miércoles, 23 de septiembre de 2009

RENALES


A partir de ahora, quienes por obligación u ocasionalmente tienen que viajar por tierras de la provincia, cuentan con el valioso aliado de la climatología. Las tierras de Guadalajara comienzan a despertar, y es ese una de los momentos más gratos a los ojos y al ánimo de quien con un mínimo de sensibilidad, siempre necesario para comprender las tierras de la Alcarria, sabe distinguir lo bonito de lo que no lo es.
La de hoy se destapó como una de esas mañanas de corte primaveral, pero sin llegar a serlo. Los campos de Torremocha y de Laranueva apa­recen rebosantes de salud, tierra mullida en la superficie y tempero en el fondo que es lo perdurable. Las lagunillas de suelo impermeable que recogen después de cada temporal el agua de lluvia, se ven a uno y otro lado del camino llenas a rebosar en medio de los robles. Las cunetas corren como pequeños riachuelos para juntarse más adelante en un arroyo común. Al cabo, montecillos de pedregal color ceniza donde cualquier día removerán su sangre los lagartos, vallejuelos fértiles de ­tierra inagotable lanceados por choperas en yema; después el pueblo, semiescondido tras el ramaje al llegar desde nuestro punto de vista. La primera impresión sin haber entrado en él es la de un pue­blo triste, apiñado en cogollo sobre un otero que domina la espadaña románica de la iglesia. Como en cada uno de los casi cuatrocientos pueblos de la provincia en los que entré en silencio, lo hago tam­bién aquí con ciertos recelos, con la estúpida visión del forastero que llega a meterse sin permiso de nadie en propiedad ajena, donde nada le importa.
Un pastor se aleja de buena mañana con su manada de ovejas por el camino de la ermita de la Soledad. Ahora cruza la carretera una mujer que lleva una caldereta de ropa de color azul debajo del brazo y su pañoleta calada como quitasol. Subo luego por una callejuela estrecha hasta la puerta de la iglesia. “Yglesia Parroquial” dice en un azulejo de la pared, y “Calle Maior” en otro contiguo, uno a cada lado del arco de me­dio punto por el que se accede al pórtico de entrada. Detrás hay una importante reliquia del arte medieval, quizás procedente del siglo XIII, con ­cenefa exterior al arco en picos de diamante. La puerta de la iglesia está cerrada. Sobre un otero dominador al poniente se alcanza a ver la ermita del Carmen, la patrona de Renales, cuya fiesta mayor celebran el l6 de julio, ­trasladada a su día desde el mes de septiembre en que se vino celebrando hasta tiempos todavía recientes. Lo apartado de la ermita, el grato solecillo de la mañana, y la inclinación personal que por los sitios en alto uno siente como debilidad, le hacen emprender la marcha en compañía de nadie hasta el santuario de ­la que es Patrona.
En las afueras de Renales hay huertos cercados con murillos de piedra caliza. Aquí, la fuente pública arrinconada entre tres muros en forma de U, tira dos chorros rumorosos en el piloncillo de caída. El agua sale fría. Un pato negro grazna desde la pradera próxima al ver­me beber. Detrás quedan el lavadero y un balsón de agua detenida para que beba el ganado y que los del pueblo conocen por el Regacha1.
- Pues dentro de poco creo que lo van a arreglar muy bien, y van a hacer como un parque más arriba.
- Es bonito eso de que las mujeres bajen al lavadero.
- Aquí sí señor. A cualquier hora tiene alguna lavandera. Estamos acostumbradas y nos apañamos muy bien con el agua corriente. Lo van a limpiar hoy mismo. Como está el Regachal tan cerca, en seguida salen ovas y cosas en el agua. Si viene usted un lunes, se encuentra aquí siete u ocho mujeres lavando, por lo menos.
- ¿Qué tal son las fiestas del Carmen en Renales?
- Buenas. Hay siempre mucha animación. Se hace una almoneda para vender cosas que regala la gente, también se hacen roscas y limonada para todo el mundo, otras se subastan... Los jóvenes, sobre todo, se lo pasan muy bien. Los mayores también disfrutamos.
La amable señora del lavadero, después de amistosa conversación y de la previa identificación por mi parte, no quiso darme su nombre. El hecho en sí no tiene demasiada importancia, pero debo reconocer que no me gustó granan cosa por lo que el detalle pudiera tener de desconfianza. Son riesgos del vagabundaje, que al final de cuentas acepto, y visto a distancia casi justifico.
En un huerto cercano al lavadero cava un señor de mediana edad con azadón de pala, de esos que cuando el terreno está en condiciones no obligan al campesino a doblar el riñ6n. Se nota que el hombre no está demasiado acostumbrado a esos menesteres y descansa al tres por dos.
A mitad de la cuesta suben nítidos los balidos de unas ovejas que no veo. La ermita es grande en volumen y capacidad. Tiene un portalejo con tejadillo que cubre la puerta de entrada. El campanario es pequeño y está construido con piedra sillar, muy artístico. Las palomas suben y bajan del vallejuelo hasta el tejado continuamente. Al pie los campos oscuros que rodean a Renales, el pueblo recogido en su porción más al­ta, los llanos cercados con árboles frutales, las naves de granja o almacén, y los chalés siempre situados en su justo lugar. Por ­los bajos de tras la ermita corre encajado el vientecillo del ponien­te que viene a servir de alivio a los campesinos que bregan y sudan en las huertas.
Por el ventano de la ermita se ve como fondo en el ábside un retablo barroco bien cargado de formas. En la hornacina está la imagen de la Virgen del Carmen y algo más arriba una estampa o pintura, no se distingue, del patriarca San José con el Niño en brazos. La nave de la ermita se ve espaciosa y limpia, recorrida por el centro de una alfom­bra que llega hasta el altar mayor. Por su privilegiada situación do­minando el pueblo y el añoso historial de devociones anejo a sus cua­tro paredes, la ermita es para Renales sede y asiento de felices rememoranzas, donde los hijos del pueblo, por lo menos una vez al año, evocan fervorosamente en su recuerdo el tiempo que marchó y se complacen de su raza y de su origen común, lo que no deja de ser hermoso. Otra vez en la calle Mayor me doy cuenta de que la espadaña, romá­nica y recortada en triángulo, tiene un vano en el centro y otro lateral solamente, un juego asimétrico. No sé la causa.
Varias casas de la calle Mayor presentan en sus fachadas viejas esgrafias, señaladas en la argamasa con la que se debieron de cubrir hace más de un siglo. En la número 3 de la calle la fachada de la vivienda tiene dibujados por toda su superficie gallos crestudos, corazones espinados, jarrones y estrellas inscritas marcadas a compás. La que le sigue conserva una piedra, casi cuatro veces centenaria, en la que se puede leer: “No te pongas a juzgar lo que no puedas jurar. JHS-MRA, Juan Sancho. 16l2”.
- Eso mismo ya no son capaces de hacerlo los de ahora.
- Yo creo que si se ponen, claro que lo hacen, mejor. Ahora tienen instru­mentos más adecuados.
Un señor, joven más bien, con gorrilla y con mono azul, desuella un conejo a la puerta de una casa que hace rincón. El ayuntamiento está algo más adelante. Es un caserón muy antiguo y en aparien­cia bastante abandonado. Cuando entro nadie responde en ninguna puer­ta de las que llamo. Desde afuera se ve por una ventana el instrumental del consulto­rio médico. Ahora me paro a mirar detenidamente otra casa con dibujos que hay en la esquina opuesta.
- ¿Qué le parece eso?
- A mí muy bien.
- Diez años tenía yo cuando lo hicieron y ya estoy en los setenta y cinco. El caballo pequeño lo pintó mi padre. Ahí pintó cada uno lo que quiso, según el oficio o las aficiones de cada cual. Hay un avión y dos o tres guitarras también, y un camión y todo.
Don Eugenio Martínez es uno de esos hombres, picaruelo él, que nunca sabes si va en broma o va en serio lo que dice. Me contó que le había tocado una época muy mala para disfrutar de la vida, que yo había tenido mejor suerte pero que, mucho cambian las cosas o me tocará pasar hambre como él paso, y que Renales se quedó en cuadro de población.
- Sí hombre, lo digo de verdad. En este momento no hay más de veinti­cinco casas abiertas, a dos personas una con otra, eche la cuenta.
A pesar de todo, Renales tiene una plaza espaciosa y limpia, con una farola en el centro de tres brazos como todo adorno. De vez en cuando surge al paso la gracia de una piedra escrita, de un casón venera­ble o de un arco adovelado de irreconocible antigüedad. En cualquiera de estas viviendas que hoy son historia, pudo ver la primera luz en 1787 (dos siglos exactos se cumplen ahora) el artista, discípulo de Goya, don Luís Gil Ranz, magnífico dibujante a la pluma, autor de nombrados retratos entre los que se puede destacar uno de la Reina Maria Cristina, o el lienzo "Viático de Santa Teresa" adquirido por el Estado en 1876, o el inmejorable “Claustro del convento de Santa Tomás de Ávila”.
- Pues en mi casa hay también una piedra con letras y una calavera.
La casa de don Eugenio Martínez está en el barrio de La Picota, el más alto de Renales. Efectivamente, la piedra dejada al descubierto después de las obras es de difícil lectura. Tiene una calavera, dos ti­bias, mucho texto, y está fechada en 1612. Doña Felisa, doña María y doña Orencia, las tres vecinas del barrio de La Picota, son señoras alegres, de carácter abierto, que hablan al desconocido con familiaridad y ­con sentido del humor.
- Mire, ahí tiene usted a mi chico en su silla de ruedas. Mi pobre Jose, que se esconde porque le da vergüenza.
Don Eugenio, otra señora joven que se llama Amelia, y Angelita, la de Teléfonos, tienen la atención de venirse conmigo para que vea la iglesia. Amelia, que vive fuera del pueblo, me dice y me repite que cuente las cosas como son, que no exagere luego ni invente nada. Le advierto que eso es lo que siempre suelo hacer, y que si alguna vez el resultado es distinto, siempre será por error de apreciación o por que se me informe indebidamente, nunca por mala voluntad.
- Es que luego sale en los papeles lo que menos te piensas.
La iglesia de Renales impresiona en su pequeñez al poco de entrar en ella. Es de planta clásica de nave con crucero, adornada de hermosos retablos barrocos y una cúpula en perfecto hemisferio. La imagen de San Sebastián preside el retablo mayor, y las de Cristo en la Cruz y la del Pilar los dos laterales, dentro del presbiterio. Fuera hay otros dos también parejos, uno con la imagen de Santa Bárbara y otro del milagroso San Roque.
- Mire ahí arriba, el órgano destartalado -explica don Eugenio- Yo lo toqué en mi mocedad, hasta que tuve veinte años. Después nadie lo ha sabido tocar y así se rompe.
Igual que en tantas parroquias pueblerinas de nuestra geografía, descansa arrinconada junto al coro la bandera festiva del pendón.
- Los mozos lo sacan el domingo de Resurrecci6n. Lo que pasa es que con los cables de la luz es casi imposible manejarlo. Ese día, antes de la procesión se cantaba antiguamente:

Sacar la bandera,
El estandarte y la cruz,
Las doncellas a María
Y los mozos a Jesús.

Aquí la villa de Renales, similar, sí; pero diferente a los demás lugares de nuestra tierra, incluyendo a los que tiene más próximos. Un pueblo de fortísima personalidad, heredada de tiempos lejanos imposibles de precisar con cifras. No lejos del curso alto del Tajuña y en plena alcarria, queda como bastión de otras épocas, tal vez mejores para él, de los que las piedras de sus edificios más antiguos son perpetuo testimonio.

(N.A. Abril, 1987)

RECUENCO, EL



-Le llama la atención la casa ¿verdad? Dicen que no se le puede tocar, que tiene historia.
Acababa de llegar por la carretera de Priego afectado por la impresión que produce el panorama arisco del terreno por el que se desciende, entre rocas descomunales y precipicios, hasta la antigua villa.
-Sí señor; claro que me llama la atención. No sólo la plaza, sino el conjunto entero de la plaza. Se ve que debió de ser un pueblo importante.
-Pues mire, el término es como una cuña metida en la provincia de Cuenca. Ahí enfrente tiene usted Vindel, y en esa otra parte El pozuelo, y más abajo Alcantud. Todo eso pertenece a Cuenca.
Don Conrado descansaba sentado en una silla baja disfrutando de la tranquilidad y de la apacible temperatura de la tarde en una acera de la plaza. Como un muestrario interesantísimo de arquitectura rural de los últimos siglos, que viene a completar más al gusto de hoy el sólido edificio del ayuntamiento. La Plaza y toda la calle Mayor de El Recuenco, cuentan por derecho propio entre los conjuntos urbanos de mayor prestancia y señorío que uno recuerde haber visto a lo largo y a lo ancho de toda la geografía provincial.
Por la calle del Sol baja un antiguo canal abandonado que sirve de límite entre las últimas casas y el cerro de la Rastra. El canal se emplea hoy como camino de entrada y de salida al campo a lo largo de un determinado tramo de su recorrido, mientras que el resto queda allí prestado a la desidia, donde las hierbas crecen a placer sin que uno pueda, después de mucho imaginar, buscarle una utilidad posible.
-Sí hombre, esto tiene una explicación. El canal se hizo para dar salida al agua de las tormentas. En este pueblo, cuando empieza de nube nos alarmamos un poco.
-Porque siempre habrá algún motivo que lamentar ¿no?
-Aquí por lo menos sí que lo hay. Un año se juntaron las aguas que bajaban por el Barranco del Hocino y las del torrente de la carretera que recoge las de otros tres, y fue un desastre. Se llevó la mies de las eras, se llevó los trillos y las máquinas de aventar, cambió las hacinas de sitio, en fin, que nos dejó en cuadro. Por eso se hizo este canal que sirve de escape. Eso sí, que debería estar un poco más cuidado, eso es verdad.
Don Santiago Pérez tiene su casa y un pequeño establecimiento de comestibles en la calle del Sol. Encontré a don Santiago Pérez blanqueando la fachada de su casa y se me abrió en conversación como si alguna vieja amistad hubiese descubierto de pronto con el recién llegado.
-Es de suponer que será la agricultura el punto fuerte en la economía del pueblo.
-Bueno, es la agricultura pero de una forma un poco especial. Antes se vivía de la ganadería y de la vega, que la teníamos sembrada de judías, patatas, forrajes y demás, pero ahora la tenemos plantada de mimbre, y es de lo que se vive.
-¿Tanto produce el mimbre?
-Hombre, es que tenemos mucho. Seguro que está por encima de los dos millones de kilos. Es una planta que se pone y se va cortando.
Todavía más rayano con tierras conquenses queda en el término de El Recuenco el santuario de Nuestra Señora de la Bienvenida, donde es tradición que la imagen que allí se venera fue encontrada por un pastor de Tinajas, que después de considerar la magnificencia del hallazgo, se la llevó a su pueblo para que en él pudiera recibir cada día el homenaje devoto de sus paisanos.

“El pastor que os encontró
Sobre piedras, Virgen pura,
A Tinajas os llevó
Patria de su gran ventura,
Para que vuestra hermosura
De todos fuera aplaudida.
Pues eres el sol y luna
Que da luz a nuestra vida,
Sednos siempre intercesora
Virgen de la Bienvenida.”

La misma tradición cuenta que la imagen desapareció y se volvió a encontrar en el mismo sitio del monte, donde hoy se conserva en una bella ermita del siglo XVIII, donde cada 8 de septiembre recibe, desde tiempo inmemorial, la visita masiva de su pueblo y de algunos lugares colindantes de la provincia de Cuenca, como Reina y Señora de aquella serranía.
-Eso era para haberlo visto cuando éramos en el pueblo mil personas. Todo este cerro de la Rastra era como una procesión, subiendo más de la mitad de los vecinos. Unos a pie, otros con las caballerías, aquello impresionaba el día de la romería. Ahora todavía hay quien sube a pie, y descalzos por alguna promesa, pero la mayoría van en coche. La cosa es que la devoción a la Virgen no se ha perdido, cada tiempo a su manera, naturalmente.
El pueblo de El Recuenco se enorgullece, sin que para ello le falten razones, de su antigua aportación a la industria del vidrio. Desde hace varios siglos, y hasta principios del XX en que se apagaron las llamas del último de los hornos, en El Recuenco se llegaron a fabricar las piezas más codiciadas de la época palaciega de nuestra historia. Sabido es que algún que otro rey de España se llegó a interesar personalmente por las piezas de cristal salidas a la luz en esta villa, y que una buena parte del instrumental con el que fue equipada la Real Botica, tuvo este origen. Hoy las añosas redomas, los matraces y jarrones de El Recuenco suelen viajar allende los mares como piezas de estimable valor en las maletas de los coleccionistas.
-Sí, sí; aquí eso debió de ser una cosa grande. Hubo tres fábricas de vidrio. La última dejó de funcionar hace ochenta años. En El Escorial debe de haber mucho vidrio de aquí. Se cuenta que los del pueblo iban a venderlo con las caballerías hasta León. Todavía existen en el pueblo algunas botellas y algún vaso hechos aquí. Eran de color verdoso, un poco basto, con burbujas por dentro.
-Y durante aquellos siglos el pueblo viviría de aquel trabajo.
-Es de suponer que sí. Mire, en plena sierra y todos los cerros limpios. Dicen que había veinticinco millones de pinos, pero que se debieron emplear todos de leña para fundir el vidrio. Yo creo que, aparte de los que trabajasen en los hornos, los demás vecinos se debieron dedicar a llevar leña a las fábricas pagados a jornal.
Una anciana pasa a la tienda preguntando por la dueña, que en esos momentos debía de andar ocupada en otros quehaceres de la casa.
-¡Pura!
-Se da cuenta -dice don Santiago- Todo el mundo preguntando por ella. Aquí, yo como si no existiera.
La anciana, un a viejita del pueblo que no acierta a decir el nombre de lo que desea comprar, se sale del establecimiento con una latita de foi-gras.
-Señora, ¿A usted le gusta eso?
-Ea, algo hay que comer. Es por los dientes. Me gusta más el jamón. En el bolsillo llevo un poco, mire, pero como no lo puedo masticar, ahí está.
Por las calles limpias, floreadas y alegres de El Recuenco, me acerco con mi amigo don Santiago hasta las orillas del pueblo al caer la tarde. De su mimbral en la vega sube un hombre con una extraña maquinaria sobre la espalda, sujeta con dos correas como una cartera de colegial y un mango largo que acaba en disco a modo de sierra.
-Esto se llama una motoguadañadora. Con este aparato cortamos la hierba y el mimbre sin ningún esfuerzo. Hay que ver qué cosas inventa la gente para no trabajar. ¿verdad usted?
-Cundirá mucho.
-Con esto se siega uno solo tres mil kilos de mimbre en un día, y se queda tan fresco. Ya verá qué bien va esto.
Don Justo puso el aparato a funcionar tirando de una cuerda y nos hizo una demostración dejando al rape con dos pasadas un hierbazal del Boleo.
-A ver quién lo deja mejor con menos trabajo.
En los frutales del Huerto Concejo, los gorriones suben y bajan a picar en las espigas de cebada que ya se empiezan a dorar por los cuarteles de la vega. Cruza el pasadizo de la calle del Moral un campesino tirando de su mulilla cargada con haces de mimbre. La vega, teñida por un sol naranja y carmesí a punto de esconderse por Las Cabezas, es a estas horas de la tarde una apacible tierra de promisión, un valle inmenso, alegre y colorista de pintura flamenca, con olor y sabor a naturaleza limpia, donde bullen de monte a monte , de la cuesta de Vindel a la de la Carrasca, de las Carboneras al Picazo, los espíritus invisibles de millones de ninfas de leyenda que bajarán, más adelante, a escribir su historia en las encantadas tierras de Cuenca.

