jueves, 21 de mayo de 2009

MARANCHÓN


Fue nada más abandonar la general por Alcolea cuando comenzaron a aparecer en los ribazos del camino los residuos, a manera de vedijas blanquísimas esparcidas caprichosamente, de la última nevada. A me­dida que uno se va aproximando al pueblo, sin dejar de contemplar a su alrededor el encanto de aquella naturaleza aletargada bajo los rayos de un sol ineficaz, la nieve va poco a poco tomando papeles de protagonismo.
Maranchón es un pueblo que se sale con mucho del campo de la ordinariez y que te va poniendo al tanto de su elegancia antes de llegar a él. A la entrada, nos saluda con la lozana arquitectura de sus torres : la de Los Olmos, entre el ramaje espeso de la ermita, y la parroquial, que se asoma hasta su mitad tras el declive del Torojón y del Altollano. En Maranchón coincide la calle principal con la carretera que lo parte en dos. Hay casas con fachadas señoriales, verdaderos palacios que uno difícilmente recuerda haber visto en ningún otro lugar de la provincia. Mansiones que hablan, con el expresivo mutismo de sus formas y de sus piedras, de un pasado todavía reciente que se fue a pique, nadie lo diría, por obra y desgracia del progreso.
-¡Ah! Eso es cierto. Cuando empezó a mecanizarse el campo, Esto se fue hundiendo, hundiendo, hasta llegar a lo que hoy es. Nada.
-Yo creo que usted exagera. Por lo que he visto, me parece un pueblo que nada tiene que envidiar a otros.
-Sí, no le digo que no; pero como esto no lo mueva nadie, al final nos tendremos que ir todos de aquí.
- ¿Y por qué dice usted que tuvo la culpa la mecanización?
-Claro que tuvo la culpa. ¿No ve que era un pueblo de muleteros y tratantes? Cuando vinieron los tractores, aquello se acabó y se fue la gente a otros sitios a buscárselas como pudo.
Marcos, que tiene una cafetería en la carretera, continuó sirviendo copas y cafés con leche al público del mostrador. En la cafetería de Marcos, recogida, hospitalaria, con ciervos cornudos en la pared y lám­paras de herraduras forjadas colgando del techo, la gente se juega al guiñote la consumición o pasa el rato simplemente al abrigo de una estufa de leña teñida de purpurina. A mi lado, un anciano muy sim­pático se toma en paz su copita de anís dulce. El anciano se llama Fe­lipe, Felipe Fúnez, y por la cara no debe andar más allá de los setenta.
-No tiene usted mal ojo. Hace poco que hice los setenta y uno.
-¿Se toma usted su copilla todos los días?
- Todos. Aquí, con la estufa y el traguillo, no pasamos frío.
-Pero se beberá una sola.
-No, señor. Me bebo tres, pero hay que empezar por una.
-Entonces, cuando caiga la tercera, casi le entrarán ganas de po­nerse a bailar el "Pollo".
-Cuando me bebo la tercera, bailo el "Pollo", la gallina y todo lo que haya que bailar.
-¿Se sigue bailando el "Pollo" todavía?
-Para San Pascual lo bailan aún; pero nada. Ahora, lo único que se hace es el gamberro. No lo bailan como se debe bailar. A la gente se conoce que no le van ahora esas cosas.
-¿Viene usted de Madrid?
-No, señor. Vengo de Guadalajara.
-Pues aquí hay mejores casas que en Guadalajara; se lo digo yo. Y eso que desde la última vez que estuve no parece la misma. ¡Menudo cambio!
Don Felipe se marchó del mostrador a ocupar su sillón junto a la estufa. Sigue entrando gente a la cafetería, huyendo quizás del frío de la calle. Félix Atance es comprador de cera, otra particularidad del Maranchón de los últimos siglos.
-Desde luego que sí, porque en mi familia venimos comprando cera desde mis tatarabuelos, cinco o seis generaciones atrás, y tampoco me importaría nada que mi hijo siguiera, si es que no se acaba la cera.
-¿Son muchos en el pueblo los que se dedican a este oficio?
-Ahora, tres o cuatro; pero antes hubo más de veinte cereros.
-¿Y qué es lo que hacen ustedes?
-Nosotros compramos el cerón de las colmenas y luego vendemos la cera por toda España. Compramos en todo Aragón, en Logroño, en la Alcarria, en Segovia, en Soria y en algunos pueblos de Valencia.
En Maranchón funciona todavía, con el mismo instrumental que entonces, un lagar donde se viene sacando cera desde el siglo XVIII. Una reliquia del quehacer laboral de la provincia que en este viaje no me quisiera perder.
-Sí, hombre; si viene Pedro, sí que lo podrá ver. Lo que es una pena es que en estas fechas no lo tengan funcionando.
Paseando sobre la nieve helada por algunos rincones del pueblo, suenan con fuerza desde su carillón en la torre las campanadas de las doce en el reloj del ayuntamiento. Las calles de Maranchón tienen nom­bres sugestivos que a uno le gustaría conocer en su origen: calle del Peligro, del Aniversario, de la Paloma, y plazas muy distinguidas como corresponde a un pueblo que a principios de siglo debió de rayar con las tres mil almas, y hoy, castigado como pocos por la garra de la emigra­ción, apenas pasa de las cuatrocientas.
