La tragedia del nueve de agosto del noventa y cinco fue demasiado grave como para no contar con ella cuando se viaja a Yebra por primera vez después de aquellos lamentables sucesos; es imposible que uno deje de sentir en su ánimo el impacto emocional de lo que allí ocurrió durante la anochecida de aquel día de verano, sin duda el más negro de toda su historia por mucho que uno se esfuerce en mirar atrás. Siete vidas humanas cobradas por el ímpetu de las aguas, a lo que hubo que sumar las incontables pérdidas materiales en vehículos, muebles, enseres domésticos, edificios y ganados, es demasiado perder como para que el paso del tiempo tan pronto lo convierta en historia, como para que dos o tres años de por medio justifiquen echarlo en el olvido. No obstante, y como una consecuencia inmediata del ejemplar comportamiento de sus moradores por cuanto a los trabajos de recuperación, el pueblo es hoy un modelo de orden, de comodidad, de limpieza, recobrado creo que al cien por cien en lo que humanamente les fue posible. No se pudo traer a la vida a las víctimas de la tragedia (el poder del hombre tiene sus limitaciones, por mucho que se obstine en creer lo contrario), por lo demás, Yebra, tal y como lo hemos vuelto a encontrar en aquellos sinuosos campos de la Alcarria Baja, sigue siendo el lugar admirable que fue siempre.
Los chalés sobre una suave ladera son el anuncio de entrada al pueblo de Yebra. Las casas, el pueblo en sí, están situadas como en el centro de una caldera natural con escaso fondo, que en tiempo memorial sirvió de cauce a la furia incontrolada de las aguas que arrojó sobre el campo la mala nube.
La calle de la Condesa de San Rafael coincide con la vía de paso, con la carretera que lleva desde Fuentenovilla hasta las riberas del Tajo allá por el camino de Pastrana y por la Central Nuclear al otro lado del puente.
Una fuente en la Plaza Mayor mana desde los cuatro caños del monolito sobre un pilón cuadrado. Tiene la fuente alrededor una pequeña verja de hierro por encima de la corredera de asientos. La fuente es nueva; en una de las caras del monolito consta que se construyó en 1997. Como fondo a la plaza queda la fachada principal de la iglesia del pueblo, extraordinariamente corpulenta, con la torre en mitad rematada en un esquiloncillo por encima del campanario; bajo el alero, como disimulado y discreto, el clásico reloj municipal en correcto funcionamiento.
Sobre el muro frontal, dentro del pórtico de la iglesia, hay una placa de apretada lectura en la que se hace saber cómo el edificio, tras la última restauración, fue inaugurado el día 7 de septiembre de 1985, siendo ministro de Obras Públicas don Javier Luis Sáez de Cosculluela. La restauración fue completa y costosa, tanto en tiempo como en dinero según podemos ver, pero efectiva y segura. No sólo debió celebrar el final de las obras su párroco, don Antonio Gaona, sino el pueblo entero, pues a partir de entonces es una satisfacción entrar en ella, contemplar en silencio la grandiosidad de sus naves, el juego de nervaduras que dibujan la techumbre, aunque se sigue echando en falta el retablo mayor.
La plaza del Pilar es céntrica; en ella está ahora el lavadero y antes estuvieron las albercas subterráneas de agua fría, de las que la plaza heredó su nombre. En la plaza del Pilar celebran cuando las hay las capeas de toros, y que suele ser, o al menos lo solía ser hasta hace muy poco, el día de San Cristóbal a principios de verano, y el 13 de septiembre, fiesta mayor de Nuestra Señora de la Soledad, Patrona del pueblo.
En el lavadero de Yebra hay dos mujeres con montones de paños humedecidos sobre las losas de piedra y productos de limpieza que acaban de usar. Las dos mujeres -no nativas de Yebra por el aspecto- se molestan, casi escandalosamente, cuando intento hacerles una fotografía en plena faena. El agua cae por tres cabezas de león sobre el largo piloncillo que, antes sobre todo, en el pueblo tendrían por costumbre y por necesidad usar con mayor frecuencia. Hoy es un monumento entrañable, curioso y original; más todavía por encontrarse en el centro del pueblo.
