miércoles, 2 de diciembre de 2009

VALDELCUBO


Quise llegar ex profeso por Cincovillas para ver por segunda vez en las afueras de Paredes la impresionante sima que la naturaleza, con el consiguiente temor para el vecindario, les regaló una noche. La recién estrenada primavera nos trae, por estos viejos declives de los llamados Altos de Barahona, un viento glacial que hace imposible pararse en contemplaciones. A pesar de todo, la mañana apunta lúcida y clara. El cielo en estas latitudes es un maravilloso mosaico azul. En varios kilómetros a la redonda no se ve un alma, y los bui­tres desafían allá en lo alto la notoria inclemencia de la hora.
Un pastor de Valdelcubo está de pie en la ladera de los aliagares, de espaldas al viento soriano, abrigado en su mantón de cuadros junto a unas parideras. Al pie mordisquean las ovejas los primeros brotes que surgieron en los rastrojos con la persistente humedad del invierno.
He cogido el ramal que parte desde el indicador y ahora estoy, sin atreverme a salir, frente a las ruinas del santuario donde en los dos últimos siglos se vertió la devoción popular de la comarca a la Virgen de la Zarza. Aunque acostumbrado a contemplar espectáculos de­soladores como éste, el ánimo del viajero se hunde cada vez que topa en sus correrías con ruinas de monumentos que se dejaron perder, para los que no hay justificación ni, lo que es peor, reparación posible.
El pueblo no se ve desde aquí; debe quedar muy cerca escondido en el hoyo que bordea una loma en cuya dirección andamos. El aire gélido del norte silba al chocar contra los cristales del automóvil. Un cen­tenar de grajos salen de los desmoronados paredones de la ermita, y se posan como un columpio sobre las ramas secas de los olmos. De vez en cuando echan un vuelo corto a los escombros y se vuelven a ir.
En la ermita de la Zarza hablan del arraigo popular y romero de otros tiempos los olmos de la explanada, el sol limpio que en tiempo más acorde invitará al solaz, los nombres en las jambas de piedra se­ñalados a punta de navaja con fechas concretas y letras iniciales que son recuerdo y que allí están, sin nadie que las interprete ni las mire si­quiera, evocación anónima de viejos devotos que tal vez ya no existan. Adentro queda únicamente la cúpula que el tiempo devora con relieves de remembranza rococó, y los sucios paredones abandonados y maltrata­dos con saña, cartelas de obscena vulgaridad donde la bestia desboca­da de la “nueva civilización” clavó su diente sin piedades ni miramien­tos. Los grajos esperan que me marche balanceándose en el mirador de las ramas.
Sigo hacia el pueblo. Lejos y a nuestra espalda se alcanzan a ver en la distancia los almenares del mítico castillo de La Riba. Valdel­cubo saldrá en seguida. Es un pueblo aparentemente pequeño y solita­rio vaciado por la suerte al respaldo de viejas cerradas que le sirven de abrigo en los insoportables eneros de la sierra. De entrada, uno encuentra la plaza amplia, aseada, luminosa, en la que no se ve un alma. Una plaza esbelta y señorial que comanda en la solana el magno retrato de su iglesia dieciochesca. Una mujer aparece al fin por los corrales de poniente, viene por una sendilla que sube entre las hierbas y las piedras.
- ¡Cuánto frío, señora!
- Ya lo creo. Mucho frío. Esto digo yo que no parece normal. Mis hijos los tengo en Madrid y querían venir hoy, a la postre no han po­dido. Pues, casi me alegro, porque con este tiempo es mejor quedarse en casa. ¿No le parece?
Las viviendas de Valdelcubo, pese al ya insinuado abandono, conser­van ciertas reminiscencias señoriales heredadas de pasadas épocas, acordes con la peculiar manera de construir en esta comarca, a caballo entre las sierras de Atienza, de Sigüenza y de la vecina Soria. Bajo el chato campanario en espadaña hay una fuente de cemento relativamente actual, con corrido abrevadero para las caballerías y dos chorros abundantes que el viento remolinea y arroja fuera del pilón. Un ­poco más allá, hacia los huertos, comienza la que en Valdelcubo lla­man la Calle Bajera, que es en realidad todo un barrio situado a más bajo nivel que el resto del pueblo.
- Buenos días.
- Buenos días son si se pone uno al abrigo.
No resulta fácil, en una mañana desapacible como la de hoy, encon­trar en un pueblo semivacío una sola persona con ganas de conversa­ción. Don Serafín Pérez es un hombre mayor, con no demasiadas ocupaciones en apariencia, que se presta amablemente a complacer al desconocido y a servirle de guía a pesar de los pesares.