La Casa Capitular, que así se llama al ayuntamiento, según reza un azulejo sobre la puerta de entrada, está en la Plaza de España; un rincón antiguo y recoleto donde el pueblo tiene, instaladas en viviendas diferentes, todas las dependencias oficiales del municipio.
-¿Cuál es, señor alcalde, el problema que hoy más le preocupa?
-El abastecimiento de aguas. Estamos intentando conseguir agua suficiente, pero los manantiales son pobres y el agua de vez en cuando se nos acaba. Para el pueblo es un verdadero problema.
-¿Cómo son sus convecinos?
-La gente es buena. Lo peor son los que vienen de fuera, como tem­poreros, que nos suelen complicar la vida, incluso con problemas de orden público alguna vez. No me refiero a los hijos del pueblo, no; hablo de los ajenos a él, que, por razones de trabajo o por otros moti­vos, nos caen por aquí.
-¿Continúa la emigración al mismo ritmo de los últimos años?
-No; esto se va sosteniendo. Los trabajos del uranio parece que de unos años a esta parte están sujetando un poco la población.
Hablé con don Alejandro Cendejas, el cordial alcalde de Maranchón, al calorcillo de una estufa de leña en la sala de Secretaría. Fuera, luce el sol, bajo cuyos rayos la nieve refulge al lado de las paredes. En la Alameda se ven, mortecinos, durmiendo su sueño invernal, los setos y las plantas de jardín que volverán a engalanar el pueblo, en casi toda la longitud de la carretera, cuando llegue el buen tiempo. Hay dos cosas para las que en Maranchón suelen poner especial empeño: el cuidado y ornamentación de la Alameda, y traer cada año un orador de renom­bre para cantar las excelencias de su Patrona, la Virgen de los Olmos, en la fiesta de septiembre.
En el bar de Marcos me esperaba, con las llaves de la fábrica, don Pedro Aparicio. El obrador artesanal donde se saca la cera desde 1712 no es una fábrica, según me aclaró don Pedro, sino un lagar. Luego pude comprobar con mis propios ojos que, efectivamente, así es.
-Yo llevo aquí trabajando desde el año 32, así que usted verá si sé cómo funciona esto. Antes estuvo mi padre.
El lagar, con todas sus dependencias y almacenes, ocupa un amplio caserón al que se entra valiéndose de dos llaves enormes que actúan de manera diferente sobre la misma cerradura. Después, un patio cen­tral cubierto de nieve en la parte que da a la sombra.
- ¡Cuánto siento que no pueda ver cómo funciona! En este patio es donde ponemos la cera al aire y al sol para que se blanquee.
El lagar es una nave sombría, pintada con el humo de muchos lustros, en la que destaca sobre todo la viga descomunal de la prensa y un pedrusco en tronco de cono que durante el trabajo utilizan de contrapeso. Un horno, dos depósitos llenos de un líquido viscoso sobre el suelo y varias pilastras labradas en piedra arenisca a su alrededor, completan la primera industria de Maranchón y una de las más anti­guas de la provincia, desde la que en los últimos siglos salieron tone­ladas de cera virgen a sitios tan dispares como Polonia, Canadá, Ale­mania y Rusia, entre otros.
-¿Cuánto pesará la viga?
-Pues no lo sé, exactamente. La piedra anda rondando los mil kilos, pero la viga no lo sé. Yo creo que pesará casi doble.
-¿Y todo este mecanismo lo mueven hombres?
-¡Anda! A uno solo le sobra fuerza para mover toda la prensa.
-¿Cómo se saca la cera con estos aparatos?
-Primero se cuece el cerón según viene de la colmena, en este horno. Después, con mucha agua hirviendo, se echa en este depósito y el agua se queda abajo, y ya sacamos el caldo para ponerlo en las pilas de piedra, que son los moldes. Cuando se pone duro se sacan los panes de 30 ó 35 kilos, que luego se vende o se exporta.
-Entonces, ¿para qué sirve la prensa?
-Hombre, la prensa es todo. El velón cocido en el horno hay que prensarlo hasta que suelte la cera líquida. Si no, sería imposible.
-¿Cuánta cera virgen sale de aquí cada año?
-Depende del año que sea. Ahora pueden salir unos 12.000 kilos.
-¿Suele venir el dueño con frecuencia ?
-No viene mucho, no. Es muy anciano ya don Melchor. Se pasa los inviernos en Madrid. Es que son casi noventa años.
Don Melchor Tabarnero, a quien quiero dedicar desde aquí mi pe­queño recuerdo, ha sido el todo en la fabricación de cera durante los últimos setenta años. Hoy, con hombres de su propia escuela como don Pedro Aparicio, quien tan gustosamente me acompañó al lagar, en el pueblo sigue encendida la llama de esta vieja tradición laboral que, injustamente, ha podido pasar anónima al conocimiento público du­rante más de dos siglos. En medio de todo, Maranchón, lección perma­nente de inquietudes y de valores que vive un poquito, pienso yo, a la sombra de su recuerdo en uno de los pueblos más bellos de la pro­vincia.

(N.A. Enero, 1981)

1 comentario:

Vélez dijo...

Muy interesante. Estoy haciendo un trabajo sobre Maranchón ¿dispone used de alguna foto de un maranchonero clásico?- Un saludo y enhorabuena.
Atentamente
Iván Vélez
ivelez72@hotmail.com