sábado, 24 de enero de 2009

BUSTARES


Por mucho interés que uno haya sido capaz de demostrar por el medio rural; a pesar de los indiscutibles valores que la vida sen­cilla conlleva siempre en su propio entorno, y aun teniendo en cuen­ta toda esa riqueza de peculiaridades insólitas, escondidas casi siem­pre, que cada pueblo procura conservar como legado de su íntima y personal historia, no era mi propósito en aquel viaje vivir tan de cerca y con semejante crudeza la aventura de una climatología de montaña así de caprichosa. Pocos días después, al intentar como ca­da semana poner en orden mi pequeño manojo de ideas para servirlas a nuestros lectores, uno encuentra en su cuaderno de notas, escrito con fatal caligrafía y prácticamente ilegible a causa de la humedad, una frase que todavía, al recordar las causas que la motivaron, produce en mi ánimo efectos escalofriantes: "Tengo miedo".
De paso por los Condemios, el cielo plomizo de la sierra y el in­tenso frío que me habían venido siguiendo ki1ómetros atrás camino de Bustares, comenzó a desvanecerse con desconcertante suavidad en una nevada estúpida y fuera de lugar, que cubrió el suelo en el escaso margen de unos minutos. Ya dentro del pinar, soportando impasible las nuevas formas que la nieve iba poniendo sobre sus ramas, el es­pectáculo que ofrecía el bosque se hizo indescriptible. Una imagen destinada a buen seguro a desaparecer con la llegada de la noche, a no ser vista por los hombres salvo en caso de error, accidente o sorpresa. Una ardilla luce juguetona entre los pinos la gracia de su cuerpecillo castaño saltando sobre el inmaculado tapiz. Los copos interfieren en su caída toda la luminosidad de la tarde y vienen a estrellarse contra los cristales del parabrisas. Bajando con marcada lentitud una cuesta, se adivinan través de los blancos brazos del pinar, como fondo de un precipicio a mi derecha, las os­curas techumbres, ahora blancas de nieve, de Aldeanueva de Atienza. Es aquí, creo recordar, cuando aparece en mi modesto cuadernillo de notas perdidas, la frase a que antes me referí. Miedo, sí. Miedo a la soledad, a la altura, a la distancia, al no saber qué hacer ni adonde pedir auxilio en caso de necesidad, perdi­do en medio de aquel cortinaje dantesco en el que lo menos aconsejable podría ser quedarse sin hacer nada.
Las estepas y el matorral que bordean por el poniente la falda del Alto Rey vienen marcando la pista que se gana poco a poco, sin prisa, con una desesperante lentitud hasta llegar a campo abierto En un claro que había hecho la tarde, apareció el pueblo extendido en un llano, al abrigo de la sierra cercana, en medio de praderas cercadas con piedra oscura.
Bustares es un pueblo gris, silencioso, con calles difíciles a las que los vecinos suelen salir desde sus casas por puertas de do­ble hoja que se abren en horizontal. Continúa nevando. El pueblo está solo. Dos ancianas miran con curiosidad al recién llegado es­condidas detrás de una puerta en la calle Mayor.
- Por favor, señoras, ¿dónde hay un bar?
En uno de los dos barecillos que tiene el pueblo hay tres niñas jugando al futbolín.
- Hola, nenas –les digo-¿Está el dueño por aquí?
- Sí, señor. Está por dentro.
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo me llamo Cristina.
- Y yo Yolanda.
- Y yo Purificación. Yo soy de Madrid. Si quiere le dejamos jugar, como nos falta una...
- No, gracias. Es que vengo con las manos heladas. ¿Tenéis colegio?
- Sí, señor; aquí somos muchos chicos. Vamos once a la escuela y te­nemos una señorita. Si quiere le digo cómo nos llamamos todos. Mi hermana Mari Sol es la mayor de la escuela. Se llama María de la So­ledad, pero no le gusta su nombre.
El establecimiento tiene un mostrador reducido, repleto en los estantes de botellas y latas de conserva metidas en cajitas de cartón. En la pared, adornada con almanaques y colgaduras, destaca un escudo de metal grabado en el que se lee: "Al Sr. Gamo y su espo­sa Avelina. Como reconocimiento al afecto y servicio demostrado".
- ¿De qué es esto, señor Ambrosio?
- Eso me lo regalaron por malo.
- Ah, pues aquí parece que quiere decir otra cosa.
- Es de un homenaje que nos hicieron para San Fernando los milita­res del Alto Rey. Tienen preparado allá arriba un trofeo para mi mujer, pero dicen que no se lo dan hasta que no suba a la montaña. El día del ho­menaje tampoco quiso subir.
-¿Bajan mucho por aquí los militares?
- Casi todos los días. Se llevan de casa el género y acuden a lla­mar por teléfono cuando lo necesitan; Algunos días llega cualquier chico de permiso y, si no puede subir por el mal tiempo, se queda a dormir en casa y no le cobramos nada. Parece que no, por eso de que se van unos y vienen otros, pero son agradecidos. Debe haber casi un ciento entre todos.
El señor Gamo, don Ambrosio, se dio cuenta enseguida de que éramos amigos y me hizo pasar a la cocina. Con una tacita de café caliente, viendo arder los troncos de pino en el fogón bajo y la caída suave de los copos por la ventana, la conversación se hace mucho más espontánea y familiar.
- Pues aquí, ya digo, quedamos los cuatro viejos. Al bar vienen algunos por la noche, pero, al no haber juventud, esto está como muerto. En agosto, con la cosa de la fiesta, parece que hay más vida, pero son cuatro días.
- ¿De qué viven?
- Aquí, de lo que más, de los cuatro animales. Habrá cerca de 1.200 cabras. Luego, ovejas y vacas también hay, pero muchas menos. Total, para las cien personas que seremos en el pueblo, tampoco se necesita tanto. ¿No le parece?
Por las calles de Bustares, sin demasiado miedo a las inclemen­cias, reparte la media docena de cartas que llegan cada día, un hombre bien conservado, aunque metido en edad. El hombre se llama Este­ban, Esteban Morales Llorente, héroe anónimo con un nutrido histo­rial de servicios sobre sus piernas.
- Pues, alrededor de los cuarenta años repartiendo cartas, ya ve usted.
- ¿A cuántos pueblos sirve?
- Ahora a siete. Antes llevaba Aldeanueva, Villares de Jadraque y Bustares. Después me dieron Las Navas y El Ordial, y, últimamente, me agre­garon también Gascueña y Robledo.
- ¿Escribe mucho la gente?
- Nada. Con el teléfono y los precios de las cartas, la gente escribe muy poco; pero a los pueblos hay que ir de todas formas.
- Los habitantes, también escasos, ¿verdad?
- Muy pocos, sí. En El Ordial, por ejemplo, ahora no queda más que un matrimonio.
- ¿Cómo se arregla usted en los días cortos para atender todo?
- En invierno, me arreglo echando mano a la noche, no hay más remedio. Y eso que ahora lo hacemos en coche.
- ¿Llegan periódicos de continuo?
- Algunos, sobre todo a los ayuntamientos. La gente lee muy poco. Yo, desde la guerra no he leído ninguno.
- ¿Y eso?
- Pues mire, cuando estuve en el Ebro compré luego el papel a ver qué decía de todo lo que pasó allí, y eran todo mentiras, así que, como son tan embusteros, no leo ninguno.
- ¿Es Bustares el mejor de todos los pueblos que lleva?
- Hombre, es mi pueblo. Yo qué le voy a decir. Antiguamente de­cíamos:

Bustares ya no es Bustares
que es un segundo Madrid,
quien haya visto en Bustares
vivir la Guardia Civil.

- Ah, que tuvieron cuartel antes.
-¡Qué va!. Es que vinieron a robar al pueblo, y la Guardia Civil estuvo aquí custodiando más de un mes seguido. Por eso sacaron la copla.
- Lo que me admira es no ver ni una sola alma por la calle.
- La gente, estando el tiempo así, ya se sabe, se mete en la cocina. Lo peor es que hay muchos en el campo con el ganado, y eso es malo.
Soportando con agrado el intenso frío del atardecer, uno se ex­tasía ante la estampa bellísima de la espadaña de la iglesia envuelta entre el caer de la nieve a media luz. Cruza por delante de la portada ro­mánica de la iglesia, un pastor embozado en su manta de cuadros. Bustares es, a esta hora en que las luminarias tenues de las bombi­llas comienzan a aparecer en cada esquina, un pueblo que invita a la meditación. En Bustares hay fama de mozos delanteros, incasables porque las mozas se fueron a Madrid nada más cumplir los catorce años, dejando truncada irremisiblemente la razón de su propia vida. Hoy es aquel un pueblo del que, ni aun para lamentarse, se oye su voz; un pueblo como encantado, durmiendo un sueño perpetuo bajo la inmensa mole del Alto Rey.