En el Bar Juvenil, junto a la plaza, dos clientes beben cerveza pegados al mostrador y otro consulta la sección de deportes de un periódico. El chico que atiende a la clientela, sirve como acompañamiento a la bebida unas setas de criadero riquísimas.
- Sí; van muy bien. A la gente les gusta.
Por las calles de Yebra es fácil toparse a cada paso con viviendas de bellísima imagen, con casonas nuevas o restauradas que pasado el tiempo podrían servir como modelo de construcción propia de una época concreta: la nuestra, anárquica en las formas y funcional, fuera de todo estilo. En ese sentido, como en el de su laboriosidad y atención a lo que le es propio, el pueblo de Yebra merece que se le reconozca su valía.
Los chalés sobre una suave ladera son el anuncio de entrada al pueblo de Yebra. Las casas, el pueblo en sí, están situadas como en el centro de una caldera natural con escaso fondo, que en tiempo memorial sirvió de cauce a la furia incontrolada de las aguas que arrojó sobre el campo la mala nube.
La calle de la Condesa de San Rafael coincide con la vía de paso, con la carretera que lleva desde Fuentenovilla hasta las riberas del Tajo allá por el camino de Pastrana y por la Central Nuclear al otro lado del puente.
Una fuente en la Plaza Mayor mana desde los cuatro caños del monolito sobre un pilón cuadrado. Tiene la fuente alrededor una pequeña verja de hierro por encima de la corredera de asientos. La fuente es nueva; en una de las caras del monolito consta que se construyó en 1997. Como fondo a la plaza queda la fachada principal de la iglesia del pueblo, extraordinariamente corpulenta, con la torre en mitad rematada en un esquiloncillo por encima del campanario; bajo el alero, como disimulado y discreto, el clásico reloj municipal en correcto funcionamiento.
Sobre el muro frontal, dentro del pórtico de la iglesia, hay una placa de apretada lectura en la que se hace saber cómo el edificio, tras la última restauración, fue inaugurado el día 7 de septiembre de 1985, siendo ministro de Obras Públicas don Javier Luis Sáez de Cosculluela. La restauración fue completa y costosa, tanto en tiempo como en dinero según podemos ver, pero efectiva y segura. No sólo debió celebrar el final de las obras su párroco, don Antonio Gaona, sino el pueblo entero, pues a partir de entonces es una satisfacción entrar en ella, contemplar en silencio la grandiosidad de sus naves, el juego de nervaduras que dibujan la techumbre, aunque se sigue echando en falta el retablo mayor.
La plaza del Pilar es céntrica; en ella está ahora el lavadero y antes estuvieron las albercas subterráneas de agua fría, de las que la plaza heredó su nombre. En la plaza del Pilar celebran cuando las hay las capeas de toros, y que suele ser, o al menos lo solía ser hasta hace muy poco, el día de San Cristóbal a principios de verano, y el 13 de septiembre, fiesta mayor de Nuestra Señora de la Soledad, Patrona del pueblo.
En el lavadero de Yebra hay dos mujeres con montones de paños humedecidos sobre las losas de piedra y productos de limpieza que acaban de usar. Las dos mujeres -no nativas de Yebra por el aspecto- se molestan, casi escandalosamente, cuando intento hacerles una fotografía en plena faena. El agua cae por tres cabezas de león sobre el largo piloncillo que, antes sobre todo, en el pueblo tendrían por costumbre y por necesidad usar con mayor frecuencia. Hoy es un monumento entrañable, curioso y original; más todavía por encontrarse en el centro del pueblo.
En el Bar Juvenil, junto a la plaza, dos clientes beben cerveza pegados al mostrador y otro consulta la sección de deportes de un periódico. El chico que atiende a la clientela, sirve como acompañamiento a la bebida unas setas de criadero riquísimas.
- Sí; van muy bien. A la gente les gusta.
Por las calles de Yebra es fácil toparse a cada paso con viviendas de bellísima imagen, con casonas nuevas o restauradas que pasado el tiempo podrían servir como modelo de construcción propia de una época concreta: la nuestra, anárquica en las formas y funcional, fuera de todo estilo. En ese sentido, como en el de su laboriosidad y atención a lo que le es propio, el pueblo de Yebra merece que se le reconozca su valía.
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