sábado, 30 de mayo de 2009

MIEDES DE ATIENZA


Cuando el visitante tiene a bien acercarse al pueblo por el ramal que llega desde Hijes, las barbecheras de tierra oscura y los rastrojos de la última añá se van sucediendo en ambas márgenes de la carretera al pie de viejos cerros teñidos de gris en los que crecen a placer las aliagas y las estepas, los enebros y los cardizales. Una cordillera rocosa aparta por el norte las vertientes del Duero y del Tajo; es la misma sierra en la que acampó el Cid con trescientos guerreros de lanza y pendón, huyendo al destierro después de la vergüenza de Santa Gadea, según cuenta el Poema.
Tan sólo la torre cuadrada de su iglesia y unos cuantos tejados de color tierra se asoman por encima de la espesura verde que, a ma­nera de murallón paradisíaco, forman las choperas y los nogales en el barranco de las huertas.
Miedes, ya desde su entrada, es un pueblo señorial. Una fuente re­donda, sólida, inmensa, labrada en piedra dieciochesca, dice, con la abundancia fresca de sus cuatro caños, que el agua continúa siendo algo fundamental en la vida del pueblo.
-Oiga: le vendemos el escudo.
-Pues harían muy mal.
-Nosotros queremos la pasta, la pasta.
-No lo dirá usted en serio.
-Y tan en serio. Aquí hace falta pasta para arreglar las calles y déjese de escudos y de historias.
Pese al jarro de agua fría, seguí admirando la preciosa pieza herál­dica que desde hace casi tres siglos enseñorea la fachada del Ayunta­miento, dando a la plaza de Miedes un carácter impagable de distinción. Afortunadamente, no todos los vecinos piensan así y es de esperar que, generaciones más cultas por medio, mantendrán por mucho tiempo aque­lla piedra que sella en nobleza a la villa y de alguna manera se identi­fica con su propia sangre.
Desde los poyos que haya la puerta del Ayuntamiento -solana ideal donde la gente mayor se reúne tantas mañanas del año- se da vista al frontón ya una pista de tenis rodeada de acacias al otro lado de la plaza. En los bajos del edificio dedicado a Casa Consistorial está el hogar del productor, el teleclub, la biblioteca pública y una sala de futbolín para los mozos.
-Sí, señor. Claro que puede usted verlo. Lo que siento es que no esté el señor cura para que se lo pueda explicar mejor.
-¿Llevan ustedes mucho tiempo al tanto de Esto?
-Lo llevamos desde hace cinco años, pero está abierto desde hace quince, por lo menos.
-¿Qué es lo que más se consume en el bar?
-En invierno se gasta bastante vino; en el verano, la cerveza, y los "cubalibres", de un tiempo a esta parte, lo que más.
-¿Suele venir la gente a la biblioteca?
-Sí, también vienen. Los estudiantes están casi siempre por aquí. Doña Felisa Muñoz me enseñó la biblioteca, donde se conservan ordenados, a disposición de quien precise sus servicios, cerca de dos millares de volúmenes en una estantería que ocupa gran parte de la pared del fondo. Hay en el teleclub cine, televisión, aparato de radio y muchos trofeos.
-¿De qué son esas copas?
-Esas copas son del guiñote; otras, del mus, y otras, del fútbol. La muñeca que hay con las copas la ganaron las chicas jugando al fútbol, no sé si con las de Campisábalos.
En otra casona de añejo corte solariego que aparece próxima a la calle Barliguera, vuelve a repetirse -aquí por duplicado- el mismo escudo de armas que había visto momentos antes sobre la puerta del Ayuntamiento. Es el blasón de los Beladíez, cuyo nieto, don Emilio, es actualmente embajador de España en África del Sur.
-Oiga: ¿qué casa es ésta?
-Pues ya ve usted: una vivienda que debía ser del mismo dueño que todas las de la plaza.
-¿Queda mucha gente en Miedes?
-De fijo estaremos unas 250 personas. En verano hay más.
-Esto tiene mucha vida para ser un pueblo de sierra, ¿no?
-De por aquí, quitando Atienza, es el mejor. Antes le decían Ma­dridejo de la Sierra, fíjese.
Don José Chicharro, concejal y hombre del campo, me contaba esto con una visible sonrisa de satisfacción.
-Tenemos cura, secretario, médica y maestra.
-Y mucha maquinaria, por lo que he visto.
-Pues sí, señor. Hay dieciocho tractores y cuatro cosechadoras en el pueblo. El campo lo llevan una docena de jóvenes que se han sabido sujetar aquí y son, para el caso, los que hacen todo.
-¿Hay ganado?
-De ovejas, hay cinco ganaderos que tendrán cada uno 900 cabezas más o menos. Aparte, habrá 90 vacas de cría y una docena para orde­ñar. Aquí tenemos buena tierra, pero mal cielo. El clima es el que nos mata.
-¿Cuándo son las fiestas?
-La fiesta del pueblo es para el 13 de junio, San Antonio. Traen música y hacen baile, fútbol, partidas de pelota y la gente se la pasa bien.
En Miedes de Atienza se reza a la Virgen del Puente, a cuya ermita se acude en romería el primer domingo de mayo. En la romería del Puente pone el Ayuntamiento todo el vino que se consume en el día, donde, además de comer y beber, se baila y se canta desde hace siglos, quizá, aquella coplilla que echó raíces en el alma del pueblo:

Viva Miedes porque tiene
buena plaza y buena fuente,
pero la más rica joya
Nuestra Señora del Puente.

Informado de mi estancia en el pueblo, don Víctor Antón se tiró a la calle en busca del desconocido que andaba por allí preguntando a todo el que le salía al paso. Don Víctor está de secretario en la zona desde hace casi treinta años. Es un hombre abierto, complaciente, con ese laudable deseo de agradar que a veces le lleva a hablar mucho. -Pues mire: aquí tenemos un problema urgente, que es el pavi­mentado de las calles. Hay un presupuesto de cinco millones para 1981, pero me temo que el pueblo no quiera, o no pueda, colaborar con la parte que le corresponda y, entonces, perdamos todo. Se la digo porque ya nos ha ocurrido otra vez en condiciones muy parecidas.
-Y sería una lástima, ¿no le parece?
-Claro. Yo puedo asegurarle que el pueblo se esforzará para que con la subvención y la que le toque aportar se arregle la plaza y toda la parte más céntrica, si es que la cosa no diese para más.
La sala dedicada a Secretaría es limpia y con mucha luz. Desde la ventana se contempla con sorprendente diafanidad el morro del Castillo, rematado por un palomar a manera de torreón y las montañas de Atienza, aquellas que, prudentemente, prefiriera el Campeador dejar al lado.
-Este municipio es de los que no tiene ninguna clase de recursos y, tocante a la cosa de presupuestos, todo son pegos.
No muy lejos de la Plaza Mayor de Miedes está la iglesia parro­quial, un bello edificio rodeado de jardín al que se entra por unas verjas cerradas con llave. Mi amable guía, en esta ocasión, fue doña Silvina Manzano, mujer servicial y piadosa que, con la ayuda de alguna más, se encarga del arreglo y limpieza de la iglesia.
-Los jardines los cuida el señor cura con los jubilados, que de vez en cuando suben a echarle una mano.
-Creo que es un pueblo muy fervoroso, ¿verdad?
-Sí que lo es. La iglesia se llena durante la misa todos los domin­gos. En verano, casi no se cabe. Luego, tenemos un sacerdote muy santo, y eso también influye.
En Miedes nació, a mediados del pasado siglo, don Eladio Mozas Santamera, fundador de la Orden de las Hermanas Josefinas de la Santísima Trinidad, hoy en proceso de beatificación.
-Mire: aquí, al pie del altar, están los escudos y las tumbas de los Beladíez y los Somolinos; de 1774, una, y de 1601, la otra. En esa capilla que decimos de la Concepción está enterrado uno de los Re­cacha, otra familia noble que vivió aquí hace muchos años.
La iglesia es toda una muestra de cuidados, de limpieza y de orna­mentación. En lugar destacado del retablo mayor que se luce al fondo de la nave central en cargadísimo barroco, la imagen de Nuestra Se­ñora de la Natividad, titular de la parroquia, entre ramos de hojas transparentes que, como un abanico de mariposas, suben desde el ara hasta la imagen de la Virgen.
-Ya ve; si no ponemos todo lo mejor para adornar la casa de Dios, usted me dirá dónde lo vamos a poner.
Cuando uno sale de Miedes se marcha sorprendido dejando pasar el vientecillo fresco del mediodía a través de las ventanas del automó­vil. Atrás, Miedes: señorial, mínimo, guardando entre símbolos de pie­dra el corazón recio de sus gentes que viven y trabajan en el más riguroso anonimato a la sombra de una vida pasada, de una his­toria que allí se ve, se toca, se respira secretamente en cualquier es­quina.

(N.A. Noviembre, 1980)

