbre. De Valdenoches era Patricia de Andrés, su ama de llaves, que con ochenta años, más o menos, todavía vive.
Los automóviles que pasan por la carretera lo hacen ya con las luces encendidas. La noche de noviembre comienza a caer por el Pico del Águila.
Jaime nos habla en la calle Real de problemas con el transporte público del Ayuntamiento de Guadalajara que no debe de funcionar demasiado a su gusto, y de no sé qué obras en el cercado de jardín que quiere ver convertido en un campo de futbol-sala. No comparto del todo su idea, porque pienso que a no mucho tardar no habrá quien juegue al fútbol-sala en Valdenoches, sino al cinquillo y al subastao como en todos los pueblos, y para eso las instalaciones suelen ser más sencillas y de menos coste. Jaime defiendo su postura a toda costa.
- Estás muy equivocado –me dice. Yo, por la cultura y el deporte haré todo lo que pueda.
En el centro social de las escuelas se ve a través de las ventanas un anciano mirando a la televisión. El bar de la carretera está abierto, pero nos dicen que no se sirve nada, que no funciona como bar. La tarde -noche ya- se ha vuelto fría y un poco desapacible. Aprovecho los últimos minutos de mi estancia en Valdenoches para tomar café en la casa de José Luis Rubio que acaba de llegar de Guadalajara. Desde el Barrio del castillo, ya con la noche cerrada, los últimos claros del crepúsculo que se ciernen sobre la capital, ofrecen una visión sencillamente sublime. Las noches aquí, ¿será por el nombre?, llegan con un encanto diferente.
Al salir del pueblo, la Guardia Civil está vigilando el tráfico en la recta de carretera que lo atraviesa. Las bocamangas de los uniformes son fosforescentes, muy brillantes. Uno de los guardias está delante de un coche aparcado en el arcén escribiendo en la fatídica libreta roja. El chofer intenta dar algunas explicaciones, a las que el agente parece no hacer demasiado caso. El resplandor de Guadalajara se hace dueño del ambiente poco después.

(N.A. Diciembre, 1987)

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