miércoles, 23 de diciembre de 2009

ZORITA DE LOS CANES


Hay ocasiones en las que el visitante apenas si se atreve a pulsar el picaporte que pende de las imaginarias portonas del pueblo. Unas veces por su esbeltez, otras por el señorío quizás de su enclave, producen al llegar a él tan profundo respeto que uno se daría por bien pagado con el simple placer de mirarlo de lejos. En Zorita es el peso de la historia, materializado en el tremendo roquedal del castillo, quien exhala esta apabullante impresión. Zorita de los Canes acostumbra a colmar el ánimo de quien llegare de una sensible poquedad, a empequeñecer al hombre para acrecentar la presencia del pasado, cuya alma se hizo piedra en la cumbre tomando figura de arco o de torreón, en donde ani­dan los buhos y vuelan las cornejas columpiándose, de muro en muro, durante las noches de luna.
Entramos a la explanada que el pueblo tiene como recibidor entre el murallón y el río, al lado mismo de la colosal pilastra de sillería en la que debió apoyarse un puente que nunca llegó a existir que los zoritanos conocen por “el poste”. Debajo de aquella mole tremenda de piedra medieval que se yergue sobre el cerro, el viejo caserío, al que todavía se accede como único lugar de paso por el arco tantas ve­ces centenario de la muralla. Vega abaja, escoltado su andar por sau­ces y por chopos blancos, arrastra sus aguas mansas el padre Tajo.
El pueblo se acaba de despertar. Una pareja de patos blancos está cruzando de parte a parte el ancho cauce, y una vez en la orilla se entretienen picoteando a la sombra del poste las bolsas de desperdi­cios que baja la corriente. No se ve un alma. La calle principal corre paralela al río, separada de é1 por un pretil que sirve de mirador.
- Buenos días, señora. ¿Cómo se llama esta calle?
- Esta calle se llama la Calle Alante.
- ¿Y aquella que sube al castillo?
- A aquella, le decimos la Calle Arriba.
- Ah, claro, y la que baja a la plaza será la Calle Abajo ¿No?
- Sí señor, esa es la Calle Abajo.
No hace mucho que conocí en Zorita a don Baltasar Montero, que tie­ne una tiendecilla y un poco de bar en la Calle Arriba. Don Baltasar, recuerdo que estaba por entonces a punto de operarse de próstata. Hoy me encuentro a doña Leonor, su mujer, limpiando el establecimiento con una bayeta y un cubo de agua.
- Mi marido está en la cama. Le operaron hace dos meses y no acaba de ponerse bien. Por las tardes se levanta un poco. Las operaciones a ciertas edades, ya se sabe. Yo creo que se pondrá bien, pero le va a costar.
- Déle recuerdos de mi parte y dígale que siento mucho no poderlo ver, que otra vez será.
De paso hacia el castillo cuelgan las granadas detrás de una tapia. Las granadas de Zorita como las de Pastranas son ricas, de excelente paladar, pero tienen mucha madera dentro. Las aguas del arroyo rugen a medi­da que nos vamos aproximando a la piscifactoría. El arroyo, cuya denominación correcta sería la de río Bodujo, viene desde Albalate por el Nogue­rón y se junta con el Tajo en el lavadero, a la entrada de Zorita. Hay ocho tiendas alineadas de lona blanca, todas iguales, en el bancal donde se alza la torre del homenaje. De las tiendas de campaña van saliendo chavales que desayunad de pié en unas marmita de aluminio. En lo alto crecen las yerbas en los fosos, en medio de las piedras y de los capiteles derruidos de la nobilísima fortaleza. El castillo perteneció en su tiempo al rey Alfonso VIII de Castilla, el de Las Navas, que cedió a la Orden de Calatrava y adquirirían, algunos siglos después, Ruy Gómez de Silva y su esposa la Princesa de Éboli. En esta iglesia del castillo, parcialmente retocada, se honró a la Virgen de Soterraña, cuya imagen se conserva en el convento de la Concepción de Pastrana. Desde el castillo se pierde la vista por la vega hasta allá lejos, dominando -el Tajo como señor y testigo- uno de los más grandiosos espectáculos naturales que hay en la provincia. Los campos de mies recién rasurados contrastan con el verde intenso y el amarillo de los girasoles. En los altos el bosque, y los viñedos y la pradera en la margen del río. Abajo, muy cerca de nosotros, los tejados de Zorita, viejos y evocadores, señalando el pie del augusto montículo donde nos hemos sentado a descansar a la sombra de un muro.
Para qué decir que uno vive el encanto de estos pueblos envueltos en la maraña de los siglos. Zorita hoy no tiene otra cosa que ofrecer más que su silencio, la vejez del entorno y el paisaje, romántico y legendario como su propia historia. Sobre el arco se alcanzan a ver, a través de una ventana entreabierta, las sillas del ayuntamiento. A la altura del puente se acerca un señor contando sus pasos a golpe de garrota, y vestido con una camisa gris como las que usaron los tranviarios catalanes o los botones de banco. El amable caballero se llama don Mariano Muñoz Muñoz, un producto legítimo de la tierra que, entre los chopos de la carretera de Zorita, se siente feliz, tremendamente feliz, paseando en las mañanas de verano.
- Sí señor, y no es broma; más feliz que pueda serlo un rey en su palacio. Aquí nací, aquí he vivido y, si Dios quiere, aquí moriré cuando me llegue la hora, La cuarta hora, porque yo ya he estado muerto tres veces.
- No me diga.
- Hombre, que si le digo. Hasta que me colocaron el marcapasos.
- Que se cansaba el corazón ¿verdad?
- Mire: ¿A que no lleva usted encima tantos relojes como yo? El que llevo en la muñeca, el corazón y el marcapasos. El corazón yo creo que es el que peor funciona de los tres.
- ¿Sabe que tienen un pueblo como hay pocos?
- Eso dicen. Aquí todo el que viene se va encantao. Antes, dicen que el pueblo estaba a la otra parte del río, y que se llamaba Pastra­na la Grande, y esto era el Arrabal.
- ¿Ah, sí?
- Y por aquí, por el poste, había dos perros muy grandes hechos de piedra. Por eso dicen lo de los Canes.
- ¿Los llegó usted a conocer?
- No, qué va; eso fue antes. Más cosas que ver las tiene usted en Recópolis, ahí arriba, que están sacando habitaciones y así como cacharros muy importantes. Eso está muy cerca de aquí.
- Y además, con el río tan cerca...
- A éste, cuando pierde el respeto hay que temerle. En el año cua­renta y uno saltó el agua del río hasta el cementerio, y mire si es­tá en alto. Cruzó por el arco y se embalsó toda la Calle Alante. Aquí todo el mundo tiritaba de miedo. Si no llega a ser por el poste, Zo­rita había desaparecido en una noche. Fue, bien me acuerdo, el mismo día de la Paz de Mazuecos, el veinticuatro de enero. El agua llegó casi a tapar el arco.
- ¿Cómo llaman a la vega, señor Mariano?
- A ésta le decimos la Vega Abajo.
- ¿También?
- Y a la que sube por donde las truchas le llamamos la Vega Arriba.
- Ya. Me lo imaginaba.
Las glorias de la vieja. Zorita se resumen hoy en este pequeño lu­gar de setenta personas donde no hay médico, ni cura, ni maestro. Hombres y mujeres de edad clavados de raíz, como el Tío Mariano, en a­quel escogido paraje de la ribera, siguiendo fielmente, quien sabe si por línea directa, la forma de ser y de vivir de una raza cuyo testimonio queda patente con sólo mirar arriba, a los peñascales del castillo, reloj perdurable que guarda en su corazón de roca las horas, una por una, y los años, y los siglos del pueblo extendido a sus plantas.
- Vienen muchos turistas, pero le advierto que cuando mejor estamos es cuando no viene nadie. Ahora no sabe uno con quien se juega los cuartos.
Al salir de Zorita, la otra forma de vivir, este mundo nuestro, al acecho de­trás de una curva del camino para desdecir de la paz del pasado. Una estación de servicio, la central atómica luciendo al sol su cúpula color naranja, monumento a lo prosaico y a lo antinatural. Y al fin Pastrana, la señora, la carmelitana ciudad de los tapices, poniendo como siempre su nota de magnificencia a la Alcarria desde la orilla del Arlés rodeada de huertas.

(N.A. Septiembre, 1982)