viernes, 29 de mayo de 2009

MESONES


Lástima que las bajas temperaturas no hayan querido acompañar en esta mañana las horas campiñesas del viajero. El sol brilla diáfano, pero el ambiente por estas tierras llanas en las que el mes de enero nos quiso traer, aparece duro aún. Las tierras se ven como apelmazadas por el implacable manto de almidón que les propinó la noche. He visto en los aledaños de Galápagos –creo que por primera vez- correr entre las junqueras y los matujos blancos de escarcha, correr al río Torote. La Campiña es en esta mañana como una enorme plataforma gris, de tierras en letargo cuyo halo de vida se pinta de verdín en las hazas estiradas, anuncio de otro tiempo mejor. Lejos, la vista vuela a perderse en las nevadas cumbres de Somosierra, olimpo de duendes y de brujos de toda la Meseta, adonde concurren con asiduidad, más en invierno que en verano, a danzar al son de la cellisca en los calveros a los que no suele llegar el hombre.
Cuando descendemos entre los marañales de Los Horcajos y de Valtejadillo, aparece Mesones como hundido en la hoya, original y moderno, asomándose al poniente con el airoso cuchillo de su espadaña.
Acabo de entrar. Me parece éste uno de los pueblos más bellos de la comarca. Tal vez tenga mucho que ver en su singular aspecto, la condición sinuosa de los campos de alrededor. En las aceras de una calle recta de cemento que bordea por la orilla opuesta la alameda, hay una anciana recogiendo con la escoba montones de hojarasca que se desprendió de la copa de los árboles. Un perro galgo la mira sentado al sol.
La plaza de toros –simple muro circular con chiqueros de obra y burladeros para las cuadrillas, para los servicios y para la Guardia Civil, está a unos metros más adelante. Me dice otra mujer que dan corrida en la fiesta de agosto, aprovechando que vienen los veraneantes.
-Es el día del Santo Cristo Arrodillado. El Nazareno le decimos también. Lo tenemos en una ermita al otro lado del pueblo.
-Es muy bonito Mesones.
-Sí señor. Nunca ha sido feo este pueblo. Tiene muy buenas vistas. Ahora que está más arreglado parece mejor.
-¿Cómo se llama esta calle?
-Ésta es la calle de Miralsol.
Atrás queda la Plaza Mayor. La plaza de Mesones es un portento de buen gusto, donde el municipio se ha volcado en atenciones y en ornamentación. Tiene como límite en una de sus caras la fachada de un palacete construido a finales de la anterior década, que emula las formas tradicionales de la arquitectura señorial campiñesa: ladrillo envejecido y cemento blanco, aparte de maderas y aleros labrados al gusto del dieciséis. En este elegante palacete de nueva planta están la escuela, la oficina municipal y el consultorio médico. En medio de la plaza se advierte la galana farola de cinco brazos, rodeada de bancos y de jardín sobre loseta plana y rellena de guijarrillos incrustados en el pavimento.
Al otro lado de la carretera, casi donde acaban los robustos ejemplares de la alameda, está la fuente pública. La fuente desagua por un único caño a rebosar sobre un pilón de piedra viva, atascado de cantos y de botes de conserva que han tirado los desaprensivos. El agua es limpia y transparente como el cristal. Como desagüe tiene dos pilastras alargadas para abrevar ganado. Escrito por encima del caño en la piedra sillar, aparece la siguiente leyenda: “YSABEL 2.A. AÑO DE 1852”. No lejos de la fuente, uno en la plaza y otro en la alameda, hay dos bares y una casuca cerrada en la que se puede leer: “Hogar del Cazador”.
-¿Qué haces por aquí, hombre? ¿Por dónde tienes la casa?
Eso me lo dice un hombre desde la carretera. Es un hombre anciano, bajito más bien, con barbas blancas de siete días y un pasamontañas y una gorrilla de paño en la cabeza. El hombre habla muy deprisa, casi no entiendo lo que dice, me habla con una extraña y sospechosa familiaridad. Apenas si me deja entrar en conversación.
-Yo conozco a toda tu familia –me ha dicho. Tú eres hermano mío. ¿Tú recibes las noticias de lo que pasa en el mundo?
-No mucho –le respondo. Cuando oigo la radio, alguna vez.
-Pues yo recibo las noticias todas las mañanas. Lo primero que hago cuando me levanto. No lo sabe casi nadie, pero a ti que eres hermano mío te lo voy a decir: yo soy el que pone a todos los reyes del mundo. El rey de aquí es también mi hermano, ¿sabes?
-¡No me diga!
-Sí hombre. Y tú eres hermano mío también. La nación está ahora revuelta, igual que el tiempo. Y todo es porque no se casa nadie en los pueblos, ¿sabes? Yo sé por qué no se casa nadie en los pueblos, claro que lo sé.
-Toma, y yo también lo sé. Porque no hay gente joven.
-No señor, no es por eso. En los pueblos no se casa nadie porque no hay bailes como antes. Si hubiera un par de bailes en cada pueblo, ya verías tú si se casaban o no se casaban. No se conocen los mozos y las mozas, así no se pueden casar.
Yo creí que nuestro hombre, el Emiliano, no se apartaba de mí. Me contó muchas cosas más, todas incomprensibles e ilógicas. Cosas de su mundo, no sé si mejor o peor que el nuestro, del mundo de los que nos creemos en razón. En el mundo de Emiliano seguro que no hay odios, ni egoísmos, ni envidias, ni vanidades… Al final me dijo que se iba a almorzar, y se fue calle abajo dejándome al pie del campanario.
-Mira, con este aparato recibo yo las noticias de todo el mundo. Más de veinte duros me cuesta cada mañana de teléfono. Nada más que te descuidas ya tienes los veinte duros de teléfono.
Me contaba esto mientras andaba, señalando el mástil de una farola amarrada a la esquina.
Hasta el pórtico de la iglesia se sube por medio de una rampa de escalones de cemento, muy cómodos, que te llevan hasta los barrotes de la verja. La puerta está cerrada. Por entre los hierros se ve la portada principal de recargada ornamentación en las jambas, arco de medio punto y dos escudos, uno a cada lado, tallados en la piedra. La puerta es de oscura madera vieja. Se asegura con voluminosos clavos de forja, cuyas cabezas pintadas de negro reflejan la luz que se cuela entre las columnas. Más allá del pueblo se ven desde aquí los grises chaparrales de la Rúa, y más a nuestra derecha sobre la misma vertiente, la que ya ha comenzado a ser “Urbanización Nuevo Mesones”
En el bar de la plaza hay un corrillo de hombres con aspecto de tratantes que toman copas de coñac junto al mostrador. El dueño me mira por detrás de la barra con ceño interrogante.
-No lo crea. Con tantos forasteros como se ven ahora, ya no se asusta uno de nada.
La Calle Mayor viene a parar un poco a caída. Es una calle estirada y recta que corre paralela al arroyo Galga, un arroyo que nace las Navas de Casa de Uceda y baja por las afueras de Mesones buscando al Jarama. En una cochera de la Calle Mayor saludo a Marcelino Heranz, que está desollando un cabrito. Marcelino es alcalde de barrio, pues, según me dijo, Mesones por aquello de los agrupamientos de municipios pertenece en lo administrativo al ayuntamiento de El Casar.
-Ah, pues aquí todavía quedan vecinos, ¿no?
-Qué va. Ciento cuarenta personas de fijo.
-Y buen campo.
-De todo hay. Los llanos son buenos. Luego hay otros parajes que no lo son tanto.
El alcalde de Mesones dejó lo que estaba haciendo, se fue a su casa, se aseó un poco y se vino conmigo para servirme de guía. La verdad es que ya casi había visto todo. En la plaza hablamos del campo, de la mecanización y del ganado. El alcalde, sin que se lo pidiera, me dio cifras de lo uno y de lo otro.
-Tractores hay unos ocho o diez en todo el pueblo, y asunto de cabras y de ovejas unas 1.200 cabezas en total. La mayoría son ovejas.
Pasamos ahora al bar de la alameda. Un establecimiento nuevo y bien cuidado, con sala de barra y otra contigua para juegos y televisión. No hay nadie en el bar en este momento. Nos atiende enseguida una señora joven y muy agradable que se llama Consuelo. Dice la mujer que por tratarse de un pueblo pequeño, los negocios andan a la par.
-Alguno aparece después de comer a tomar café, y por la noche también suele venir la gente. A diario, poca cosa; pero no se puede faltar, porque siempre aparece algún cliente cuando menos lo esperas.
-Y sin una carretera importante siquiera, ¿verdad?
-Eso es lo peor, que éste no es pueblo de paso. Aquí todo el que viene es porque tiene que venir a algo. Así que estamos muy solos, aunque el pueblo es muy majo. En verano, con los árboles, los rosales, el arroyo y todo eso, es precioso.
Cuando la mañana anda de caída, y el medio día apunta en oblicuo alumbrando de soslayo la cara de la espadaña, nos disponemos para el camino de vuelta. El Emiliano masculla en su cabeza las cosas que contará al cura o al primer forastero que llegue, paseando por las inmediaciones del puentecillo, cerca de la fuente. En el ramaje desnudo de la chopera cantan los jilgueros. Por unos chalés del contorno se oyen unos ladridos lejanos, que vienen hasta nosotros diáfanos y limpios, en volandas por la cortina azul del cielo de Mesones.

(N.A. Enero, 1985)

jueves, 28 de mayo de 2009

MEMBRILLERA


-Desde las Casas de San Galindo y toda aquella parte del alto, se asomaba la gente por las noches cuando íbamos al cementerio en procesión con las velas encendidas. Dicen que era muy bonito.
Se encuentra el pueblo como perdido a lo lejos junto a una man­cha verde de vegetación en el valle del Bornova, cerca ya de su confluencia con el Henares. Cuando los viajeros de la carretera de Soria se van aproximando a las cuestas que desde su cerro redondo vigila el castillo de Jadraque, Membrillera se divisa solo allí, asentado en la hoya de la vega, detrás mismo de las tie­rras llanas que riega el Bornova. Es éste un pueblo al que se lle­ga siguiendo un ramal de carretera que sube bordeando las tapias del cementerio y de la ermita de la Soledad en las afueras. Membrillera tiene una plaza hermosa de pueblo grande, una plaza luminosa y señorial que preside desde su parte más noble el edifi­cio del ayuntamiento. En ambos flancos de la Plaza de España están la fuente pública y el frontón recién estrenado. Dos vendedores, uno de frutas y otro de retales, tienen extendidos sus estableci­mientos ambulantes bajo los soportales buscando el refugio de la sombra. A la plaza de Membrillera acude la gente de buena mañana por el simple placer de ver lo que pasa, un deporte saludable y ho­nesto que en su propio perjuicio la vida moderna se obstina en no reconocer. Sobre la pared encalada del ayuntamiento hay una placa de mármol en la que dice: “En memoria de nuestro insigne y querido maestro D.Modesto Sanz y Santos, sus discípulos de Membrillera, 28-6-81".
- ¿Qué le parece a usted? Como ese no se pasea otro por el pue­blo. Ese hombre hizo aquí más bien que nadie.
- ¿Usted lo conoció?
- Sí señor, yo fui con él a la escuela y mi padre también. Se pa­só sesenta años ejerciendo aquí. Era un hombre muy recto, muy serio y muy bueno. Don Modesto hacía siempre la matanza en vacaciones pa­ra no perder un día de escuela, y mientras barrían nos enseñaba la doctrina. De esos ya se ven pocos.
El Tío Macario viste de pana y lleva una boina roída que ha per­dido el color con los años. El Tío Macario sabe mucho, ha leído mucho. Según él, todo se lo debe a don Modesto.
- La Historia de España la tengo toda metida en la cabeza, y a la gente, ¿sabe usted?, la dejo abollá en cuento hablo porque siempre he ido con la verdad por delante. Cuando lo del puente, yo fui en persona al gobernador, y siempre dando la cara.
Me contó el Tío Macario, subidos loe dos en el poyo de la fuente, la historia de Guzmán el Bueno con la hazaña completa de Tarifa.
- Un hombre valiente, sí señor, muy valiente, que luego se repi­tió en el Alcázar. ¿Usted sabe quien fue el culpable de lo de Guz­mán el Bueno? Pues fue un cabrito que se llamaba don Juan, si señor, aquel tuvo la culpa de todo, y nada más que aquel.
- ¿Qué es para usted lo mejor de la Historia, Tío Macario?
- Hombre, lo de América estuvo muy bien, y lo de Felipe II, pero lo mejor es lo del caudillo lusitano. Viriato no ha habido más que uno. Lo peor han sido los ingleses. ¿A que no sabe usted por qué han ido muchas veces las cosas mal en España?
- Vaya usted a saber, son tantas cosas.
-Nada de eso. Aquí es que a la gente no se le puede decir, pero de los males que pasan en España, siempre han tenido la culpa los in­gleses, siempre, que se lo digo yo.
En Membrillera, los fines de semana aparecen las calles plagadas de coches. Se adivina en seguida que el pueblo tiene una importante colonia viajera que acude al pueblo con puntualidad cada sábado. Los vecinos sacan periódicamente una revista de ambiente y contenido local que se llama "Bornova", donde hablan un poco de todo y colaboran con la mejor voluntad, contando sus nostalgias y subrayando sus proyectos en bien del municipio, los hijos del pueblo que allí viven y aque­llos otros que, en época de éxodo se marcharon un día a clavar raíz en tierras ajenas y ahora vuelven de escapada a buscar la paz y el aire con olor y sabor a cuna.
- Oiga: ¿No irá usted cobrando la contribución o apuntando algo de las casas?.
- No, no señora. Yo no voy cobrando nada, ni apunto nada de las casas tampoco. Puede usted estar tranquila.
- Es que ya nos vamos a Madrid, y como lo hemos visto escribir en la libreta...Perdone usted, pero es que ahora desconfía una de todo.
Un madrileño de luenga barba está cavando ajos en un cuartelillo que hay a la caída del Val. Unos niños juegan entre los troncos de la chopera, más allá del lavadero. La calle del Val queda orientada al mediodía. Es para mí, con mucho, la calle más antigua y pintoresca de Membrillera. La iglesia coge a un paso de la calle del Val. Desde las piedras del pretil se domina una extensión inmensa de campo llano, verde casi todo él. Son las tierras de la vega, por donde baja el Bornova encajado entre una carrera natural de chopos y de cañizo que viene siguiendo el cauce en su curso bajo. Llegan de la sierra vaharadas de un vientecillo fresco que obligan a buscarse refugio en la solana. Tres hombres están sacando del cementerio carretillas de tierra que amontonan a la sombra de la pared.
- Eso es que se hundió un cacho de muro y lo están arreglando.
La actual iglesia de Membrillera data de 1810. Sustituye a la primitiva de la que apenas se conocen más detalles que su derrumba­miento fortuito el día de Navidad de 1787, según nos recuerda en su libro “Membrillera, historia y tradición” el joven periodista José Andrés Riofrío, a quien, en mi viaje al pueblo tuve ocasión de saludar. En este interesante tratado de historia local nos cuenta Riofrío que, con anterioridad a la contienda de 1936, fue la de Membrillera una iglesia excepcionalmente rica en obras de arte. Des­de esculturas valiosísimas y orfebrería del siglo XII, pasando por vasos sagrados y ornamentos litúrgicos de importante valor, hasta varios lienzos de Claudio Coello, y un sinfín de utillaje proceden­te del paleolítico o periodos inmediatos de la historia antigua, fue el tesoro parroquial de Membrillera a modo de arsenal o cofre de judío del que el acervo cultural de la provincia jamás consegui­rá reponerse.
En las proximidades del lavadero suena incesante el murmullo de las aguas que casi nadie emplea. El lavadero se abastece de una fuente contigua, muy fresca, que hay en la misma ladera del Val.
Una señora está aclarando un balde de ropa acabada de lavar. La se­ñora disfruta tirando a la superficie limpia del estanque y volviendo después a restregar en la losa, las prendas empapadas de jabón.
­- Pues para que vea usted, tanta agua y tanta tranquilidad, y to­davía no estamos conformes. No me diga que no es una, envidia poner se a lavar aquí.
- Ya lo creo.
- Antes, teníamos que ir a Valsabín a lavar la ropa y los menudos. Ahora, ya ve, a un paso y mucho mejor.
- Pero la culpa de que no venga la gente la tienen las lavadoras y toda esa historia, ¿verdad?
- Hombre, claro. La gente se hace cómoda y nada más. Eso es lo que pasa. Pues aquí ya ve usted si da gusto.
- ¿Dónde nace este agua?
- Esta viene de la Fuente de los Enfermos. La del pueblo dicen que la suben con motores.
- ¿Es usted de aquí?
- Sí, soy de aquí, pero vivo en Guadalajara. Tenemos casa en el pueblo y hemos venido a hacer una miaja de obra. Para el verano, ya sa­be. Todo el mundo está arreglando las casas, y luego, cuando se pa­san las vacaciones, todos otra vez a sus sitios y a sus trabajos. En Membrillera puede que no queden en invierno más de ochenta personas.
- ¿Cómo se llama usted?
- Yo tengo un nombre muy feo, me llamo Celedonia. A mis chicas no les gusta. Siempre me están dando la lata. Y como yo digo, si no tengo otro. ¿No le parece a usted?
Las calles de Membrillera son al hilo del medio día un ir y venir de niños en bicicleta y de señoras recién llegadas que se salu­dan junto al quicio de la puerta. Es el mismo escenario donde se si­gue representando, con arreglo a los tiempos, la historia del pueblo; las mismas calles en que los mozos acostumbraban a correr, ataviados éstos con mantillas y espejos la víspera de la Nochebuena, los cabros que se comerían durante las fiestas. Calle Real Alta, Real Baja, calle del Trabuquete, de San Andrés y de los Pajares. Todo un marco ideal, donde se asienta desde muy antiguo este simpático pueblecito ribereño en el que uno se encontró francamente bien, con gentes abiertas y amigables, en horas de solaz y de feliz recuerdo.