(N.A. Agosto, 1981)

REBOLLOSA DE JADRAQUE


Engaña mucho al viajar por sus inmediaciones en la carretera de Soria el pueblo de Rebollosa. Es más como conjunto urbano de lo que a primera vista pudiera parecer cuando se pasa cerca de él sin detenerse a contemplar una sola de sus calles. Rebollosa aparece como un pequeño lugar poblado a la izquierda del camino entre las villas señeras de Jadraque, ya dejado atrás, y Atienza, a hora y media más delante de camino a pie. Su sello personal de cara al viajero se exterioriza en la pequeña ermita de las Angustias que hay a la salida, blanqueada de cal, donde unas pocas mujeres suelen reunirse bajo su pórtico en las tardes de sol para conversar de sus años de juventud y trenzar calceta. Cuando, próximos a las fiestas de Navidad, llegan los primeros fríos del invierno, los habitantes de Rebollosa colocan bajo el cobertizo de la ermita un belén con figuras grandes, que se ven desde los vehículos que van de camino.
Subo desde la carretera hasta la plaza por una calle ancha, lisa de cemento. La plaza tiene un olmo enfermo. El olmo de la plaza ocupa el vértice justo de un abanico en el que concurren las tres calles del pueblo. La Calle Mayor lleva por segundo nombre el de la Reina María Cristina, y sale desde el olmo de la plaza para acabar junto a la ermita. Las otras dos salen en direcciones diferentes buscando, más o menos, la salida del sol, y van a morir como la anterior no lejos de la carretera de Soria.
Cuando uno llega a Rebollosa, la venida de la primavera es ya un hecho pasado, si bien a estas tierras el cambio de clima con respecto a la capital es una realidad que acusa la piel. Hace algo de fresco pese a lo radiante del sol de media tarde. El viento solano de las tierras de Atienza es generalmente frío, porque dicen que se filtra con las nieves de las montañas. Para los serranos, para sus ganados y sus campos, el viento de levante es en cualquier caso nefasto y descorazonador.
Las piedras que sirven de asiento alrededor del olmo de la plaza tienen un color oscuro, como las piedras de La Bodera, punteadas de un brillo plateado. No he visto a nadie. Luego saldrá de una casa vecina un viejecito preparado de garrota y sombrero de paja. Se ve enseguida que es un señor sin complejos, deseoso de saber lo que se cuece cuando algún extraño viene de lejanas tierras a sentarse en el poyo de piedra que rodea al tronco del olmo. El hombre se aproxima lentamente, facilitándome el trabajo de llegar hasta él para romper el hielo con la conversación. Se coloca frente a mí y se pone a mirarme de arriba abajo.
-Puede usted sentarse a mi lado -le digo-, no le importe.
-Pues qué se yo -me dice-, puede que estén frías las jodías piedras.
-No; están un poco fresquitas, pero frías no.
-¿Qué le ha parecido esa calle?
-Bien. Yo digo que el pueblo es mejor de lo que representa desde fuera.
-Sí; esto es como Madrid, y esa calle es la Castellana, pero en pequeño.
-Pero no se ve gente ¿Qué pasa?
-Nada, que no hay. Aquí no quedamos más que los tres tontos.
-Hombre, eso tampoco está bien que lo diga. A lo mejor son ustedes los tres más inteligentes; según se mire. ¿Cómo se llama usted?
-Yo me llamo Vicente García Barbero. ¿Y usted? Si no está mal preguntado.
- Está muy bien preguntado. Yo me llamo José, o Pepe, como a usted más le guste.
-Pues me parece como si yo te quisiera conocer. Como he sido muchos años pastor, conozco el ganado. ¿No serás por casualidad hijo del Marcos de Angón?
-No señor. Esta vez me parece que se ha equivocado usted de cordero.
-No sé, no sé. Yo no soy de los que en eso fallo mucho.
El buen hombre me sigue mirando con atención, pero no debe sacar para su uso mucho en claro. Después soy yo quien pregunta.
-¿Cómo va usted por la vida con sombrero de paja, con este frío que hace.
-Pues hombre, se lo voy a decir. Me pongo este sombrero encima para que no llueva. Cuando me lo coloco no cae ni una gota. El más viejo que tengo en casa tiene otra leche.
-¿Ah, sí?
-Aquel, en cuanto que me lo planto ya tenemos el chaparrón. No sé por qué se empeñaron en comprarme éste. Total, para lo que voy a durar...
-Hombre, no diga usted eso. Yo lo encuentro hecho un chaval. ¿Cuántos años tiene?
-Ninguno. Los años me los dejo en casa. Adonde voy yo con tantos.
-Yo le echo unos ochenta.
-Pues no tienes mal ojo. Esos tengo. El 22 de enero los hice. Y yo creo que aún cumplo otro. Me cogió la gripe para Año nuevo y yo creí que no lo contaba. Aún no se me ha ido del todo. Menos mal a que ando soltando mocos, si no ya me había muerto.
-Pasó toda su juventud de pastor?
-La juventud y más de la juventud pasé de pastor.. en Cardeñosa, en Riosalido y en Angón también fui pastor. Ya ves si conozco el mundo.
Baltasar de Pedro, un vecino que por casualidad pasó junto a nosotros, me puso al corriente de que Rebollosa tiene ayuntamiento propio, y que el censo de habitantes puede estar en torno a las treinta personas, midiendo con cierta generosidad.
-Aquí detrás tenemos otra calle que usted no ha visto. Antes se llamaba de Cantarranas, y ahora, mírelo ahí en la esquina. “Calle de Pedro Castel de Mingo”.
-¿Quién fue ese señor?
- aún vive. Es uno del pueblo que vive fuera y dio dinero para arreglarla. Por eso se le puso su nombre.
Me marché al instante a dar un paseo por la calle de María Cristina, recta y bien arreglada, hasta la ermita de las Angustias, en donde hay un grupito de señoras cosiendo al sol. Rebollosa tiene viviendas hermosas y muy cuidadas; lástima que muchas de ellas estén sin habitar. Como dato registrado en los anales de la Baja Edad Media, consta que fue aquí donde descansaba el rey de Castilla, don pedro I, cuando le trajeron la cabeza del noble don Gutiérrez Fernández, al que el propio monarca había mandado decapitar. Quedó escrito que el rey don pedro “hubo por ello gran placer”.
Las mujeres que hacen costura al sol son cuatro, todas avanzadas en edad. Una es doña Manuela Ranz, madre de Serafín, el alcalde, al que no vi. Cuando uno se asoma por el ventanillo de la puerta, no se ve nada en el interior de la ermita, es todo un paño infranqueable de oscuridad.
-Tiene que esperar un poco mirando, y luego ya se ve –me advierten.
Sí, al cabo de un rato se comienza a distinguir la silueta recortada de la Madre de Dios con su Hijo muerto sobre el regazo. Alrededor se ven algunos jarrones viejos, con flores marchitas que salen de su interior.
-La queremos mucho, mire usted. Cuando el tiempo de flores le traemos algunas veces.
Desde la ermita se alcanzan a ver las naves del ganado en las orillas del pueblo, y más al norte el inconfundible macizo rocoso de la Peña Bodera. Doña Manuela y doña Juana Parra me invitan a ver la iglesia, si es que no tengo inconveniente.
-Ningún inconveniente. Todo lo contrario.
-Pero hay que andar un poco. Está en las afueras del pueblo, allá por la otra parte.
La iglesia de Rebollosa está sola en el campo, como a cien metros o más de las últimas casas, saliendo por la callejuela de Pedro Castel. Se llega por una senda muy cómoda de piedra y de hierba que crece entre las juntas. Luego una praderilla de verdín nos sirve de alfombra. Allá las casas de Angón sobre una ladera orientada al norte, el paraje más cercano del Pozo de la Mula donde pasta un rebaño, y la fuente seca del Vallejo, por cuyas inmediaciones sube un anciano con un haz de leña cargado a la espalda.
-¿Cómo es que no hay agua en la fuente?
-Pues se conoce que se atramparon las tuberías y se secó. No se ha vuelto a limpiar y así está. No ve que tenemos el agua en las casas, pues nadie se ocupa de la fuente. Antes sí que lavábamos a gusto en el lavadero aquel. Tendíamos la ropa a secar en la hierba y se estaba muy bien allí.
A la iglesia se entra bajo arco de piedra arenisca trazado en medio punto. Hay en el interior una nave de pequeñas proporciones con una docena de bancos, un arco de triunfo montado sobre dovelas que la separan del presbiterio, y un bellísimo retablo de recargado barroco, muy al gusto del arte religioso español de la época en que lo tallaron, y que alguien tuvo la infeliz idea de pintarlo todo él de color chocolate. En la hornacina principal hay una talla sedente de San pedro, primer Papa.
-Entonces, el patrón será San pedro ¿Qué duda cabe?
-No señor, el patrón del pueblo es San Roque, el 16 de agosto.
La vieja imagen de San Roque queda presidiendo otro altarcillo lateral, cargado también de ornamentación, y como el anterior pintado todo él en extrañas tonalidades tierra.
-Se le dio una buena mano estos años de atrás a toda la iglesia. La arregló don Santos, el cura que ahora está en Peñalver.
Antes de subir al campanario, las mujeres me llevan a que vea la pesadísima pila del bautismo, de piedra y tallada en formas románicas.
-Dicen que tiene mucho valor. Una no entiende.
También llegó hasta el campanario la mano bienhechora del restaurador. Por los vanos de la torre se divisa a la caída de la tarde un panorama inenarrable de dorados y de cárdenos tornasolados, que encienden hasta muy lejos los campos de labranza. A nuestro lado las dos campanas, a las que se le pusieron no hace mucho las cabezas de hierro. Las campanas he podido leer que datan de los años 1826 y 1854 respectivamente. Más al norte, siempre en la lejanía, se tiñen de un azul indefinido las sierras de Ayllón y del Alto rey, sin resto alguno ya de las últimas nevadas, cuya reliquia, a buen seguro que guardan todavía en sus caras opuestas.
Rebollosa de Jadraque sigue al bajar como hundido en la misma penuria y desolación que lo hallé dos horas antes. Hay que cargarse de buena voluntad y de un infundado optimismo para augurar una posible supervivencia al pueblo a largo plazo. Es tiempo de esperar, y tiempo para que los hados de la Historia, hoy tan de espaldas, le puedan ser propicios.