(N.A. Mayo, 1981)

viernes, 23 de enero de 2009

BUJARRABAL


BUJARRABAL

Acabamos de atravesar Sigüenza con toda la fuerza del calor de la tarde. Es verano. La Ciudad Mitrada tiene el personalísimo don de ser hermosa aun cuando la adversidad climatológica del momento, la hora o la estación, en nada colaboran para resa1tar sus bien conocidos encantos. La bella Sigüenza, amigo lector, tiene la gracia de sacar un ­piropo a los bien nacidos cada vez que por ella pasan, y uno cree con ello cumplir un deber de justicia.
Damos vista a Bujarrabal quince minutos más tarde; antes hemos dedicado un instante tan sólo a ver de paso los fantásticos torreones del castillo de Guijosa. La vieja villa de Bujarrabal es hoy un caserío largo y evocador, casi deshabitado, rayano con las tierras de Soria a la altura de las primeras estribaciones de Sierra Ministra.
En una plazuela en alto que aquí llaman de la Soledad Baja, hay un hombre de mediana edad tumbado sobre las losas a la sombra de una acacia. El hombre me ha dicho que se llama Inocencio y es agricultor. Me habla con el peso del calor y de la soñarrina, medio incorporado sobre la manta que le sirve de colchón. Inocencio tiene a estas horas el ánimo afectado de pesimismo. Uno siente haberle robado sin pretenderlo su ratillo reparador de reposo a la sombra del árbol, tan sabroso para los campesinos que deben tirarse a las inclemencias del sol cada tarde en el horno insoportable de las rastrojeras, crisol en el que se fundieron las almas nobles y los cuerpos recios de quienes dieron a luz esta Castilla de nuestros pecados.
- Ya no quedamos en el pueblo más que cuatro de ellos.. Estamos aquí y no sé por que.
- Pues tienen un campo estupendo. Esos llanos de la vega son una envidia.
- Sí que lo son; pero este año los achicharra el sol sin echar una espiga. Con dos días más como éste, ya hemos echado el verano.
- ¿Tienen ustedes ayuntamiento o dependen de otro?
- Dependemos de Sigüenza. Nos dijeron que si nos queríamos agregar a Alcolea, pero, nos había dado igual. Ninguno nos hace caso…
- Y con este terreno y esta tranquilidad, ¿no les da por volver a los que se fueron del pueblo?
- Aquí no vuelve nadie. Quince días en agosto y pare usted de contar. Uno ha vuelto. Se metió en un hatajo de ovejas, y por ahí anda el hombre, medio perdido como los demás.
- Qué bonito tienen todo esto con los tiestos.
- Ahora sí; los sacan para el verano. En cuanto llega el otoño los tienen que coger las mujeres y aplicarlos en casa. Por aquí cae de cada hielo y de cada escarcha que arrastra con todo.
- ¿Cómo se llaman las flores de las acacias?
- Pues no lo sé. Por aquí les decimos paniquesillo.
Por los llanos de trigal de la Solana, entrecruzados de acá para allá por los caminos blancos de la concentración, está el río Valdelázaro, o su cauce, porque el río baja seco, y al otro lado el cerro del Redero. Lejos de Bujarrabal, pero en limpia visión desde extramuros, se ve casi en su totalidad el pueblo de Alcolea del Pinar, alzada sobre el manto raso de las viviendas de tejados ocre, asoma la torre puntiaguda de su iglesia que tantas veces hemos observado de cerca desde otro ángulo de la carretera.
Andamos por calles de tierra y canto en donde crece la hierba.
Una perrilla lanuda sestea dentro de la yedra de un paredón. En la plaza del Juego de pelota, la verdadera plaza de Bujarrabal abierta al campo, hay una señora, aclarando ropa bajo el grifo de una fuente­cilla de cemento. Me dice la mujer que lo peor que tienen en el pue­blo son las comunicaciones, que no hay derecho, que a ver si los que mandan hacen caso de una vez.
- Mire, si algún día nos pasa algo o queremos ir a comprar a Sigüenza, no tenemos con qué. Si quieres llamar a un taxi te cuesta dos mil pesetas. Y así nos pasa. Un pueblo que fue en tiempos mejor que Alcolea, y ya ve usted, veinte personas para el caso.
En la airosa espadaña de la iglesia juegan las palomas que luego se resguardan a la sombra de los vanos. El sándalo crece al lado de la pared favorecido por la humedad de la fuente.
- ¿No ha visto usted la iglesia por dentro?
- No señora. Por fuera ya veo que es un monumento; y por dentro, según me han dicho, tiene un retablo algo devino.
- Pues, suba usted por esa calle que, si se la quieren enseñar, mi sobrina tiene la llave.
Por las estrechas callejuelas de Bujarrabal apenas reciben los ojos otra impresión que la de la piedra vieja, y los oídos el canto del gorrión y el ladrido de los perros. Cuando paso junto a, el señor Mariano Ambrona me indica cuál es la vivienda de su convecino Antonio Bacho, el hombre que tiene la llave, y se viene conmigo a pedirla, y me presenta a los dueños de la casa que nos la entrega. El propio Antonio Bacho nos acompaña hasta el pórtico arqueado por el que he­mos de pasar al templo.
El pórtico de la iglesia de Bujarrabal es un lugar sombrío. Tiene a la caída un pequeño atrio invadido por la hierba. Se ve que en el pueblo no quedan niños que retocen por aquellos paredones medio en ruina, que jueguen por allí, que impidan que la hierba nazca donde debieran de pisar los hombres.
- ¿Que no quedan niños, por lo que veo?
- Menos tenían que quedar aún. Cuando vienen el sábado los de Madrid parecen potros salvajes. Esos sí que arremeten con lo que pillan. ¡Anda y diles algo!, que no te hacen ni caso.
Se llega al interior por doble arcada que aseguran dos portonas de entrada diferentes, si bien, nosotros lo hacemos por otra late­ral que Antonio consigue abrir después de hurgar con la llave unos instantes en la cerradura.
- Hay veces que se abre bien, pero otras…
Es cierto que ver, aunque sólo sea de paso como yo lo hice, la iglesia de Bujarrabal, merece la pena. El silencio más absoluto y la quietud con que las cosas están, en medio de este frescor conventual que tienen siempre los viejos templos pueblerinos, es a cualquier hora del día como un relax apetecible para el cuerpo y un alivio para el espíritu. Un colosal retablo renacentista, fondeado por dieciséis tablas originales en las que se representan diversas escenas de la vida de Cristo, y bustos, al pie, de los cuatro evangelistas, roban al en­trar la mirada y la atención del visitante que apenas da crédito a lo que ven sus ojos. La cobertura es a modo de bóveda de las de medio cañón, recorrida por artísticas nervaduras. Por cuanto a imaginería, destaca una talla de San Miguel, un conjunto escultórico con la escena del Calvario, y una imagen muy antigua de Santa María, presidiendo desde la hornacina principal del retablo la espaciosa nave. Abajo, entre las columnas barrocas de un curioso templete, hay otra imagen moderna y sin mayor interés, que representa al Corazón de Jesús.
- Aquí, la patrona del pueblo es Santa Yocunda
- Raro nombre, ¿verdad?
- Pues sí. Siempre ha sido el 25 de noviembre, pero últimamente se pasó al verano. Ahora se le hace la fiesta el último domingo de julio. En la capilla de Santa Yocunda hay un Cristo barroco que tiene co­mo respaldo cuatro pinturas de santos: San Juan Bautista, San Francisco de Asís, y otras dos santas vírgenes que uno no consigue reconocer, ­ni sus acompañantes tampoco.
- Mire la pila del bautismo. Dicen que tiene mucho valor. Puede que haga más de treinta años que no bautizan a ninguno.
- Qué pena, ¿verdad? Eso es lo que acabará con los pueblos. Tienen una iglesia que es un capricho.
- Lo destrozan todo. Nos lavamos las manos por fa1ta de autoridad, pero lo destrozaron todo. Así no hay manera. Y luego las chispas también han hecho aquí muchos males.
- Seguro que tendrían hasta su buen órgano.
- Ya lo creo, y bueno que era. Dicen que era como el de la catedral.
El final fue un paseo rápido por las solitarias callejuelas de la villa. En un rincón preciso de las afueras hay un anciano sentado sobre las piedras roídas de un paredón. Pertenecieron, se ve, a alguna fortaleza o casona feudal de hace varios siglos. El viejo me informa con las mismas palabras que lo haría cualquier otro de cualquier lugar del mapa.
- Era, un castillo de cuando los moros. La gente lo ha ido desbara­tando para sacar piedra, y así está. Ya no queda de él más que eso poco.
Aunque desde que llegué ha pasado casi media tarde, los pocos hom­bres y mujeres que encuentro por las callejas de Bujarrabal siguen como escondidos a la sombra de los portales. Se ha levantado un vientecillo ligero que mimbrea las ramas de las acacias. El campo al sa­lir permanece solitario, muy quedo. De las hazas de mies vuelan, de un sitio para otro, las codornices.
(N.A. Agosto, 1983)