martes, 22 de diciembre de 2009

ZARZUELA DE JADRAQUE


Aunque la distancia es mucha, cuentan los habitantes de la comarca que por los altos de estas sierras se alcanzan a ver con absoluta nitidez en las tardes claras las Tetas de Viana. Hoy no sucede así. La tarde es calinosa y opaca, por lo que las brumas del verano incipiente borran de la visión cualquier indicio que vaya más allá de estos campos ásperos de jarales en flor.
La Nava, Arroyo de Fraguas, el desaparecido caserío de Las Cabezadas, Zarzuela… Una carretera estrecha en buen estado, pero con muchas curvas, me va acercando poco a poco a este último lugar desconocido para mí. El camino es un cúmulo de impresiones donde los sentidos gozan ante el formidable espectáculo de los montes, donde susurra el silencio y se siente profundo el olor a bosque y el pastoso melaje de las estepas.
Zarzuela es un pueblo escondido en un rellano en el que liban las abejas de la serranía y carea el hato cabrío entre los arbustos, de cuyas ramas se alimenta cuando las hierbas le llegan a faltar. Campos de color y de sabor arisco que muestran su encendida tonalidad en las tierras que abrió en canal el agua de las torronteras al paso de los siglos, y que ahora enriquecen el paisaje con su pincelada bermeja en los cortes de los oteros. Más allá se recortan las crestas a pico que corona el Santo Alto Rey, en misterioso contraluz con la fogosidad del cielo de las cinco. Un pastor me saluda al pasar con el cayado en alto desde el pie de la colina cercana.
- Buenas tardes ¿Qué se hace el hombre?
- Nada. Ya lo ve usted. Lo que todos los días. Aquí al tanto de los bichos ¿Va usted para Zarzuela?
- Sí señor, voy para Zarzuela.
Las edificaciones recientes dentro del pueblo suplen -no sé si para bien o para mal- a las viejas viviendas de piedra de pizarra. La Plaza Mayor del pueblo no es redonda, ni cuadrada, ni rectangular, es alargada y espaciosa, de trazado irregular. Con la tarde en calma, el mayo se alza en mitad de la plaza muy por encima de los tejados más altos. La costumbre del mayo es cosa que el recién llegado sabe apreciar en su valor justo. Una señora me mira a hurtadillas detrás de la portona superior de su casa, y se esconde cuando la miro yo para darle las buenas tardes. Otras, más adelante, cosen de espaldas al sol en una placita que hay por la calle de la Iglesia.
- ¡Cómo se conocen ustedes los buenos sitios!
- ¡Sí señor; aquí no se esta mal!
La iglesia está sobre un macizo de peñascos que se le sirven de peana. La espadaña, orientada hacia las sierras de poniente, es de losa de pizarra con argamasa, y tiene dos vanos y dos campanas. El sol de la tarde enciende destellos, como puntitos de luz, en la superficie plateada de las piedras.
Las calles de Zarzuela son casi todas de cemento, llanas y bastante limpias. Algunas de los aledaños conservan los inevitables excrementos del ganado. Antes de llegar hasta el lavadero y la fuente pública, las eras más allá, veo un viejo cilindro de piedra, a manera de horno solitario, abandonado, que uno ignora lo que algún día pudiera haber sido.
- Pues es un horno; sí señor. Un horno antiguo de cocer cacharros.
- ¿Cómo que de cocer cacharros?
- Sí, de cocer botijos, y cántaros, y pucheros de barro. Yo todavía me acuerdo. No se vaya a creer que hace tanto tiempo.
- Ah, pues eso que cuenta es nuevo para mí.
- Salían unos cacharros de primera. Los llevaban con las caballerías a vender por los pueblos.
- ¿Cómo se llama usted?
- Yo me llamo Vicente Navas Perucha. Soy de aquí, pero paso más tiempo en Madrid que en el pueblo. Mi sobrino es el alcalde.
La fuente arroja un par de chorros abundantes de agua de montaña, de agua fresca, con sabor a agua, que uno se dispone a probar esforzándose en una postura incómoda. Debajo está el abrevadero de las caballerías, transparente su agua como el cristal y hasta casi su mitad lleno de cantos. Sobre el frontis de la fuente se lee: “Se hizo la fuente en 1873”.
- Muy rica está el agua, sí señor.
- Mejor que la de Guadalajara. Y eso que aquella se la regalamos del Sorbe.
Vicente Navas es un señor bajito de estatura, con el pelo revuelto y algo canoso, para oír emplea un aparato metido en el pabellón de la oreja. Anda sacando agua del pilón, supongo que para regar. Al rato acude el señor Antonio a dar de beber a la mula, y enseguida se marcha.
- Hola señor Antonio. Buenas tardes.
El hombre me mira con gesto afectuoso, pero se va sin contestarme.
- Es que no le ha oído. Está sordo –aclara Vicente.
En Zarzuela de Jadraque hay todavía media docena de mulas, que ahora pastan en los yerbazales de las eras.
- Oiga, a mi me gusta eso de que claven el mayo en mitad de la plaza. No creí que la costumbre llegaba hasta los pueblos de la Sierra. Por la Alcarria y en la Campiña sí que los he visto, bien altos y rectos también.
- Lo pusieron el día primero de mayo. Lo cogimos en el barranco de Carralcorlo. Lo mismo se tira ahí tres o cuatro años. El que había antes estuvo ahí hasta que se cayó por su cuenta.
- Lo suyo sería reponerlo cada año ¿verdad?
- Pues más arriba de la junta de la cruz tiene colgados dos relojes y un billete de quinientas pesetas.
- Y eso para qué es.
- Eso es para el que suba a cogerlo, para él.
- ¿Y no sube nadie?
- Sí, nunca falta alguno. Lo que pasa es que tiene que ser la gente joven, y hasta que no vengan…
- Pues nada, que sea pronto. Como lo dejen, con las lluvias y los relentes no sé si los relojes servirán para algo.
- Sí, yo creo que en este fin de semana caen.
En Zarzuela apenas queda gente. Unas cuarenta personas, no más, iterando de largo. En cambio, cuentan todavía con una importante cabaña de ganado lanar por encima de las ochocientas cabezas y cuatro hatajos de cabras.
- Es de lo único que vive la gente del pueblo, porque el campo da para poco. Ya lo habrá visto usted, es terreno frío.
El sobrante de la fuente pública pasa al lavadero por su propio pie. El lavadero se compone de dos albercas limpias y de tamaño desigual, bajo un techo de palos y cañizo que soporta las tejas. En las paredes del lavadero se ven pintadas hechas de tizne, que desdicen un poco de la general impresión que ofrece el pueblo a primera vista. La temperatura a la sombra del lavadero es fresca, y a estas primeras horas de la tarde también confortadora. El agua se renueva sin parar.
El pueblo de Zarzuela, sin que por ello se falte un ápice a su estampa eminentemente rural, se ve aseado e influido por la modernidad. Las casas blancas y los tejados de uralita contrastan con las otras negras, propias de la arquitectura tradicional. En los espacios perdidos del casco urbano han plantado árboles, cuyos troncos tiernos protegen rodeándolos de ramas de zarza en un intento de librarlos del mordisco del ganado. En una de las calles hay dos señoras hablando con toda tranquilidad a la sombra de un tejadillo que cubre la portona de una casa antiquísima. . La dueña se llama Isabel, y su vecina se llama Nicomedes. Las dos son mujeres abiertas y conversadoras.
- Que cuántos años tiene mi casa, dice usted. Pues no lo sé. Por lo menos cuatrocientos, o dos mil. Sabe Dios.
- No me diga.
- Sí hombre. Está toda hecha con maderas y gorrones. No lo ve.
La vivienda de la señora Isabel, nadie lo duda, es una de las más antiguas de Zarzuela, lo que no quiere decir que vaya más allá de los doscientos o trescientos años, aunque ella se obstina en asegurar que en su puerta de casa jugaron a las canicas los niños del Paleolítico. La puerta de entrada es de las de dos hojas, superpuestas y en horizontal, tosca y muy grande. El portal está pavimentado con grandes planchas de pizarra.
- ¿Para cuándo celebran el día del Patrón?
- Aquí es el 15 de agosto. Vienen los de Madrid y juegan al fútbol ahí donde las eras con los de los pueblos de alrededor.
- Y baile.
- Claro, y baile. Y desde hace unos años nos traen también becerras para que las toreen los mozos, así muy pequeñazas. Luego nos las comemos todos juntos.
Doña Isabel, doña Nicomes y doña Hilaria -Eladia me ha dicho que es su verdadero nombre- me acompañan después, dando un paseo, hasta la ermita de la Soledad, pared por medio con el cementerio. Doña Hilaria tiene en su casa el teléfono público y guarda en su casa la llave de la ermita. Al pasar junto a un edificio nuevo que expone como adorno un yugo de labranza, las mujeres me explican que todos aquellos chalés y casas modernas fueron hasta hace poco los casillos de guardar ovejas.
- Los han levantado los que viven en Madrid, y aquí tienen su casa para venir en verano.
Cerca de la ermita hay algunos huertos rodeados de muro, casi todos llecos. Los que aún se conservan están atendidos por hijos del pueblo de los que viven fuera, y que suelen plantar, según mis acompañantes, cuatro cosuchas para el gasto.
- Esos los riegan con el sobrante del lavadero.
La ermita de la Soledad es hermosa, y se ve bien atendida. En la ermita está la imagen de la Virgen adornada de flores, y el Santo Sepulcro que sacan en procesión la tarde del Viernes Santo. Media docena de velas arden a los pies de la imagen, y de las paredes cuelgan algunos exvotos. Todo está limpio y aseado.
- La Virgen de la Soledad la sacamos en Semana Santa. Luego, durante unos días, se tiene en la iglesia y la volvemos a traer a su ermita.
- Lo que veo es que, estando un poco retirada del pueblo, la tienen con luz eléctrica.
- Sí, está todas las noches con su luz encendida, que para eso la pagamos. Va con las luces de la calle. Mire, una esquina de la ermita se nos cala. Como no hay cuartos, no la podemos arreglar.
A través del espacio libre que queda entre el dintel y la puerta del cementerio, veo como una selva de hierbas espigadas que ahogan las cruces de los muertos. Después de nuevo el campo. Explosión de color en estas tardes serranas en las que manda la paz. Las amapolas, las margaritas, las lilas y las tamarillas silvestres, juegan a hermosear en un marco sin fin que entornan las lejanas elevaciones carpetovetónicas.
Zarzuela de Jadraque, escondido a la vista de la gente, y quizás un poco moribundo aunque intente disimularlo, quedará al fin soñoliento en el llano donde asienta. Un botón más de muestra en el manto irrepetible de la geografía guadalajareña.

(N.A. Junio, 1987)

ZARZUELA DE GALVE


La tarde lleva entre algodones al viajero en su última salida por estos indescriptibles andurriales serranos que cercan a mayor o menor distancia las faldas del Pico Ocejón. Desde lejos he visto platear a la sombra en su caída la cascada de Despeñalagua, montaraz y bramado­ra, al otro lado de las casas arracimadas de Valverde de los Arroyos, el pueblo, con mucho sobre todos los demás, más lucido y pintoresco de toda la sierra. Los tejados de Valverde destellan con el sol poniente como gigantescos azabaches recogidos en medio de las flores pálidas de los frutales.
Zarzuela de Galve, Zarzuelilla para los serranos y aborígenes, se acurruca al pie solemne del cerro de las Piquerinas, adornándose a sí misma con el blanco primaveral de los manzanos, de los cerezos y de los perales en floración. Para quien esto dice, el sólo hecho de encontrar poblado el caserío con una docena de personas danzando por sus alrede­dores, ha sido una grata novedad.
Recuerdo mal el haber pasado por aquí en mi primera juventud, atravesando a lomos de caballería con el Ignacio, mi amigo entrañable de ­Cantalojas, estas sierras en cruda mañana de Diciembre, allá a princi­pio de los años sesenta. Hoy apenas si reconozco alguna cosa, todo me parece distinto, sólo los altos del Campachuelo, de las Piquerinas y del mítico Ocejón, permanecen inamovibles con su áspera corteza gris rizada por firlachos de nieve aún sin deshacer.
Antes de haber entrado en Zarzuelilla, ya en el ramal que parte hacia la aldea desde la mismas puertas de Valverde, las abejas zumban entre las flores silvestres del biérgol, del cantueso y de las guindaleras, muy cerca de los huertos que hay extramuros donde la gente trabaja. Tres o cuatro mulillas negras pacen en el yerbazal de los baldíos. Los hombres y, sobre todo las mujeres, mueven la tierra humedecida de los huertos con mucha paciencia y con gran sabiduría.
- Buenas tardes tengan ustedes -les he dicho.
- Muy buenas nos las dé Dios -me responden.
- Qué felices y qué tranquilos vivirán aquí.
Demasiado tranquilos. Toda la vida en el mismo sitio. Rodeados de los mismos compañeros de siempre. Los tres cerros por montera. Ahí los tiene us­ted.
- No sé lo que pensarán ustedes, pero, tal y como las cosas andan por esos mundos, esto es demasiado bonito.
- Ah, pues si viniera cuando están las cerezas, todavía le parece­ría mucho mejor. Pero, a pesar de todo, estamos aquí aburridos. Queda­mos cuatro de ellos con lo poco de subsidio que nos dan, y con la mia­ja de patatas y de judías que sacamos de los huertos.
- Creo que no se deben quejar. En cada sitio, por una cosa o por otra, nunca falta de qué lamentarse.
- Ya. Reconocemos que esto es muy sano. Las viviendas se han mejora­do mucho últimamente. Hace cinco o seis años que nos pusieron la luz eléctrica, y el agua ya irá para trece meses.
Don Bernardo y doña Felisa Gordo me cuentan también que en Zarzue­la son hoy de hecho once personas, que no tienen mayor espina que el no tener teléfono y que, cuando en invierno tienen que bajar aposta hasta Valverde para comunicarse con los que viven fuera, hay días en los que la línea está cortada.
- Ayer mismo tuve que bajar para hablar con la familia de Madrid.
- Señora Felisa ¿Qué es lo que hace usted ahora por aquí?
- Pues ya lo ve; quitando un poco de hierba para sembrar patatas.
El señor Bernardo, jubilado ya, es persona sobradamente conocida en los pueblos de la sierra. El señor Bernardo Gordo, a carga de mulo, ha repartido durante media vida como vendedor ambulante la buena fru­ta de Zarzuelilla y de Valverde: manzanas, nueces, castañas, peras, pe­rillos y perejones, entre collados y barranqueras por toda la comarca. Hoy, como tantas cosas, la venta ambulante a casco de acémila es un ca­pítulo insólito que la Historia se tragó de manera cruel.
- Así es, sí señor. El tiempo se va y todo pasa. Ya casi nadie hace caso de la fruta. Necesita que se la cuide y no hay gente dispuesta pa­ra eso. Los pocos que quedamos en los pueblos no estamos en condiciones.
- Como en todo -le digo-, habrá años mejores y otros peores. Por el clima en estas sierras, pienso yo que las buenas cosechas de frutal serán contadas, ¿no?
- Eso depende. Ahora hemos tenido dos años de fruta bastante buenos. Todo depende de que los hielos vengan tardíos o no.
Mi amigo, el señor Bernardo, ha tomado del ramal las dos mulillas que pastaban en el prado y me invita a que le acompañe hasta su casa y dar después con él una vuelta por el pueblo. Les da de beber a las mulas en un re­manso de la reguera. El agua corre por la orilla de la senda sonando a nuestro lado. Para llegar hasta la casa de mi amigo tenemos como fondo, callejón abajo, la cumbre del Ocejón, el más sonoro como sabido es, es­pectacular y legendario, de todos los cerros de la provincia, que no el más alto.
La vivienda pueblerina del señor Bernardo tiene un patio exterior donde se dejan los aperos de las mulas, los trastos inservibles, los leños para el fuego y las latas habilitadas para tiestos. Doña Flora Chicharro que llega tan a tiempo, me pone al corriente de la variedad vegetal que engalana entre colores limpios y olor a campo, el exquisito vergel que hay en el patio.
- Pues nada, aquí tiene usted de todo: alhelíes, perejil, rosas, cla­veles, pensamientos, geranios, gladiolos, siemprevivas, tulipanes y menta. Aún hay por ahí más cosas. Nacen solos y se crían sin sembrarlos. En estos pueblos nos gusta a la gente tener buenos tiestos.
- ¿Es usted de por aquí?
- Sí, soy de por aquí; lo que pasa es que sólo vengo a temporadas. La mitad del año lo paso en Guadalajara.
En el patio trastero de su casa tiene el señor Bernardo todo un taller de carpintería y herraje tirado en el suelo. Lo más imprescindible para salir del paso anda por allí. Herramientas precisas para resolver en un momento cualquier eventualidad. Conviene estar prevenidos.
- A ver, qué remedio -me dice. En estos pueblos tenemos que hacer de todo. No hay carpintero, ni fragua ni nada. Con la madera todavía nos valemos, pero con la cosa del hierro nos vemos peor.
El mal de los olmos no tuvo piedad durante los últimos años con los que sombrearon en otro tiempo el llamado Barranco del Lomanillo. Al otro lado, los robles y los castaños recubren la ladera. Entre aquella explo­sión de vida vegetal, son los frutales los que en estas fechas de adelantado mayo, atraen con justicia la atención del visitante. ­
- Ah, pues ahora se están plantando todavía más frutales. Cuando los castaños se ponen en flor, sube hasta el pueblo un olor que lo llena todo.
La Historia registra cómo la aldea de Zarzuela, lustrosa todavía y risueña bajo techumbres de laja de pizarra, perteneció desde el siglo XIII al Señorío de Galve, villa no lejana a la que separan extensas superficies de pinar, y serpentean más al norte conocidos arroyos serranos.
Nos falta conocer la pequeña iglesia del lugar. Una iglesia dada de yeso y sin valor artístico alguno, construida sobre la anterior que tuvieron que demoler y levantar de nuevo, por haber quedado dañada seriamente durante la Guerra Civil. A pesar de su dimensión escasa, y de que dentro de sus muros no se respire el ambiente acre que dejan los siglos, es una iglesia bonita. Que invita al recogimiento, nido de calma y de bienestar al amparo de aquellos tremendos volúmenes de roquedal que rodean al caserío. En el presbiterio tiene un retablo modesto detras del altar mayor, modesto tam­bién, y a cada lado una imagen de Nuestra Señora, hermosas las dos, correspondientes a distintas advocaciones. Bernardo me cuenta el porqué.
- Si, es que la cosa tiene su historia. La verdadera imagen de la Vir­gen del Buen Suceso desapareció cuando la guerra. Bueno, pues luego se pensó en comprar una que sustituyese a la que había, y que fuera por lo menos lo más parecida a la anterior. Yo no sé lo que pasó, pero se debie­ron equivocar al mandarla y nos trajeron ésta, que es la patrona de Cataluña, la Virgen de Montserrat. Entonces, el sacerdote que había dijo que era muy bonita, que para qué la íbamos a devolver, que Montserrat quiere de­cir “monte y sierra” y eso a nuestro pueblo le iba muy bien. Total, que nos la quedamos aquí. La otra, la del Buen Suceso, la compramos después, esa sí que es nuestra Patrona, a cuál de las dos más bonitas.
- A mí eso me parece muy bien. Así tienen patrona por partida doble, y si quieren pueden hacer dos fiestas. De todas formas, el sacerdote de en­tonces no debía ser catalán, porque, si no estoy en un error, Montserrat quiere decir “monte serrado o monte cerrado”, que no es lo mismo. ¿Para cuándo celebran la fiesta del Buen Suceso?
- En Septiembre. Siempre al domingo siguiente a la fiesta de Tamajón.
En Zarzuelilla, tanto o más que en otros lugares vecinos de la comar­ca, surgen a cada paso rincones pintorescos, de oscuro mate como la piedra, tejadillos cubredintel y rústicos balconajes que cantan en su vejez las gracias y desgracias de aquella otra manera de vivir, la de los pasto­res trashumantes de primeros de siglo y décadas inmediatamente posteriores.
- En esta casa mismamente se crió la Pauli. Seguramente que usted no la conoce.
- Pues no. Si usted no se explica un poco más...
- Es una chica de aquí que está de doncella con la reina Sofía.
- Tenía idea, sí señor; pero pensé que sería de Valverde.
En Zarzuela suena el agua de los regatos por cualquier parte. Con el característico color de sus viviendas, el ambiente sin polución de su aire y el momento florido de los árboles, convierten el atardecer en un inimagi­nable paraíso.
- Cuando vienen los estudiantes de Madrid a ver lo de las viviendas ne­gras, se vuelven locos con estas casas antiguas.
Por la calle de la Fragua se remojan en la chorrera dos haces de mim­bre debajo de un viejo peral. El señor Bernardo me da a entender que como no salgamos al campo, lo que es en el pueblo está casi todo visto. La tarde se deshace eso de las siete como acristalándolo todo.
Uno, que sabe muy bien que con este viaje pone punto final a nueve años de camino sin pausa por toda la provincia, se siente invadido por recuerdos y por nostalgias. Desde el bellísimo caserío de Zarzuela, en plena sierra del Ocejón, quien tanto viajó, y escribió, y aprendió a que­rer a Guadalajara por el sistema del personal contacto, desearía envol­verla entera, sin preferencias ni distinciones, en el celofán de este cielo serrano para hacerla más viva y perdurable.
Permíteme lector, que a ti que de alguna manera me seguiste durante todo ese tiempo como compañero de viaje, te dedique un fuerte abrazo final como en las cartas de amigo. A quienes por esos mundos de Dios me acogieron siempre con caridad y con benevolencia en los 432 pueblos que visité, vaya mi perpetua gratitud y mi amistad más leal. Algunos ya han fallecido, que descansen en paz. Creo que todo ha merecido la pena. Gracias, amigos, de corazón.