(N.A. Abril, 1987)

martes, 15 de septiembre de 2009

REBOLLOSA DE HITA


No es por casualidad, sino por conveniencia personal del que viaja, el que uno dedique los días en peores condiciones climatológicas para salir lo más cerca posible del sitio en donde vive.
Es la de hoy una de esas mañanas invernales en las que no apete­ce viajar. Llueve mansamente sobre la capital y el aspecto del cielo que nos cubre es 1óbrego y tristón. No hace, en cambio, demasiado frío. A las afueras de Torija, la carretera de Humanes se bifurca en otro ramal más estrecho aún, que corta por mitad de tierras oscuras salpicadas de carrascas, y sinuosidades de tomillar y de olivos, siempre de cara al cerro medieval de la villa de Hita. ­
Pasada una de aquellas curvas del camino, Rebollosa alza la rústica estampa de su iglesia porticada por encima de las casas. Ca­sas de un ocre opaco, monótono, que no contrastan con el serio color de la tierra. Casas de adobe entramado o de mampostería centenaria que tejen, en aquel mágico promontorio de la Alcarria Alta, una ínfima ciudadela moribunda, habitáculo -quién sabe- de brujas y de aparecidos en la mustia mañana de finales de diciembre. El agua cae mansa y sin cesar sobre los olivares de la vertiente, sobre las hazas del barranco, sobre el ramaje oscuro de los olmos del vallejo. Perdi­dos en sitios concretos de aquel inanimado panorama, del que los ojos y el espíritu gozan sobremanera a la vista de tanto silencio, las casucas medio apiñadas de Torre del Burgo, de Cañizares, de Hita la Grande, de Ciruelas y de Alarilla, señalando con el dedo levantado de sus campanarios el lugar en el que viven los hombres.
Acabo de entrar en Rebollosa. Estoy delante de una fuente inmensa, con largo pilón de piedra caliza y un hilo débil que cuelga ­y se recoge en un cuenco de cemento añadido después. Tiene la fuente una especie de tambor frontal con la fecha inscrita del año de su construcción: 1884, un siglo justamente. Se remata en alto con una especie de aro o de sol hecho de forja, curioso y artístico.
En el centro de una plazuela contigua hay una acacia con el tronco abierto en mitad. Al principio me pareció un olmo. Pueblo arriba se ven interesantes casonas deshabitadas, de ladrillo viejo y só1ido herraje por el que se asoman mudos hasta nosotros los tiempos pasa­dos. “Hogar del pensionista”, dice el cartel que hay colocado por encima de la puerta de un bar con muy buen aspecto. Dentro no se ve más que un hombre encendiendo la estufa de leña con aceite de ancho­as. Luego sale por el mostrador otro más joven que me sirve una copa de anís. El hombre que enciende la estufa de leña se llama Francisco, y el que me pone la copa en el mostrador Pedro Reyes. Creo que, en pueblo pequeño como éste, quizás sea el bar mis elegante y cuida­do que conozco.
-Para San José hará los tres años que lleva funcionando. Las re­formas se hicieron el año pasado. Ha dado mucha vida al pueblo; ya lo creo.
-Pero lo llevan ustedes, supongo.
-Sí. Empezamos con una arroba de vino que nos regalaron los de Mondéjar -a duro el chato-, duro el chato-, luego compramos otra y hasta aquí.
-Deben ser muy poca gente en el pueblo, ¿no?
- Cuarenta y nueve o cincuenta, puede que seamos.
- La fuente que tienen es buena.
- Ahora ha hecho los cien años. La pintó en un cuadro uno de aquí, y mucho ojito cómo le quedó. Seguro que no lo da ni por diez mil duros.
Ahora entra un abuelo fumando un puro. Viene apoyándose en un bas­tón y se cubre con gorra de visera de las de paño. Al poco de hablar con é1 descubro que es un señor muy simpático y enseguida nos hacemos amigos.
- Pues sí señor, me llamo Tomás Criado. Leo la Nueva Alcarria en­tera todas las semanas, sin gafas, y alguna revista de las que me traen también.
- ¿Cuántos años tiene?
- Mi carné de identidad dice que el 25 de marzo haré los ochenta y nueve.
- Vamos, que aún está usted para tirar otros tantos.
- Qué se yo. Me caí en Galicia y, ¡mecagüendiez!, con esta pier­na ya no me arreglo.
- ¿Y qué pintaba usted por allí?
- Es que tengo un hijo por allí que ya se ha jubilado en la guardia civil, y voy de tarde en tarde. Me gusta a mí aquello, ya ve. Lo peor es que siempre está lloviendo. Hay muy buena gente. Las gallegas trabajan como demonios.
- Eso creo.
- Los gallegos, ya no tanto.
- ¿Qué hay de nuevo por Rebollosa?
- Nada. Aquí somos todos viejos. Como no sea lo del tejado de la iglesia...
- ¿Pues qué le pasa?
- Que lo estuvieron arreglando entre cuatro señores curas. Llovía dentro igual que en la calle, y no queda ni una gotera.
- ¿Ah sí?
- Hombre, claro. Esta primavera dicen que van a volver a arreglarla por dentro. Son el de Trijueque, el de Alcolea, otro de Brihuega, y el de Romanones.
Luego me dice el abuelo Tomás, con un poco de misterio, que sal­ga a la puerta para contarme una cosa importante. Cuando llego hasta él se pone a señalar con el palo de la garrota hacia una casa recons­truida que haya nuestra mano izquierda.
- ¿Sabe de quién es?
- No tengo ni idea. No ve que es la primera vez que vengo a Rebollosa.
- Es de Criado de Val. Ese que sale algunas veces en la televi­si6n. Un personaje importante, ¿sabe?
- Sí, sí, claro que lo es. Yo no sabía yo que tuviese casa aquí.
- Es que su padre era de este pueblo. Primo mío. ¿No lo conoce usted? Se llama don Manuel Criado de Val.
- Claro que lo conozco. El verano pasado estuve con é1 una tarde. Es un señor extraordinario. ¿Viene con frecuencia?
- No. La hermana sí que viene algunas veces.
Ahora, el abuelo Tomás me habla al oído.
- A ese le ha pasado lo que a todos los que estudian más de la cuenta; que todos acaban lo mismo. Menudos pelos lleva.
Sebe, el nieto quinceañero del abuelo Tomás, y Jesús Romero, el señor que tiene en su casa la llave, me acompañan hasta los altos del pueblo para ver la iglesia. Desde el pórtico se contempla, en li­gera tona1idad plomiza, el vallejo del Olmar con su alameda, y los cerros de los Yesares y de las Alberizas, éste último repoblado de pinos recientemente. En lo que fue el atrio hay unas piedras labra­das de molino aceitero. Jesús me cuenta que en tiempos existió barbacana todo alrededor. El pórtico se sostiene sobre dos columnas dóricas y queda aislado del exterior por una fuerte verja de hierro forjado.
La iglesia parroquial de Rebollosa es por dentro de una sola nave, pequeña, y con capilla lateral corrida. Se ve que es una iglesia pobre y maltratada por el paso del tiempo. Se cubre con sencillo artesonado de maderas oscuras y tiene todo el presbiterio dado de yeso, con tremendas grietas de arriba a abajo que pudieran ser muy bien un aviso serio de que aquello, de seguir así, nada tendría de extra­ño que se viniese abajo cualquier noche de invierno.
- Dijeron los señores curas que hicieron lo del tejado, que quieren arreglarlo cuando llegue el buen tiempo, y pintarlo todo.
En la capilla lateral dedicada al Cristo hay una imagen moderna y sin valor alguno de Jesús en la Cruz, cuya fiesta mayor -cosa extraña- celebran en su día, es decir, el catorce de septiembre de ca­da año.
En la pared se ven clavados algunos lienzos perdidos, sin marco y apenas irreconocibles. En el que tenemos delante quiero adivinar la escena de la Piedad, con San Juan Bautista y San Pedro Apóstol, uno a cada lado del cuerpo muerto de Cristo tendido sobre el regazo de su Madre. Escrito en la carteleta que se ve simulada en la misma pintura, el anónimo autor de la obra escribió: “Doña María de la Cerda mandó hacer esta imagen. Año 1640”. Otro lienzo en parecidas condiciones que el anterior, más hacia la escalera del campanario,
representa la Asunción de la Virgen, y lleva al pie, como firma suponemos, el nombre escrito de Antonio Castrejón.
Nos vamos de allí. La iglesia queda sola, oscura y silenciosa, con sus grietas, sus bancos uno detrás de otro, sus almohadillas de cojín donde las buenas gentes de Rebollosa de Hita se sientan y se ponen de rodillas en las horas y días de celebración.
Vemos después, sólo de paso, la tercera plaza de las que hay en el pueblo. Está dedicada al General Mola, y tiene en el cetro un pequeño espacio cercado con bordillo para jardín. Luego bajamos por la calle en cuesta del Maestro Julián Felipe, derechos al bar.
Son ahora seis, ocho, los hombres que hay allí dispuestos a jugar la partida de mus, sentados lo mis cerca posible de la panzota colorada de la estufa de leña que el señor Francisco encendió con aceite de anchoas. En una mesa que hay al lado de la ventana, el abuelo Tomás está leyendo sin gafas el papel muy atentamente. Afuera, bajo el desnudo ramaje de la acacia, el panadero de Torija hace sonar el claxon de la furgoneta y enseguida acuden las señoras con sus bolsas por las tres esquinas. Continúa lloviendo mansamente, tontamente, sobre las tierras empapadas de la Alcarria Alta.