jueves, 22 de enero de 2009

BUJALARO


A mitad de mañana, en uno cualquiera de los días anónimos que completan el calendario, Bujalaro, inmerso todo él en la sutil quietud del otoño, se ofrece ante los ojos como un lugar apacible, como un recóndito y fugaz descansillo cargado de bienestar. En la plaza de la fuente, que la carretera divide en dos a poco de entrar en el pueblo, sólo se escucha el ladrido lejano de algún caniche espantando su sole­dad en las callejas de extramuros, el rumor incesante de los chorros de fecundo manar y el canto entremezclado de los pájaros que se ocul­tan en la fronda otoñal y decadente de su olma centenaria. De tarde en tarde, resuena en el silencio de la plaza el estampido de algún mor­tero de carburo, que los hombres del campo acostumbran a emplear como espantapájaros para la guarda de sus viñas.
La parte noble de la plaza de Bujalaro la ocupa su fuente pública, en la que los caños surgen por ambas caras de un muro escalonado y se consuma en lo más alto con la figura superpuesta de un antiquísimo león de piedra, al que los años y los siglos se encargaron de desfigurar en sus más elementales rasgos. Por encima de la fuente, los árboles le tienden su ramaje como dosel.
-Oiga: ¿cuál de los hijos del tío Domingo Pérez es usted?
-No; no, señora. No soy hijo del tío Domingo Pérez. Yo no soy de aquí.
- ¡Anda! Pues me había parecido que era usted el que estaba en Canarias.
Encontré a doña Eusebia González barriendo la puerta de su casa en la calle de la Iglesia. Doña Eusebia es una anciana sencilla­mente encantadora; una mujer de simpatía innata con la que por mi parte hubiera pasado muy a gusto media mañana de conversación.
- ¿Qué le parece el pueblo?
-Bonito. He visto muy poco, pero me parece un pueblo hermoso. -Eso dice todo el que viene. ¡No ve que han arreglado todas las casas! Vaya usted a ver la iglesia.
-No faltaría más. Si usted lo dice... ¿Dónde vive el señor cura?
-Pues mire usted, no vive aquí; viene de Mandayona. Vaya a pedir la llave y la ve.
- ¿Tiene usted familia?
-Sí, señor. Lo que pasa es que los hijos los tengo en Alcalá y en Madrid, pero ellos tienen aquí su casa y vienen mucho.
Al dar la vuelta por las calles que circundan la iglesia de Bujalaro se cae de nuevo en la plaza, debajo de la olma cuyas sombras y volú­menes inundan y enriquecen el espacio al otro lado de la carretera. El sol de la mañana choca de plano sobre la pared de mampostería y sobre la puerta en arco de la ermita de San Pedro. Cruza, ensorde­cedor, con dirección norte, un avión a punto de rascar su vientre gris con las rocas del pequeño altozano que, sin haber tenido, que se sepa, fortaleza alguna montada sobre su lomo, en el pueblo conocen por El Castillo.
Tere Butrón, una jovencita estudiante de Medicina que vive a la entrada del pueblo, me acompañó hasta la casa de doña Teodora Mo­reno, muy cerca de allí. Tere deja entrever en su conversación todo el porte de una muchacha sencilla y educada, que se identifica plenamente con su pueblo, a pesar de no vivir en él por razones de estudios.
-Aquí queda ya poca gente. En invierno estarán menos de doscien­tos. Cuando llega el verano, entre estudiantes y muchos hijos del pue­blo que vienen a pasar sus vacaciones, entonces somos muchos más.
-¿Qué tal se vive en Bujalaro?
-De comodidades, no está bien, en el sentido de no tener a mano establecimientos de importancia y algunas cosas que siempre se hacen imprescindibles. Ahora, en las casas, la gente tiene de todo.
La llave de la iglesia suele estar siempre en casa de doña Teodora, que, dejando para más tarde las urgencias domésticas, vino conmigo muy gustosa para que pudiera ver el templo con tranquilidad. La por­tada de la iglesia de Bujalaro queda a la sombra de unos árboles des­pués de haber pasado la verja que cierra el recinto. Es una preciosa pieza de arte plateresco, construida, según reza, el año 1540, en honor y honra de Santa María "Reina de los Cielos y Señora de los Ángeles".
Preside todo el complejo artístico una imagen de la Virgen en piedra roída por las aguas, los hielos y los vientos de más de cuatro siglos. En su interior es una iglesia, no demasiado grande, que muestra al vi­sitante la perfecta conservación de su artesonado mudéjar y un retablo corto en tamaño y largo en contorsiones y motivos barrocos muy propio del arte español del dieciocho. En el presbiterio, un altar de cara al público con las sabanillas alzadas y recogidas sobre el ara.
-Pues mire: lo ponemos así porque entra un gatillo y se pone a jugar con los flecos hasta que los rompe. No es que esté bien esto, pero así ya no se puede subir.
Muy cerca de la iglesia, carretera arriba, hay un jardín a manera de plazoleta, donde crecen las plantas ornamentales y el sauce llorón. Tiene el suelo de piedra labrada, a la que, con el mejor criterio, le quisieron respetar sus accidentes naturales. En la pared del fondo, un bajorrelieve esculpido con un busto y la inscripción: "A don Carlos Martín Álvarez. Bujalaro". Se hizo el jardinillo por prestación personal del vecindario en 1975, y es un homenaje permanente al padre del ex­ministro Martín Artajo, cuya familia, parece ser, está vinculada al pue­blo desde hace tiempo.
A Juanjo Butrón, hermano de Tere, lo encontré por casualidad una hora antes de marcharse al trabajo. Es un muchacho que conoce como pocos la vida de su pueblo y fue para mí, ciertamente, un hallazgo que nunca me cansaré de agradecer. Saludé a Juanjo a la sombra de un olmo que haya la puerta de su casa.
-Este olmo, dice mi abuelo, es media vida.
Se oyen mujeres hablar en el lavadero próximo. Por el camino de la Guadina sopla el aire fresco que llega de la sierra y, al lado mismo, las primeras huertas del Vadillo que sus propietarios suelen regar con aguas sobrantes.
-¿No afectará el agua del lavadero a las hortalizas?
-Claro que afecta. Estas huertas de arriba, sanitariamente dejan mucho que desear. La gente las va abandonando por su cuenta, sin que nadie les diga nada.
En las huertas del Samoral, a orillas del Henares, uno tiene que admirar sin condiciones la capacidad y el buen hacer de las gentes del pueblo. Más de diez hectáreas de terreno van siguiendo el curso del río, en las que se puede cultivar, con seguridad de éxito, siempre que las heladas de mayo lo permitan, toda clase de hortalizas. Campos per­fectamente delimitados en tablares y eras por donde corre el agua su­ficiente hasta calar a fondo las raíces de la última planta.
-Hay gente que trabaja la huerta muy bien. Como cada familia tiene la suya, es una labor que todo el mundo conoce.
-¿Contribuye la huerta a la economía del pueblo?
-Sí; por supuesto. La gente gasta durante el año productos de su huerta; nunca para vender. Son huertas que vienen muy bien al pue­blo, pero que solamente alcanzan al autoconsumo.
-¿De qué se vive en Bujalaro?
-Bueno; aquí hay diecisiete personas que diariamente se desplazan a trabajar a Jadraque o a Matillas; trece agricultores; cinco ganaderos, con poco más de mil cabezas entre todos. Aparte de eso, la jubilación y las huertas.
De regreso, se ven al fondo, como alineados, uno tras otro, los ce­rros del Frontón, las Casqueras y el Pico Francés, primeras manifes­taciones orográficas de la Alcarria Alta, ya en aquel término municipal. En el bar de Andrés no hay apenas clientes a esa hora de la ma­ñana. Allí supe que el pueblo necesita una revisión seria del alumbrado público a causa de las nuevas edificaciones, que la concentración par­celaria se extienda a terrenos de huerta y arbolado, y un puente sobre el Henares a la altura del ferrocarril, entre otras cosas.
En los barecillos escondidos y familiares de los pueblos a uno le encanta escuchar viejas historias, que a veces se oyen en labios de sus propios protagonistas. Entre Bujalaro y su vecino Jirueque nunca fal­taron hazañas y curiosos episodios que contar.
-Pues mire usted: cuando el Telesforo, de Jirueque, se casó con la Eufemia, que era de aquí, los mozos se llevaron el badajo de las campanas para fastidiarles la ceremonia; luego decían que tuvieron que tocar con una manta. Otra vez vino uno de Jirueque dándoselas de que se habían llevado la mejor madera del pueblo regalada por un propie­tario de aquí; fueron los mozos una noche, se trajeron la madera y les quitaron hasta el mayo.
y así las historias se suceden sin interrupción, sacando a la luz el carácter indomable y simpático de toda una raza.
-Una noche del día de los Santos, hace ya muchos años, salieron los mozos del pueblo en procesión, disfrazados con sábanas y una vela encendida dentro de una calabaza con agujeros puesta sobre la cabeza. Iban derechos al huerto del Chocolatero, porque el guarda presumía de que a él nadie le quitaba las peras. Los mozos, con aquella indumen­taria, mientras las campanas de la torre tocaban a clamor, iban can­tando:

Antes, que éramos vivos
íbamos por los caminos;
ahora, que somos muertos
vamos por los huertos.