- No hay nada que ver. Está muerto el pueblo.
- Eso parece. Si se pone uno a mirar las casas y las calles, aún se ve que tuvo gente. Qué lástima, ¿verdad usted?, que los pueblos acaben así, sólo porque la gente se va.
- Pues, para que se dé una idea, cien vecinos tuvo Valdelcubo en tiempos. Muchas casas con cinco chicos, con ocho, según. Así que pronto se echa la cuenta: de setecientas personas seguro que no bajaba.
- ¿Y ahora?
- Nada. Veinte vecinos y casas de uno y de dos.
Le dije al señor Serafín que le invitaba a tomar cualquier cosa que diera calor, si había sitio donde nos lo pudieran servir. Me con­testó que sí, que había un barecillo pero que seguramente estaría ce­rrado. No obstante nos acercamos hacia el edificio de las antiguas escuelas, casi en los huertos, buscando más bien cobijo que ninguna otra cosa en particular. En lo que fue una de las clases estaba el bar, pe­ro estaba cerrado. Pudimos ver el mostrador y algunas mesas curiosean­do por la ventana. Mi amigo me contó que hace unos años lo llevaban como en cooperativa, por rigurosa rotación entre los vecinos.
- Y funcionaba bien, ya ve usted. Cada dos meses nos encargábamos dos vecinos y se ganaba algo. Por lo menos estaba bien atendido y ha­bía de todo. Cuando cumplíamos los dos meses, pasábamos las cuentas a los entrantes hasta la última peseta, y así hasta que nos volvía a to­car otra vez.
- ¿Y ahora es distinto?
- Claro. Ahora lo lleva un chico por su cuenta y la mayor parte del tiempo está cerrado. Está muy bien por dentro. Es el único sitio del pueblo donde se puede pasar el rato. No tenemos otra diversión.
Luego nos escondimos al respaldo del viento en el muro del salien­te. El señor Serafín me habló entonces con mucha nostalgia del pasado, de las fiestas, de las costumbres, y de la romería a la ermita de la Zarza.
- Había mucha devoción entonces. Venían gentes de todos los pue­blos de la contorna y se pasaba el día allí tan ricamente. Menudas borracheras se cogían.
- ¿Para cuando solía ser?
- La romería era en mayo. La víspera de la Ascensión. La comida, la, procesión, todo. Luego se fue hundiendo, se llevaron en el año 51 el altar a Canredondo, bien me acuerdo, se hicieron cosas mal hechas por el cura de entonces, y se acabó todo.
- Debía de ser enorme ¿Cómo fue el dejarla hundir?
- Claro que lo era, tan grande como una iglesia. Se hundió porque fallaron los cimientos, se abrió una grieta y se intentó cortar, pero aquello fue a más y hasta que se hundió del todo.
En la praderilla del arroyo hay dos chavalotes de los del fin de semana sacando lombrices para la pesca con un azadón.
- Mire, aquellos cerros donde está el repetidor son ya tierra de Soria. Vamos, del repetidor para allá.
- ¿Y qué tal campo tienen?
- Los bajos son buenos, pero los cerros son erial. Antiguamente lo labrábamos todo con las mulas. Nos matábamos en aquellos tiempos por conseguir un huerto o una, tierrecilla más para labrar. Ya lo ve como está todo de abandonao. Los altos más oscuros de abajo que le decimos la Umbría, también se labraban.
- ¿Cómo se llama el arroyo?
- Pues, qué sé yo. No tiene nombre. Más adelante se junta con el Salado. Parece que no tiene gracia pero ha movido siete molinos.
Aún queda uno ahí abajo que todavía muele. Antes de la sequía baja­ba una burrada de agua estos años de atrás.
La mañana va entrando poco a poco y el viento parece amainar a medida que nos acercamos al medio día. Andando por las callejuelas extramuros me doy cuenta de que muchas casas de Valdelcubo están sostenidas sobre peñascos que, según don Serafín Pérez, no tienen tampoco nombre. Cerca de la plaza nos vemos de nuevo frente por frente con los vanos del campanario orientados al norte. Los dos airean sus campanas voluminosas y silentes.
- La de la derecha se la llevaron una vez a fundir, no sé si a Alcalá, y la trajeron media. Aquello fue un robo. Si se fija bien, la iglesia también se está agrietando. Así empezó la ermita de la Zarza.
Salimos aún con buena hora. El cementerio blanqueado en las afueras, y unas naves enormes para el ganado, son lo último que al­canzamos a ver al emprender la marcha. Luego las ruinas de la er­mita otra vez, las grajas, y el castillo roquero de La Riba. La sie­rra está silenciosa y fresca, como acabada de salir de las ma­nos del Creador, sin mundos y sin hombres.

(N.A. Mayo, 1985)

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