(N.A. Mayo, 1982)

miércoles, 27 de mayo de 2009

MEGINA


Como corresponde a un pueblo molinés, y serrano por añadidura, Megina recibe al viajero con las piedras fervorosas de su pairón y medio centenar de vacas pastando en la pradera. Megina es un pueblo pequeño, anónimo lugar donde uno descubre, no con asombro, cuatro docenas de personas, a mucho decir, de vida abierta y sin segundas partes. Son, por lo que he podido averiguar, el conjunto íntegro de los habitantes que hay en el pueblo.
Entro a Megina a la hora justa en que lo hace la furgoneta del frutero, y me sigue otro vehículo piador que vende pollitos manchegos en la esquina. Entre unos y otros hemos puesto en la plaza del pueblo como un aire cosmopolita, que se acabará diluyendo tan misteriosamente como llegó, dos horas más tarde, cuando unos y otros hayamos concluido la misión que nos trajo aquí.
Es la media tarde bien entrada de un día limpio y caluroso de verano. Siempre que esta circunstancia se da, uno busca instintivamente el acogedor refugio del campo abierto, en donde rara vez le faltó el tenue bufido de alguna vega, y en Megina la hay.
Más allá del arroyo, la falda del cerro Picorozo se reviste con las matas de boj. Abajo están los montones de desperdicios, junto a los corrales destruidos por donde uno intenta subir pisando la maleza. Una viejita, a punto de cumplir los noventa, me cuenta cosas de Megina desde el pasadizo del puente. Se llama María Moreno la buena mujer. Igual que la Madre de Dios -me ha dicho-, y que ha perdido con los años el oído y una buena parte de la memoria, a cambio del candor de su renovada infancia y el dulce aspecto que siempre tienen estas ancianas de los pueblos, y que es, con mucho, la mayor riqueza de estos lugares olvidados, por encima del paisaje y de la pureza ambiental que siempre poseen.
-Ochenta y nueve; sí señor. Cumplidos ya. Y aquí me tiene usted, con muy buena salud todavía. En el pueblo se vive muy bien.
-¿Siempre ha vivido usted aquí?
-Toda la vida. Aquí he vivido, y aquí pienso morir, si Dios quiere:

¿Adónde te has criado
clavel hermoso?
Entre la Majadilla
y el Picorozo.

-Entonces, la Majadilla es aquel otro cerro que hay enfrente?
-Sí señor; y el pueblo en medio.
-¡Que bonito es todo, abuela María!
-Claro que sí. Para nosotros, lo mejor del mundo. Pues ya ve lo que son las cosas, por encima del Picorozo está todo llano.
-Es curioso; sí señora. Y las fiestas, según tengo entendido, serán dentro de poco. ¿No?.
-Las fiestas son cuatro días en agosto: la Virgen, San Roque, San Roquillo y la Abuela.
La señora se ha hecho un pequeño lío con esto de las fechas. Después sacamos en conclusión que las fiestas del pueblo son por el mismo orden que las acabamos de apuntar.
-Aquella es la ermita de santa Quiteria, y vamos allí de romería en su día. Tenemos otra ermita que es la de San Pedro, pero está deshecha. El San Antonio está por aquello alto de la caseta de la luz.
-Se ve que aquí le gusta a la gente hacer las cosas bien. Eso de tirar las basuras lejos del pueblo es una cosa buena.
-De eso vengo yo, de tirar un cubo. Si ya casi no vale una para otra cosa.
La abuela María se fue camino arriba, muy despacito, con el cubo en una mano y un puñado de hierbas que había cogido de la linde en la otra. Desde el montón de chatarra y de hierro viejo, el pueblo se domina todo entero, con la iglesia en el alto, asentada a los pies de la ya dicha elevación de la Majadera y el cerro de San Cristóbal.
Megina, por su especial situación en cuesta, ofrece un trazado extraño, de difícil andar. Callejas bien cementadas nos suben desde la carretera hasta la Plaza de la Fuente. Preside el tranquilo rincón una muestra interesante de casona solar, legado a la posteridad seguramente de alguna noble familia molinesa, desconocida para la gente de a pie, que como tantas más habitaron estos elegido lugares del Señorío, donde hoy y por mucho quedar, no queda sino el recuerdo marchito de su paso, patente a lo largo de los siglos en estos recios habitáculos que el viajero acostumbra contemplar en cada viaje con admiración y nostalgia. Tal y como me contaron, aquí pudo nacer el bravo coronel de Caballería don Florencio Izquierdo Jiménez, estrella de los ejércitos españoles en pasados siglos.
A partir de la Plaza de la fuente, Megina se va distribuyendo en callejuelas complicadas de un rusticismo encantador, teniendo como techo los peñascos del cerro. Hay perros por las calles, muchos perros atados con cuerdas a las paredes que ladran al forastero por todas las esquinas. Pasado de lejos el siniestro concierto de los canes, uno prefiere contemplar de nuevo la augusta panorámica de la vega desde otra posición, ahora desde lo alto del atrio, que deja al descubierto una porción infinita de campo, cuyas pequeñas hazas, praderas y terrenos yermos, suben hasta el pueblo dejando a prudencial distancia las márgenes del río. Es éste donde ahora estoy un lugar tranquilo, de limpia luminosidad y de adorable reposo. Hasta el sencillo arco de la portada llegan los trinos del avechocha que se manifiesta agarrada a los cables del teléfono, del gorrión en las canales de la iglesia, el cacareo de las gallinas ponedoras a la sombra del corral. Entra, encajado vega arriba, el aliento del aire serrano que refresca la piel. El pueblo se solaza a nuestros pies. Una paloma sale de la espadaña y se vuelve a colar por los vanos del campanario. En el valle de Megina el visitante quiere adivinar la presencia de activos hortelanos de otro tiempo cultivando los huertos en tardes como ésta. Hoy no se ve un alma, ni para bien ni para mal, por las pequeñas heredades de cultivo que rodean al pueblo. La ribera está cubierta por el verde uniforme de los alfalfares y por algún cuartelillo de patatas en la cerca. En las crestas, la caldera que bordea los ejidos de Megina, se ve adornada con el tronco estilizado del pinar joven, mil veces repetido, a modo de alfombra silvestre de un verde provocador. A la caída del pretil, tres gallinas negras y un gallo blanco picotean en la espiguilla seca que crece por las sendas.
Otra buena mujer me da conversación cuando, después de un rato largo de mirar y mirar desde el alto de la iglesia, bajo de nuevo hasta las calles del pueblo en donde vive la gente. La mujer se llama Tomasa, campesina de aspecto, y sabia, muy sabia, como bien se desprende de lo recto y profundo de su conversación.
-En invierno podremos ser unas cuarenta casas abiertas, nada más. Y con un par de personas en cada una por término medio.
-Y que, como es de suponer, dependen del campo.
-Del campo y nada más. Aquí no pregunte usted por otra cosa. Este año, ni aun eso, porque no se ha cogido nada. Y de ganado casi no queda tampoco, porque no hay quien lo cuide.
Mientras que su ama habla con el desconocido, la perrita Boby sestea en la acera con un campanillo atado al cuello.
-Pues vamos a pasar hambre, se lo digo yo. No tenemos solución. Si usted se da cuenta, se ha perdido el cariño entre las personas y entre las familias. Todo el mundo va a lo suyo, a ver si puede vivir mejor. Nadie quiere trabajar. No se respeta a nada, ni a lo mas alto tampoco. Es una vergüenza. Ahora la gente se ríe de lo bueno, y a lo que es malo ahora dicen que es lo mejor. Así no puede ser.
He pensado después muchas veces en los sensatos razonamientos de la señora Tomasa. Ella no los aprendió en tratado alguno de filosofía, que por paradoja están muy lejos de tantos universitarios de hoy, y de muchos pensadores que presumen de insignes y que no alcanzan allá de lo que ven sus ojos de carne. La lección está dada, y la mujer se sube calle arriba, comiéndose con envidiable agrado un mendruguillo de pan y unas hojas de lechuga.
En los asientos de la plaza los viejos del pueblo descansan sentados a la sombra, por debajo de unos tiestos de claveles pintados de color violeta. En el pequeño bar de la carretera, un establecimiento que tuve que descubrir por el murmullo habitual de los clientes, los hombres juegan al guiñote y discuten con cierto calor acabada la partida. La dueña se limita a servir en el mostrador copitas de anís y de ginebra.
-Por favor, ¿me podría poner una cerveza?
-¿Del tiempo?
-No; un poquito fresca, si puede ser.
Cuando uno decide abandonar Megina, todavía queda una hora larga de luz. El sol poniente de verano remarca los cortes peñascosos del cerro Picorzo. Por la carretera de salida, hasta el empalme, los vecinos de temporada han salido a pasear, y las chiquillas adolescentes bajan en bicicleta con el pelo suelto. Cuando las adelanta el coche del forastero se apartan hacia la orilla y le gritan, y le dicen cosas que el viento le impide oír.

(N.A. Septiembre, 1983)