Cualquiera se puede imaginar el paso que cogió el guarda por las huer­tas arriba hasta que se metió en su casa. Al día siguiente no había peras.
Esto es Bujalaro para quien tan sólo estuvo en él unas horas. Pueblo alegre, trabajador, habitado por buenas gentes, del que me traje un agradable recuerdo, algunos amigos más y una docena de tomates con que me obsequiaron metidos en una bolsa.

(N.A. Noviembre, 1980)

BUENAFUENTE DEL SISTAL


Al doctor Herrera Casado
con mi admiración y amistad de siempre
.

- Buenas tardes. Perdonad, no sé si vengo con el camino equivocado. Voy al lugar de Buenafuente y me parece que está demasiado lejos, que no se llega nunca.
- Pues ya ha llegado usted. A menos de un kilómetro tiene el empalme. Pero, Buenafuente no es un lugar, es un monasterio.
- Lo sé. Muchas gracias.
Iban paseando las dos jóvenes por el arcén de la carretera con un manojo cada una de espliego y de tomillo arrancado del terraplén. Las muchachas tienen las dos el aspecto inequívoco de ser de lejos.
El viejo monasterio del Císter y la moderna residencia de ancianos se encuentran juntos, asentados en el fondo de una hoya que cercan montañas ásperas, sin más vegetación que las sabinas que sirven de preludio al Alto Tajo, y huraños matorrales tapizando las laderas que ba­jan hasta los mismos muros del histórico cenobio.
- ¡Hola! ¿Qué se hace el hombre?
El hombre no se hace nada, no contesta, debe andar durillo de oído. El viejo se me queda mirando fijo, sin pestañear, agarrado a la cabeza del bastón. Luego agacha la vista y sigue como meditando en su si­lla de ruedas al abrigo de la muralla. Al bajar, una hermanita de las de Santa Ana trajina en una lavadora automática de las de gran cabida. En el leve cercado donde está la fuente hay más viejos y más viejas al pie del edificio en donde los acogen.
La fuente, la tal Buenafuente que da nombre al monasterio, queda en el interior de la primitiva iglesia románica que procuraré ver un poco más tarde. Aquí, en realidad, llega íntegro el caudal que mana dentro y que sirvió de base a la construcción del monasterio, pero a modo de desagüe. Un monolito blanqueado de enjalbegue, levantado según consta en 1898, nos permite beber un trago largo del agua de los milagros. En la expla­nada de la fuente, donde las hermanas tienden la ropa a secar y pasean los pupilos sin necesidad de salir del monasterio, hay algunos fruta­les en deshoje y espinas secas de las zarzamoras.
- ¡Hermana! ¿Sería posible que don Ángel me dedicase unos minutos?
- Yo creo que sí. Acaba de llegar de Molina y hasta las seis no tiene la meditación. Lo peor será encontrarlo. Suba usted hasta su casa. Está al final, pasando por el arco de arriba.
Al subir, me detengo a mitad de las escaleras para ver sin prisas y con detalle la portada románica de la primitiva iglesia, construida ha­cia el siglo XIII. Algo diferente a lo que conocemos de otros lugares de la provincia. La puerta está cerrada; la entrada a la iglesia se ha­ce por otra que hay unos pasos más abajo. Al atravesar el segundo arco uno se va encontrando con tablitas indicadoras que tienen escrita la palabra "silencio”. Ya arriba me adelantan las dos jóvenes que encontré ­en la carretera. Las dos andan sin decir palabra por estos vericuetos, con los ramos de espliego y de tomillo en las manos. Cuando llamo en la casa donde me habían indicado que vivía don Ángel, en principio me di­cen que no está. Creo que no me falta ninguna dependencia más sin pre­guntar por él.
- Sí, espere un momento, que enseguida sale.
Don Ángel Moreno, el sacerdote, joven más bien, alto y con el pelo ligeramente gris, es natural de Trillo. Su condición de fundador de la "Misión Rural”, sin dejar por ello de ser a la vez párroco de los cin­co pueblos de la comarca, hacen de él una de las personas más admira­bles con las que, en este mundillo nuestro de evasiones y de desintereses, uno se haya podido encontrar. Don Ángel Moreno fue elegido, no hace tanto, castellanomanchego del año y popular de "Nueva Alcarria”. En sus días de vacación y en los escasos minutos libres que pueda dejarle tan­to quehacer, atiende espiritualmente a cientos de personas cada año llegadas de distintos lugares de España, en las reconocidas y bendecidas ­Jornadas de Oración que él personalmente dirige. De paso hacia la capi­lla nueva me lo va contando un poco someramente.
- Todo el verano sin parar tenemos Jornadas de Oración. Asisten durante ocho días religiosos y seglares, de todo, a vivir en oración, un poco apartados de sus preocupaciones y de sus quehaceres habituales. Cuando uno de esos cursos concluye, inmediatamente comienza otro.
- ¿Cuántos asistentes suelen tener cada vez?
- Por término medio unos cincuenta o sesenta. De distintas regiones de España y algunos del extranjero. En julio vienen jóvenes a colaborar en las tareas del monasterio.
La capilla nueva constituye todo un alarde de imaginación y de comodidades, como un sueño medieval trasladado a nuestros días. Se construyó recientemente con motivo del centenario de San Benito. Cuando entramos había en piadoso silencio tres hermanas del Císter, otras de la, Misión Rural, hombres y mujeres de todas las edades recogidos en medi­tación. Al fondo, el singular Cristo románico de Buenafuente, la más va­liosa talla de aquel arte del XII que conservamos en nuestro patrimonio.
Una vez fuera, sin que uno desee abusar del escaso tiempo del que dispone don Ángel, todo vuelven a ser nuevas preguntas a las que sigue una con­testación amable.
-¿Es conocido el origen de todo esto con exactitud?
-Sí; puede fijarse en el año 1177, cuando unos frailes Agustinos procedentes de Francia se afincan aquí. La construcción del monasterio y su repoblación con monjas procedentes de Casbas (Huesca) llegaría poco después.
­- ¿Cómo fue el hecho milagroso que se dio con el agua de la fuente?
- Todo es leyenda. Se cree que don Alonso, señor de Molina, quedó cu­rado de una enfermedad penosa al beber de estas aguas. Se lo comunicó a su hermano, el rey Fernando III, hablándole de una "buena fuente”, con cuya agua había recobrado la salud, y sobre ella se construyó la pri­mitiva iglesia. Lo del Sistal, es palabra que procede de Císter.
Trae infinidad de personajes importantes que tuvieron relación con él, después de una serie de vicisitudes comunes a las de otros monaste­rios no lejanos, el de Buenafuente llegó a sentir en sus piedras la ga­rra demoledora del abandono amenazador de ruinas. Fue en 1971, gracias al celo pastoral y apostólico de un joven sacerdote que, con quince años más ahora, me acompaña, cuando estas piedras venerables y estos caminos perdi­dos comienzan a renacer. En 1973 se cuenta con los primeros amigos de Buenafuente, y en 1977 se funda la Misión Rural, que atiende a un buen número de ancianos de la comarca en sus propios domicilios, más otros catorce en la actualidad que viven como residentes perpetuos y son atendidos en las modernas instalaciones. Los costes, en buena parte, a car­go de la Diputación Provincial.
- ¿Los residentes no suelen salir nunca, creo?
- Algunos sí; los que tienen casa en el pueblo y su salud se lo per­mite, se marchan a pasar alguna temporada durante el buen tiempo. Pero lo normal es que no salgan de aquí .
- ¿Y los no residentes?
- A esos se les visita en sus casas, se les lava la ropa y se les asiste en asunto de medicinas y de limpieza personal sobre todo.
- ¿Suelen ayudar en algo los que viven aquí?
- Los que pueden hacerlo sí que ayudan. Les gusta mucho cuidar sus huertos, los conejos y demás. Eso lo llevan con tanto interés como si fueran propios. No todos lo pueden hacer, naturalmente.
La casa es un verdadero balneario. La limpieza, la comodidad, los cuidados, son la nota distintiva de la residencia. Las habitaciones suelen ser dobles o personales, también las hay para matrimonios, por si se diera el caso. Todas adaptadas en servicios a las incapacidades de algunos residentes. La sala de estar, donde tienen la chimenea de leña, la televisión y algo de biblioteca, con grandes ventanales acristalados de cara al campo es una delicia. Cuatro o cinco ancianas se ­encuentran allí en este momento, algunas se ocupan en hacer ganchillo. Doña María Cortijo, del Villar de Cobeta, tiene 85 años y es la más anciana, de la reunión.
- No se quejarán ustedes.
- No señor, no nos quejamos. Estamos muy bien.
-¿De qué otros pueblos son?­
- Pues de las que estamos aquí, somos dos del Villar y dos de Ablanque. Nos distraemos en hacer alfombras y ganchillo y esas cosas algunas veces. Los que saben leer cogen también libros para enterarse de las cosas.
La visita, un tanto apretada a Buenafuente, se vino a completar con un vistazo a la primitiva iglesia románica, cuya portada pude ad­mirar desde fuera hace una hora. La iglesia tiene nave única, con co­bertura muy alta de bóveda apuntada, otra portada gemela con la del exterior dentro de la clausura, y retablo barroco del XVII con la imagen de la Madre de Dios y dos santos señeros en la vida del Císter: San Benito y San Bernardo.
- Nos gustaría descubrir los restos de doña Sancha Gómez y de doña Mafalda, su hija, señoras de Molina. Tenemos localizado el sitio exacto donde están, pero necesitamos una ayuda para realizar los trabajos. Ya veremos.
Pasaríamos después a una sala contigua, fresca y conventual, dedi­cada a museo o archivo visible de documentos importantes y a custodiar la interesantísima colección de sellos reales, de señoríos y de concejos, que en su momento tuvieron relación con la época funda­cional y siglos posteriores de la historia del monasterio. Tanto los documentos, como los sellos que aparecen colocados en sus correspon­dientes vitrinas, son fotocopias o reproducciones exactas de los ori­ginales.
- El más antiguo es éste de Alfonso VIII, fechado en 1177, y el más importante pudiera ser este otro del 17 de mayo de 1245, en el que se autoriza a las monjas de Casbas que vengan a Buenafuente a ocupar las nuevas instalaciones. Las monjas Bernardas vendrían un año más tarde, un poco amedrentadas por la soledad de estos parajes.
Aquí descansan, sin que se haya podido precisar el lugar exacto, los restos mortales de la primera abadesa de Buenafuente, doña Marquesa, hija de doña Sancha señora de Molina. Todo un sinfín de recuerdos y de personajes de los que -unos los registran las crónicas y otros ­trajeron a nuestros tiempos este valioso legado, testigo luminoso de una vida pretérita de la que se alimentó durante años y siglos la manera de ser de nuestros pueblos y de nuestras gentes.
Aquí, a. la vera de sus cansados sillares, el mundo se deja ver de manera distinta. Como un aliento de su añosa religiosidad, la vida mo­nástica tamizada en el frío cedazo de los sig1os, inunda de serena paz los campos solitarios que avecina el río Tajo, donde las aguas -la Historia así lo cuenta- tienen poderes que van más allá de las pro­pias fuerzas de la Naturaleza.