(N.A. Junio, 1988)

lunes, 21 de diciembre de 2009

ZAOREJAS


Poco antes de llegar a Zaorejas por la carretera que viene desde Villanueva, cambia con cierta brusquedad el panorama de bosque que dejamos a la espalda por otra nueva modalidad de paisaje muy de nuestra tierra, más serio, quizás; no menos bello, pero falto de vegetación. A cierta distancia de quien se aproxima al pueblo se contemplan, a ambos lados del horizonte, cortes aparatosos en el terreno que delatan en su cercanía lugares paradisíacos como regalo de por vida a los pocos afortunados que habitualmente los tienen allí, para su uso y solaz, a la puerta de casa. Después supe que esta primera idea no había sido solamente producto de la imaginación, sino que Zaorejas, con su Puente de San Pedro, con su vallejo que allí llaman de los Cholmos, con su Fuente de la Falaguera y tantos rincones más perdidos en su término, es una maravilla natural que sus vecinos conocen y de la que se sienten sencillamente orgullosos.
Se entra al pueblo bajando una breve pendiente que hay antes de llegar al cuartel de la Guardia Civil, al lado de la carretera. Algunos metros más que uno cruza por las calles céntricas absorto en la no­vedad, hasta plantarse, por fin, en la segunda de las dos plazas que le salen al paso, la que en el pueblo conocen por la Plaza Nueva. En la plaza de Zaorejas hay un arco viejo y sugestivo que no tiene nombre y que se continúa por una callejuela hasta las huertas. En medio, una fuente con los grifos cerrados, y en sus laterales se pueden contar, apar­te de su riqueza en hierros y balconajes perfectamente trabajados, un estanco, un barecillo, el antiguo local de la Secretaría y una fachada al fondo, tan cuidada que desentona de manera ostensible con el con­junto total en el que está incluida.
-¿Qué? ¿Le gusta la plaza?
-Sí, mucho. Es muy bonita.
Era don Heliodoro Morales, secretario del Ayuntamiento, que me debió ver desde la ventana de su casa. Don Heliodoro es un hombre de mediana edad, muy cordial y, al parecer, con problemas de salud, según me dijo. Hicimos amistad inmediatamente.
-Pues mire: le voy a enseñar la que queda del acueducto y luego nos damos una vuelta por el pueblo, si a usted le parece.
El acueducto está cerca del pueblo y, para llegar a él, es preciso atravesar el vallejo de los Cholmos, plagado de hierba y de árboles, donde la gente del pueblo suele bajar de merienda o por el simple hecho de pasear muchas tardes de verano. Entre los árboles hay una fuente de agua fresquísima que invita a quedarse allí.
-Le advierto que esto ha quedado para los que no tienen coche. Los que tienen vehículo se van a pasar el día al Puente de San Pedro, en la confluencia con el Tajo, o a la fuente de la Falaguera, que se ha preparado aposta con todas las comodidades para excursiones.
El acueducto es un paredón enorme de piedras y argamasa, a ma­nera de puente semiderruído, con un solo ojo, por el que pasa sin agua el arroyo de Fuentelengua. Por encima del ojo del acueducto crece, in­explicable, un arbusto en flor que tiene sus raíces metidas entre la caliza.
Ya de regreso, hay por las eras altas pajares de ganado, alineados, como una barrera de fortificación a orillas del pueblo. En un rincón, junto a la vieja cruz de madera desde donde se bendecían los campos, cosen de espaldas al sol dos mujeres, con pañuelos de sombrilla sobre la cabeza. Otra vez en la plaza, don Heliodoro me fue contando cuantos detalles sobre la vida del pueblo me pudieran interesar.
-El pueblo tiene hoy, sin contar los anejos, 235 habitantes. Durante los últimos quince años se ha marchado más de medio pueblo, pero ahora creo que hemos tocado fondo y la emigración ha cesado casi por completo. No hace mucho, había aquí dos fábricas de resina y otra de maderas. Hoy sólo queda de aquello una sierra y una carpintería me­cánica.
-¿Qué anejos tienen?
- Tenemos como anejos a Huertapelayo y Villar de Cobeta.
-Parece ser que es difícil tener satisfechos a los anejos, por lo me­nos en otros casos que conozco, ¿no es así?
-No creo que aquí estén descontentos. Nosotros les atendemos muy bien, dentro de las posibilidades económicas de que disponemos. Se les ha dado todo lo suyo, según el número de habitantes de cada uno, con un anticipo de más de un millón de pesetas. Mire: esas cajas de lámparas que hay sobre esa silla son para Villar de Cobeta, que las necesitan con no sé qué características especiales de voltaje. No creo que de nosotros pue­dan estar descontentos.
La calle Real Alta comunica ambas plazas: la Nueva y la Vieja. En la calle Real Alta está el frontón de pelota con asientos laterales, donde pueden acomodarse muy bien más de un centenar de personas. Es un frontón nuevo, impecable; un frontón que, además, se suele usar para lo que ha sido hecho, que no es poco. En la Plaza Vieja está el nuevo ayuntamiento de Zaorejas pidiendo su inauguración inmediata. El ayuntamiento nuevo es un edificio de corte actual, en el que se ha tenido en cuenta, dentro de lo posible, el estilo tradicional castellano. Se remata la nueva Casa Consistorial con el reloj municipal y su esqui­loncillo para dar la hora. En la Plaza Vieja se está muy bien a la sombra de la pared junto a la fuente, que, al parecer, sentirá dentro de poco la mano amiga de la restauración. Una fuente baja que echa agua por uno solo de sus dos caños.
Cerca de la plaza del Corralón conocí a la señora Dionisia, una mujer con buen humor, que ama sobre todo las tradiciones de su pue­blo. La señora Dionisia no estaba a gusto en aquel momento.
-Mire; estoy blanqueando la casa, y esto, a mis años, ya no va bien. Cuando estoy arriba y la mesa se empieza a mover, me da miedo.
-¿Qué echa de menos, señora Dionisia?
-Yo, el que ya no se cante toda la Semana Santa. Puede creérselo usted.
En Zaorejas tienen por costumbre cantar toda la Pasión en hermosos versos, que al final llegarán a perderse, como tantas cosas. La señora Dionisia se sabe de memoria la Pasión entera y me recitó algunas estro­fas como muestra. Estas pertenecen a la presentación del Señor ante las turbas:

Vedme aquí como un esclavo,
pues a este balcón me sacan,
por ver si esta gente hebrea
se adolece de mis llagas.
Antes dicen: muera, muera,
crucifícale, ¿qué aguardas?;
por Barrabás te pedimos
que lo sueltes sin tardanza.

Desde el mirador del Castillo, en un pintoresco rincón con su olmo en medio, se da vista al valle del Losar, que toma como fondo el cerro de la Canaleja, ya en tierras de Huertapelayo. Don Prisciano Navarro me contó que la gente vive de los jornales que se dan en el monte, de la jubilación y del campo.
-Aunque no crea usted; que aquí no hay agricultores fuertes, como en otros sitios. Tractores no hay ninguno en el pueblo; vienen de fuera.
-¿Y ganado?
-Ganado, sí. Habrá más de 2.000 ovejas, 300 cabras, más o menos, y 60 vacas al pasto para cría. Luego hay también, por lo menos, 500 colmenas.
Cuando me di cuenta, la tarde se había marchado en Zaorejas y era preciso recorrer toda la Alcarria para venir a casa. No sé si habré sabido juzgar en su dimensión justa a nuestro pueblo protagonista. Zao­rejas tiene mucho que ver y que contar para concentrarlo tan sólo en unas horas y en unas cuantas líneas impresas. Un pueblo que desprende señorío y elegancia añeja en sus casas, cordialidad en sus gentes y be­lleza natural abundante en sus alrededores. Un pueblo distante de la capital de provincia, pero muy nuestro.