(N.A. Enero, 1985)

RAZBONA


Aldea de Humanes, barrio anejo o entidad menor en lo administrativo, Razbona, situada en la margen derecha de la carretera de Tamajón, es lugar que nunca pasó desapercibido para el viajero, y hoy tiene su turno en nuestra sección con todos los honores en este desfile incesante de pueblos y de villas guadalajareños, a cuyo conocimiento y estudio in situ uno ha dedicado, y lo seguirá haciendo, los mejores años de su vida.
Quiso la casualidad dar conmigo en Razbona al comenzar la tarde, en un día cualquiera de principios del mes de julio. Los chalés y las viviendas unifamiliares extramuros tienen a su respaldo una parcela de huerta bien cultivada. El aspecto de las tierras campiñesas que rodean a Razbona es de una increíble diversidad. La hora es serena y radiante de tranquilidad, tal vez demasiado ahogada por la fuerza del día.
Las casas de Razbona son bajas y uniformes, colocadas muy al mismo nivel como lo están casi todas las casas de la Campiña. En sus centenarias paredes asoma el adobe, el ladrillo visto y la mampostería de guijarra como materiales más característicos, común a tantos lugares más de la comarca. Una portada del XVI con arco adovelado pone en la calle Mayor el acento inequívoco de su antigüedad, y tal vez de su pasada nobleza. Sería cuestión de hurgar en la Historia para saber de su raíz como parte indivisa que lo fue del condado de Humanes. Afortunadamente se ha hecho al respecto algún trabajo durante los últimos tiempos.
Razbona, pequeño y casi despoblado, me recibe sesteando a eso de las cinco. A pesar de la transparencia de la tarde, come el sol por las aceras de sus tres calles. El viaje ha sido de una continua soñolencia, con ese pastoso olor a mies entre cantos de chicharras. La ancha vega del Sorbe se abre a la caída, teñida con el color de la fertilidad, teniendo como fondo en la lejanía las indudables cimas que comanda el Ocejón. Por lo demás, tierras llanas de pan llevar en las que el trabajo del hombre se hace producto, colinas fragosas y olivares diminutos en los bancales, acordes y ordenados.
Al final de la calle Mayor hay una fuente moderna, con cuatro caños distribuidos en cruz y, todos menos uno, cegados con tapones de corcho.
La segunda calle de Razbona en importancia es la de la Soledad. Una calle anche y recta orientada al poniente. La señora Milagros, vecina de la calle de la Soledad, me pone al corriente del porqué de las obras todavía sin concluir.
-No sé. La empezaron a arreglar y parece que se han paralizado las obras, qué sé yo. Por ahí detrás hay una plaza muy bonita, también a medias de arreglar. La ermita la tiene usted un poco más adelante, allá al final de las casas.
Los chalés con patios ajardinados en la calle de la Soledad son verdaderos vergeles, ahora en su mejor momento. En uno de estos patios de apretada vegetación se agostan las caléndulas y las malvas reales cuando el sol se cuela por entre el ramaje de los cerazos y del álamo blanco. Las abejas sacan partido de las florecillas arracimadas de la hiedra, mientras que el fruto del parral apunta al otro lado de las alambreras.
-Oiga señor, aquel pueblo de allá lejos debe de ser Trijueque, si no ando desorientado.
-Sí señor, aquel es Trijueque. A toda esa parte ya se le dice la Acarria.
Bajo el pórtico cubierto de la ermita la sombra es fresca. A través de sus ventanas de metal se distingue la imagen doliente de Nuestra Señora de las Angustias, con el cuerpo muerto de Cristo sobre el regazo. Varios jarrones de flores le sirven de adorno en lA delantera del altar. Dos bancos de a cuatro, un Niño Jesús de Praga y una imagen de Santa Lucía, cada una situada en su correspondiente rincón, completan la serie de motivos en el pequeño santuario que, si bien la advocación no se corresponde con la imagen que la preside, llaman de la Soledad.
Los cerros de la Muela y de Hita se dibujan en el horizonte al mediodía. En otro patio próximo hay un cerezo con las ramas dobladas por el peso del fruto. Algunos firlachos de plástico pretenden hacer la función de espantapájaros. En la casa parece que no vive nadie.
Ahora busco en su domicilio de la calle Mayor al alcalde del pueblo, Mariano Torija. Lo sorprendo echando una cabezadilla en la mesa del comedor. Uno sabe muy bien que en ciertos momentos pueden resultar inoportunas las visitas y éste ha sido uno de ellos. Mariano Torija es un hombre de mediana edad, robusto y corpulento, no demasiado alto, curtido por el sol y por los vientos en días de trabajo en las barbecheras y en los campos de mies. El espacioso comedor del alcalde es cómodo y muy acogedor. En una de las paredes está colgada la cabina del teléfono público.
-Ya lo ve; el pueblo es pequeño, no contamos con ayuntamiento propio. Desde siempre hemos pertenecido al ayuntamiento de Humanes como anejo.
-Serán pocos habitantes, supongo.
-Muy pocos. Si no me equivoco creo que en este momento somos veinticinco.
-Todos agricultores.
-No, qué va; casi todos jubilados. Le advierto que el único agricultor de Razbona soy yo. Las tierras las llevan casi todas los de Robledillo.
Las gentes de Razbona rezan por tradición a San Pablo y a San Gregorio, cuyas fiestas celebran el 25 de enero y el 9 de mayo, si bien, la patrona es la Virgen del Viso, con una imagen nueva que ha vuelto a traer al vecindario el júbilo festivo, con no poca animación a mediados de agosto.
-Claro, es que la verdadera imagen de la patrona desapareció cuando la Guerra. Pero el año pasado nos hicieron una muy parecida a aquella, y ya tenemos nuestra fiesta mayor lo mismo que antes.
Es más bien la señora Adela, la mujer del alcalde, quien me informa de todos estos pormenores, incluso me muestra en fotografía una reproducción de ambas imágenes, la antigua y la nueva, tal y como aparecen en la obra publicada recientemente titulada La encomienda de Mohernando y el condado de Humanes, de Antonio y Miguel Marchamalo.
-Pues es un libro que está muy bien. A ver si tenemos tiempo y nos lo vamos leyendo poco a poco.
-En asunto de tiendas, colegios y demás, tendrán mal plan.
-Para todo nos acercamos a Humanes. Está ahí a cuatro pasos. Sólo son cuatro kilómetros, que aunque sea andando se llega en un momento.
Me cuentan mis amigos de Razbona que su pueblo es más antiguo que Humanes, que siempre se ha dicho así, pero que ellos no me lo saben explicar mejor.
-Es verdad, por encima de lo que ahora es la carretera suelen salir restos de poblados antiguos, y piedras, y así como cachos de teja. De eso hay mucho.
Poco después pido a Mariano Torija que me acompañe a echar una asomadilla a toda la vega del Sorbe desde el mirador que queda justamente por detrás de su casa. La tarde continúa siendo calurosa, pero a menudo sube desde el barranco algún soplo de brisa que refresca la piel. La vega del río Sorbe, desde el mirador de Razbona, tiene motivos de encanto suficientes como para mirar y mirar, si se dispone de tiempo, durante toda la tarde.
-Por eso de ahí abajo que aparece un puente es por donde se llevan el agua de Beleña hasta Guadalajara y Alcalá. El pueblo de Beleña es aquel que se ve allá arriba., y la presa, fijándose bien, también se alcanza a ver un poco.
En el fondo es todo un desfile tupido de choperas que ocupa, siguiendo de cerca el correr de las aguas, toda la parte central del barranco. Ejemplares altísimos de buen sombraje, en cuyas inmediaciones no falta la típica casona en ruina de las pinturas románticas.
-Le decimos las Povedas. Y la casa grande era un molino de grano
-Pues a ciertas horas del día ahí se debe estar muy bien.
-Mucho. En pleno mes de agosto eso se pone de gente que para qué. Ahí se bañan y todo. Tenemos camino para bajar con los coches.
El alcalde me va nombrando, uno por uno, a la vez que los va señalando con el dedo, los distintos parajes de la vega.
-Sí, ahí tiene el pozo del Tío Santos, el pozo de la Umbría, a los llanos de mies le decimos Valdecarlos, y los cerros de al otro lado del río son el Monte y el Cerro Negro.
-El bosquecillo parece de marojo y jara ¿verdad?
-Hay un poco de todo: enebros, marojos, jaras y retama negra lo que más.
-Pues si yo vivera aquí creo que me pasaría las horas mirando al barranco, sobre todo en las tardes de verano.
-Le advierto que está bonito siempre. En invierno es distinto, pero también me gusta mirar desde aquí.
Se lamenta Mariano de que Razbona no tenga un lugar público donde tomar una copa, o matar siquiera el rato jugando una partida de cartas, y pienso que no le falta razón. Los inconvenientes de orden económico y administrativo que lo impiden y la nunca justificada carga fiscal que llevan encima son enormes, pero tampoco hay derecho a que los cuatro ancianos de los pueblos se aburran todos los días del año, sentados a la puerta de sus casas o paseando en solitario cada cual por las orillas en las mañanas de sol. El alcalde de Razbona es consciente del problema y está dispuesto a buscarle una solución.
-Eso desde luego. Sé por experiencia que no es posible, que los impuestos te comen por los pies y tienes que cerrar el establecimiento, pero en el pueblo hay que pensar en poner alguna cosa.
Tengo la impresión de que el tractor en la puerta de la cochera está esperando a mi interlocutor para salir al campo. Los últimos minutos de mi estancia en Razbona son para contemplar desde arriba tantos detalles más del fantástico lienzo de la vega. Ahora las huertas, los hotelitos medio escondidos entre la vegetación, los alineados viñedos…, un monumento natural que no figura ni figurará nunca en los tratados de arte. En el escalón superior, Razbona, pequeño y mimoso, callado y a la espera de tantas cosas, silencioso misterio de una tierra, la nuestra, a la que hay que odiar o amar con toda el alma. Ni qué decir que por razones de filiación preferimos lo segundo.