(N.A. Noviembre, 1986)

miércoles, 21 de enero de 2009

BUDIA


Una Alcarria de lastra y de barbechos, de chaparral y tomillo, nos viene acercando al pueblo después de alcanzar el desvío que hay en la carretera de los pantanos. Mañana luminosa de invierno y vientos de la lejana sierra que sacuden a su paso las crestas de las encinas y do­blan hasta besar el suelo los yerbajos secos en los eriales. Por un mo­mento se aciertan a ver como fondo entre las sinuosidades del terreno las Tetas de Viana; luego, antigua, muy señora, arropada por la vege­tación y protegida por algunos montes que la circundan, la villa de Budia.
La plaza moruna de don Camilo ofrece al visitante en estas prime­ras horas del día toda la serenidad y el lustre añejo de la Cast1lia de los Austrias. Con su danza de aleros sobre el pavimento azul de los cielos de la Alcarria, su maderamen roído por agua de tantas lluvias, sus columnatas y sus hierros forjados que preside con toda su esbeltez la torre del ayuntamiento, Budia pone al descubierto desde allí, como desde cualquiera de los ángulos que la conforman, el encanto indes­criptible de su viejo señorío.
El pueblo se hace tipismo en la Cuesta de Molina, donde queda, como regalo para los ojos del que llega nuevo, uno de los rincones más bellos que haya podido ver. La Cuesta de Molina tiene allá arriba la fachada en piedra noble de una casona por la que se siente curiosidad.
-¿Qué es aquello, oiga?
-Aquello es una casa muy antigua de unos que no viven aquí. -Me había parecido un convento.
-No, no. Es una vivienda que menuda la tienen por dentro. Igual que un palacio está eso.
Conocí a don Bernardino Sanz arreglando unos fusibles de la insta­lación en la puerta de su almacén de vinos. Tiene don Bernardino una simpática bodega, a la usanza tradicional, donde pasamos nuestros mi­nutos de charla junto a los toneles de madera apilados al lado de la pared.
-Estas cubas, ya se sabe, se acabarán también por culpa de los vinos embotellados. Antes, yo me acuerdo que se traían en pellejos, pero tenían muchas averías: se pinchaban, se descosían... aquello era muy sucio. Luego vinieron las cubas de madera de roble, que serán poco prácticas, yo no lo discuto, pero hacen el mejor vino, digan lo que digan.
- ¿ Se bebe mucho en la Alcarria ?
- ¡Qué va! Vino, muy poco. Yo creo que es un disparate, porque bebido con moderación es lo más serio que hay, pero la gente se va a la cerveza.
-¿A qué se debe el buen nombre de Budia por todas partes? -No es que este pueblo tenga fama, creo yo. Aquí lo que más fama ha tenido fueron los bizcochos crispines, que todavía se siguen hacien­do, pero que no son, ni mucho menos, como los de antes. Lo que ocurre es que, de toda la contorna, es éste el más importante en indus­tria y en comercio, y eso atrae a mucho personal de toda la zona.
-¿ Qué industrias son ésas?
-Bueno; industrias de comercio, quiero decir. Tenemos dos taho­nas, carnicería, pescadería, cuatro tiendas, almacén de vinos y, luego, es también cabecera de médico y concentración escolar. Hay cuartel de la Guardia Civil y, en fin, muchas cosas que no las tienen todos los pueblos.
Dando la vuelta por la parte alta, al pie del cerro de Cuesta Ca­beza, se viene a caer de nuevo en la Plaza Mayor. El ayuntamiento de Budia está encima de los soportales. Es un edificio en pésimas condi­ciones que se debió levantar aprovechando las columnas y los arcos de otro más antiguo todavía. Por entre las portonas de la Casa Con­sistorial y por las ventanas, atadas la una a la otra con cordones de la luz por toda cerradura, sopla el viento frío produciendo en el caserón solitario sensaciones y crujidos fantasmales.
-No; desde luego, el ayuntamiento lo pensamos reconstruir total­mente. Queremos hacer obras respetando no sólo la forma actual, sino la primitiva: descubriendo los arcos y dejando fuera las columnas y los capiteles que hay ocultos en la pared de la farmacia. Se hará lim­pieza del artesonado de los soportales y, por supuesto, hay que adecentar las salas interiores y ponerlo todo en uso. La parte primitiva parece que es del XVI, según nos han asegurado los expertos.
-¿Cómo andan las cosas por cuanto a población, señor alcalde? -No demasiado bien. Puede haber quinientas personas escasamente. Desde 1975, el censo se viene sosteniendo, pero en los años anteriores se marcharon muchos a Madrid, a Guadalajara ya Zaragoza, especial­mente.
-¿Ya qué puede deberse esta sujeción de los últimos años?
-Se debe a que hay sitios donde trabajar. Budia tiene hoy cinco empresas de construcción que dan trabajo a muchos jóvenes. La agri­cultura se reduce a cuatro familias que se han mecanizado y llevan las tierras de, prácticamente, todo el pueblo. Además, tenemos varias tien­das y otros tipos de establecimientos. Sólo nos falta un restaurante, más o menos grande, y un taller mecánico.
El alcalde de Budia es un hombre atento, muy afable; un alcalde que, pese a su juventud, denota talento y competencia en su delicada misión de mandar. José Luis González habla con cierta familiaridad y mucho respeto a sus convecinos, de los que, en el fondo, debe sentirse orgulloso.
-La gente, aquí, es extraordinaria y poco amiga de crear proble­mas. El ayuntamiento, en cambio, da muchos quebraderos de cabeza y mucho trabajo para poder atender todos los servicios.
Siempre en compañía del alcalde, dimos otro vistazo por las calles de Budia. En la de La Lechuga vive doña Laureana Cuevas, una señora simpática, de fácil dialogar y un verdadero pozo donde se guarda todo el sabor y todo el saber costumbrista de la villa.
-Y qué quiere usted que le diga; que aquí tenemos para San Pedro las fiestas más grandes del mundo. Es nuestro patrón, ¿sabe? y la pa­trona, la Virgen del Peral. Mire :

San Pedro defiende a Budia
y la Virgen del Peral.
Con tan buenos defensores
¿qué miedo nos puede dar?