martes, 26 de mayo de 2009

MEDRANDA


En los rodales en sombra de la huerta, la escarcha ha ido cubriendo como de un tapiz brillante los montones de fusca que hay cerca de las primeras casas. Medranda es un pueblo hermoso, tranquilo y ribereño, un poco escondido quizás, asentado en medio de una llanu­ra fecunda a la margen izquierda del río Cañamares, aguas abajo del pantano de Pálmaces.
Sin apenas dar tiempo a que el día llegase a cuajar, Medranda aparece solo. De vez en cuando cruza un vecino con las manos meti­das en los bolsillos por la Plaza de España. Hombres que miran con curiosidad al forastero y se limitan a pasar de largo. Detrás de la iglesia, con los huertos invernando ante la vista, una señora saca de la corte cubos de estiércol que va dejando sobre un montón hume­ante entre las ortigas.
- Oiga: ¿Cómo baja ahora el río?
- L señora no se ha debido enterar. Se mete de nuevo en el corral y vuelve a salir con otro cubo lleno de basura.
Las huertas de Medranda se visten en invierno de panizales secos, de coles verdes y cárdenas en pequeños cuartelillos, por cuyas ater­ciopeladas superficies se deslizan hasta el tronco las gotas de rocío, de higueras desnudas que cubren la pared de una casita de la­bor, de choperas y palitroques sin hojas que siguen el curso del río, y de flores, de las nostálgicas florecillas del camposanto.
- ¿Sabe usted? Que no le ha contestado porque está sorda.
- Ah, claro. Ya me lo parecía a mí.
Las puertas de la iglesia están abiertas. Hay un coche blanco metido entre las columnas del soportal. Es el templo de una sola nave, pequeña, silenciosa. Se ven algunas imágenes de santos colocadas en repisas y un retablo pobre que preside la imagen magnífica de Cris­to en la Cruz. Dentro de una hornacina reducida, San Sebastián, y en las rinconeras, una a cada lado del retablo, sendas imágenes de San Juan Bautista y de San Isidro Labrador. En otro muro, queriendo asemejar una capilla pintada de ocre y de purpurina, Nuestra Señora del Carmen.
- Pues mire usted: toda esta parte de los huertos fue una laguna. Los primeros habitantes de por aquí debieron estar por allá arriba, en el Alto del Santo que le decimos. Después se recogieron las a­guas como en un depósito, y con máquinas se suben hasta el alto para que luego bajen por su pie a las casas. Toda la que sobra se va al lavadero y a la fuente.
Era don Vicente Magro Cuevas, un hombre atento y amigable que pasaba por la plaza con una horquilla de hierro al hombro, sin demasiadas prisas, como pude ver. Don Vicente me contaba todo esto in situ, al lado de la fuente, junto a los cuatro chorros co­piosos de agua fría que en su época, después de llenar el abrevadero, la gente emplea para regar.
- Ahí están también los servicios públicos. Eran -ahora no lo sé­- los únicos servicios de la provincia con agua permanente.
- Es una envidia, ¿verdad? Ahora Con la escasez que hay por todas partes, todavía más.
- Allá arriba, en El Picarón, hubo un poblado celtíbero. De ahí han sacado mucha cerámica, y todavía se ven trozos tirados por el suelo. Claro, que lo más importante sería dar con el cementerio, pero no ha habido forma. Por la parte del Alto se sacó una vez un sarcófago con una cabeza de hombre casi petrificada, pero, lo comunicamos, y como nadie se quiso hacer cargo, la enterramos en el ce­menterio del pueblo. Era yo alcalde entonces.
- Pues sí que pudo ser interesante, ¿no le parece?
- Ya, pero... ahí está. En otro sitio, también por allá arriba, se sacaron capiteles y trozos de columnas de alabastro. Dicen que si alguna vez hubo monjas. ¿Y sabe lo que pasó?, que vino un valenciano ­y por cuatro perras arreó con todo.
- Yo creo que va a ser cosa de venir un día sólo a verlo.
- Sí hombre. Por las Cuevas, Valdelobos, El Picarón y toda esa par te que le decimos La Alcarria, está lleno de canteras de yeso. Todas inclinadas, haciendo vertiente. Es curioso. Los ingenieros dicen que es porque allí estuvo el Gran Lago de Castilla, y al descender las aguas, las tierras fueron tomando esa forma.
Nos fuimos conversando hasta la salida del pueblo por el puente del río. En el Nido de la Cigüeña, los modernos hotelitos lucen la novedad de su línea entre los árboles de la huerta. A nuestro lado las casetas de vestuarios como en los grandes clubes y el campo de fútbol. Medranda debe tener su plantel de aficionados al balón-pie: doscientos habitantes en total y un equipo federado.
- Sí, están en tercera regional, pero este año la cosa no va bien. Son algo malillos.
- Todo aquello son viñas, ¿verdad?
- Sí, hay algunas. Se va haciendo vino para el gasto, y nada más. Una veintena de ellos pisaremos uva, más o menos.
-¿Qué produce la vega?
- De todo lo que se le quiera echar. En años normales se da muy bien la patata. El maíz y las judías también resultan. En otras par­tes del término se produce el cereal que es casi de lo que más se vive, y del ganado. La vega, aunque no lo parezca, sí que tendrá cuatro kilómetros de regadío, por lo menos.
- ¿Cómo es que baja tan poca agua?
- Eso es porque cierran el pantano y no sale una gota. Este río siempre trae agua. Cuando los demás se secan, éste siempre baja lle­no. De aquí se surte la vega del Henares por allá abajo.
Después de habernos dicho adiós como buenos amigos, don Vicente Magro se marchó con su horca al hombro por el camino del puente. Los pájaros de la huerta y el cacareo matinal de las gallinas por las últimas casas, resonaban limpios en el silencio de las afueras.
Las paredes de Medranda tienen pintadas que hablan de amor, como la romántica despedida bajo la bombilla de la fuente; o jactanciosas, escritas por los quintos en un arrebato de nostalgia en cualquier noche de luna, y que van apareciendo de esquina en esquina a cada paso. Por la travesaña de las Eras destaca en la vertiente del Alto un roble inmenso, de tronco fornido y voluminosa pompa de color pardo. Es un roble que se pega a la memoria con todas las prerrogativas del ejem­plar único. Un roble que, el hombrecillo con gafas que toma el sol por las eras, lleva saludando cada mañana desde hace medio siglo.
- Yo siempre lo he visto igual, sí señor. Según se sabe de oídas, tiene más de doscientos años.
El pueblo anda por estas fechas con las calles en obras. A pesar de eso, Medranda es un pueblo limpio. En la Plaza de España, un ten­dero ambulante habla a las señoras de las excelencias de su mercan­cía, que por el mismo precio no se puede encontrar ni en la fábrica de Barcelona. El bar de Félix queda allí mismo, en una esquina de la plaza. El bar de Félix es también tienda de comestibles, carnicería, estanco y oficina de correos. Lo atiende una señora simpática que se llama Ricarda, y que me va hablando a la vez que descuartiza con mucha habilidad un pollo que le pidió una clienta.
- No señor, no hay más que este bar, y muchos días casi nos so­bra. El pueblo es pequeño. Hay poca gente.
- ¿Cuándo fueron las fiestas?
- Fueron para San Juan. La cosa es que debían ser el veinticuatro de junio, pero por los de fuera las cambiaron al domingo anterior, y también por no juntarse con los mismos días que la de Bujalaro. El año que viene creo que caen en su día.
En el bar hay un hombre sentado, un abuelo simpático que siempre tiene algo que decir a los que entran. El hombre, que posee toda una fuente de filosofía que le han dado los años, es de la opinión de que las chicas dan más quehacer a medida que crecen.
- Eso, de toda la vida. Las madres de ahora enseguida se hartan de las niñas: "Mi niña no come, mi niña tiene esto, mi niña tiene lo otro". Ya, ya. ¿Y cuando sean grandes, qué? Ahí te espero yo, morena.
Con un paseo más por aquellos alrededores apacibles, viendo pa­sar desde la soledad de sus campos, una por una en paz, todas las horas de la mañana, a uno se le ocurre pensar, tontamente, que la convivencia es posible, que el mundo lo tiene todo, que no le fal­ta nada. Cuestión al fin de saberse despojar a tiempo de lo que no sirve, de lo que nos ata, de los nuevos ídolos de barro que están acabando descaradamente con la libertad, con la auténti­ca libertad apenas conocida, con la profunda libertad del hombre.
En Medranda, lo mismo que en tantos pueblos más que tenemos cerca, hay gente que todavía sonríe a cambio de nada, que puede respirar cada mañana y cada tarde los aires puros del campo, que es capaz de tornar si llega el caso la generosa luz del sol que les alumbra en una sonrisa abierta, entrañable y sin doblez. Un valor a extinguir que lamentaremos siempre.

(N.A. Diciembre, 1981)

lunes, 25 de mayo de 2009

MAZUECOS


Para llegar a esta zona baja de la provincia, creo que cada vez he tomado un camino diferente. En esta ocasión lo hice bordeando desde Aranzueque las aguas del Tajuña hasta Mondéjar.
Mazuecos es a su entrada una pequeña ciudad en obras. El Mazuecos de siempre, el que conocí hace una docena de años, se verá dentro de poco rodeado de un cinturón residencial, como un anillo de hote­litos y de jardín que los hijos del pueblo, ausentes en buena parte, se encargarán de colocarle con el paso del tiempo. Mientras tanto, la villa tal y como está, todavía conserva, en medianil con la casa de nueva planta, el rancio señorío de sus mansiones viejas, el en­canto añejo de sus paredones engalanados con herraje de la mejor factura, la gracia venerable de sus aleros ennegrecidos por el sol y por los vientos de toda la historia que guarda escondida bajo sus tejas.
La Plaza del Coso ocupa una considerable extensión en la zona más noble del pueblo; es una plaza con sólo tres caras que se ador­na con artísticas rejas, con balcones floreados y con parras en vísperas de retoñar. Una plaza monda y lironda sin nada en el centro conque tropezarse.
- Pues antes había un rollo de esos ahí en medio. Lo quitaron para arreglar la plaza, y no se yo ahora que pensaran poner. Como si hubiera oído que una farola o no sé qué.
Era don Cándido Langa, que en aquel momento se entretenía en lim­piar con un cepillo de metal la parte de calle que corresponde a su vivienda, todavía sin concluir, en la Plaza del Coso.
- Me he hecho esta casilla en el pueblo, ¿sabe? Yo vivo en Madrid desde hace muchos años, pero vengo con frecuencia y me gusta tener esto limpio.
- Ya. Al calorcillo de la patria chica, claro.
- Pues sí. Desde luego, si usted quiere ver el pueblo bien, lo mejor es desde lo alto del Cerro Redondo. Se ven unas vistas muy bonitas. Si quiere, yo le acompañaré por ahí. Me ha cogido con el mono puesto, pero en el pueblo da igual.
Por la Plaza del Coso cruza, con la megafonía a tope, la camio­neta de un chatarrero pregonando alambre y hierro viejo. En una es­quina de la Calle Mayor hay un gitanillo de cara sucia que canta por colombianas sentado sobre el bordillo de la acera.
- Una limosna señorito, que Dios se lo pagará.
Veo venir por la calle de la Iglesia a una señora pequeñita, ex­traordinariamente amable, se llama Feliciana y lleva dos barras de pan dentro de una bolsa.
- Pues sí señor. Vengo de por más pan porque han venido los de Alcalá y he tenido que coger estos colones.
- Parece que tienen buena cara.
- Este es buen pan. Lo que hacen aquí bien son los mantecados. Esos tienen fama.
-¿Hay frutería y de todo?
- Sí señor; tenemos frutería, carnicería y tiendas. La carne nun­ca está de un día para otro, la traen todas las mañanas.
La iglesia de Mazuecos es un monumento espectacular, rodeada de jardín en la parte alta del pueblo. Es una iglesia bien cuidada, con las puertas abiertas de par en par y un grupo de señoras que a buen seguro estarían de limpieza.
La Virgen de la Paz está sobre una carroza adornada inteligente y generosamente. La patrona de Mazuecos en su trono de rosas, de gla­diolos, de claveles y de azucenas, es una de las imágenes más bellas de Nuestra Señora que recuerdo haber visto en los últimos tiempos.
- Es bonita, ¿eh?
- Y que lo diga. Aquí la queremos mucho. Las flores que llevan se las traen para la fiesta los hijos del pueblo que viven fuera, y co­mo no cabían tantas en la carroza, las hemos tenido que ir repartiendo por los altares. Lleva flores de Madrid, de Guadalajara, de Alca­lá, de Leganés, de Valencia, de todas partes donde hay hijos del pueblo.
- Qué bonito, ¿verdad usted?
- Y brazos de cera y piernas y de todo eso, mucho. Los quitaron, pero quien tiene un ofrecimiento, lo hace.
La Virgen de la Paz está directamente relacionada con la batalla de Lepanto, donde, al parecer, lucharon valientemente algunos hijos de Mazuecos. Tras el gesto heroico de uno de ellos, cuenta la tradi­ción, que la Virgen de la Paz le libró milagrosamente de la amputa­ción de un brazo, por lo que, poco después, tan pronto como les fue posible y en agradecimiento, una escuadra de guerreros vino a darle escolta en la procesión solemne del 24 de enero. Se siguió desde fi­nales del XVI repitiendo la escena cada año con hombres del pueblo provistos de trajes y armamento de la época en la famosa "Soldadesca”, que como tantas cosas, -pienso que en su día la historia pedirá cuen­tas-, quedó reducida a un abanderado y un botarga, pobre caricatura de una gesta encomiable, que tan bien dice del honor y de la bravura de sus hombres.
Los mozos enamorados tienen en Mazuecos el corazón en el mismo lugar que los hombres lo han tenido siempre. En una época hostil, agresiva, desalmada, cuando sus valores más genuinos parecen al hombre materia tabú, en la calle de la Iglesia a uno le da por disfrutar tonta­mente, un poco románticamente, delante de una pintada decimonónica que habla de amor:

Quitarte de que me hables
te han podido de quitar,
quitarte de que me quieras,
ni han podido ni podrán.