(N.A. Julio, 1987)

QUER


Entre la luz que se filtra a través del cielo gris de una otoñada con vocación de invierno, regala Quer a las tierras hoscas de olivar y de barbechera la gracia de sus torres, el encanto puntiagudo de su chapitel coronando la mole rectiforme de ladrillos, como oscuro turbante de plaqueta clavado en las nubes donde zuran las palomas, inmóviles, esperando pacientes la venida de un tiempo más propicio.
Pasamos a la entrada junto a algunos chalés que preceden al reducido burgo, donde los que llegaron de la capital a pasar el sábado, ocupan la mañana en remover la tierra, en quitar los matujos secos que rodó el viento o en levantar un murillo de contención pensando en el invierno.
Llamado quizás por su altivez, o por el bello juego de sus arcos, he dado en caer junto al pórtico de la iglesia. El sitio, por evocador y solitario, es un mar de paz. Recibiendo de frente la doble luminaria del día, las piedras que conforman la múltiple arcada del templo restallan mirando a la veguilla. Los vanos aparecen tapados con forja de buen arte, mientras que en el interior del umbroso cobertizo muestra su escuela renacentista el arco de acceso, de limpias formas semicirculares con los relieves de los santos apóstoles Pedro y Pablo, cuyos bustos, uno a la derecha y otro a la izquierda, sirven de adorno a las enjutas.
Adosado a los muros del XVI, y como al amparo del templo del que desean beber sus ansias de eternidad, queda el viejo cementerio del pueblo, al que se ha de pasar bajo un arco descarnado de dovelas en equilibrio, sin más techumbre que el celaje turbio de la Campiña, ni otro motivo interior que una docena de lápidas presididas por una humilde crucecilla de hierro retorcido sobre la caña de una columna de piedra.
Al cabo veo venir por la carretera, con dirección al pueblo, un señor que porta una vasija de agua.
-Buena iglesia -le digo.
-Ya lo creo. ahora está recién arreglada y parece mejor.
El hombre se llama Vicente Valderas. Me dice que viene de por agua de una fuente que hay un poco más abajo, por donde el lavadero.
-Es la mejor agua del término. Los de Guadalajara, como es manantial y no le pueden meter el cloro, han puesto un letrero que dice. "Agua no potable", pero, por lo menos medio pueblo la bebemos de allí.
-¿No tienen el agua en las casas?
-Sí que la tenemos; pero el agua de beber nos la llevamos de la fuente como toda la vida.
Mi nuevo amigo de Quer me ha invitado a ir a su casa. Me ha contado que tiene un hijo que dibuja muy bien, que hace unas historietas que gustan mucho.
-Pues sí que me gustaría verlo, ya ve usted. No se preocupe, que cuando haya echado un vistazo al pueblo me acercaré a su casa.
-Ya lo sabe, no tiene pierde. Al final casi de la calle Mayor, subiendo, a la derecha.
La calle Mayor es, no sólo la principal, sino, prácticamente la única calle de Quer. Las demás son entrantes y salientes que concurren en ella. La calle Mayor se divide en dos: la Baja y la Alta. En la Calle Mayor Baja está la plaza del Generalísimo, con el ayuntamiento a su espalda. A las puertas de la Casa Consisto­rial, donde está Teléfonos y un poco de barecillo que sólo funciona los fines de semana, me doy cuenta de que Quer, un Quer agónico y deshabitado, es una reliquia palpable de esplendores que ya pasaron y cuyo recuerdo permanece allí como anclado en el tiempo. Las casas son pocas, pero elegantes e historiadas, rememorando en sus piedras y ladrillos de fino gusto campiñés el recuerdo de familias hidalgas, de olvidados terratenientes del pasado y de hombres que uno imagina debieron ser de notoria influencia. «Al Ilmo.Sr.Dr. D.Timoteo Celada Quer, que nació en esta villa el 24 de enero de 1872. Sus paisanos, llenos de júbilo al ser nombrado Vicario Capitular (S.V) de la archidiócesis de Toledo, el día 7 de septiembre de 1920; en testimonio del acendrado cariño que le profesan, dedican este grato recuerdo», dice una placa conmemorativa sobre la fachada del ayuntamiento. Sin olvidar por eso la figura del eminente historiador del siglo XVI y teólogo en Trento don Juan Páez de Castro, nacido en la villa, cronista del rey Felipe II y encargado por su majestad de la redacción de una Historia de España, con tan ambicioso contenido, que jamás llegó a escribir después de haber pasado toda su vida recopilando datos, como bien atestiguan los valiosísimos manuscritos de la biblioteca de El Escorial.
Por lo demás, el pueblo es limpio, de ordenada urbanización y calles pavimentadas de cemento. Las escasas viviendas de que consta suelen ser bajas, como corresponde a la comarca campiñesa en que está enclavado: Hay abundancia de jardines y de patios emparrados, siendo la mampostería en algunas, y el ladrillo y el adobe en las más, su material al uso.
Estoy ahora en el amable comedor de la casa de don Vicente Valderas. Su hijo Emilio es el dibujante de comics de quien me habló. Es un muchacho sensato, alegre y de correcta presencia. Emilio, que acaba de salir del servicio militar, sabe aprovechar­se de lo hermoso que tiene la juventud y tirar por la borda la carcoma ambiental que trata en estos tiempos nuestros de destrozarla y envilecerla. Las historietas y los chistes gráficos de Emilio tienen la característica común del humor inteligente, del humor por el humor sin otros ingredientes. Al muchacho, joven y con ilusión, le gustaría sacarlos a la luz si hubiera alguien que se preocupase.
-Los llevé una vez a Barcelona para una revista, y sí, te dan buenas palabras, pero luego no hacen caso.
-Qué edad tenías cuando te dio por hacer esto?
-Ya hace mucho. Cuando tenía trece años. Luego me publicaron varias historietas en una revista del Instituto de Guadalajara, y después, nada.
-¿Vives siempre en el pueblo?
-Ahora sí. A ver si encuentro donde trabajar y entonces me marcharé, como todos. También toco en un conjunto de Azuqueca.
-¿Ah, sí?
-Toco el órgano. Nunca faltan fiestas y sitios adonde ir; pero como una solución a la vida no es.
-El padre de Emilio, don Vicente, escucha entusiasmado la conversación de su hijo con el forastero. Luego interviene.