-¿y qué hacen ustedes para San Pedro?
-Antiguamente, íbamos a bailar con el pianillo; luego se recorría el pueblo cantando el San Pedro y, por las noches, se quemaban los cueros del vino. Ahora, como no hay cueros, se queman ruedas de coche.
-¿Cómo era el San Pedro, señora Laureana?
-Son unas coplillas que se cantan esa noche y que dicen cosas de las calles por donde se pasa. Si van, por ejemplo, por la plaza, entonces dicen:

A la entrada de la plaza
todo el mundo cante flores;
a la entrada, buenas chicas,
a la salida, mejores.

Que van por las Cuatro Calles :

En medio las Cuatro Calles
hay una pilita de oro,
donde lavan las muchachas
los pañuelos de los novios.

y si pasan por la puerta de José Luis, ahora que me está oyendo :

A la entrada de la plaza
hay un papel en el aire,
con un letrero que dice:
"Que viva el señor alcalde".

-¿Qué le parece?
-Estupendo. Me parece que es una pena que se llegue a perder todo lo que usted sabe.
-Y luego, entre una coplilla y otra, se dice: ¡Sarna, sarna, que pica que rabia!
Al cruzar por la plaza de Budia, con la única pretensión de ver y de juzgar lo que le sale al paso, tal y como buenamente le parece para luego contárselo a ustedes, uno, a la vista de toda aquella historia po­sible, oculta de puro vieja en el arcón de las cosas grandes que jamás saldrán a la luz, intenta, al menos con la imaginación, dejarlo todo en su justo lugar. El pueblo, según alguien me contó, ha dado al mundo en distintas épocas de su vida once hijos obispos, de los que siete cuen­tan con la debida documentación que lo atestigüe, y otros cuatro que, como tantas cosas más, desvanecidas en el pasar de los tiempos, tan sólo quedan en el decir y en el creer indulgente de sus paisanos.
Don Jesús López me prestó su atención y un poquito de su tiempo durante los últimos minutos de mi estancia en el pueblo. Don Jesús es sacristán y, además, lo parece; una excelente voz para los funerales solemnes y un magnífico ejecutante en el armonio parroquial. Cuando se ve la iglesia de Budia en compañía del sacristán se asiste a la vez a una lección improvisada de lo más interesante.
- La cúpula ésa no crea usted que tiene buena cara, no. Como no se le ponga remedio, esa grieta irá cada vez a más.
- ¡Cuán tos años lleva usted de sacristán?
- De sacristán, toda la vida. Aquí, en Budia, casi treinta años, por­que yo soy de Chillarón del Rey.
- ¿Cómo fue dejar su pueblo?
- ¡Pues ya ve usted! Los pueblos, que si el pantano y unas cosas y otras, se fueron deshabitando y nos tuvimos que marchar a ganar el pan donde lo hubiese. Yo llevo aquí también la secretaría de la Her­mandad.
La iglesia parroquial bien merece por sí sola una visita a la villa. La sorpresa surge en cualquier momento y uno sale a la calle prendado de haber podido ver lo que menos piensa en el sitio exacto donde con­sidera que debe de estar. Un templo sólido, de elegante traza, que pide a gritos desde algunas de sus partes más visibles se le dedique un po­quito de atención.
Así es Budia o así, al menos, a mí me pareció ser. El viejo pueblo de curtidores escondido en un hermoso rincón de la Alcarria, donde a la sombra de su pasado vive toda una generación nueva de gente excepcional, en la que se trasluce el señorío y la nobleza de su raza.

(N.A. Enero, 1981)