Hay gente que toma el sol en pequeños corrillos sobre la acera de la Calle Mayor. El bar de Justo es un establecimiento acogedor, sin demasiadas pretensiones, donde uno se encuentra como en su pro­pia casa delante del vasito de cerveza y al lado de las fuerzas vi­vas, con las que casualmente me encontré allí.
- Pues, qué le voy a decir yo, en Mazuecos hay un vicio que es el dinero y una virtud que es el ahorro. Como consecuencia, la gente aquí vive bien. Yo le diría que, sin grandes lujos. No habrá en el pueblo ni una sola casa que no tenga sus servicios, su bañera, su ducha y demás.
El alcalde de Mazuecos es un muchacho atento, tal ve z un poquito falto de espontaneidad en las cuestiones que atañen a la vida municipal y a sus problemas que nunca faltan, y en su pueblo, naturalmente, tampoco.
El problema es aquí el agua. Tenemos toda la que nos hace falta y nos sobra mucha más, pero hay que traerla del Tajo, y sólo subirla nos cuesta muy cerca del millón de pesetas cada año.
- Si ahora no lo es, por lo menos Mazuecos antes fue un pueblo grande, ¿no?
- Hombre, desde el año cincuenta nos hemos quedado en la mitad, pero aún estamos 600 personas, si es que no pasa, y esto parece que se ha estabilizado ya.
- Supongo que el medio de vida será la agricultura, como en toda la comarca, claro.
- Sí; pero no sólo los cereales. Es posible que de la vega del Ta­jo se saque tanto o más que de la labranza. En el Tajo casi todos los vecinos tienen huerta, y se produce remolacha, patata y girasol principalmente. Ahora se pone girasol algunos años para compensar, según las necesidades del terreno.
- ¿Y proyectos inmediatos como corporación, señor alcalde?
- Hombre sí; todavía nos faltan varias calles que arreglar; tene­mos que adecentar la plaza con otra picota o algún monolito con faro­las y poner bancos. Luego, tenemos concedido ya un parque, que pen­samos ordenarlo para los niños, bancos para los ancianos, y lugar de recreo para todos. Eso, creo yo, que podremos hacerlo pronto.
Sin otro accidente geográfico más destacable en sus cercanías que el cabezo semiesférico del Cerro Redondo en mitad de un campo llano, queda el pueblo blanco, el pueblo en obras, donde uno pudo saborear, más que en cualquier otra parte, la diversidad real de esta Guadalajara de contrastes, tan única y tan diferente de Norte a Sur, de Es­te a Oeste.

(N.A. Marzo, 1981)

MAZARETE


Por el puente de la Venta corren ladera abajo, hasta el vallejo, las aguas que en los días de turbión caen al otro lado de la carretera. En el puente de la Venta, el conductor siente la ingenua tentación de pararse a observar al borde del camino, aun a costa de resistir a su espalda el azote gélido de los vientos de la tarde. Mazarete se ofrece desde allí a la vista del viajero como un tríptico original y diverso sobre una de las orillas del pequeño arroyo que, no muy lejos, entre­gará su escaso caudal al naciente Mesa, ya en terrenos de Anquela. Las parideras de rojiza techumbre recostadas al abrigo de la solana, contrastan con las umbrías y los humedales en la altiplanicie nevada de Los Llanos, al otro lado. Sólidos edificios de lo que fuera núcleo industrial de la zona duermen el mortecino sueño del abandono aguas abajo, y aquí, a nuestros pies, el pueblo, como una pincelada de vida donde se desenvuelven en paz las pocas más de cien personas que fueron capaces de soportar, ellos sabrán cómo, el zarpazo de la emi­gración.
Este simpático pueblo molinés sorprende desde dentro por su cu­riosa y bien cuidada fisonomía. Es pequeño y en él viven gentes a las que les gusta hacer las cosas bien, poniendo en lo que hacen una con­siderable dosis de amor al terruño.
-Así es. En cuanto podemos, nos damos una escapadilla por el pueblo, aunque sea invierno. La mayoría de los que vivimos fuera tene­mos la casa puesta y venimos de vez en cuando a echar un vistazo.
-¿Dónde vive usted, don Inocente?
-Yo Soy capataz de Obras Públicas y estoy destinado en la con­centración de Cifuentes. Tengo a mi cargo, no sé si usted lo conocerá, el tramo entre Cifuentes y Sacedón.
-Debe de quedar poca gente aquí, por lo que se ve, ¿verdad?
-Y tan poca. No sé si quedarán cuarenta familias. Desde que ce­rraron las fábricas, esto se quedó como muerto. Yo creo que entre las dos trabajaban más de sesenta personas de aquí; y eso, quieran que no, se nota.
-¿Cómo fue cerrar las fábricas?
-La de la resina la cerraron porque la tuvieron que cerrar, pero la de las maderas es que se la llevaron a otra parte.
- ¿Y cuál fue el motivo?
-Empezaron a decir que allí tenían mejor material y se fueron con todo a Navas del Marqués, en tierra de Ávila. Eso se llevó a los tra­bajadores que se quisieron ir, pero que no me digan a mí que la fábrica no podía estar donde estaba.
-Y, desde entonces, Mazarete se quedó sin trabajos, claro.
-¡A ver! Al monte suben varios, con lo del uranio. Están son­deando en el término desde hace tres o cuatro años y parece que van sacando algo. Lo que pasa con esas empresas es que traen a su gente preparada y del personal de por aquí van los menos.
Desde la carretera hasta la plaza del pueblo se asciende por una calle corta, con casonas distinguidas en ambos lados. Algunas conser­van todavía escrito sobre la piedra rememoranzas del XVII, que hablan de pasados linajes, de los que hoy nadie nos daría norte. La plaza, como la mayor parte de las calles del pueblo, está en vertiente, redu­cida, con su fontana de doble caer en el mismísimo centro y una artís­tica balaustrada que, con indiscutible aire palaciego, se alza hasta las puertas del templo parroquial como fondo.
Tan Sólo se ven dos personas que toman el sol a la puerta de su casa. Ella, que me debió de reconocer, sin duda, no quiso darme su nom­bre, ni siquiera permitió a su hermano que despegase el pico para con­testar a mis preguntas.
-No seas tonto; no digas nada, que luego este señor lo saca todo en la "Nueva Alcarria".
-¿Por qué dice eso, señora, si usted a mí no me conoce?
- ¿Que no le conozco? Sí que le conozco, sí. ¡Anda que no me río yo poco todas las semanas con lo que le cuenta la gente de los pueblos!
-¡Ah!, pues tendré que decir que en Mazarete hay una señora muy antipática que no me quiso decir ni su nombre. ¿Qué le parece?
-¿Cómo que no? Yo le cuento todo lo que usted quiera. Mire: que hay buen agua, buen pinar, buenas chicas pero que están fuera. . . Todo lo que usted quiera; pero mi nombre, no.
-Bueno, señora Miguela; pues su nombre, no.
- ¡Ay, qué hombre éste! ¡Mira que venir de tan lejos a vernos a nosotros!
Por la calle de San Roque suben, sacudiéndose bolazos de nieve, unos cuantos jóvenes con ganas de retozar. Encontré a los mazareteños como gente extraordinariamente cordial y dispuesta al jolgorio en la poco que vi. Algo hay que a los de Mazarete les subleva y que no lo toleran a todo el mundo nada más que así, porque sí: es que les llamen "po­getas", como "yatres" a los de Anquela, "aletos" a los de Ablanque y "colondros" a los de Luzón. Sólo cuando uno ha hecho amistad con la gente del pueblo puede usar, y abusar, si fuera preciso, de la con­fianza por una sola vez.
Jesús y Beni Hernández abandonaron la fría reyerta y se vinieron conmigo, calle abajo. Desde una ventana nos llega el disparo de nieve que la joven esposa de Beni dedica a su marido como punto final de las hostilidades.
-Éstas, ¿sabe lo que pasa?: que recién venidas de Madrid traen gana de juerga.
-¿En qué os divertís los fines de semana?
-Aquí nos hemos organizado bien. Hemos hecho un cuadro artís­tico, tenemos una "peña" y parece que sentimos más deseos de venir que antes.
Con los hermanos Beni y Jesús Hernández, a quienes terminaba de conocer, abrimos tertulia en una mesa del bar, tras sendos vasitos de vermú.
-Eso sí que la podemos decir bien fuerte: que tenemos un bar de la mejorcito que hay en toda la comarca.
Además de su buen bar, en Mazarete tienen uno de los más suges­tivos parajes de la provincia. En la dehesa de Solanillos, las piedras, desgastadas por la erosión, adoptan formas extrañísimas, que, como el "Huso de la Vieja", sobresalen por encima del pinar que las rodea.
- ¡Ah!, y pasado el Puente de la Venta está la Cueva de la Mora, que en el buen tiempo también es digno de ver.
- ¿Qué hay en la Cueva de la Mora?
-Dicen que allí ha entrado gente y que no ha vuelto a salir. Que hay una mora encantada que baja a coger agua de una fuente subte­rránea, y que algunos días del año la han visto peinarse al salir el sol. No sé.
De camino hacia los locales de las antiguas escuelas, mis amigos me hablaron de las fiestas de San Mamés, a mediados de agosto; de la romería y de la vaquilla que, después de toreada, se comen en la plaza entre todos los vecinos en un bonito acontecimiento de participación. Unidas la que fueron las dos escuelas del pueblo forman una am­plia sala de representaciones para el grupo de teatro. Sobre las paredes quedan carteles manuales de algunas de las obras ya escenificadas, y, al frente, un escenario construido más con la voluntad y con la ima­ginación que con los medios disponibles.
-Pues, hombre; aquí hemos puesto hasta el momento cuatro obras. Las más conocidas serán "El médico a palos" y "La ciudad no es para mí". Siempre para los vecinos y gratuitamente; sólo se cobra la volun­tad, si alguien quiere dar algo para escenario y los gastos que van saliendo.
Cuando uno despide a sus amigos en la plazuela de la iglesia, y con ellos al pueblo, se le ocurre pensar cómo en este mundo nuestro no falta nada; sobran muchas cosas para vivir mejor. Que la verdadera sabiduría está allí, entre cuatro montañas y un cam­panario y un río.

(P.M. Enero, 1981)