-No es porque se mi hijo, sabe usted; pero ha salido como pocos salen. Vale mucho. Todo lo que gana con la música, hasta el último céntimo, se lo da a su madre. Él se apaña luego con cualquier cosa.
Por la calle Mayor, mis dos acompañantes me cuentan que Quer es un pueblo vacío, llamado a desaparecer.
-Sí que desaparece. Tarde o temprano, aquí no queda nadie. La juventud se marcha a Guadalajara y a los pueblos cercanos, y eso es mala cosa. Algún día comenzarán a trabajar las tierras viviendo en los pueblos de la contorna, y esto se acaba.
-Es una lástima. Tan cerquita como están de la capital.
-Diez familias quedamos; ni una más.
-¿Y el campo?
-Divino. Este año ha dado un cosechón grande.
Al pie de la Torre me cuenta Emilio que no hace mucho se cayó todo el esquinazo, como cortado a cuchillo, pero que a la veleta no le pasó nada. Dentro, la iglesia parroquial es tan impresionante como parece desde el exterior. Tiene una sola nave, con capillas laterales y buen coro; un magnífico crucero con cúpula en hemisferio, y varios escudos episcopales o de familias distinguidas que se repiten por ambos laterales del ábside. Como fondo, a falta de retablo que no lo hay, la morena talla del Cristo de la Misericordia, que sin ser románico, sino del pasado siglo o del anterior como mucho, ofrece la singularidad de tener los pies separados.
-Lo desvalijaron todo cuando la guerra. El Cristo se salvó enterrado en el cementerio, metido en una caja. Le desmontaron los brazos y así lo pudieron librar. Ese del altar es San Vicente, el patrón de Quer.
-Con fiesta en el mes de enero, supongo.
-El 22 de enero, y el Cristo en septiembre. Para San Vicente, ni fiesta ni nada.
El templo, aparte de lo dicho, es de un recogimiento, de una limpieza y de un orden verdaderamente encomiables.. En la calle uno vuelve a sentir en los ojos la luz del medio día.
-Pues aquello que se ve por encima de las casas es un molino de viento para sacar agua. Ya no lo usan.
Por la Alameda, concluyen con la hilera de olmos que bordean al arroyo, las acacias y los árboles del Paraíso. Los olmos del arroyo se murieron con la enfermedad.
-Y que no tienen solución. Se mueren todos. Se les empieza a desprender la corteza con el bicho, y luego se secan.
En el camino del Lagar nos encontramos con otra fuente. Le dicen la fuente del Pilón, tal vez debido al abrevadero de ganado que respalda al único chorro que vierte de la piedra.
-Es donde bebe el ganado. Como no hay otra fuente por el campo, aquí beben cuando entran y cuando salen del pueblo.
-¿Es buena?
-Sí, pero no tanto como la otra. Los de este barrio se la llevan de aquí.
De nuevo en los accesos que nos conducen a la calle Mayor, un gato se asoma por encima de los bardales. A falta de algo más que ni se me ocurre, pienso en cuál puede ser el apelativo común de los hijos de Quer.
-Quereños o querianos -les digo.
-No señor. Nos dicen los seteros.
-¿Y eso?
-Por lo visto es que los antiguos quisieron ponerle a la Virgen una corona de setas en la procesión.
-Ya.
-Y a los de Villanueva de la Torre les dicen los ahumaos. Yo nací en Villanueva.
-Vaya, eso sí que no me lo dijeron. Yo dejé allí buenos amigos. ¿Cómo fue?
-Pues fue, que sentaron a una vieja encima de la chimenea para que no saliera el humo de la casa.
-Qué cosas más raras hacían los de antes ¿No le parece?
-Bueno, eso es lo que se cuenta. Que sea verdad o no, vaya usted a saber.
No sé si después del recorrido que nos permitió la mañana sin romperse, a pesar de los nublos, faltaría mucho que ver y que saber de la simpática villa, donde hemos vivido un par de horas que siempre serán bien recordadas. Es, en realidad, un paseo desde la capital. Un ambiente tranquilo y gentes pacíficas cuyo estar en el terruño pudiera muy bien servir de rúbrica y de punto final a un pueblo hermoso, en ningún caso merecedor de que algún día se le borre del mapa.
(N.A. 21 diciembre, 1984)

PUERTA, LA


El Arroyo del Tejar divide al pueblo en dos con su cauce seco. El Arroyo del Tejar no aporta un a sola gota de agua al Solana que baja jugueteando entre los hocinos, las huertas sin cultivar y los mimbrales en busca del padre Tajo. A su paso por La Puerta, el arroyo del Tejar no es más que un accidente de leyenda con su simpática puentecilla, al que la gente no ha tenido más remedio que acostumbrarse a ver así.
- Por aquí, yo creo que lleva sin bajar agua más de quince años. No ves que no llueve.
La Puerta se asienta en el fondo de un vallejo a la sombra de la muralla natural del Cerro de las Piedras; una espectacular formación de rocas enhiestas que, recostadas la una sobre la otra por el poniente, cruzan la cumbre del Poyatón muy por encima de las casas del pueblo.
- Allá arriba había como un refugio. Detrás de las piedras, en mis tiempos, allá por el año 12, al hacer los hoyos para plantar olivos, sacaron calaveras y muchos huesos. Debían ser de cuando los árabes, creo yo.
Al final casi de la calle más importante del pueblo, que en La Puerta tiene tan sólo una acera que va paralela al arroyo, se abre en toda su amplitud tras la espadaña, la Plaza Mayor. En la plaza hay un silencio sepulcral. Un perro dormitea con los ojos entreabiertos a la sombra de un coche. Hay una pava color ceniza picoteando entre los escombros del solar en la casa curato, y un anciano sentado sobre el muro de cara al Cerro de las Eras, sigue con la vista, sin moverse apenas, los pasos indecisos del recién llegado.
- Parecen dos pueblos en lugar de uno, ¿verdad usted?
- Pues es uno sólo. A este lado está la calle de las Cuevas, y la de los Borregos; al otro la de las Eras y la de la Fuente. Luego, ahí detrás, en la orilla, está el Chorrillo.
- Lo que no me explico, señor Julián, es el nombre del pueblo.
- El nombre, según la leyenda, le viene al pueblo por esas piedras que hay en el río allá abajo.
- Entonces, a los de aquí no les dirán porteños ni puerteños, sino puerteros, ¿no?
- A los de aquí les dicen lo del refrán. Al que le guste, bien, y al que no, que se aguante.
-¿Y qué es lo que dice el refrán?
- Eso es ya muy antiguo, hombre:

En La Puerta los salvajes,
en Viana los zorreros,
en Azañón los bubillos
y en Trillo los mataperros.