martes, 20 de enero de 2009

BRIHUEGA


Una solana de la primera Alcarria que baja a desaguar a la vega del Tajuña pone ante los ojos de quienes por allí van la imagen incon­fundible de la antigua Brioga, convertida con el correr de los siglos en uno de los principales núcleos de población y de general interés de todas las tierras de Guadalajara.
Llego a Brihuega consciente y convencido de mi difícil papel. Es imposible, amigo lector, recoger en una sola tarde la exacta y completa impresión acerca de una villa para mí desconocida y de la que tanto y tan bien se ha dicho y se ha escrito siempre. A pesar de todo, tomo igual que cada sema­na las riendas de mi honesta voluntad y me cuelo en la cuna de los Borbones calladamente, disimuladamente, confiado en que la madre fortuna hará lo posible para que las cosas rueden como deben rodar. ­Los álamos y los plátanos de Las Eras han tapado de oro durante los últimos días el cuidado pavimento con las hojas secas que el viento desprendió. Ante la luminosidad y el brillo atornasolado de la tarde, uno piensa que Brihuega es villa para visitar en otoño, y celebra haber elegido este día y no otro para llegar hasta ella. Por la calle principal, que aquí coincide con la carretera que baja, se ven expuestos detrás de las lunas de cristal los productos de los escaparates.­ El murmullo característico de los bares próximos llega a los oídos avisando al viajero que la hora que eligió es inoportuna, que no es tiempo de contemplaciones. En la versallesca fuentecita del Jardi­nillo beben a sus anchas los gorriones. Luego doy en perderme por una encrucijada de callejones estrechos, de casonas con rancio sabor de siglos apoyadas en las columnas en hilera del soportal. La de Montes Jovellanos, por la que ahora voy, es una calle ancha, alumbrada de cara por el sol poniente, con filas en los arcenes de arbolillos en hibernación y dos evocadoras, una a la derecha y otra a la izquierda, pasarelas voladizas de columnatas donde juegan los chiquillos. Con­cluye la calle de Montes Jovellanos en la Plaza del Coso, remozada convenientemente sin que los retoques de las últimas décadas le hayan podido restar, en absoluto, su chispa dieciochesca. El nuevo ayunta­miento, de estructura tradicional y piedra viva, y la boca en ojiva de la "cueva árabe" son piezas destacadas y personalísimas de la an­tigua plaza de la villa. En el mismo centro, una elegante farola de cinco brazos la engalana y embellece.
En una de las fuentes gemelas de la Plaza del Coso hay una seño­ra llenando agua que se lleva y vuelve a cargar en una vasija de plástico. La mujer parece encantada con la nueva fisonomía de la plaza y de todo Brihuega. En un instante me hace la guía sobre la marcha de los sitios que debo visitar, si no quiero marcharme a dos velas de allí.
- Aquí mismo tiene usted la cárcel. Después del arreglo parece otra. Dicen que tiene mucha importancia.
- Ya lo creo. Construida en el reinado de Carlos III. En la pie­dra lo dice bien claro: año 1781.
- Y la iglesia de San Felipe, según se entra al pueblo, también tiene que verla, que ha quedado muy hermosa; y la de San Miguel que la están restaurando, y la Virgen de la Peña donde está el castillo, y los jardines... Aquí hay muchas cosas que ver.
- Pues, si tengo tiempo, lo veré todo y si no lo tengo volveré otro día. Y los arcos también, y la Fuente Blanquina, aunque usted no me lo ha dicho.
- Tiene usted razón. Esa está por allá arriba.
En la esquina de la calle de Las Armas fuma al sol, apoyado en la columna del soportal, un señor gordo. Es un hombre simpático que no debe de estar demasiado al corriente de los valores históricos y artísticos ticos de Brihuega; pues, al preguntarle por la majestuosa fachada barroca de los Goez, se limitóa decir que era una casa importante de los antiguos y que tenía dos escudos de piedra muy bonitos.
- ¿Y la Fuente Blanquina, por dónde cae?
- Toda la calle arriba. Suba usted por aquí y luego a la izquier­da. Cuando echaba agua, ¡qué hermosura! Pero está seca.
- No me diga.
- Ni gota. No sé si será por la cosa de la sequía o porque la quitan para el pueblo.
La Fuente Blanquina queda muy cerca de aquí, en una prolongación de la placetuela de Herradores. Con sus doce caños alineados ocupando el sombrío rincón donde la construyeron, olvidada y a la espera de tiempos mejores.
En la misma calle de Las Armas está el Hogar del Pensionista. Un establecimiento de recreo pensado para las gentes de la tercera edad. Intento pasar al mostrador y lo hago con la idea de que allí no tengo sitio, pero no hay nada ni nadie que me lo impida. En las mesas juegan, entre una nube de humo de los cigarrillos, medio centenar de jubilados, al mus, a la brisca y al tute subastao. Hay, dentro de lo que cabe, un encomiable silencio.
- ¿Qué va a tomar?
- Café solo.
El encargado del negocio se llama José Antonio Fuente. Me dice que tengo derecho y que puedo estar allí tranquilamente el tiempo que quiera. Que, aunque no se pertenezca al Hogar como socio, a la barra puede pasar quien lo desee a tomar lo que le apetezca.
- Si quiere sentarse a jugar la partida, eso ya es otra cosa. No se le permite más que a los socios o cualquier jubilado que venga de otra parte aunque no lo sea. El reglamento lo dice bien claro.
- ¿Son muchos afiliados?
- Unos doscientos cincuenta, pero de hecho vienen menos de la mitad. Se toman su café y pasan la tarde jugando a las cartas. Si vinieran a diario todos los socios, sería distinto. Con cincuenta servicios no se puede vivir.
- ¿Qué tal se portan?
- Bien. Son buena gente. Algunas veces discuten, pero no es por el pago ni nada de eso. Discuten las jugadas y nada más.
La casualidad me lleva después a la iglesia de San Felipe, con su doble portada protogótica, restaurada toda ella en un alarde de magnífico hacer. En la portada principal hay un viejito sentado al sol so­bre los escalones. Cuando le hablo me responde con un venerable tar­tamudeo, muy nervioso, a la sombra de su visera de paño.
- Buenas tardes tenga usted. ¿Qué se hace el abuelo?
- Nada. Aquí estoy solo. Como soy viejo no se viene nadie conmigo, y todo el sol es para mí. Esto es San Felipe. Si está abierto puede usted pasar.
- ¿Cómo se llama usted?
- ¿Es que me conoce?
- No señor, no le conozco; pero me parece un hombre muy listo, que sabe escoger los buenos sitios.
- Bueno, si entra al pueblo, dígales que ha visto a un anciano que se llama Manuel Caballero Rojo. Ese soy yo.
San Felipe es en su interior una valiosísima muestra recuperada del primitivo arte ojival del siglo XIII, mandada construir, como las restantes iglesias de Brihuega, por el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, que fue su dueño y señor. Es un juego abierto de piedra inmejorable, con tres naves estrechas cortadas por columnas y arcadas góticas que, partiendo de interesantísimos capiteles foliáceos, se cubre por un nuevo artesonado que sustituye al original. En el presbiterio, en soledad y en penumbra, arde la lamparilla del Santísimo.
Pienso que he debido de atravesar la villa entera para llegar con tiempo y buena luz a la iglesia de Santa María. En la placetuela de la Guía hay un templete muy original por encima del arco que alberga, bajo artístico tejadillo, una imagen de la Inmaculada. Luego se acce­de a un patio romántico, umbrosa explanada de árboles altísimos que, cumpliendo los mandatos de la naturaleza, tiró su la­minado ropaje por los suelos, donde nada más se escucha el conti­nuo rumor de la fuente, al pie de los paredones cubiertos de yedra de lo que fue su castillo, cementerio hoy, en el que, recostados sobre el sutil almohadón de las leyendas, duermen su sueño de eternidad los difuntos de la villa al amparo de la Madre de la Peña. Una cruz de forja sobre vieja columnata dórica en un rincón de la muralla, nos lleva la imaginación a la Castilla de Gustavo Adolfo, allá por los mediado del pasado siglo. Pendiente del muro, a un lado la puerta cerrada a cal y canto de la Veracruz, se lee en un curioso juego de azulejos: "A la memoria de Sebastián y Diego Durón, insignes músicos briocen­ses".
- Buenas tardes. Perdone si me equivoco. ¿No será usted por casualidad el señor que escribe en el periódico sobre los pueblos de la Provincia?
- Sí, claro. Yo escribo sobre los pueblos, aunque presiento que Brihuega se me está escapando por todas partes. Éste es más que un pueblo.
- ¿Le gusta?
- Mucho. Creo que el tiempo que dejé sin verlo fue tiempo perdido.
- ¿No ha visto todavía la vega desde Los Guinches?
Aquel amable señor se llama don Antonio Cortés Martínez, casado con mujer de Brihuega, y, según me contó, trabaja en el Fuer­te de San Francisco en la capital.
- Mire, visto desde aquí, la vega es imponente.
Sí, imponente y paradisíaca a la vez. Por entre la rejería que aísla del profundo precipicio, se ven centenares de huertecillos en distintas formas y tamaños, a uno y otro lado de la chopera que baja dibujando en los fondos el cauce del río. Los activos campesinos trajinan como las hormigas, sin detenerse en ocasos ni en temperaturas bajas. Viene has­ta nosotros el murmullo de la lejana presa, atravesando en primera mano el cristal limpísimo de la tarde. Al otro lado, muy lejos de noso­tros, las pendientes montaraces de la Alcarruela y del Cerro Redondo, cuyas sinuosidades de cara al Tajuña fueran deleite que empapó pupilas de reyes medievales, de moros famosos ávidos de hermosura, de arzobispos y de cardenales. A los pies de estas rocas se apareció la Virgen de la Peña a la princesa mora Elima, que abrazó acto seguido la fe de la Cruz. Aquí, muchos siglos des pues, los hombres y las mujeres de Brihuega y algún que otro periodista de corazón fácil, se extasían embobados ante la indescriptible im­presión de una puesta de sol en que, por un momento, parece que la vega arde, que las pequeñas heredades plantadas de col a la vera del Taju­ña se pintan de púrpura, ahora de violeta, para ser tragadas después con el mismo misterio por las sombras frescas de la anochecida.
- Si no está muy lejos, me gustaría acercarme al arco de Cozagón.
Me acompaña gentilmente don Antonio Cortés. Por el camino habla­mos de la plaza de toros, de la bella estampa que brinda a distancia la mole redonda de la real fábrica, de los jardines y de las huertas. Más allá, los olivos canijos de sobre las eras tiran al suelo sus sombras frías al otro lado de las murallas. El arco de Co­zagón es el más valioso de Brihuega. Una portada enorme, concluida en picuda ojiva, da paso, medido el grosor del muro, a otro arco simi­lar, mucho más bajo, en la parte que da a la villa.
- Si se fija bien, verá que hay muchas piedras marcadas con una cruz en aspa. No sé lo que significará eso, pero de siempre me ha llamado la atención. Resulta curioso.
Dejamos para el final la visita al interior de Santa María por aquello de aprovechar hasta el último momento la luz del día, que desde hacía rato amenazaba con desaparecer. Es una verdadera deli­cia el templo parroquial de Brihuega. Se entra por una portada cu­riosísima, de doble ojiva como dintel, en la que parece echarse en falta el ajímez que nunca tuvo. Dentro, aparte del orden y de la exquisita limpieza, destaca la traza gótica de sus tres naves, los artísticos capiteles de sus columnas y las nervaduras que dibujan sus techos. El coro se sostiene sobre original arco escarzano de cuidado estilo plateresco, añadido, sin duda en el siglo XVI, por encargo, parece ser, del cardenal Tavera. Al fondo, ocupando la única hornacina del ábside, iluminada a perpetuidad, con su manto extendido de mariposa blanca y su trigueña faz de virgen morena, la venerada imagen de Nuestra Señora de la Peña, patrona, reina y señora de los tres mil brihuegos que viven aquí y de aquellos otros, no menos fervientes, que la villa repartió por tierras lejanas.
Han roto a sonar de momento las campanas de la iglesia. Me dicen que canta su primera misa en Santa María un hijo de Brihuega. El flamante ministro de Dios se llama Jesús. Es hijo de don Francisco Riaza, procurador de la villa y amigo de quien, por obra y gracia de la casualidad, anda por aquí tomando los datos oportunos y viviendo do las impresiones que contará más tarde. La ceremonia será solemne y emotiva, con el templo puesto a rebosar en cuestión de minutos, y muy concurrida de concelebrantes, dieciséis exactamente. Luego el generoso ágape donde tuvimos ocasión de saludar a los pocos conoci­dos que hasta la fecha uno tenía en Brihuega: Marisa Caballero, José Pablo González, y el propio Francisco Riaza, en un clima entrañable y familiar.
El adiós llegó, entre unas cosas y otras, con la noche cerrada. La campana del ayuntamiento tira las horas pausadamente sobre los altos y las barranqueras que circundan a este escogido rincón. Una masa blanquecina de niebla nos deja a tientas al salir por la puerta de la Cadena, aquella por la que entraron en otra hora los ejércitos victoriosos de don Felipe de Anjou. La industriosa ciudadela comienza a dormir al amor de su propio embrujo. Desde los altos, a pesar de la noche, Brihuega tiene todo el encanto de un paraíso, como una luminaria indefinida en medio de aquella solemne quietud de la Al­carria.