domingo, 24 de mayo de 2009

MATILLAS


Los penachos de polvo con que se anuncia desde los altos de Bujalaro, nos ponen en sobreaviso de que Matillas es un pueblo diferente a cuantos por las tierras de Guadalajara estamos acostumbrados a ver. La intensa actividad industrial que otro día nos sorprendiera en Mandayona, desciende aguas abajo hasta encontrar su culmen en las antiguas instalaciones de la fábrica.
El viajero se hace presente de buena mañana entre rastrojeras, viñedos, huertas de frutal que van siguiendo de cerca el curso del río, y montículos yermos, en cuya falda encontraron sitio adecuado para sobrevivir en buena vecindad las aliagas, los tomillos y las torretas de la excavación. En Matillas, antes de cruzar por su puente magnífico sobre el Henares que da paso a la estación del ferrocarril, uno se encuentra con un pueblo decoroso, con un pueblo de casitas bajas y de ajardinados chalés que se van acurrucando como polluelos bajo el ala de la fábrica.
-Pues no se vaya usted a creer, que puestos a echar cuentas será de aquí de donde menos trabajadores tengan. Casi todos vienen de fuera. De Jadraque y de Mandayona son la mayoría
-¿Lleva mucho tiempo funcionando?
-Yo la he visto siempre. Cuando era chiquejo ya funcionaba, y por entonces le decían la Mina. La debieron de poner sobre cuando yo nací, por el año 1909, año arriba, año abajo.
-¿Los materiales de los que se abastece son de aquí del pueblo?
-Ahora no; ahora los traen de por ahí, de por Castejón y esa parte. Lo de aquí, por lo visto sólo vale para cemento gris y ahora parece que ya no se emplea. Las modas, ya sabe usted.
Don Félix Moreno, de Castilblanco, y don José Guijarro, de Muduex, llegaron a Matillas hace más de cuarenta años en busca de un puesto de trabajo en los oscuros tiempos de la posguerra. Uno y otro viven hoy de la jubilación y un poco del recuerdo, mirando con sus ojos cansados la erupción incesante de la chimenea desde un asiento de tabla en la carretera de Mandayona.
-¿Es ésta su casa?
-No señor. No es ésta. Es que nosotros nos venimos aquí a tomar la sombra.
-¿Cómo se llama el río?
-Nosotros le decimos el Henares. Baja desde la central, donde se juntan el Dulce y el Salado. Usted me dirá que sabor llevará el agua por aquí. Esto primero no es río, es un canal.
-A mí me parece un buen pueblo.
-No es malo, pero es pequeño. Tendrá poco más de doscientas personas. El término se acaba detrás de la estación y empieza el de la Torre.
La fuente pública de la carretera sale desde la cara frontal del lavadero. Es una fuente de grifo único, de los de apretar, de los que tienen en uso en las fuentes donde la gente no está dispuesta a que el agua se desperdicie, y que comete la pesada broma de lavarte la cara a destiempo cuando intentas beber.
La placita del ayuntamiento, de la iglesia, de las escuelas, es la misma según el lugar desde donde se mire. Es con la fuente de Saelices un curioso muestrario de formas funcionales y un alarde de ornamentación conseguido a base de material moderno, cuyo centro geométrico ocupa una fuente de tres caras arropada de rosales y rodean con su copa tierna una fila de acacias a cada lado. Por la carretera se ven salir los camiones del cemento cargados con sacos de papel. Viene a todo correr por el puente un perrazo flacucho y desgarbado con un colgajo de tocino entre los dientes buscando una sombra en paz a la orilla del río.
-Por favor, señor ¿Por dónde se entra a la fábrica?
-Pues mire, si no quiere mancharse de polvo, lo mejor será que dé la vuelta por debajo de la estación. Se llega enseguida.
El viejo edificio del ferrocarril se ve mínimo ante la mole de la fábrica que continúa arrojando como en una neblina sin fin los residuos del trabajo por la boca de la chimenea. La estación es a estas horas un sitio silencioso y solitario. Sobre la pared en sombra que mira hacia el andén hay una placa ovalada de hierro oscuro en la que se dice: “817’8 m. de altura sobre el nivel medio del Mediterráneo en Alicante”.
El jefe de administración de la fábrica se llama don Luis Delgado, u señor cordial que me ofreció asiento y conversación dentro de las oficinas, mientras hacía posible con la mayor diligencia una entrevista con el director.
-¿Son muchos los trabajadores actualmente?
-Entre todos los departamentos creo que somos unos ciento treinta.
-Impresiona un poco toda la instalación y el ritmo de trabajo para quien desconoce esto. ¿No le parece?
-Es posible. La gente se queda un poco cortada al ver la fábrica en marcha; pero no es nada nuevo, porque la extracción de cemento aquí se va a más allá del medio siglo.
-El director, don Antonio Grúa, a quien había tenido ocasión de conocer tiempo atrás, me recibió en su despacho y fue desde ese momento mi guía incondicional durante el tiempo que permanecí allí, escuchado y comprobando el meticuloso proceso de fabricación del cemento de Matillas, uno de los más estimados, y más caros, en el mercado actual. ¿Por qué señor Grúa?
-Bueno, de los más estimados sí que lo es, precisamente por ser distinto al cemento común de color gris que estamos acostumbrados a ver. Aquí sólo se fabrica el cemento blanco, mucho más codiciado, mucho más difícil de obtener debido a los elementos que lo componen, y, naturalmente, también más caro.
-¿Hay diferencias notables entre uno y otro?
-La diferencia esencial es que éste carece totalmente de Hierro, que es un colorante nada más. La utilidad real y la calidad apenas varían, pues tanto el gris como el blanco pueden utilizarse con la misma garantía. Lo que pasa es que no es nada fácil encontrar componentes adecuados que no tengan hierro, y eso, aquí donde estamos es absolutamente factible, pues a cinco kilómetros tenemos todo el material que se necesita y en cantidad inagotable. Es una suerte, algo insólito. Nuestra empresa no tiene otra fábrica de cemento blanco más que ésta, por supuesto.
-¿Para esta labor se necesita algún tipo especial de maquinaria?
-Sí, hemos tenido que hacerle alguna pequeña adaptación, pero la fábrica es la misma y con la misma maquinaria que cuando se hace el gris.
-¿Qué departamentos tienen?
-Tenemos una oficina técnica, un laboratorio para el control físico y químico donde se hace también algo de investigación de materiales, un taller y almacén bien provistos, y dentro de lo que pudiéramos llamar explotación está la molienda del crudo, los hornos, la molienda del cemento y la expedición, bien en sacos o a granel, en camión o en ferrocarril directamente desde fábrica.
-¿Cuál viene a ser la producción anual, aproximadamente?
-Un año con otro viene a oscilar entre las quince mil toneladas.
-Que van a parar ¿adonde?
-Generalmente al mercado nacional: Zona Centro, Levante, Cataluña, Baleares y Canarias, principalmente. Por cuanto al extranjero enviamos mucho a Marruecos y a todo el norte de África.
-¿Es Guadalajara una reserva en este tipo de materiales?
-Guadalajara es extraordinariamente rica en yesos, caolín, calizas y arenas. Es casi imposible encontrar otra tierra que la iguale.
-Don Antonio Grua me proporcionó un casco antes de salir. En los laboratorios los empleados cuentan con medios de precisión suficientes para producir calidad y mejorar si fuera posible. Las enormes calderas, los motores eléctricos, descomunales, de primeros de siglo, las tolvas, y hasta las mismas ropas, van recubiertas de una finísima capa blanca en medio del ruido ensordecedor de la molienda. La zona de hornos despide al pasar un calor sofocante que para el trabajo se atenúa por medio de ventiladores. Don Mariano Sarria, un obrero de Mandayona, lleva veintisiete años en aquel puesto cuidando los controles y las agujas que es preciso vigilar a cada momento para mantener la temperatura en los 1700 grados que son precisos.
-¿Cuánto consumen los hornos, señor Sarria?
-Esto se traga cincuenta toneladas de fuel-oil al día.
-¿No se ha quemado usted nunca?
-Hombre, en veintisiete años me he pelado la cabeza aquí más de una vez con el fuego, y la piel quemada muchas veces más. Los accidentes se dan, no hay quien lo evite, pero afortunadamente cada vez menos.
Con la ayuda de los cristales ahumados y procurando guardar las distancias de la caldera, se ve a través de una ventanilla cómo los materiales incandescentes giran y se deshacen dentro de aquel infierno en un espectáculo nuevo para mí e inacabable a la luz cambiante del fuego.
-Aquí es mucho mejor el invierno que el verano. En este tiempo se pasa mal.
Fuera de la fábrica era verano. El muelle de envasado y carga estaba desierto cerca del medio día. El último camión se veía transponer por la carretera de Mandayona camino de cualquier lugar de España, o de fuera de aquí, donde se descubrió en su momento y hoy se emplea con absoluta predilección otro producto más sacado a la luz del generoso vientre de la Alcarria.

(N.A. Septiembre, 1981)

sábado, 23 de mayo de 2009

MATARRUBIA


El pueblo queda situado a la margen izquierda de un arroyuelo de invierno que lleva su mismo nombre, ya en la vega del Jarama acaba­dos de pasar los llanos trigueros de la Campiña.
Sorprende al entrar la extrema magnitud de la torre parroquial y del templo entero, recibiendo en la cara plana del campanario los soles directos de la media tarde. En seguida la plaza descarnada del ayuntamiento, con su piloncillo central y una fuente de grifo que se limita a funcionar tan solo cuando se le pulsa. La fachada del ayun­tamiento es la de un edificio reconstruido, típicamente campiñés, imitando en su forma y en su contextura, los tradicionales palacetes de la comarca levantados con ladrillo rojizo allá por los viejos tiempos de la decadencia. Dos, tres calles, parten de la plaza en direc­ciones distintas que uno deberá recorrer con meticulosidad, captando como siempre una impresión general que le pueda ser válida.
A la sombra del ayuntamiento hay sentada una anciana pequeñita que se apoya en su bastón. Como todas las ancianas de todos los sitios, la abuela Baldomera es pronta para ponerse en conversa­ción con el recién llegado, despreocupada, sin prejuicios. La abuela Baldomera, con sus ochenta y siete encima, vive al margen de insegu­ridades y de gentes con perversa intención.
- Buenas tardes tenga usted ¿Qué hace ahí tan solita?
- Pues mire, esperando a mi sobrina, la del bar, que no está en casa. Es como si fuera una hija, sabe. ¿De donde viene usted si no está mal la pregunta?
- De Guadalajara.
- Ah, pues allí tengo yo una hija, y un nieto que trabaja de pes­cadero. A lo mejor los conoce usted.
- No creo. Sería demasiada casualidad.
- Este es el ayuntamiento. No sabe lo hermoso que es por dentro. Si quiere se lo enseño. Mi hijo se llama Jerónimo y es el alcalde. Ahora está trabajando en una obra, por aquella calle de detrás.
- Lo veré todo, no se preocupe. Acabo de llegar y prefiero quedar­me un ratito aquí, sentado a la sombra, con usted.
- Como quiera. Yo lo peor que tengo son los pies. Los años aún los llevo bien, pero los dichosos ojos de pollo me hacen pasarlo mal.
Por la calle contigua de la Posada se llega en un instante a las choperas del arroyo. Un soberbio hierbazal descontrolado da paso al puentecillo de hormigón que cruza el arroyo seco. Al otro lado está el lavadero, seco también. Un almacén de barro depositado en el fon­do de las dos albercas que en mejores circunstancias debieron servir para lavar la ropa y, ahora, se han convertido en el blanco del abandono, umbroso e inhóspito covachín extramuros donde alguien, con poco sentido de la responsabilidad y escaso gusto, se dedicó a estampar cascotes de botella con el consiguiente peligro. En el ramaje de la chopera no cesan los jolgorios del ruiseñor, templados por la brisa que sopla de la vega. De tarde en tarde, suenan por 1as huertas vecinas los impactos de la legoncilla al chocar con la tierra. En los corrales casan bajo la barda los Guijarros con el adobe, dando lugar a gruesos lienzos de pared que lo resisten todo. Las gallinas, mien­tras tanto, escarban medio despistadas buscando entre la hierba los gusanillos o los incipientes granitos de cereal que en verano aparecen por cualquier sitio sin saber cómo. Poco después volvemos a la plaza.
- No hay demasiada animación en Matarrubia. ¿Qué es lo que pasa?
- No pasa nada. Es que somos pocos.
- Venía yo con la idea de que era un pueblo mayor.
- Antes si. En tiempos tuvo cien vecinos o más. Pero, lo que es ahora, no sé si quedaremos en todo Matarrubia cincuenta personas mal contadas. Los viejos dicen que antes fue una villa grande, luego y que hubo una guerra, se destruyó y se quedó en pueblo. El término es de los mayores que se conocen. Lindamos con un montón de pueblos.
- Pues vaya plan.
- Aún tenemos buena fiesta. Este año trajo la Diputación una ronda­lla y todo.
- ¿Cuando fue?
- El día 3 de mayo. Aquí se celebra el Santo Cristo. Ahora se busca que sea sábado, si coincide con el día 3 mejor, pero si no, puede ser dos días antes o después. Hay que buscar el acomodo de la gente.
Quiero recordar que se llamaba doña Paulina Santamaría la mujer que me contaba todas estas cosas mientras hacía punto sentada a la puerta de su casa en la calle de la Posada. Allí mismo conocí a otra mujer muy simpática, doña Gloria Dolores, y a un hombre que se llama Ángel, Ángel García Esteban. Según me contaron son todos de la misma familia, de una rama importante del vecindario de Matarrubia, en donde la abuela Baldomera significa, viva aún, un tronco venerable, asido a la raíz casi en línea directa por la yema octogenaria de sus muchos años. En atención a ella accedimos con gusto a entrar al impecable edificio del ayuntamiento.
- Tenía razón la abuela. En un pueblo así no es nada corriente el encontrarse con un edificio tan hermoso.
- En cambio, las calles ya ve. Todo no puede hacerse al mismo tiem­po, ¿no le parece? Solo tenemos arreglado un barrio.
Se entra por un pasillo elegante, limpio y muy fresco, con puertas de buen estilo castellano a derecha e izquierda y una escalera pala­ciega para subir. Mis acompañantes me van enseñando, una por una, to­das las dependencias del edificio: los servicios, la sala de consulta médica, el sa1ón de sesiones, todo en el piso bajo.
- Con los pocos que son ustedes, el sa1ón no se verá lleno nunca.
- Qué va. Cuando vino el señor Obispo y nada más. Para la fiesta no se les deja entrar porque los jóvenes son muy poco cuidadosos, si entrara todo el mundo sería el caos.
En el piso alto del ayuntamiento están los despachos y dependen­cias dedicados a secretaria y archivo. Como parece ser que todavía no ha habido tiempo material para ponerlo en funciones de puro nuevo, se nota la falta de mobiliario adecuado y los papeles y archivadores en las estanterías se ven un poco revueltos.
- ¿Qué dicen los que vienen a verlo?
- Nada. Se van todos encantados de lo bien que está.
-¿Tienen ayuntamiento propio o están anexionados a otro?
- No, es ayuntamiento nuestro, con nuestro alcalde y todo. El se­cretario viene desde Guadalajara.
Por la calle de Enmedio pasamos a saludar a Jerónimo, que como me contó su madre estaba trabajando de ayudante de albañil en una obra. Me pareció un hombre correctísimo y servicial, lo mismo que todas las personas con las que acerté a dar en Matarrubia. Salí con la impre­sión de que al alcalde le hubiera gustado venirse con nosotros a ver el pueblo, pero, el trabajo está por encima de cualquier cumplimiento e hizo bien en quedarse. Otra señora, María Serrano, nos dejó la llave de la iglesia y me pre­guntó muy interesada si era yo de la urbanizaci6n. Cuando le dije que no, insistió en que, fuera quien fuera, a ver si les podía conseguir un millón para arreglar la iglesia.
- Sería una buena acción, ya ve usted, que falta le hace.
- Qué más quisiera yo, señora. Si estuviera en mis manos... Se ha confundido usted, lo siento.
Desde el pretil, el pueblo abajo parece otra cosa, con las lade­ras de rebollar como fondo y las cárcavas desgastadas por la lluvia torrencial de muchos años que los del pueblo reconocen -leyenda de por medio- como la Terrera del Diablo.
La iglesia es un edificio verdaderamente monumental, de altiva espadaña y paredones de mampostería y guijarro sostenidos por contrafuertes todo alrededor. Sobre uno de ellos se ve un reloj de sol y una fecha escrita: 1713.
- Con ese reloj nos guiábamos para saber la hora cuando las eras.
La portada sur es una bella muestra, algo deteriorada, del arte renacentista. La portada sur, por lo que me dicen, se pasa la mayor parte del año sin utilizar.
- Se entra por la otra puerta, la de debajo de las campanas. Por es­ta es por la que sale el Cristo el día de la fiesta.
A pesar de su voluminosa estampa exterior, la iglesia de Matarrubia tiene una sola nave, carece de retablo mayor en el presbiterio que su­plen con una imitación mediocre de pintura sobre la pared frontal, pre­sidida por la imagen de San Bartolomé Apóstol.
- Mire, en este altar tenemos al Santo Cristo de la Agonía. Es muy milagroso. Dicen que una vez vino una plaga de langosta, sacaron al Cristo y se retiró en seguida, Desde entonces lo pusieron en el pue­blo como patrón.
- Ya; pues la imagen se conserva muy bien.
- Es que lo tuvieron que repasar un poco. Mientras la guerra hubo que esconderlo en una cueva con los otros santos y se estropeó bastante
- Me parece todo muy bien. Aquí tienen un Niño Jesús muy bonito, con su bandera como el Niño de la Bola, pero sin bola.
- Eso no lo sabemos. Nosotras siempre lo hemos visto así. Para el domingo de Resurrección se saca con la Virgen de los Remedios y se ha­ce una procesión muy bonita, con sus reverencias y todo. Aquí le de­cimos el San Juanillo.
- Muy grande se me hace la iglesia. El coro se conserva muy bien.
- Pues mire, en la fiesta mayor y en los entierros aquí no se cabe. En lo que va de año ya se han muerto seis. Menos una chica de cincuen­ta años, los demás eran ya viejos, así muy amigos. En el pueblo deci­mos que se han ido muriendo de pena unos de otros.
Poco más nos resta que ver después de lo mucho que mis amigas, do­ña Paulina y doña Gloria, tuvieron a bien enseñarme de Matarrubia. Al final me hablaron del jolgorio popular en las eras cuando sus años mo­zos, y de la falta de alegría que padecemos hoy, que la gente se ha hecho egoísta y por ese camino no se va a ninguna parte. Por uno de los ventanucos de la vieja escuela, se ven desordenados y cubiertos de polvo los pupitres bipersonales en los que se sentaban los niños del pueblo cuando los hubo. Los cuadros de las paredes ponen al 1óbrego panorama de la sala de clase una nota amarga que rememora tiempos de añoranza que, dando la razón al poeta, hay que admitir que no fueron peores.
Y en medio de todo, Matarrubia. Un pueblo simpático y con ganas de vivir, habitado por gentes amigables y dadivosas donde uno cosechó, a falta de nada mejor, un cúmulo de recuerdos inmejorables que con­serva frescos como el primer día.
(N.A. Agosto, 1985)