(N.A. Julio, 1980)

YUNTA, LA


Después de haber pasado los Cubillejos, camino de La Yunta, la espesura de pinares y encinas desaparece definitivamente y surge en su lugar una llanura inmensa, sembrada de trigo a punto de siega, que se interna en Aragón por Gallocanta. En medio, con grandes naves a su alrededor, como si de un lugar de La Mancha se tratase, está La Yunta. Directamente desde la entrada del pueblo se llega a la plaza. La de La Yunta es una plaza informe que luce al fondo el edificio so­lemne de su iglesia parroquial, y en uno de los lados el torreón semi­derruído, símbolo de la villa y de su historia, que hoy, recubierto con unas planchas de uralita por tejado, emplean en el pueblo como palomar. La Yunta acusa visiblemente en su aspecto urbano los efectos de una emigración desproporcionada, contándose por docenas las viviendas que aparecen sin habitar y que, no alejándose demasiado en los caminos del tiempo, la gente las recuerda ocupadas en su totalidad.
-Sí. Yo he llegado a ver todas las casas habitadas. Hasta hubo un tiempo en que se temía que llegasen a faltar.
-¿Qué hacen ahora todas esas mujeres en la plaza?
-Están esperando al panadero. Fíjese: antes tenía el pueblo dos panaderías y ahora nos traen el pan desde Tortuera, tres días por semana. La que se descuida se queda sin pan; así que ya ve cómo an­damos.
Con Trinitario López, mi amigo de La Yunta, y su cuñado, Ángel, que coincidió por allí en aquellas fechas, recorrimos prácticamente todo el pueblo y una buena parte de su término municipal.
-Aquí, lo que peor tenemos son las calles. Yo creo que este mismo verano se van a pavimentar.
-¿Es rico el Ayuntamiento?
-No. El Ayuntamiento no tiene nada, pero con el dinero de la finca vamos solucionando poco a poco las cosas.
-¿Alguna finca del municipio?
-No; no es del municipio. Es más bien de los vecinos del pueblo como sociedad y se rige por unos estatutos un poco severos desde hace un siglo. La finca tiene 230 hectáreas de cultivo y no se puede vender a nadie, ni repartir, ni quedarse ningún particular con una sola peseta de lo que produce. Todo lo que se saca de ella tiene que ir destinado a obras sociales o benéficas de las que pueda aprovecharse todo el pueblo.
-Entonces, ustedes la trabajan gratis, ¿no?
-A nosotros se nos pagan todos los trabajos que hacemos en la finca como jornal, tanto la mano de obra como la maquinaria. Tam­bién, vamos pagando del dinero de la sociedad los gastos de abono, herbicidas y todo eso. Cuando la estamos labrando con todos los trac­tores del pueblo a la vez, casi treinta, es un espectáculo que da gusto verlo.
-¿Son socios todos los vecinos?
-Para hacerse socio de la finca hay que pagar el día que te casas veinticinco pesetas, si el hombre y la mujer son del pueblo. Cuando sólo uno es de aquí, entonces se pagan cincuenta pesetas. Así que todos somos socios. Luego, si alguien atenta contra los intereses de la finca, en los estatutos manda que se le expulse o que se le sancione, según sea la falta.
-¿Queda mucho, después de cubrir gastos?
-Si el año viene bueno, siempre quedan algunos millones. Además, como las cuentas van según el reglamento, ahí no se escapa una peseta sin controlar.
Las explicaciones de Trinitario me despertaron el interés por ver la finca que en el pueblo llaman “El Cortado” y que queda un poco retirada del casco urbano, justamente en el límite de las tres provincias, Guadalajara, Teruel y Za­ragoza; pero siempre en término de La Yunta. Acordamos en ir más tarde, después de haber visto bien el pueblo y sus alrededores, después de hablar con quien nos iba saliendo al paso, gente amable y dispuesta siempre a la conversación.
Entre la calle Mayor y la de la Iglesia cruza una callejuela en la que está, desde hace siglos, la casa judío. Una portada con grandes losas de piedra, completamente abandonada, donde aparecen algunos jeroglíficos, dos estrellas de David y una fecha, que no pudimos des­cifrar. En la calle Cantarranas saca agua de un pozo, tirando de la cuerda, la señora Nati.
-¿Qué está usted haciendo, señora?
-Pues mire: sacando agua para la limpieza.
-¿Es buena el agua del pozo?
-Buena y fresca, sí señor. Mejor que la del grifo, que viene de allá arribuchas y salen sapos y culebras. ¿Quiere que le saque un vaso?
-Como usted quiera.
Al marido de la señora Nati, que tiene de simpático hasta el nombre, no se le puede tomar en serio todo lo que dice. Se llama Walderedo Martínez y es coleccionista de objetos irrepetibles.
-Yo tengo un cuchillo celtíbero y un calentador con el que se ca­lentaba la cama Isabel la Católica.
-¡No me diga!
-Sí, señor. Lo vendió para ayudarle a Colón cuando le contó todo aquello de irse a América. A mi casa llegó desde Granada. ¿Qué le parece?
Don Walderedo me enseñó un cuchillo de madera de los que se empleaban para cortar la miel y me dejó sin ver la otra reliquia: el histórico calentador de doña Isabel de Castilla.
La iglesia de La Yunta está señalada en su pórtico y en su espadaña con la Cruz de Malta, a cuya orden debió de pertenecer el pueblo y una determinada zona de terreno colindante. En este hecho pudo nacer el espíritu peculiar de las gentes de la tierra, que tantas veces cantaron en aquella copla que allí hasta los niños conocen:

No somos aragoneses,
ni tampoco castellanos,
vivimos entre mojones
y nos dicen los rayanos.

La leyenda del Cristo del Guijarro, cuyo trasfondo sobrenatural nadie de La Yunta pone en duda, tiene cumplida representación no sólo en la parroquia, que conserva en un relicario el trozo de piedra, sino en las propias calles y en los hogares, donde se ven a menudo repre­sentaciones de la escena del Calvario en estampas o en signos, simple­mente. La historia me la fueron contando Ángel y Trinitario, con los que pasé todo el tiempo de mi estancia en el pueblo.
-Pues no se sabe cierta la época, aunque se podría sacar averi­guando algunos datos que se conservan. La cosa es que un pastor de La Yunta, que se llamaba Pedro García, estaba una tarde de tormenta con su ganado por entre las encinas de la Hombrihuela, y al tirar un guijarro a una oveja que se le iba, el guijarro se partió en dos, comenzó a lanzar unos resplandores que iluminaron el monte, cesó la tormenta y en el corte que había hecho el guijarro al romperse vio el pastor con sorpresa que las vetas de la piedra formaban con toda claridad la escena del Calvario. Luego, ocurrió otro hecho portentoso con el conde de Priego a causa del Cristo del Guijarro, y cuando los franceses saquearon la iglesia también se lo llevaban, pero se lo dejaron olvidado en el campo y fue lo único que se pudo recuperar.
En los rincones de la iglesia de La Yunta están los pendones pro­cesionales de las distintas imágenes que allí se veneran.
-Esto lo saca el que tiene puños; pero, sobre todo, maña. Antes, yo recuerdo que los mozos dejábamos el pañuelo atado al palo para reservarnos el pendón, pero ahora no hay quien los saque.
- ¿Lo ha sacado usted alguna vez?
-Muchas. Esto, cogiéndole un poco el aire, se lleva bien.
Dejamos la iglesia con sus pendones, su retablo principal de un barroco cargadísimo y su Virgen de la Mayor, en imagen colosal de madera vieja meticulosamente trabajada. Desde allí nos fuimos al cam­po. Teníamos que ver la finca y, por indicación de mis amigos, el pe­queño bosque de encinas de la Hombrihuela, donde el pastor Pedro García fuese testigo de un hecho nada corriente y que tendría lugar -es sólo suposición- allá por la baja Edad Media o principios del XVI. La finca “El Cortado” es ahora un campo envidiable que se pierde a la vista. Está toda ella sembrada de un trigo de la especie pané que, al parecer, es el que mejor se adapta a las condiciones de aquel terreno.
-Pero no crea, que toda la finca no estaba antes como está: plantada de encinas, y las hemos ido arrancando hasta dejarla como está. Lo pasamos muy mal, pero al final ha quedado una finca hermosa.
Mientras Trinitario me contaba estas cosas estábamos en la Hom­brihuela, un trozo de la propia finca en el que todavía quedan las en­cinas, las estepas y los guijarros. Entre las encinas hay una cruz hecha en el suelo con piedras que señalan el sitio exacto del suceso sobrena­tural del pastor de La Yunta. A trescientos metros, Teruel, y a un kiló­metro escaso, el límite con Zaragoza.
Cuando dejé el pueblo, en las primeras horas del día siguiente, a la vista de toda aquella riqueza en cereal, que es, con mucho, la zona más triguera de la provincia, y valga como dato los cuatro millones de kilos que aquel pueblo suele recoger cada año, pensé en las paradojas que uno está acostumbrado a ver, como puede ser el hecho de que no tengan en la comarca un silo estatal para la recogida de ce­reales como los que el Servicio Nacional ha tenido a mal enclavar en otros lugares de la provincia, donde las cosechas, comparadas con las que aquí hay, son insignificantes. Mientras tanto, allí está el pueblo, a 160 kilómetros de la capital; marcando desde lejos el carácter dife­rente de esta tierra, con sus defectos y con sus virtudes. Pueblo recio y trabajador, donde hay gentes honradas y nobles a las que les gusta amar su pequeño rincón sobre todas las cosas.

(N.A. Julio, 1980)

