lunes, 21 de diciembre de 2009

ZAOREJAS


Poco antes de llegar a Zaorejas por la carretera que viene desde Villanueva, cambia con cierta brusquedad el panorama de bosque que dejamos a la espalda por otra nueva modalidad de paisaje muy de nuestra tierra, más serio, quizás; no menos bello, pero falto de vegetación. A cierta distancia de quien se aproxima al pueblo se contemplan, a ambos lados del horizonte, cortes aparatosos en el terreno que delatan en su cercanía lugares paradisíacos como regalo de por vida a los pocos afortunados que habitualmente los tienen allí, para su uso y solaz, a la puerta de casa. Después supe que esta primera idea no había sido solamente producto de la imaginación, sino que Zaorejas, con su Puente de San Pedro, con su vallejo que allí llaman de los Cholmos, con su Fuente de la Falaguera y tantos rincones más perdidos en su término, es una maravilla natural que sus vecinos conocen y de la que se sienten sencillamente orgullosos.
Se entra al pueblo bajando una breve pendiente que hay antes de llegar al cuartel de la Guardia Civil, al lado de la carretera. Algunos metros más que uno cruza por las calles céntricas absorto en la no­vedad, hasta plantarse, por fin, en la segunda de las dos plazas que le salen al paso, la que en el pueblo conocen por la Plaza Nueva. En la plaza de Zaorejas hay un arco viejo y sugestivo que no tiene nombre y que se continúa por una callejuela hasta las huertas. En medio, una fuente con los grifos cerrados, y en sus laterales se pueden contar, apar­te de su riqueza en hierros y balconajes perfectamente trabajados, un estanco, un barecillo, el antiguo local de la Secretaría y una fachada al fondo, tan cuidada que desentona de manera ostensible con el con­junto total en el que está incluida.
-¿Qué? ¿Le gusta la plaza?
-Sí, mucho. Es muy bonita.
Era don Heliodoro Morales, secretario del Ayuntamiento, que me debió ver desde la ventana de su casa. Don Heliodoro es un hombre de mediana edad, muy cordial y, al parecer, con problemas de salud, según me dijo. Hicimos amistad inmediatamente.
-Pues mire: le voy a enseñar la que queda del acueducto y luego nos damos una vuelta por el pueblo, si a usted le parece.
El acueducto está cerca del pueblo y, para llegar a él, es preciso atravesar el vallejo de los Cholmos, plagado de hierba y de árboles, donde la gente del pueblo suele bajar de merienda o por el simple hecho de pasear muchas tardes de verano. Entre los árboles hay una fuente de agua fresquísima que invita a quedarse allí.
-Le advierto que esto ha quedado para los que no tienen coche. Los que tienen vehículo se van a pasar el día al Puente de San Pedro, en la confluencia con el Tajo, o a la fuente de la Falaguera, que se ha preparado aposta con todas las comodidades para excursiones.
El acueducto es un paredón enorme de piedras y argamasa, a ma­nera de puente semiderruído, con un solo ojo, por el que pasa sin agua el arroyo de Fuentelengua. Por encima del ojo del acueducto crece, in­explicable, un arbusto en flor que tiene sus raíces metidas entre la caliza.
Ya de regreso, hay por las eras altas pajares de ganado, alineados, como una barrera de fortificación a orillas del pueblo. En un rincón, junto a la vieja cruz de madera desde donde se bendecían los campos, cosen de espaldas al sol dos mujeres, con pañuelos de sombrilla sobre la cabeza. Otra vez en la plaza, don Heliodoro me fue contando cuantos detalles sobre la vida del pueblo me pudieran interesar.
-El pueblo tiene hoy, sin contar los anejos, 235 habitantes. Durante los últimos quince años se ha marchado más de medio pueblo, pero ahora creo que hemos tocado fondo y la emigración ha cesado casi por completo. No hace mucho, había aquí dos fábricas de resina y otra de maderas. Hoy sólo queda de aquello una sierra y una carpintería me­cánica.
-¿Qué anejos tienen?
- Tenemos como anejos a Huertapelayo y Villar de Cobeta.
-Parece ser que es difícil tener satisfechos a los anejos, por lo me­nos en otros casos que conozco, ¿no es así?
-No creo que aquí estén descontentos. Nosotros les atendemos muy bien, dentro de las posibilidades económicas de que disponemos. Se les ha dado todo lo suyo, según el número de habitantes de cada uno, con un anticipo de más de un millón de pesetas. Mire: esas cajas de lámparas que hay sobre esa silla son para Villar de Cobeta, que las necesitan con no sé qué características especiales de voltaje. No creo que de nosotros pue­dan estar descontentos.
La calle Real Alta comunica ambas plazas: la Nueva y la Vieja. En la calle Real Alta está el frontón de pelota con asientos laterales, donde pueden acomodarse muy bien más de un centenar de personas. Es un frontón nuevo, impecable; un frontón que, además, se suele usar para lo que ha sido hecho, que no es poco. En la Plaza Vieja está el nuevo ayuntamiento de Zaorejas pidiendo su inauguración inmediata. El ayuntamiento nuevo es un edificio de corte actual, en el que se ha tenido en cuenta, dentro de lo posible, el estilo tradicional castellano. Se remata la nueva Casa Consistorial con el reloj municipal y su esqui­loncillo para dar la hora. En la Plaza Vieja se está muy bien a la sombra de la pared junto a la fuente, que, al parecer, sentirá dentro de poco la mano amiga de la restauración. Una fuente baja que echa agua por uno solo de sus dos caños.
Cerca de la plaza del Corralón conocí a la señora Dionisia, una mujer con buen humor, que ama sobre todo las tradiciones de su pue­blo. La señora Dionisia no estaba a gusto en aquel momento.
-Mire; estoy blanqueando la casa, y esto, a mis años, ya no va bien. Cuando estoy arriba y la mesa se empieza a mover, me da miedo.
-¿Qué echa de menos, señora Dionisia?
-Yo, el que ya no se cante toda la Semana Santa. Puede creérselo usted.
En Zaorejas tienen por costumbre cantar toda la Pasión en hermosos versos, que al final llegarán a perderse, como tantas cosas. La señora Dionisia se sabe de memoria la Pasión entera y me recitó algunas estro­fas como muestra. Estas pertenecen a la presentación del Señor ante las turbas:

Vedme aquí como un esclavo,
pues a este balcón me sacan,
por ver si esta gente hebrea
se adolece de mis llagas.
Antes dicen: muera, muera,
crucifícale, ¿qué aguardas?;
por Barrabás te pedimos
que lo sueltes sin tardanza.

Desde el mirador del Castillo, en un pintoresco rincón con su olmo en medio, se da vista al valle del Losar, que toma como fondo el cerro de la Canaleja, ya en tierras de Huertapelayo. Don Prisciano Navarro me contó que la gente vive de los jornales que se dan en el monte, de la jubilación y del campo.
-Aunque no crea usted; que aquí no hay agricultores fuertes, como en otros sitios. Tractores no hay ninguno en el pueblo; vienen de fuera.
-¿Y ganado?
-Ganado, sí. Habrá más de 2.000 ovejas, 300 cabras, más o menos, y 60 vacas al pasto para cría. Luego hay también, por lo menos, 500 colmenas.
Cuando me di cuenta, la tarde se había marchado en Zaorejas y era preciso recorrer toda la Alcarria para venir a casa. No sé si habré sabido juzgar en su dimensión justa a nuestro pueblo protagonista. Zao­rejas tiene mucho que ver y que contar para concentrarlo tan sólo en unas horas y en unas cuantas líneas impresas. Un pueblo que desprende señorío y elegancia añeja en sus casas, cordialidad en sus gentes y be­lleza natural abundante en sus alrededores. Un pueblo distante de la capital de provincia, pero muy nuestro.

(N.A. Julio, 1980)

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