viernes, 22 de mayo de 2009

MASEGOSO DE TAJUÑA


En Masegoso las casas son iguales. Ya no es el pueblo el mismo de hace cincuenta años; aquel donde nacieron y pasaron su juventud los pocos viejos que ahora toman el sol sentados en los escalones de hormigón o de piedra labrada, y pasean en las mañanas de verano a la sombra de los soportales en los que no aparece lo antiguo ni lo pintoresco de los demás pueblos, lo trazado caprichosamente por la mano de los siglos en esa anarquía de líneas que tiene lo rural, sino las formas geométricas de academia, nacidas en una mesa de despacho, y, desde luego, la pulcritud. En Masegoso, la Guerra Civil dio al traste para siempre con el sabor rancio de la primitiva vi­lla, reduciendo a escombros extendidos por la solana que mira al Tajuña todo su tipismo, enterrando entre el polvo de la metralla toda esperanza de supervivencia y hasta las mismas ganas de vivir para dos centenares de alcarreños de hace casi medio siglo. Masegoso, como Gajanejos y algunos pueblos más de la comarca que corrie­ron la misma suerte, contrastan en el conjunto general de los pue­blos de su categoría, y que son, como bien sabemos, un porcentaje elevadísimo de los que conforman en su totalidad el mapa regional de ambas Castillas. Pero...¿cómo son sus gentes?, ¿qué dicen?, ¿de qué manera piensan?; ese fue el motivo principal que, en esta oca­sión al menos, hizo perderme un día más en la rugosa piel de la Al­carria, más triste que otras veces, más gris si cabe, más huraña, aletargada bajo la débil luz de un sol de invierno.
Creo que no haga falta decir que el único valor por el que me­rece la pena terciarse la manta y tirarse al camino -más cuando las condiciones, como ahora, no son favorables- es por el hombre. El hombre, sí; que, aunque pudiera sonar a frase manida, es el alma del pueblo, su propia vida, su único movimiento. La ocasión es óp­tima para comprobarlo en los pueblos vacíos: pueblos inanimados, sin latido del corazón, pueblos muertos que el tiempo se encargará de reducir a tierra de nuevo como a uno mas de los cuerpos sin vi­da de cualquier mortal. He sentido a veces la tentación de pasar una tarde en cualquiera de estos pueblos muertos, y si no lo hice fue por la imposibilidad manifiesta de llevar a los lectores la fuerza del calor humano; pero la idea ha vuelto a renacer y es hasta posible que lo haga algún día.
Cruzo el pueblo sin parar en un primer vistazo, como si quisie­ra recoger todo lo que es Masegoso con una sola impresión. Atrás queda la zona residencial que hay en el ángulo con la carretera de Brihuega, el lavadero público y la plaza. Más tarde los recorreré, paseándolos tranquilamente, uno por uno.
El casco urbano acaba en una explanada abierta al campo que tienen rotulada como Plaza del Frontón, o calle de doña Petronila Ri­vadeneira, según la esquina que prefiramos tomar como referencia. En la Plaza del Frontón, limpia, soleada, parece como si se hubie­ra concentrado toda la luz y todo el aire de la Alcarria. No hay nadie. Al rato veo salir a un hombre de una cochera. El hombre viene ataviado con un mono azul y se pone a rascar el barro seco de las vertederas enganchadas en la trasera de un tractor pintado de rojo. Nuestro amigo de la Plaza del Frontón se llama Dionisio, Dionisio Villalba. Es un señor metido en edad, de risueño aspecto, trabajador incansable y, tal como saqué como conclusión de sus propias palabras, labrador empedernido. Antes, agarrado a la esteva, a bordo ahora de su flamante "Massey", a don Dionisio se le escapan los ojos de­trás del apero; la labranza es toda su vida.
- Además de verdad, y que no lo puedo remediar. Cuando veo a uno labrando, si puedo me acerco a ver, y, si no, por lo menos me paso un rato mirando cómo lo lleva. Antiguamente, con las mulas me pasaba igual, y si son 1os aperos, en seguida voy a ver las ventajas ­que tienen, o a ver las faltas que les puedo sacar. Digo yo que si la agricultura para mí será como una enfermedad.
- Ah, pues el otoño este año no ha ido nada de mal, el pasado fue un desastre.
- Pues le voy a decir una cosa: por aquí, los años de mucha llu­via nunca son buenos. Cuando los embalses y las fuentes cogen agua: ¡Malo! La cosecha se nos pudre. Este terreno va mejor con cuatro gotas: la justa para nacer y un poquito de humedad para ir tirando, pero muy poca.
- Echarán de menos el pueblo antiguo, ¿verdad?
- Pues no. No se puede comparar. Este es mucho mejor. Al princi­pio la gente andaba reacia, pero no porque no le gustara, sino por­que había que abonar seis pesetas al mes y no nos parecía bien pa­garlas. Nos hemos acostumbrao a él y cuando vamos a los pueblos de los alrededores, nos extrañan.
- Y todo porque en la guerra no quedó nada.
- Nada. Esa casa de ahí y las cuatro paredes de la iglesia. Sólo las paredes, porque el techo se puso después. Nos evacuaron de aquí a todos los vecinos a vivir en los pueblos limítrofes, donde nos quisieron recoger. Después de la guerra cada cual se vi­no como su madre lo parió, sin nada de nada, a labrar las cuatro tierrecillas y a esperar a que nos dieran las casas en el plan de Regiones Devastadas, pero eso ya fue para el año cincuenta o más tarde.
- Las casas ya son de ustedes, ¿no?
- Claro que son nuestras. Desde hace mucho.
- ¿Y las tierras?
- Las tierras también. Antes pertenecían la mayor parte a los du­ques de Medinaceli. Yo he oído decir que desde aquí había que llevar la renta a tierra de Soria todos los años. Luego ya pusieron un ad­ministrador en Cifuentes y cobraban aquí. También fueron dueños los Azagras, que de esa familia creo que era doña Petronila Rivadeneira, a la que le dedicaron esa calle. Esa mujer dejó mucho dinero ingre­sado para que los intereses fueran a parar a las mozas nacidas en Masegoso cuando se casasen. Pasó el tiempo y ya nadie sabe que fue de ese dinero, ni donde estará. Las tierras las compramos los del pueblo después y son nuestras.
En el Masegoso que yo he visto quedan todavía más del centenar de personas, sin un horizonte nada claro por el que se vislumbre una posible, lenta pero posible repoblación con el tiempo. Una se­ñora enlutada, joven aún, que lleva cogida de su brazo a una chiquilla por la calle Real, me habla al preguntarle por la vida del pue­blo en un tono de aparatosa protesta, de indignación, de dolor tre­mendo que la mujer ha debido sufrir en sus carnes, seguramente.
- Lo peor que pudieron hacer en el pueblo fue quitarnos a los niños. El año que se los llevaron a Cifuentes había treinta y dos; al año siguiente, no quedaron en el pueblo ni niños ni padres. Ahora no sé si quedarán en el pueblo un par de ellos. Eso ha sido ayudar a que no quede nadie, a convertirlo otra vez en un desierto. ¡Maldita la mano ne­gra de quien sea la culpa! Sí señor; que a una le hacen ponerse así aunque no quiera.
Sólo en contadas ocasiones, y no desde cualquier sitio, es posible sorprender a la Naturaleza sumida en aquel mutismo que na­da más poseen las cosas sin vida, en aque­lla serenidad augusta con­que se contempla desde el pórtico de la iglesia. Abajo, el uni­forme caserío del pueblo nuevo, dibujando desde sus tejados el leve desnivel donde se asienta, con sus calles rectas, sus ángulos precisos, como medidos a tiro de cartabón. Detrás, la fértil vega del Tajuña, por la que el río desciende escondiéndose entre los ca­rrizales se­cos que crecieron en los márgenes de su cauce; y como fondo co­mún para todo aquello, las ásperas sinuosidades de la Alcarria, mondas y frías, rezumando sudo­res de muerte hasta la lejana resu­rrección que vuelva con el mes de abril. Por el poniente, en el altillo que aquí dicen Las Viñuelas, infinidad de viviendas ajardinadas se yerguen en la loma, como otro pue­blo distinto, paralelo y más confortable aún en apariencia que el propio Masegoso.
En el restaurante de la carretera soplan con toda su fuerza las máquinas del café. Nos sirve una chica con gafas y una señora más bien gruesa. La gente que viene de paso, o que va, coincidiendo con el fin de semana, toma copas de coñac y vasos humeantes de café con leche.
El agua del lavadero produce escalofríos. Una señora termina de lavar su cubo de ropa. La mujer lleva las manos amoratadas y los dedos rugosos, comidos por el frío. Dice que tiene lavadora, pero que le hace ilusión echar de vez en cuando la ropa a la corriente y acla­rarla con aquella hermosura de agua tan limpia. Me contó la señora del lavadero que el patrón de Masegoso es San Bernabé, cuya fiesta han celebrado siempre el día 11de junio, y San Martín, el del verani­llo, el 11 de noviembre.
- San Martín es un santo muy elegante. Seguro que lleva caballo.
- Sí que lleva caballo, y capa. San Martín también lleva capa. Pero ¿sabe lo que pasa? , que los han castigado a los dos.
- ¿Cómo ha sido eso? Parece una desconsideración.
- Y lo es, sí señor. A los dos los han quitado de su día y los celebran juntos en agosto. ¿Qué le parece?
- Qué se yo. Habrá sus razones, supongo; pero en principio a mí no me parece bien, ya ve usted.
La vistosa plaza de Masegoso está desierta. Como no hay niños que corran por ella, la hierba crece a placer en el suelo cuadra­do, al que cercan dos filas de soportales abiertos en arcos y preside el magnífico edificio de la corporación, modelo en su clase de la arquitectura funcional de la posguerra.
El encanto del pueblo, que lo hay, está en ser diferente. Masegoso es sobre todo un pueblo atractivo, con cierto aire de pequeña ciudad despoblada. Sitio cómodo en el que todo el mundo vive a gusto y que, a pesar de los pesares, corre la misma suerte que los de­más. Una nota diferenciadora en plena solanilla de la Alcarria. Un cuerpo que rebosa juventud y un alma curtida por el trabajo y por la penuria de la vieja Castilla.