domingo, 20 de diciembre de 2009

YUNQUERA DE HENARES


He visto a la salida de Fontanar un chiquillo sentado en la cune­ta desgranando una mazorca de maíz. Creo que no se me había ocurrido nunca pero me ha dado por pensar que la mazorca, de maíz debiera ser la insignia y el símbolo de la Campiña.
La recta que nos encara con Yunquera surge inmediatamente. Es una recta trazada con tiralíneas sobre las tierras llanas de la Ve­ga del Henares que toma como referencia, en medio justamente de las hileras de ramaje seco, la afilada, torre de la villa con su pintoresco chapitel de color ceniza. Al rato entramos despacito por las ca­lles de Yunquera. Un guardia civil, más bien joven, deshace el enredo de vehículos que se ha organizado en la plaza del Ayuntamien­to, y, al cabo, encuentro un lugar a propósito para dejar el coche en la acera izquierda de una calle que reza sobre azulejo esquinero: “Calle de la Seda”; una, calle derecha que apunta a su salida con las tierras planas de forraje que hay cerca del colegio público.
Yunquera de Henares me parece una pequeña ciudad con solera de años. Un burgo importante con plazas afaroladas, con fuentes rumorosas, con buzones de Correos en las esquinas, con palacetes en obras, con marquesinas donde aguardar el autobús y con guardias ci­viles que ordenan el tráfico cuando hace falta.
Pese a todo, el forastero que llega sin conocer a nadie, en la plaza del Ayuntamiento se encuentra solo. La gente cruza de acá pa­ra allá por las esquinas sin decir ni pío. Dos chavalotes se entre­tienen debajo de la farola en romper a patadas una botella de plás­tico. Aquí concurren, frente al elegante balcón de la Casa Consistorial, las distintas entidades bancarias y una tienda de corte y confección con sus maniquíes vestidos al último grito de la temporada, como en el mismísimo Madrid guardando las distancias.
Acabo de entrar en el bar Perucha. El establecimiento hace esquina con la carretera y con la calle de la Iglesia en la misma plaza. Es un barecillo popular y muy bien atendido, en donde hay de todo: hombres que hablan de la cosecha de patatas, de precios y de mano de obra; máquinas tragamonedas que tiran compases de melodías caducas cuando no se las atiende, y fotocopias con carteletas alusi­vas a la caza mayor. Pedro me sirve una caña de cerveza muy fría, demasiado fría para el tiempo en que estamos. Me mira como intrigado, de reojo mientras voy tomando algunas notas. Se ve que le hubiera gustado preguntarme quién soy, o por lo menos saber qué demonios es lo que estoy escri­biendo después de haber mirado a todas partes.
- Tranquilo, no se preocupe, no soy de los del fisco. Aparte de que se ve un establecimiento sin nada anormal, creo yo. Mucha afición a la caza, por lo que veo.
- Sí que hay afición; todo eso es del jabalí, de cuando van por esa parte de la sierra. Si Quiere apuntarse al tiro, en seguida le hacen la ficha.
- Pues ya ve, no parece que tengo por esos asuntos demasiado apego. Aún por la pesca, no diría que no.
- Ah, pues aquí hacen a todo.
- Mal tiempo para el negocio.
- Qué más da. Siempre es mal tiempo para el negocio. En otoño todavía se hace algo con los cazadores y con los de la saca de las patatas, pero poca cosa.
Yunquera tiene una torre monumental, plateresca con veladas reminiscencias inspiradas en el arte gótico, de piedra sólida. Una bandera blanca pende del vano del campanario, en memoria, cabe su­poner, de algún hijo del pueblo que haya cantado misa por primera vez en tiempo reciente.
Encuentro por casualidad al pie de la torre al párroco, don Lu­ciano Hijosa. Don Luciano se ve que es un cura de los de entre dos aguas, ni de los de ahora ni de los de antes, de agradable trato, recia personalidad y cordial extraordinariamente. A don Luciano no le importa nada abrir de nuevo la puerta de la iglesia y permitir al desconocido que dedique en su compañía algunos minutos a echar un vistazo a su interior. Antes hemos visto, extendida delante de la puerta por donde entramos, una lápida mortuoria con una inscripción que data de 1580.
- La sacamos de dentro cuando se arregló la iglesia.
Por dentro tiene el templo parroquial de Yunquera una inhabitual esbeltez. Debió edificarse a finales del XVI, obra del maestro Ni­colás Ribero, con aditamentos posteriores como consta en la origi­nal inscripción que han querido conservar a la vista bajo el coro: “Se hizo el embaldosado de esta iglesia siendo cura de ella D.José García Montenegro, y mayordomo Pedro Ongil”, tal vez legado del si­glo XVIII.
Se adivinan en el conjunto total de sus tres naves un marcado corte renacentista, muy limpio, espacioso y ordenado. Sobre el muro que antes de la guerra del treinta y seis estuvo el retablo, se luce un enorme lienzo de Matías Jiménez representando a Cristo que entrega a San Pedro -titular de la parroquia- las llaves simbó­licas del Reino de los Cielos.
- Pues yo me la encontré con las paredes, el arco, las columnas, todo, tapado de yeso. Una barbaridad. Las columnas estaban pintadas simulando piedra, ya le digo. No sabe lo que nos ha costado dejar la iglesia como ahora se ve.
- No me extraña. Resulta impresionante, tan natural y tan acogedora, que cuesta trabajo imaginarla de otra manera. Sigue teniendo ­la grandiosidad de siempre, ya lo creo.
- Toda estaba llena de altarcillos por las paredes, y tenía un ba­zar de santicos que se llenaban de polvo y que no servían para nada. El retablo era de un yeso horrible, hecho por albañiles después de la guerra. Así que, cuando vine yo, lo quité todo. La gente se me puso imposible, dijeron de mí lo que les dio la gana, pero ahora que la ven tan saneada se van convenciendo.
En ambos pies del arco que sirve de remate al presbiterio se ven los escudos de los Mendoza, tan ligados a la historia y a la vi­da de Yunquera, que tan doctamente ha recopilado en un interesante vo­lumen fray Ramón Molina Piñedo, monje benedictino del monas­terio de Leyre, en Navarra, e hijo de la villa. En Yunquera, hacia el año 1433, se casó doña Leonor, hija del marqués de Santillana, con don Gastón de la Cerda, hijo primogénito del duque de Medinace­li.
- Y ese cuadro tan grande de la nave será la aparición de la Vir­gen de la Granja, supongo.
- Eso es. Lo pintó un señor que hubo aquí en la guerra. Se ve que lo tuvieron recogido y como agradecimiento pintó ese cuadro. Es malillo como puede ver. También pintó la capilla de la Purísima y no sé cuantas cosas.
La capilla de la Purísima queda al final de la nave de la epís­tola. Está, efectivamente, decorada con pinturas murales alusivas a distintos momentos de la vida de la Virgen, así como los escudos de España y de Guadalajara, curiosamente él último de ellos abrazado por el águila imperial.
- ¿Qué le ha parecido?
- Muy bien, sinceramente. Creo que en su iglesia se ve reflejada un poco la vida de Yunquera. ¿Cuántos habitantes son ahora?
- Dos mil. Me parece que pasan algunos de esa cantidad, pero dos mil en números redondos. Si no tiene inconveniente en venir a casa, puedo dejarle la llave de la ermita para que vaya a verla. Aquello es como un paraíso. Han tenido que cortar los olmos porque estaban secos y ha sido una, pena. Le va a gustar ver cómo quedó después de los arreglos, sobre todo e retablo.
Antes he preferido recorrer en solitario, con detenimiento, algu­nos rincones y plazas de la villa. Yunquera, de Henares es pueblo lla­no, eminentemente campiñés, de calles cuidadas y con añejo sabor a la comarca, en la que los siglos lo dejaron anclado. Por el Barrio de la Estación, los hombres en corrillos de a tres o de cuatro toman el sol
y fuman conversando en las esquinas. Repetidos indicadores y flechas conducen por las afueras a la finca llamada “El Rodeo”, donde dicen que hay una plaza de tientas y un mesón en el que se anuncia carne a la brasa. La época, ni qué decir, tampoco es la más indicada da para, estos menesteres tan afines con la pasión nacional del arte de Cúchares. Un señor delgadito me atiende tras la reja de una ventana. Dentro se ve un salón grande, adornado con motivos taurinos y con pas­quines recordatorios de corridas memorables. Después de decirle quién soy, el señor delgadito me abre unas puertas que se comunican con un patio o corralón donde hay un perrazo encadenado que ladra enfadadísimo. Detrás hay una plaza de torear pequeña y muy bonita. Le pregunto a mi acompañante si tienen vaquillas y me contesta que de momento no, que lo acaba de coger en alquiler y que lo está reformando un poco. Como el buen hombre se ha dado cuenta de que ando tomando nota de lo que veo, piensa mal y me sale por los cerros de Úbeda.
- Haga- el favor de identificarse o Enséñeme el carné.
- Pero hombre, si ya le dije quién soy y a lo que vengo. Salga con­migo y en el coche le enseñaré todos los carnés que le hagan falta.
- No, es que cualquiera, sabe con qué fin ha entrado usted aquí.
La Vega del Henares, pintada de tornasol por la luz encendida de la mañana, semeja un mar inmenso de ocres y de verdes, que limita en la lejanía el acantilado de las tremendas terreras por las que debió asomarse Alfanhuí, cuando anduvo con su maestro, filósofo de a pie y alquimista de oficio, por estos misteriosos parajes del campo de Gua­dalajara.
Ya cerca de la ermita, en plena vega, los recogedores de patatas alinean los sacos llenos en filas apretadas por encima de los surcos. Los campesinos campiñeses sacan las patatas de la tierra valiéndose de una máquina remolcada al tractor que hace zig-zag, echando a los lados las matas secas. Poco más allá, otros rebuscan con cubos de plástico lo que por razones de rapidez o falta, de pericia se dejaron olvidado los recogedores.
La ermita de la Granja, como casi todas las ermitas pero ésta to­davía más, ocupa un lugar romántico a cerca de dos mil metros de distancia del casco urbano de Yunquera. No lejos de su estampa res­taurada se ven las cárcavas terrosas que vierten a orillas del Henares. Como me había advertido don Luciano, es verdaderamente una tragedia paisajística el que hayan tenido que acabar con los olmos muertos de grafiosis. Al pie del santuario hay una fuente de agua potable que mana por tres chorros abundosos. Cuando la pruebo, el agua de la ermi­ta me parece demasiado gorda. El santuario es en su interior impecable, en donde queda patente el celo de su párroco y el fervor de la feligre­sía. Creo que es, hoy por hoy, esta ermita de la Virgen de la Granja, la mejor acondi­cionada de toda la diócesis. Sin excesos, con meticulosa pulcritud, con gusto y con aquella nota principal que debieran tener todos los santuarios: que invite a la oración y al recogimiento, condición que no en todos se cumple. El retablo es obra meritoria salida del taller horchano de Juan Francisco Martínez, adornado con bellísimas formas neoclásicas y tres pinturas de Rafael Pedrós en las que se representan, con sus respectivos báculos episcopales y fondo de cam­po, San Gregorio Ostiense, San Agustín y San Nicolás de Bari. En la hornacina central queda la imagen menuda de Nuestra Señora de la Gran­ja, revestida de manto blanco y aureolada con una artística diadema que asemeja plata. En este lugar cuenta el decir de las gentes que se apareció, en plena oscuridad medieval, la Madre de Dios a un pastor campiñés llamado Bermudo, y que le anunció, por medio de sobrenaturales ­luminarias, su deseo de que se levantase una ermita en su honor. Más tarde, reconociendo su intervención en cierta epidemia de peste que asoló una buena parte del vecindario, el pueblo hace voto de celebrar su fiesta con todo honor el 15 de septiembre de cada año. Esto fue hacia los prime­ros tiempos del reinado de Felipe III.
En cualquier caso, la estancia en esta soledad campesina de la ri­bera del Henares, es siempre relajante para el cuerpo y para el espí­ritu. Al regresar, uno se da cuenta de que son muchas las junqueras que se ven por ambas márgenes del camino, lo que asocia de inmedia­to con el nombre de la villa.
Sin el encanto rústico ni el primitivismo de tantos pueblecitos nuestros que conocemos, Yunquera de Henares ha de contar necesariamen­te entre los que uno guarda en los rincones de su memoria con más grato recuerdo.

(N.A. Diciembre, 1985)