(N.A. Diciembre, 1984)

LA BODERA


En Los Remedios canta la chicharra. Acabamos de llegar a través de un ramalillo impecable que parte hacia La Bodera poco antes del empalme de Atienza por la carretera de Soria. Desde el techadi­llo de la ermita de arriba queda al descubierto una inmensa superficie de terreno áspero, accidentado, paisaje montuno de retamal y de robles, marcando entre barranqueras y cumbres, entre lomas gigantes­cas y vallejos sombríos, la singular orografía del macizo. Aquí quedan los menudos cercadillos de patatar, las encinas, los álamos, ­los frutales de terreno frío, rodeados por paredones de piedra oscura y portada elemental montada con palitroques. ­
Los postreros reflejos del sol de estío chocan contra la superfi­cie mate de las rocas que pisamos. Son peñascos negros que surgen de la tierra como espinazo petrificado de monstruos anteriores al Dilu­vio Universal. Atrás hemos visto girar en las eras, con paso mortecino sobre la parva, a la pareja de caballerías que acabarán trituran do la mies a la caída de la tarde. En otra era contigua, un anciano separa el trigo de la paja lanzando al viento las horcadas en movi­miento constante, acompasado, de viejo patriarca bíblico. Más allá de los huertos se alcanza a ver la otra ermita, la de abajo, la ermita de La Soledad, con portal de tejadillo y columnas de madera roída, como ésta o un poco más pequeña quizás.
La Bodera es, igual que tantos pueblos más no muy lejanos de la comarca, un canto a la piedra de pizarra, si bien, el color de las conocidas losas tiene aquí ciertas tonalidades grises, con brillo ar­gentífero, que restalla a veces de los sillarejos a manera de ínfimas lentejuelas encendidas por el sol. Los nativos de La Bodera, el pueblo aborigen, dicen que no, pero a uno, que al cabo ha venido a pasar dos o tres horas nada más de una tarde de verano, le parece un lugar estupendo, un pueblo tranquilo y óptimo para vivir apartado del mundo.
- Ahora, sí señor; qué quiere que le diga. Pero aquí hay que venir cuando los hielos, cuando en el pueblo no queda nadie. Es muy dura la vida en estos pueblos, ya lo creo que es.
- La abuela Antonia me cuenta estas cosas sentada en el huerto de cirue­los que hace esquina con la carretera y la calle de la Ermita, al pie del paredón. Más arriba florecen las zarzamoras sobre la barda, y en la ventana se lucen el clavel y las campanillas, más hermosas aún entre las leves troneras de piedra oscura.
- Con el asunto del agua, éste verano ha venido menos gente. No tenemos más que el chorrillo de la plaza para todo el pueblo.
- ¿Es esa la plaza, donde está el teléfono?
- Esa es una. Luego está la de la Fuente. Aquí es donde se hacía el baile antiguamente; sólo que estaba muy mal. Ahora que está mejor, no se hace. No ve que no hay juventud... ¡Qué rondas teníamos por aque­llos años! ¿Ha visto usted la ermita de la Virgen?
- Si es la que hay allá arriba, sí que la he visto.
- Pues esa es la patrona del pueblo, la Virgen de los Remedios. An­tes se celebraba en septiembre, pero ahora es antes, la han adelanta­do un mes para los de fuera.
- Ya. Como en todas partes. Por lo que he visto desde fuera, le tienen mucha devoción. Las paredes se ven llenas de ofrendas y vestidi­tos de niño, ¿verdad?
- Eso era de los niños que se morían. Se le llevaba a la Virgen el vestido o una trenza de pelo. Ahí están unas cintas de un primo mío que murió en Zaragoza hace muchos años. Costumbres de antes, ya sabe usted. Ahora no queda nada de eso.
Sobre la piedra de un dintel en la primera plaza, alguien escribió: "Queremos carretera" Uno piensa que el letrero ya no tiene sentido y que, aunque sólo fuera por estética, deberían quitarlo de allí. Tres señoras y un hombre tejen horcas de ajos en un callejón de la calle Real. La mercancía sin elaborar la van tomando de una carretilla que han co­locado en mitad del corro. El forastero se sienta a su lado, los salu­da y busca una pregunta para entrar en conversación.
- Así que, en La Bodera son productores de ajos, por lo que veo.
- Qué va. Aquí no somos productores de nada. Unas cuantas cabezas para el gasto.
- Que tampoco serán muchas, creo yo.
- Nada. Si en invierno no hay más que quince casas abiertas, y casi todas de a dos personas. Juventud no busque.
- Pues aún se ven buenos huertos en las afueras.
- Un poco. Patatares, ajos y cuatro cosas por ahí de secano. De rie­go, nada. Este año, entre la sequía y los hielos nos hemos quedado a verlas venir. Y es tierra arenosa y floja que precisa poca" agua, pero, la cosecha ya la tenemos hecha sin salir al campo.
Ana, Lorenza, Francisca y Epifanio, han sido conmigo sencillamente amables. Antes de abandonar su compañía me dijeron que el cerro peñascoso que vi antes de llegar se llama La Peña, mientras que El Moto es el que tienen detrás.
En la plaza de la Fuente hay una docena de mujeres guardando turno riguroso para coger agua. Han puesto los cubos alineados sobre el borde del pilón. Las mujeres más viejas comentan que en La Bodera nunca­ se han visto con tanta estrechez, que ellas recuerden. El hilo de agua, no más abundante que el de un grifo cualquiera de los que usted, ami­go lector, tiene en la cocina de su casa, cuelga sin desperdicio lle­nando, pacientemente, los cubos que le ponen debajo.
- Y que cada vez va a peor. Como no caigan dos metros de nieve en invierno, si es que llegamos, esto no se arregla. ¡Qué lástima Señor!
La plaza está pavimentada con piedra antigua e incómoda. Las casas que la circundan se alzan en sólidos paredones, bien terminados, con sillarejo de pizarra tallada moldeando las esquinas. Una parada de pa­lomas domésticas me mira al pasar desde los tejados más próximos a la iglesia, en la misma plaza de la Fuente. Quienes por allí hay, con templan con curiosidad al forastero cuando se asoma, como a hurtadi­llas, a través de la verja cerrada del atrio. La iglesia se eleva al poniente con esbelta torre espadaña de sillar oscuro.
- También anda mal todo eso, ¿verdad usted?
Las buenas gentes de La Bodera, aunque a veces no les falte razón, viven con un marcado pesimismo a la hora de ver las cosas.
Buscando entrar en cuerpo y espíritu en la vida de este escondido pueblecito serrano, uno se adentra por pasarelas rústicas, por callejones solitarios que le recuerdan, no sabe por qué, a las tierras gallegas de doña Rosalía. Al final de la calle de La Fuente está la casona de Francisco de Mingo; su propietario, y en parte artífice de la misma, permanece sentado sobre el poyo de la puerta dejando correr la tarde. La fachada de la casa tiene el empaque y la solidez de una fortaleza, construida sin escatimar sudores, para ver desde la parda soledad de su postigo el pasar de la vida. Bloques enormes de piedra oscura, moldeados a golpe de músculo, horas interminables de esfuerzo que sólo el propio Francisco recuerda, dan como resultado esta obra anónima de la que su dueño -la cosa no es para menos- se siente orgulloso.
- Las piedras más gordas, ahí donde las ve, las cargamos entre mi difunta mujer y yo. Con carro de machos las trajimos todas. Ya está para durar las eternidades.
- ¿Y el tejado?
- Es de pizarra traída de Naharros; lo mejor que hay. Ahora ya no encuentra usted quien haga eso.
- Pienso que este sistema de losas como tejado debe de tener mu­chas goteras, ¿no?
- Como todos. Cuando ocurre, subimos, meneamos un poco la piedra y se corrige.
A mi amigo Francisco y a su hermana Dorotea les debo la amena compañía conque me obsequiaron extramuros del pueblo. Otra panorámica in­descriptible para soñar al margen del mundanal ruido, por la que el pueblo de La Bodera se asoma cada mañana hacia las sierras agrestes del poniente. Noto cómo mis acompañantes, acostumbrados de por vida a los efectos emotivos de aquella visión, se admiran como yo ante lo que ven sus ojos.
- ¿Se da usted cuenta, qué encare tiene desde aquí la Veguilla? Al cerro de arriba le decimos la Cuesta de la Hijuela.
Ya la Hijuela se unirá después el Castillar, y los valles de Lansarero y del Palomar, alfombrados de una vegetación áspera de olmos, de robles y de encinas, entre los que cruza el cauce exangüe de algún regato tapado por la maleza. Lejos de allí, la soberbia masa del Alto Rey con las torres de observación que colocaron los del ­Ejército.
Me marcho solo hasta la plaza por los pasadizos rocosos del Corra­lazo. Junto a la fuente, la cola permanente de señoras esperando car­gar. Por la plazuela de Teléfonos sale de una ventana el murmullo característico que llevan anejo las partidas de cartas en algún barecillo impro­visado por los veraneantes. El sol de la tarde aprieta al salir de pueblo; un sol inofensivo, de sorprendente luminosidad, que pinta de dorados y de violetas las sinuosidades serranas en la lejanía. Saludo al pasar a la abuela Antonia, que continúa la costura en so­litario, pacientemente, sin hablar con nadie, sentada bajo el pare­dón de un huerto.

(N.A. Octubre, 1983)