(N.A. Enero, 1983)

MARCHAMALO


Marchamalo, por su situación, número de habitantes y particular manera de vivir desde hace una veintena de años, es pueblo que a nin­guno de nuestros lectores le debe resultar novedoso.
Ignoro cuál será la hora de Marchamalo exactamente. Me refiero a su hora punta, al momento de su máximo despertar diario, a la hora de su plena vitalidad. A mitad de mañana en un sábado cualquiera de in­vierno, desde luego no es. A estas horas el pueblo es un tráfago monótono de gentes que vienen y que van, de autobuses de la empresa municipal y descargan viajeros para regresar inmediatamente a sus puntos de partida, de gorriones jolgoriosos en las madroñeras deshojadas de la plaza, de niños en bicicleta abrigados con jerséis de colorines.
Marchamalo es pueblo administrativamente anejo a la capital; el más grande y el más poblado, con mucho, de los cinco pueblos anexiona­dos. En el mismo solar que el pueblo ocupa se cree que existió la vie­ja Arriaca, la Guadalajara de los Iberos en aquella otra parte del He­nares. No hay, esa es la verdad, demasiadas pruebas que lo demuestren ni tampoco que lo desmientan. Lo que si es cierto es que Marchamalo ya existía en tiempos de la Roma Imperial, y que por su enclave cruzaba la vía que, en dirección noreste, llegaba a Cesaraugusta (Zaragoza).
La Plaza Mayor es amplísima, una plaza radiante de luz, cerrada en cuatro caras de manera informe. Tiene en mitad una fuente monumental de las de surtidor y bancos en su entorno para que el público pueda sentar­se. La Plaza Mayor de Marchamalo es como una glorieta capitalina, con un conjunto de viviendas alrededor que conservan intacto el regusto de lo rural, la estampa exacta de un hermoso pueblo campiñés de labrado­res.
- Pues mire usted, qué quiere que le digamos nosotros. Tan cerca como estamos, algo se nos pegará de la capital.
Acabo de dejar el coche junto a la reja de un viejo palacete del XVI. El dintel y las jambas de la puerta son de piedra almohadillada. Solemnes llamadores de hierro y un impecable escudo de armas destacan en el conjunto del frontispicio, todo él de canto de ladrillo. Se trata -creo-­ del caserón solar de la familia Ramírez de Arellano, que después pose­yó como propio el coronel de aviación Verda del Vado y ahora está deshabitado, dispuesto para el mejor postor sin que sean muchos los que se interesen por él. Al otro lado de la plaza se dibujan con el sol de cara los arcos de la iglesia. La iglesia de Marchamalo tiene los muros de guijarro y pasta de tierra amasada con ladrillos de refuerzo en las esquinas. Encima de la torre está la cigüeña invernadora, como la de Alovera. Suena el gong de las once en el autorradio de un coche. La torre de la iglesia no tiene reloj, dicen que lo rompieron los mar­chamaleros porque no daba las trece.
- ¡Vaya usted a saber si eso fue así, o no fue así!
De la plaza parten en todas direcciones calles anchas y largas, llanas, limpias y en orden, con el sello personal de las casas de la Campiña. Los hombres del pueblo conversan en grupo al abrigo de las esquinas mirando lo que pasa. Al kiosco acuden algunos señores a reco­ger el periódico y niños a comprar chucherías. El recién llegado pasa desapercibido, perdiéndose un poco en medio de tanta impresión, quizás por estar acostumbrado a otra cosa.
Salen de una casa nueva de la plaza repiqueteos acompasados de castañuelas y voces de chiquillas que andan de ensayos. Tal vez por moti­vos de raza -otra razón no hay- a uno le gusta y le emociona el soni­quete seco de las castañuelas.
- Ah, pues ya van entonando algo.
Una casa contigua recuerda en vistosa placa blanca que allí nació el 24 de septiembre de 1885 don Emilio Fernández Galiano, catedrático de Universidad, académ1co e insigne biólogo, en homenaje a su memoria por parte del ayuntamiento y de sus amigos en 11 de mayo de 1963. No lejos, la iglesia. El pórtico está lleno de carteletas, anun­cios y jaculatorias para que la gente piense. La puerta está cerrada.
- Oiga, es que la entrada la tiene por la otra puerta.
- Es verdad, perdone. No me había dado cuenta. Muchas gracias.
La iglesia de Marchamalo está dedicada a la Santa Cruz. Su capaci­dad es suficiente para un pueblo grande. El retablo mayor es reciente y poco artístico, a tono con lo demás. Las tres naves están revestidas de yeso blanco, clareándose, sobre todo en la bóveda de cobertura, los la­drillos del XVII. El templo es obra del maestro de Guadalajara Pedro de Medinilla. Como cabecera en una de las naves está el venerado Cristo de la Esperanza, patrón del pueblo, con su media docena de lamparillas ardiendo sobre el añal que los devotos encienden a diario. En otra nave lateral, retablo exacto al del Santo Cristo, se ve la imagen de San Isidro Labrador empuñando un manojo de espigas con una cinta que tiene los colares de la bandera de España. Al instante acude un anciano, ­enciende cuatro lamparillas y se pone a rezar ante la imagen del Cristo de la Esperanza. Me acerco a él y le hablo bajito.
- Es hermoso -le digo- Le tienen mucha devoción ¿verdad?
- Mucha, sí señor. Aquí al Santo Cristo de la Esperanza lo queremos mucho.
- ¿Cuando celebran su fiesta?
-A primeros de mayo. Depende de cómo venga la semana. Son tres días de fiesta. De siempre han sido los días que siguen a la Cruz de Mayo.
El anciano se ha puesto a rezar de nuevo. Yo lo dejo en su silencio y me pongo a dar una Vuelta por las dos naves laterales. No sé, pero la iglesia de Marchamalo en relación con lo que el pueblo es, me ha produ­cido una remota impresión de pobreza.
Las calles principales de Marchamalo concluyen al final en la Plaza Mayor. Los automóviles que vienen por la carretera de Usanos pasan de largo hacia la capital por un lateral de la plaza. Ahora me pierdo en otra dirección, buscando por la calle de la Iglesia la Plaza de los Po­llos. Antes paso junto a una frutería bien surtida y el anuncio en frente donde tiene su sede la peña “El Botillo”. La Plaza de los Pollos está a poca distancia de la Plaza Mayor. En mitad se adorna con una extraña especie de cipreses y una farola igual que las que solemos ver en las plazas más céntricas de las grandes ciudades. Alrededor hay asientos metáli­cos y unos cuantos ejemplares de chopo blanco. El pavimento de la Plaza de los Pollos se está comenzando a levantar por diversos tramos.
- Eso lo hacen las raíces de los árboles. Son una clase rara de cho­pos, de esos que se hacen rápidos pero que tiran una raíz que lo destroza todo. La plaza la destrozarán en cuatro días.
- Ah, pues con el tiempo también afectará a las calles.
- Hombre claro, y en las casas también se meten. Para las tuberías, las raíces de estos árboles son un peligro.
- ¡Caramba!, pues el plan que tienen es bastante feo.
- Ya lo creo. Aquí lo bueno sería árboles de mucho cuerpo y poca raíz, pero eso debe ser bastante difícil.
Arturo Valentín me cuenta en la Plaza de los Pollos que Marchamalo sobrepasa por muy poco los tres mil habitantes, que viendo el ambiente y el movimiento de las calles parece que son más, pe­ro no. Después le pregunto por el alcalde pedáneo y me explica que vive a la misma entrada del pueblo, pero que al ser sábado puede estar en en casa o no estar. Más tarde comprobaría yo, tras llamar desde la cabina, que en la casa del señor Olalla, don Fernando, nadie descolgaba el teléfono. Es el precio que hay que pagar a la improvisación y los viajes planteados sin aviso previo. La puerta del ayuntamiento está también cerrada.
- No, siendo sábado es muy difícil que haya alguien.
Es ahora un señor de cumplida edad, apoyado al andar sobre dos mu­letas, quien me interrumpe. Se llama Lorenzo León, cartero de Marchamalo, que anda como puede intentándose recuperar de una desviación de columna, al parecer seria.
- Sí, estoy de baja por enfermedad. No me las tengo todas seguras de que vaya a recuperarme del todo. Con esto voy a la jubilación.
- Tampoco será tanto. La esperanza no debe perderla.
- Si tuviera veinte años menos, sí, pero...
Asoma a la plaza otro de los autobuses del servicio municipal. Se apean dos señoras, un hombre de mediana edad y una chica con pantalón vaquero. Lorenzo me dice que en cualquier hora del día hay alguien dis­puesto para salir a Guadalajara.
- Y porque los autobuses vienen con mucha frecuencia. Si no fuera por eso siempre irían llenos hasta los topes.
Lorenzo el cartero, hombre de naturaleza cordial y condición abierta, me va haciendo un recuento sobre la marcha de los diferentes esta­blecimientos: tiendas, entidades y lugares de ocio que tienen en el pueblo. Cuando las cuentas se ajustan de memoria volandera, la exactitud pudiera ser dudosa o por lo menos falta de rigor.
- No creo que me equivoque mucho. De comestibles creo que son cinco las tiendas que hay; una frutería muy bien montada; cuatro carnicerías; de cosa de bancos y cajas de ahorro están todos, no falta ninguno; y una discoteca bastante bien preparada para que se diviertan los jóvenes
- Pues cuántos pueblos importantes de la provincia quisieran tener la mitad, ya ve usted.
- En eso puede que tenga razón -me replica Lorenzo muy complacido. Si tira usted por esa carretera arriba, o por la otra de Fontanar según se sale de Guadalajara, llega hasta la Sierra, y allí tiene usted pueblos en los que no hay ni gente. Nada más que cerros.
- Ya lo creo. De eso le puedo dar fe. Pero tienen una tranquilidad y un ambiente limpio que ya lo quisiéramos para nosotros. En la vida to­do cuenta.
Metidos en el medio día sin casi darnos cuenta, la plaza se ha ido animando poco a poco. La gente, a medida que el sol se ha ido dejando sentir, se sale a la calle. Un sol tibio que apenas si da calor. La fuente se ha puesto de improviso a funcionar, poniendo el surtidor a verter por todos sus caños. Hasta nosotros llega el soplido de la presión. El ambiente de la mañana parece que se alegra.
- Ah, pues la fuente es bonita.
- Ya lo creo. Por la noche es más bonita aún. Se ilumina con tres o cuatro colores. Se pone a funcionar y se corta ella sola por su cuen­ta. Cada cierto tiempo comienza a soltar agua.
Marchamalo, villa tradicional de labradores recios, ha visto caer sobre sí el impacto -quizás apresurado en exceso- de un tremendo giro en sus modos de vida. El tiempo fue haciendo que sus habitantes se adapten de buen grado a los nuevos sistemas, en tanto que el pueblo ahí está, con su otra imagen, rodeado de cerca por las tierras de labor en las que bregaron sus pobladores de antaño, y de industrias instala­das en su término, de las que uno espera puedan vivir los que vengan después, sin que el pueblo por eso sufra lo más mínimo en su propio yo.

(N.A. Febrero, 1988)