YÉLAMOS DE ARRIBA


Alguien lo dijo alguna vez, aunque en este momento ni la persona ni tampoco la ocasión recuerdo. Lo que sí tengo como cierto es que el encanto del pueblo de Yélamos no fue, o no debió de ser para mí algo novedoso.
Con la tarde de verano ya en el declive para andar, el camino desde Romanones ha de hacerse despacio, con toda la calma de que se sea capaz, para ir asimilando la riqueza natural que la Alcarria deja caer con el último sol valle arriba, por donde corren, vitalizadotas y mansas, las aguas del San Andrés. Se reparten, yo diría que por igual, su privilegiada situación en aquella vega, los pueblos de Irueste y los dos Yélamos, el de Arriba y el de Abajo, ocultos ambos como aquel entre la espesura de las acacias, de los nogales y de las alamedas, a una y otra margen del arroyo.
Las niñas y los niños de Yélamos corren en pandillas por entre los troncos de los árboles a la orilla del río. El pueblo presenta a su entrada lujosos y modernos edificios, chalés con piscina y pequeño huerto, a los que, igual que al resto del lugar, comienzan a cubrir por el poniente las sombras que proyectan cada tarde las encinas del Monte de la Peña, bajo cuya mole rocosa se estira el pueblo en toda su longitud.
- ¿No había venido usted nunca?
- Nunca, no señora; todo esto es nuevo para mí.
- Pues no sabe lo que se ha perdido por no venir antes. Cuando pruebe el agua de la fuente no se va de aquí.
Aquella señora, sentada con otras mujeres a la puerta de su casa en la plaza de Yélamos, me pareció una excepción honrosa al hablarme con pasión de las cosas del pueblo. No es eso lo corriente. A las buenas gentes que tuvieron la valentía, y el acierto quizás, de no abandonar por nada del mundo el pequeño rincón donde nacieron, hay que llegarles a lo vivo para sacar de sus labios alguna frase similar a la que las mujeres de Yélamos de Arriba te dan como saludo.
La plaza del pueblo es ancha, y sombreada al atardecer. La enmarcan viejas viviendas de distinguido linaje, cuyos sellos y blasones se lucen todavía en algunas de las fachadas. Entre todas ellas se distingue por su campanillo municipal, su corrido balcón de hierro forjado y su antigüedad, la Casa Consistorial en sitio preferente. En la fuente de la plaza, que surte por seis chorros abundantes a dos pilones y de desproporcionada capacidad en forma de ocho, los jóvenes se divierten poniéndose como sopas en fresca lid con el agua que corre. Muy cerca de allí, en el bar de la María, los hombres juegan en la calle una partida de dominó.
- Por la tarde en el de la María, y por la mañana en el de la Esperanza, en aquella acera.
- A la gente es por lo que le da, ¿verdad usted?
- No; lo hacen buscando la sombra. En este tiempo ya se sabe, o de dominó o de brisca, la partida a cualquier hora.
- Y toda esta agua que sale de la fuente ¿para qué la aprovechan?
- Para nada. Se va toda al San Andrés.
- Les dará un poco de pena, y más con la escasez que hay en otros sitios para el riego.
- Pues mire, aquí ese problema no lo tenemos. A la gente no le da por las huertas. Con los pedazos de tierra tan pequeños que hay en la vega, no compensa.
- ¿Cómo se vive en Yélamos de Arriba?
- En este pueblo se vive bien. Es sano, es bonito, necesidades grandes no las hay. Yo creo que el que se queja es de vicio.
- ¿Queda mucha gente en el pueblo?
- Unas doscientas personas, más o menos, vivimos aquí de continuo. El verano y los fines de semana son cuenta aparte.
- Me han llamado la atención algunos chalés; parecen palacios.
- Ah, y no hacen más porque en la vega, que es lo mejor del pueblo, el terreno es muy caro. Igual le piden a usted medio millón de pesetas por un solar corriente para edificar.
Don Indalecio Fernández Prieto estaba sentado en uno de los poyos que hay en la plaza al lado de la pared. Don Indalecio es el alcalde de Yélamos; hombre joven, cordial, amable por naturaleza, y lo que es mejor, un alcalde sin mayores problemas, por lo menos de grave o de difícil solución.
- Graves ninguno; de difícil solución, creo que tampoco. Lo peor es la televisión que no se ve bien. El segundo canal, nada. Y luego el arreglo del ayuntamiento, está muy viejo y habrá que meterse con él. Por lo demás, no tenemos problema de aguas, ni de luz, ni de nada urgente. Yo creo que no nos podemos quejar.
Llegan a los poyos de la plaza como en un continuo soniquete los rumores del agua de la fuente, que después correrá por un reguero hasta la calle de la Solana buscando el cauce del río. Allá al fondo, teñida por los tonos cálidos de la puesta del sol sobre la maraña y el roble bajo, la suave cresta del Rebollar al otro lado del valle. Las mujeres del pueblo aprovechan la bonanza de la tarde para sentarse a la puerta con el canastillo de labor en la calle de San Roque. Ésta es una calle pintoresca, de acera única, que baja siguiendo la dirección del río a lo largo de una tapia que la separa de las huertas y de los frutales en la canal opuesta.
- Sí señor; hacemos ganchillo y de todo lo que hay que hacer en la casa. Cuando tenemos muchas piezas iguales las juntamos para colchas, para centros, para lo que sale.
- Me pregunto yo, señora Vicenta, que toda esta industria del ganchillo es bastante más divertida que los remiendos y que todo aquello que se hacía antes.
- Claro. Antes no podíamos hacer otra cosa: remendar, zurcir, zurcir y remendar. Como no había una perra no se podía hacer puntilla. Si no teníamos para hilo, qué podíamos hacer.
Doña Vicenta y doña Guadalupe son dos señoras alegres, dos mujeres dispuestas a reír en cualquier momento, y que viven en uno de los barrios más risueños de toda la Alcarria.
- Aquí nos despiertan por las mañanas los pájaros, mire usted. Cuántos en la capital quisieran un sitio así.
De su casita nueva entre las huertas viene hasta nosotros don Cirilo Martínez Rey. Don Cirilo es el marido de una de las señoras que hacen ganchillo a la sombra en la calle de San Roque.
- Si se las lleva usted, por lo menos a la mía, le doy cuartos encima.
- Eso no lo dice usted con el corazón.
- ¡Cómo que no! Con el que tengo. No crea que le engaño. Usted tenía que haber visto esto cuando no había una peseta; aún era más divertido que ahora. Aquí hemos sido los amos del juego de la barra, y los de este pueblo se ganaron la copa bailando jotas con el traje regional. Ahora ya ve la diversión: de casa al bar y del bar a casa.
- No me diga que usted le ha pegado bien a la jota.
- No, yo ya tengo mal pelo. Bueno, ni malo ni bueno, porque no tengo ninguno; pero un hermano mío se llevó al concurso el traje de casar de mi suegro, que en paz descanse, y se le fue por la entrepierna. Aquello sí que debió ser un espectáculo.
- Ah, pues sí que han perdido ustedes. Y cualquiera vuelve a eso.
- Mire, voy a ver si busco al Rufino y nos subimos a la bodega a merendar. Si no le hace ascos, ya sabe.
La calle del Cantón cruza paralela por encima de la de San Roque, muy cerca ya de las encinas del Monte de la Peña. La calle del Cantón hace altibajos como un tobogán, por donde uno sigue encontrándose con señoras atareadas y perros soñolientos tumbados junto a la puerta de sus amos. En Yélamos de Arriba hay un nombre para cada calle y un rinconcito para cada nombre: del Berral, del Charquillo, Costanilla de la Peña. En la Costanilla de la peña vino a nacer, hace poco más de veinte años, el laureado atleta Fernando Cerrada, a quien su pueblo natal le tiene verdadera devoción. Así me lo dijo Indalecio, el alcalde, que no se separó de mí para nada, en un gesto que a uno le gusta reconocer y hacer público.
- Sí hombre, Cerrada nació aquí casi por casualidad. Debían estar los padres en pueblo como de paso. Le hicimos aquí un homenaje y se le quiere mucho.
La despedida, así como un poco oficial de Yélamos de Arriba, y de aquella buena gente que tiene la dicha de vivir en paz en un pueblo hermoso, fue en uno de los dos bares de la plaza. En el bar de la señora María, donde los hombres del pueblo se van a jugar por la tarde buscando la sombra, sale la cerveza de la botella hacha bloquecitos de hielo. Es un establecimiento recogido, familiar, con mesas y taburetes de madera que la gente acostumbra dejar desordenados cuando se va. En un rincón del bar, pasa el verano esperando su hora una estufa apagada de las que en invierno queman roble y ponen su vientre al rojo vivo.
Ya se fueron de la plaza los hombres que jugaban al dominó y los muchachos que se entretenían duchándose con el agua de la fuente. Los niños corren en bicicleta, y en la carretera un matrimonio de Madrid en mangas de camisa, aprovecha la temperatura fresca de la vega para pasear a la caída del sol.

(N.A. Julio, 1981)

sábado, 19 de diciembre de 2009

YÉLAMOS DE ABAJO


La última vez que atravesé a la vera de su cauce el pintoresco valle del San Andrés, la naturaleza parecía haber reventado en un apoteosis de visiones y de encantos indefinibles, preparando la llegada del verano. Hoy, en otoño cerrado y un año más tarde, vuelvo a bordear el arroyo vega arriba, con no menos ilusión por mi parte que cuando lo hice en aquella ocasión. La vega está solitaria. Desde Romanones hasta Irueste no he visto otra señal de vida a mi alrededor que un rebaño de ovejas pastando en la lejanía. En los bajos, residuos y rastrojeras por los cuarteles en donde agostó el girasol y granaron los trigos al amparo de la humedad del arroyo. A uno y otro lado, guardianes de su propio silencio, cubren la tranquilidad del valle hileras de pinar muy poco desarrollado, pinabetes englengles de repoblación, alzados en los bordes de las torronteras; bosquecillo bajo de chaparral, de rebollo amarillento, de esparteras y de aliagares, marcando desde la altura el camino de las choperas que siguen las márgenes del río.
Yélamos de Abajo aparecerá poco después, situado a la izquierda del camino, escondido detrás de la vegetación, casi impenetrable de maleza, de chopos y de nogueras que dan sombra en las huertas vecinas.
La entrada al pueblo lo hacemos pasando junto a la picota. Apenas nos separa de ella un muro de seto. La tétrica columna que en otros tiempos diera al pueblo el título de villa, se levanta sobre una grada de piedra escalonada, fuste cilíndrico y cabezal en forma de pirámide truncada, con cuatro argollas de hierro, una pendiente de cada cara. Se remata el rollo con una cruz de forja y alrededor tiene una inscripción, todavía legible, en la que se puede leer: “Reinando Carlos IV. Se edificó a expensas de propios de esta leal y real villa. Año 1794”.
En seguida, después de cruzar un puentecillo sobre la reguera que baja canalizada hasta el lavadero, se entra a la plaza de abajo, la de la fuente redonda. Plaza de tres caras, o, mejor dicho, sólo de dos, porque la tercera corresponde a la arboleda, a cuyo pie han instalado un juego de bolos y una moderna cancha de tierra para jugar al Baloncesto. El pueblo queda arriba, en la solana, como descolgado en la falda del cerro que llaman Carrabalconete, y que se corona con una plataforma de piedra tosca y una cruz de palo, sobre la que da vueltas en el azul inmenso que le sirve de bóveda, un ave rapaz de enorme envergadura.
- No señor, ésta no es la plaza del pueblo. La verdadera plaza está ahí arriba. Ésta es en la que hacen los toros para la fiesta.
Cuando me canso de mirar de un sitio a otro en la plaza de abajo, de buscar conversación con las señoras del lavadero, no muy dispuestas a responder a mis preguntas, me marcho calle arriba en busca de nuevos motivos que admirar, y así me doy cuenta en seguida de que Yélamos de Abajo es un pueblo antiguo, donde en otros tiempos mejores para él debió de vivir gente poderosa en influyente, que dejaron para la posteridad viviendas de extraordinario hechizo, casonas con un fuerte sabor alcarreño del siglo dieciocho; calles estrechas, sombreadas por salientes aleros de madera oscura que casi se tocan los de una y otra pared, bajo los que nunca falta el detalle de un buen balcón de hierro o la gracia de una parra pegada a la pared. A los hombres que hay sentado a la sombra en la plaza de arriba se lo cuento, y me dicen que sí, que las calles tienen un cierto parecido a las de Pastrana o a las de los barrios judíos de Toledo.
- Ahí enfrente todos los días vemos saltar un gato desde un tejado al otro de la calle.
- Pues a mí me gusta mucho el tipismo de los pueblos así. Son diferentes a los demás. Me parecen más bonitos.
- Antiguamente, todos lo hemos oído contar, uno de aquí por lo visto andaba malos pasos con mujer ajena. La cosa es que se presentó un día en casa el marido de ésta, y el otro salió de allí a más de cuarenta, saltando al tejao de enfrente. Hará por lo menos cien años, cuando pasaban aquellas cosas de entonces.
Los viejos de la plaza de arriba me hablan de la fiesta mayor que fue para la Virgen del Rosario, y de la fiesta de agosto cuando hicieron los toros.
- Aquí es que tenemos mucha afición, usted no lo sabe. Un pueblecillo de nada y le traen cuatro animales para que se divierta la gente: dos toros y dos vacas. Nadie sabe el público que se junta aquí ese día. Más que en Romanones y más que en ninguna parte, ya lo creo.
Llega a la plaza con su manojo de correspondencia el cartero, que viene desde el otro Yélamos. Reparte y se va otra vez. Una placa negra anuncia que en aquel lugar estuvo en tiempos la escuela gratuita de niñas, fundada por el Ilmo.Sr.D.José de Lorenzo, auditor del supremo tribunal de la Rota, natural de la villa.
Por unas calles estrechas y bien cuidadas se sube hasta la iglesia. Los vecinos del barrio son gente muy cordial, que preguntan al forastero quién es y se le ofrecen para enseñarle la iglesia. Uno, que no es demasiado amigo de ocasionar molestias a quien no conoce, les dice que no, que muchas gracias, que si necesita saber algún dato concreto ya les avisaría.
La iglesia de Yélamos de Abajo es pequeña, muy bonita, con dos naves construidas en diferente época y que acaban en sendos ábsides con sus correspondientes retablos. El retablo mayor es barroco, con hermosas columnas salomónicas y la imagen en lugar preferente de la Virgen de la Zarza. El retablo lateral es más sencillo y enmarca otra imagen también muy interesante del Cristo de la Piedad.
En el silencio absoluto del tempo se oye roer la carcoma por las tablillas de un reclinatorio. Enseguida llegan dos mujeres muy simpáticas y un señor que, sin duda, me vieron entrar. Les digo que yo he venido con buen fin, pero que hacen muy bien en vigilar lo suyo. En la cúpula de la capilla, que es como dicen a la nave menor, las dos mujeres me recomiendan que me fije.
- Es muy bonita; mírela usted. A nosotros, que no entendemos mucho, es lo que más nos gusta.
La cúpula me recuerda otra que vi en Tomellosa, con angelitos en bajorrelieves, nervaduras de caprichosa distribución por todo el hemisferio y los atributos de la Pasión, esparcidos como emblema.
- Tenemos oído que por encima de la bóveda de la iglesia hay un artesonado de madera muy bonito, y no sabemos ni por qué ni cuándo lo taparon de yeso, y ahí debe de estar.
Luego me pasaron a la pequeña cripta del baptisterio, donde hay una pila románica de piedra tallada y nervaduras en el techo que casi alcanzamos con la cabeza.
- En esta otra habitación había siempre dos ataúdes para cuando se moría algún transeúnte, o alguien por ahí en accidente. Así los bajaban a enterrar.
- Ya, lo entiendo.
- Mírelos, aún están aquí. Uno de mayor y otro de niño. Después los enterraban envueltos en una sábana, y las cajas valían para otra vez.
- Sí, sí.
- Yo creo que desde la Guerra no se han vuelto a usar más.
Doña Cristina y doña Epifania me despidieron en la puerta y pedí a don Virgilio, contratista y albañil de oficio, persona amigable donde las haya, que me acompañase hasta la Fuente del Moro. El hombre aceptó muy gustoso, y hablando de Yélamos, de sus paisajes y de sus hijos ilustres, nos fuimos acercando hasta la fuente, para mí lo más sorprendente que encontré en la visita, ya de por sí repleta de impresiones gratas.
La Fuente del Moro es una reliquia muy interesante de la antigüedad que ha llegado hasta nosotros, según parece, desde la España Romana. El nombre, no obstante, obedece a las dos caras casi irreconocibles por cuyas bocas salía el agua, que la gente asoció por sistema con cabezas de musulmán. Es un pilón de pesados sillares que hay medio escondido en los bajos del pueblo, por el barranco que se lleva las aguas residuales del lavadero; vertedero que fue de los aludidos caños a los que surten una especie de canaletas interiores de la misma época en las que todavía se ve, a través de un ventanuco horadado en el muro frontal, el depósito previo, lleno hasta los bordes de un agua clarísima que no llega a salir al exterior.
- La sequía de los últimos años tiene la culpa. No cae agua por la sequía. Estaba todo él tapado de barro y demás. Lo han limpiado hace unos días.
- Quiere decir que si el invierno viniese lluvioso la fuente volvería a manar.
- Por supuesto, si se le cuida puede volver a echar como antes.
Aunque uno se marcha de allí con la duda de que lo que acaba de ver tuviese un origen tan lejano en el tiempo, quiere mantener la impresión de que fuera cierto, y piensa que a la tal fuente se le debiera prestar un poco más de atención de lo que se le presta.
Me dice don Virgilio que el cerro que hay ahora frente a nosotros es el Cerro del Rosal, y que en los de la Mina y la Torrecilla, cercanos al pueblo en otra dirección, hay cavernas subterráneas muy profundas de las que se cuentan infinidad de cosas, pero que nadie sabe nada. Luego oiría decir a algunos de los clientes del bar de Fidel que por las grietas de la Torrecilla despeñaban antiguamente a las cabras sarnosas, y que se las tragaba la tierra sin que se hubiera vuelto a saber de ellas nada más, ni se haya visto siquiera un solo hueso de los desafortunados animales.
Y así terminamos hoy de rodar por Yélamos de Abajo, uno más de los bellos pueblecitos que guarda junto a sí, en medio de árboles altísimos y de vegetación robusta y abundante, el arroyo alcarreño de San Andrés. Encantador rincón, un poco escondido, donde nunca falta para refrescar un trago de la fuente, o mejor aún, la cerveza fresca del bar de Fidel en la plaza de arriba, con unos panchitos rebozados en sal que saben deliciosos.

(N.A. Noviembre, 1983)

YELA


Siguiendo el juego de cambios en esta primavera, loca que veni­mos arrastrando, la mañana que aparecí por Yela el tiempo era infernal. La Alcarria asoma, tímidamente, su plumaje blando de verdín ­movido por el viento en los resecos sembrados del llano. El aire es frío, muy molesto, pariente tal vez de aquel descuernacabras que dicen los serranos y que obliga a la gente, unos cuantos días cada invierno, a permanecer encerrada en casa, sin salir nada más que a lo imprescindible, acurrucada al amor de la lumbre.
Acabo de dar vista a Brihuega escondida en el hoyo, y voy por una carretera abierta entre los sembrados a cuyo borde se alza, poco más adelante, el monumento a los héroes de la Guerra de Sucesión, que lucharon valientemente y dejaron sus vidas regadas por estos páramos, tras la muerte sin descendencia del último rey de los Austrias en el año de 1710.
Yela queda ligeramente apartado del camino. Un par de minutos en coche nos ponen de hecho en su Plaza Mayor. Yela, por su ac­tual distribución urbana, en la que han influido hechos ajenos por completo al vivir de la gente, es un pueblo extraño, desorientador para aquel que, como el visitante, se acerca a él con todo el baga­je de interrogantes y de dudas que lleva consigo lo novedoso.
Me encuentro, nada más entrar, con un pueblo impecable, mon­tado según los cánones de la arquitectura de posguerra; de ca­sas iguales, como seriadas, otras diferentes son las dependencias municipales, que hacen esquina a la plaza en la que se conserva le­gada a la posteridad la olma recordatoria del primer pueblo. Aquí, mirando al poniente, el pórtico arqueado de su iglesia, donde los canteros del siglo, con muchos más medios a su alcance que aquellos de la Edad Media, intentaron remozar el arte románico en la hilera de do­bles columnatas de sostén con capitel liso, creando una obra funcional, grandiosa, y hasta un poco romántica, evocadora, ­pero fuera de todo arte. El pórtico cubre la arcada principal por donde se entra, para cuya reconstrucción se debieron emplear una buena parte de las piedras derruidas del primitivo templo.
La zona en ladera es otra cosa. Ahí están las vetustas mansiones que lograron sobrevivir a los bombardeos, abandonadas muchas, vie­jas todas, recibiendo en la mañana glacial los vientos que suben desde la vega. En Yela, realmente, la gente vive abajo, en la zona que se volvió a construir por el plan que llamaron de Regiones Devasta­das allá por los años cuarenta, mientras que la parte antigua queda prácticamente como testigo del viejo lugar, si bien, durante los últimos años, está recibiendo la atención de los que vienen de fue­ra, quienes, con no mal criterio, intentan adecentar para el fin de semana o para el día de su jubilación, el entrañable refugio de la ca­sa del pueblo.
No se ve un alma por las calles de Yela. Los coches de los in­condicionales llegan a la plaza y la gente se sube con prisa carga­da de bolsas de plástico, de cartones de huevos y de barras de pan, rompiendo, calle arriba, la resistencia del viento. Por la cresta del barrio alto suenan las campanadas de la hora en el reloj del ayuntamiento viejo. Una señora ha salido a tirar una palada de tie­rra con el recogedor a las orillas desde donde se ve la vega.
- Señora, por favor: ¿Dónde está la gente de Yela?
- Pues, eso digo yo. Estarán dentro de las casas. Hace dos horas que llegamos de Madrid y yo todavía no he visto a nadie. Con este tiempo…
- ¿Cómo llaman a aquel vallejo?
- A eso le decimos Los Huertos.
- ¿Pasa algún río por ahí?
- Por ahí mismo no. El Tajuña está un poco más abajo.
Al amparo del sol racionado que las nubes filtran antes de caer, cose en el portal de su casa en la carretera la señora Martina. Esta buena mujer está sentada en silla baja y guarda los hilos en una cajita de metal que tiene la tapa adornada con una reproducción de “El Buen Pastor” de Murillo.
- No queda nadie, mire usted. Muchos vienen los sábados, y en el verano, cuando dan las vacaciones, pero en invierno esto es un cementerio.
- No resultó lo del petróleo.
- Pues, qué se yo. Hace dos años estuvieron buscando por allá arriba, por aquello de las Llanás, pero lo dejaron. Se conoce que no ha salido lo que esperaban.
Aunque, como quedó dicho, la mañana no invita a caminar por los alrededores de Yela, uno se da cuenta, desde lo poco que alcanza a ver, que al pueblo lo rodean tierras flojas, con sembrados en las va­guadas que luchan entre la vida y la muerte por falta de humedad, y algún que otro cuartelillo en la ladera plantado de espliego.
Más por deseo de liberarse del cautiverio de la cocina que por el día que hace, han salido al reclamo del sol dos hombres a otro portal de la calle nueva. Los hombres se llaman Juan y Alejo, Alejo­ Ayllón lleva la centralita de Teléfonos de Yela. En este pueblo de la Alcarria, como en otros limítrofes reconstruidos después de la contienda del treinta y seis, el tema de conversación con la gente mayor es casi exclusivamente una evocación de la Guerra Civil, y en éste no hay jóvenes.
- Ni jóvenes, ni viejos para el caso. Si puede que no lleguemos a las cincuenta personas. Y, fíjese usted lo que son las cosas, éste pueblo tuvo quinientos habitantes antes de guerra.
- ¿Y, cómo fue? La aviación debió hacer por aquí verdaderos estragos, ¿no?
- Mira que cómo fue. Que se conoce que no les gustaba vivir en el pueblo y se fueron de aquí. Esto, cuando la Guerra quedó deshecho; pero no lo destrozaron las bombas, ni la aviación; lo destrozaron las manos de los hombres, por salvajismo. Aquello de las bodegas lo arra­saron estando nosotros todavía aquí, en nuestras mismas narices.
- Quiere decir que se tuvieron que marchar.
- A ver. Nos evacuaron a pueblos de Cuenca, y cuando vinimos, todo esto era un montón de escombros.
El Tío Juan y el Tío Alejo -que dice que su santo se pasó la vi­da debajo de una escalera- me cuentan las cosas hablando al mismo tiempo. Saqué en conclusión que el telefonista no oye bien y se mete involuntariamente en la conversación de su convecino. El uno y el otro son hombres simpáticos, libres de prejuicios, a los que gusta saber con quién se juegan los cuartos.
- Y a todo esto ¿usted quien es? Como lo vemos escribiendo cosas, digo yo que si no andará por aquí haciendo alguna comedia.
- No, no señor; yo no se hacer comedias. Vengo, sencillamente, a ver esto, y luego a lo mejor lo ponemos en el periódico, para que la gente se entere de que existe un pueblo, la mitad nuevo y la mitad viejo, que se llama Yela.
- Ah, pues últimamente ha salido en los papeles unas cuantas veces con eso de los sondeos.
En Yela tienen como patrones a los santos Gervasio y Protasio, dos nombres que mis amigos pronuncian como un trabalenguas, y uno piensa que deben ser irrepetibles en cualquier otro lugar del mapa.
- Pues no señor. Yo tengo entendido que en un pueblo de Soria los celebran también a los dos. Para que vea, la fiesta se celebra to­dos los años el día 19 de junio.
El pueblo de Yela debe tener, por lo que veo, el alma adormilada. Son demasiados los motivos que este venerable lugar de la Alcarria ha tenido para hacerse insensible bajo los efectos del colectivo sufrir. Pueblo hermoso, recortado como a remiendos que son cicatri­ces de su propio dolor, aceptado con la serenidad de una madre venci­da por el infortunio.
Al abrigo del solecillo que se cuela por entre los arcos del pórtico, uno piensa en lo desafortunado de su restauración, quiere imaginarse la línea original y el detalle de su primitiva iglesia románica, y lo consigue con dificultades, tomando como base las formas preciosistas de la piedra nueva, y lamenta que el arte, patri­monio en todo caso irreparable, haya de pagar tantas veces las consecuencias de intereses ajenos a él, que con un poco de vo­luntad y algo más de sentido común -tampoco sería pedir demasiado- se hubieran podido evitar.
El viento sopla entre los arcos y silba al chocar con la piedra del pórtico. Por la calleja en cuesta, bajo el reloj, viene un anciano intentando agarrar su boina, que el aire le voló y rueda como un aro sobre el cemento acabado de echar. En el hoyo, la fuente de piedra desparrama el caudal a su salida, que va a caer a la tierra del pavimento formando un barrizal a su alrededor.

(N.A. Mayo, 1983)

viernes, 18 de diciembre de 2009

YEBRA


La tragedia del nueve de agosto del noventa y cinco fue demasiado grave como para no contar con ella cuando se viaja a Yebra por primera vez después de aquellos lamentables sucesos; es imposible que uno deje de sentir en su ánimo el impacto emocional de lo que allí ocurrió durante la anochecida de aquel día de verano, sin duda el más negro de toda su historia por mucho que uno se esfuerce en mirar atrás. Siete vidas humanas cobradas por el ímpetu de las aguas, a lo que hubo que sumar las incontables pérdidas materiales en vehículos, muebles, enseres domésticos, edificios y ganados, es demasiado perder como para que el paso del tiempo tan pronto lo convierta en historia, como para que dos o tres años de por medio justifiquen echarlo en el olvido. No obstante, y como una consecuencia inmediata del ejemplar comportamiento de sus moradores por cuanto a los trabajos de recuperación, el pueblo es hoy un modelo de orden, de comodidad, de limpieza, recobrado creo que al cien por cien en lo que humanamente les fue posible. No se pudo traer a la vida a las víctimas de la tragedia (el poder del hombre tiene sus limitaciones, por mucho que se obstine en creer lo contrario), por lo demás, Yebra, tal y como lo hemos vuelto a encontrar en aquellos sinuosos campos de la Alcarria Baja, sigue siendo el lugar admirable que fue siempre.
Los chalés sobre una suave ladera son el anuncio de entrada al pueblo de Yebra. Las casas, el pueblo en sí, están situadas como en el centro de una caldera natural con escaso fondo, que en tiempo memorial sirvió de cauce a la furia incontrolada de las aguas que arrojó sobre el campo la mala nube.
La calle de la Condesa de San Rafael coincide con la vía de paso, con la carretera que lleva desde Fuentenovi­lla hasta las riberas del Tajo allá por el camino de Pastrana y por la Central Nuclear al otro lado del puente.
Una fuente en la Plaza Mayor mana desde los cuatro caños del monolito sobre un pilón cuadrado. Tiene la fuente alrededor una pequeña verja de hierro por encima de la corredera de asientos. La fuente es nueva; en una de las caras del monolito consta que se construyó en 1997. Como fondo a la plaza queda la fachada principal de la iglesia del pueblo, extraordinariamente corpulen­ta, con la torre en mitad rematada en un esquiloncillo por encima del campanario; bajo el alero, como disimulado y discreto, el clásico reloj municipal en correcto funcionamiento.
Sobre el muro frontal, dentro del pórtico de la iglesia, hay una placa de apretada lectura en la que se hace saber cómo el edificio, tras la última restauración, fue inaugurado el día 7 de septiem­bre de 1985, siendo ministro de Obras Públicas don Javier Luis Sáez de Cosculluela. La restauración fue completa y costosa, tanto en tiempo como en dinero según podemos ver, pero efectiva y segura. No sólo debió celebrar el final de las obras su párroco, don Antonio Gaona, sino el pueblo entero, pues a partir de entonces es una satisfacción entrar en ella, contemplar en silencio la grandiosidad de sus naves, el juego de nervaduras que dibujan la techumbre, aunque se sigue echando en falta el retablo mayor.
La plaza del Pilar es céntrica; en ella está ahora el lavadero y antes estuvieron las albercas subterráneas de agua fría, de las que la plaza heredó su nombre. En la plaza del Pilar celebran cuando las hay las capeas de toros, y que suele ser, o al menos lo solía ser hasta hace muy poco, el día de San Cristóbal a principios de verano, y el 13 de septiembre, fiesta mayor de Nuestra Señora de la Soledad, Patrona del pueblo.
En el lavadero de Yebra hay dos mujeres con montones de paños humedecidos sobre las losas de piedra y productos de limpieza que acaban de usar. Las dos mujeres -no nativas de Yebra por el aspecto- se molestan, casi escandalosamente, cuando intento hacerles una fotografía en plena faena. El agua cae por tres cabezas de león sobre el largo piloncillo que, antes sobre todo, en el pueblo tendrían por costumbre y por necesidad usar con mayor frecuencia. Hoy es un monumento entrañable, curioso y original; más todavía por encontrarse en el centro del pueblo.
En el Bar Juvenil, junto a la plaza, dos clientes beben cerveza pegados al mostrador y otro consulta la sección de deportes de un periódico. El chico que atiende a la clientela, sirve como acompañamiento a la bebida unas setas de criadero riquísimas.
- Sí; van muy bien. A la gente les gusta.
Por las calles de Yebra es fácil toparse a cada paso con viviendas de bellísima imagen, con casonas nuevas o restauradas que pasado el tiempo podrían servir como modelo de construcción propia de una época concreta: la nuestra, anárquica en las formas y funcional, fuera de todo estilo. En ese sentido, como en el de su laboriosidad y atención a lo que le es propio, el pueblo de Yebra merece que se le reconozca su valía.

YEBES


Son las once y en Yebes la mañana da una tranquila impresión de amanecer. Con mucho sol sobre los campos en hibernación hemos conseguido llegar aquí, atravesando los llanos tropelludos y los fríos páramos de la primera Alcarria. Yebes apenas se advierte al pasar; queda medio escondido en lo alto de un otero mirando al saliente. En los humedales de las afueras persiste la escarcha que se formó durante la noche y que empalmará de nuevo con la noche siguiente. Frente por frente se advierten al subir las costanillas de olivar donde la gente afana en la recolección por el viejo sistema del ordeño, y chaparrales adormecidos en las tierras blancas del cerrillo de la Cabeza.
Dejando a nuestra derecha la enorme fábrica de la iglesia, adonde uno espera volver, se adentra a mitad de escalada en la Plaza Mayor, cuadrada y recogida, que tiene por frontal la vieja fachada del ayuntamiento, cuya centenaria galería se sostiene sobre seis columnas de palo carcomido. En la plaza no hay nadie. Luego llegará la furgoneta del cartero y se marchará enseguida. Haciendo juego con el venerable frontal de la casa del concejo, hay una fuente de piedra construida en 1946, que desagua en el cuenco redondo de una cazuela, semejante a las pilas bautismales de las iglesias, y se comunica con el estanque clarísimo del abrevadero. Tal y como se lee sobre el monolito del que se desprende el chorro, las aguas fueron cedidas al pueblo por el marqués de Casa Valdés. Como si fuese manejada por un mando a distancia, el agua llega de golpe y se vuelve a cortar.
Desde las eras, el pueblo se ve abajo como una justificación de vida para aquella tremenda soledad del paisaje. Las columnas albigrises del humo de las chimeneas van subiendo rectas, para perderse al poco de salir en los cristales celestes de la Alcarria. El herrín de los aperos, tirados por allí, brilla como lentejuelas encendido por el sol de enero.
-A nosotros nos viene bien tanta tranquilidad; pero a los jóvenes, se conoce que les molesta.
Mi hablaba doña Consolación de las Heras que salía de un chalé situado por aquellos altos.
-No ha quedado nadie, mire usted. Yo misma tengo cuatro hijos y se han ido todos. Aquí tienen sus casas y vienen a pasar alguna temporadilla, porque esto es muy sano, pero cada cuál se ha ido buscando su vida por otra parte.
-Aquella debe ser la ermita de la Soledad, supongo.
-Si; aunque en realidad es la Virgen de las Angustias.
-La Patrona.
-No señor. El patrón de este pueblo es San Bartolomé, y también se hace un poquito de fiesta para San José.
Uno recuerda que tiene un amigo en Yebes; un amigo adoles­cente que se llama José Antonio Hernández, al que hace tiempo que no ve. Como es día de vacación José Antonio está en casa. Me dice su madre que todavía no se ha levantado; pero que saldrá enseguida. Mi amigo, después de un lavado fugaz y de un desayuno rápido, se viene conmigo frotándose los ojos. Es un muchacho encantador, amigable y familiar, al que, afortunadamente, no le atacó la demoledora carcoma que anda por el mundo destrozando a un importante sector de la juventud. Me advierte José Antonio que están a punto de hundir el ayuntamiento, porque lo quieren hacer nuevo.
-Ya pronto lo van a tirar. Dicen que lo quieren hacer respetando la forma antigua. Si no lo vuelcan, se va a caer él solo.
La fuente de la plaza sigue chorreando con intermitencia, unas veces mucho y otras nada.
-No sé por qué lo hace. Antes decían que si se atrampaba una culebra por el depósito, pero ahora debe ser aún por la sequía.
Nos fuimos luego hasta la iglesia. Presenta por la solanilla que bajamos una solemne esbeltez, con el ábside de piedra viva reforzado en contrafuertes altísimos, y una torre sólida orientada a las puestas del sol con tres cuerpos hasta el campanario. La parte central, correspondiente a la única nave, parece posterior en el tiempo; se ve blanqueada y se abre en seis arcos por los que se cuela el sol hasta las mismas losas del pórtico. Mi joven amigo me contó que a finales de verano robaron en la iglesia; que los ladrones se llevaron unos relieves del retablo mayor y que lo revolvieron todo.
-Se conoce que se pasaron aquí toda la noche, porque no se dejaron nada sin tocar. Se llevaron todo lo que les dio la gana, forzaron el sagrario, y por la mañana estaba la puerta de la calle de par en par.
La techumbre de la iglesia está recorrida por nervaduras que se entrecruzan, dando lugar a curiosas formas geométricas por encima del presbiterio, mientras que la bóveda de la nave se cubre con cañón en ojiva un tanto original. En torno a la imagen del Rosario hay quince tablas de pequeño formato, donde se ven representadas, en pintura de artista mediocre, las escenas correspondientes a los misterios completos que prestan al retablo un cierto interés. Detrás del altar mayor hay un templete barroco de buen dorado, sirviendo de pie al retablo mayor presidido por la imagen del patrón de Yebes, San Bartolomé Apóstol.
Desde la iglesia, siguiendo ahora la umbría del terraplén norte calado de bodegas ruinosas y de pajares que muestran al bajar su vieja osamenta de palitroques y de escombros, llegamos hasta la fuente de los Cuatro Caños en plena margen de la carretera. Los cuatro caños, situados en línea sobre el muro de sillería, arrojan gruesos chorros de un agua riquísima, de la que malamente se alcanza a beber por los situados en cada extremo.
Dice mi padre que antes se salían del pilón, y que hacían daño al beber de tan fuertes como salían. En ese hueco de la pared yo he oído decir que antiguamente había una imagen.
Existe a la caída de la carreta otro manantial con un solo caño. Le llaman la Fuente de la Ventanilla, y sale desde la roca. Los zarzales de la cuesta, al cabo del tiempo, acabarán con ella.
-Por aquí había un pilón donde las mujeres bajaban a lavar los menudos. Para mi abuelo, el agua de aquí es mejor que la de arriba. Como no se le hace caso está todo devorao.
-Podíamos acercarnos un momento -propongo a José Antonio- hasta el Observatorio Astronómico. ¿Crees que nos lo enseñarán?
- No sé. Si están trabajando, alomejor no. Podemos ir a ver.
El Centro Astronómico de Yebes, dependiente del Instituto Geográfico Nacional, coge a dos o tres kilómetros del pueblo y está situado en el centro de un páramo de chaparros y olivos, desde donde se contempla a la redonda una extensa porción de la Alcarria. El Centro consta actualmente, tal y como se nos informó, de un radiotelescopio dedicado a la investigación de las moléculas interestelares; de un estrógrafo para la observación fotográfica de cometas y asteroides, y de la torre solar, que es un telescopio refractor que permite la proyección de la imagen del Sol en luz total, y hace posible el dibujo de sus manchas características.
Me informaba de todo don Santiago García de Juan, ingeniero técnico y administrativo del Centro.
-Hace ya seis años que funciona. Se montó aquí por dos razones: la primera fue por que debía estar fuera de Madrid debido a los problemas de polución, pero no a demasiada distancia para que fuera posible el desplazamiento frecuente del personal especializado; y la segunda se debió al particular deseo del astrónomo guadalajareño don Manuel López Arroyo, vinculado por cosa familiar con Aranzueque, donde su padre estuvo de maestro. Se comprobó que esto ofrecía buenas condiciones, si no las óptimas, y se instaló aquí.
-¿Existe algo similar en otros lugares de España?
-Sí; está el Observatorio de Calar Alto de Almería, que se complementa con éste y con otro que hay en Tenerife, aparte de las instalaciones de Granada que pronto empezarán a funcionar.
-¿Cuánto mide la esfera del radiotelescopio?
-Es impresionante, ¿verdad? Tiene 20,7 metros de diámetro, y sirve para contrarrestar los vientos, las diferencias de temperatura, las lluvias y los agentes meteorológicos en general. Es un protector del radiotelescopio.
Si cierto es que no nos fue posible observar las estrellas por ser de día, ni siquiera el Sol por no sé qué otra razón, sí que nos deleitó sobremanera contemplar, a través del amplio ventanal de la residencia, el adusto y familiar espectáculo de las tierras desnudas y abiertas a la luz de enero, desde un lugar, que incluso la ciencia consideró como privilegiado. Allá lejos, muy lejos de nosotros, se deja ver el pueblecito de Fuentelviejo colgado en la vaguada, y la torre enhiesta -faro de todas las Alcarrias- de la iglesia de Valfermoso, difuminada por las distancias sobre su prominencia ideal del Valle del Tajuña.

(N.A. Febrero, 1984)