- ¿Qué le parece?
- Y qué quiere usted que le diga. Un poco fuerte me parece. Yo pienso que la cosa no será para tanto.
- Los de aquí es que han sido siempre un poquito exagerados. Dicen que una vez sembraron agujas y sal, y luego iban descalzos a ver si nacían. Y a los de Viana no se los pierda de vista, que antiguamente pusieron el rabo de una zorra a la campana como badajo. Cuentan que mi abuelo que era veterinario, tiró en Viana una albarda al río, y cuando bajaba por aquí salieron todos los del pueblo y se liaron a escopetazos creyendo que era una ballena. Por eso nos dicen lo del refrán, pero yo soy de aquí y a mí no me molesta.
-¿Se vive bien en La Puerta?
-¡Va! Con el mimbre es con lo único que se recoge alguna pesetilla. Ahora esto pertenece a Trillo. Mira, esos de Trillo, desde que les hicieron el sanatorio son los que funcionan bien. Al principio no querían, pero luego se dobló el pueblo en poco tiempo. Lo que son las cosas.
Mi amigo, el caballero alcarreño don Julián López, se quedó con las ganas de venir conmigo hasta las eras, aunque, desafortunada­mente para él, tenía que llevar sus años sobre las espaldas.
- Mira, ésta es la casa de la Inquisición. Antes había un escudo ahí en esa parte, pero ya sabes, lo quitaron.
Sobre la fachada principal de la retocadísima casa de la Inquisi­ción hay una placa en la que se dice, como preámbulo a una frase al punto del “Viaje a la Alcarria”: “C.J.C. durmió la siesta en esta casa el 9 de junio de 1946". Lo que uno no sabe, es si el anticuario que arreó con los escudos de la Alcarria, fue antes o después de la sies­ta de don Camilo, y si merece o no, otra lápida que lo perpetúe. Se­ría cosa de estudiarlo con detenimiento.
- Bueno, tú tira para arriba que yo te espero en la plaza.
Teniendo sobre la cabeza la luz clarísima de la mañana y el am­biente incomparable de la época -un poco fresco quizás-, desde las eras de La Puerta el campo es una provacaci6n. Allí me paré a escuchar, creo que por primera vez, el rumor silencioso de la vida de un pueblo, el murmullo de su quietud, la paz profun­da de sus días todos iguales. Sube, entremezclado con el cacareo de los co­rrales, el sonar incesante de la fuente nueva; el guirigay de la chi­quillería que juega a esconderse por los últimos paredones del Cho­rrillo; y todo lo que no se puede ver, oculto bajo la coraza vieja de los tejados. Como un susurro, apenas perceptible, que solamente consiguen ahogar de vez en cuando las vaharadas de inmaculado olor que suben del valle. Atrás, ligeramente teñida de un extraño violeta entre las crestas y las hoyas que la rodean, una solo de las dos, la más esbelta de las Tetas de Viana.
Me esperaba mi amigo sentado en el mismo lugar donde lo encontré mirando a la plaza. Había hecho a sus despacios todas las gestiones para que no me fuera de allí sin ver el arco que hay dentro de la iglesia. Pronto, apareció con las llaves doña Primitiva, una señora amable en extremo, y esposa del alcalde pedáneo de La Puerta.
- La iglesia no tiene nada que ver. El arco únicamente.
El arco debió servir durante varios siglos como cobertura ornamental para la entrada del templo desde la calle. Luego, una reforma de ampliación lo dejó dentro y allí está, con las jambas y cornisas de un lado tapadas de mampostería. Es una bella muestra de románico abocinado que, por desgracia, no queda como el ábside a la vista de la gente.
- Todo esto de dentro lo tenemos que arreglar. Se cayó medio techo y ya ve cómo está. Ahí dentro hay una tumba, que yo no sé si tendrá importancia o no.
- ¿Cuál es el patrón de La Puerta?
- El patrón es San Miguel, que siempre se ha celebrado el 29 de septiembre, pero ahora sólo celebramos el Santísimo Cristo en agosto. Como a los que viven fuera parece que no les viene bien, ya no hay nada de fiesta en septiembre.
A la salida de la iglesia el pueblo había cambiado de ambiente. Se veía gente en la plaza. El aparato de radio de un vendedor ambu­lante estaba emitiendo a todo volumen las últimas noticias de Radio Nacional. Es un vendedor de Budia que tiene extendido su muestrario de fruta sobre unas cajas a la sombra de la furgoneta, y el pescado dentro, muy curioso, entre hierbas de la mar y trocitos de hielo. Hay alrededor una docena de mujeres con bolsas. Casi todas las muje­res de La Puerta. Señoras que tienen a bien cada viaje discutir con su proveedor sobre lo primero que les viene en gana.
- Anda, y aún se quejará. Ya sabe él que de todos los pueblos de alrededor éste es la capital.
- Que no, Tía Emilia, que eso mismo lo oigo en todos los pueblos que voy.
- Bueno, para ti será mejor Budia, pero para nosotros el mejor es nuestro pueblo. Si no, vete a Viana o a Cereceda a ver que hay. Anda.
Los vendedores ambulantes son una imagen habitual en la vida de los pueblos más apartados. Luchando a veces con las distancias, con el tiempo y con un montón de inconvenientes más que só1o ellos cono­cen, los vendedores ambulantes facilitan la permanencia de ese mano­jo de gentes honradas que viven a diario en tantos lugares medio apartados de cualquier centro comercial medianamente surtido.
- Ah, eso desde luego; si no fuera por estos, no podríamos vivir. Les decimos cosas, pero cuando no vienen, no crea que no los echamos de menos.
La poca gente de La Puerta se había salido a tomar el sol. La ca­lle Mayor era al medio día la de una pequeña ciudad bien poblada. A la puerta de una casa -sería la suya- encontré a la salida a mi ami­go el señor Julián, sentado en una silla baja en actitud de profun­da meditación dejando pasar el tiempo. Poco más adelante, a orillas del Solana, haces de mimbre tendidos en el suelo de algunos campos de regadío, carrizales, y viejas colmenas de tronco hueco en las laderas de los oteros entre la breña. Luego, la nueva estampa de la Alcarria con su paisaje azul reflejando el cielo limpio en las aguas del pantano.

(N.A. Abril, 1981)

jueves, 3 de septiembre de 2009

PUEBLA DE VALLES


Debido a la pomposidad de los jarales en flor, las tierras llecas por las que cruza el camino parecen campos de algodón. Las gentes de la zona están encantadas con aquella exótica visión que presentan las sierras en estas semanas que predicen la fuerza del verano.
Bosquecillo de repoblación ya crecido, curvas interminables, ásperas hazas del labrantío a una y otra mano, muestran apenas volver un recodo de tierra la estampa primaveral de Puebla de Valles. Pueblo impresionante por su situación, hundido en el hoyo, a la sombra de una tupida alameda a cuyos pies se ve encajado el cauce de un arroyo sin agua.
Puebla de Valles es una de las pocas villas recorridas en las que antes de entrar, el viajero dedica algunos minutos a mirar y a admirar desde lejos el encanto de su estampa única, a escuchar en el silencio los latidos de su vivir convertidos en gritos de la chiquillería o rumores ininteligibles del vecindario que hay abajo.
Sentado en el alto de las eras, uno se da cuenta de que aquel es un pueblo de cobertura parda, de iglesia esbelta colocada sobra la fronda de la alameda en lo más alto, de pintoresca imagen que adorna, como en los cuadros de los impresionistas franceses, el gracioso barandal -aquí amarillo- del puente sobre el arroyo. Todo, buscando la solana de un cerro que se corona con los troncos retorcidos de los olivos. Desde nuestro mirador, al lado de una vieja máquina de aventar abandonada en las eras, se siente el trino de cien clases diferentes de avecillas que se mueven entre los olmos, el cacareo adormecedor de las gallinas, el murmullo de la gente que sube hasta el oído articulado con increíble claridad. Al cabo de un rato, rompe de improviso el sonido aparatoso de un radiotransistor tocando una bonita versión del tango “Celos”. Son las cuatro de la tarde de un fin de semana cálido, brumoso y agobiante.
Cuando se llega a la plaza -y sírvanos como tal una leve explanada en cuesta que hay al poco de cruzar el puente sobre el arroyo- las mujeres cosen sentadas sobre sillas bajas a la sombra de la pared. Son señoras cordiales y confiadas, que responden a las preguntas del forastero con absoluta llaneza.
- Buenas tardes, señoras ¿Qué han hecho ustedes para tener un pueblo tan bonito?
¡Qué cosas dice este señor! Y a nosotras que nos parece tan feo.
-No, saben ustedes muy bien que eso no es verdad, y por eso lo dicen.
-Lo de las calles es lo peor. Que están sin arreglar. Desde allí arribotas los que vienen de fuera nos dicen que es muy pintoresco. Desde abajo a lo mejor ya no es tan bonito. Eso de ahí enfrente son los Terreros.
A estas horas de la tarde el calor se hace sofocante. Sólo por instinto uno va buscando el refugio de las sombras. Agapito Iruela me adelanta a la altura de la fuente guiando una carretilla en la que lleva una colmena desmontada. Me dice que las ruinas que hay antes de llegar a la iglesia debieron de pertenecer al palacio de un virrey de las Indias, y que se hundió por falta de atención.
-Yo creo que ese señor, el virrey, fue quien mandó construir la iglesia.
-Oiga, ¿Qué es esto que hay por debajo del pretil?
-Nada, los olmos. A todo eso le decimos las Arrenes.
-Y el arroyo pasa por ahí, claro.
-No, qué va. No hay ningún arroyo. Cuando llueve mucho bajan por ahí los desagües de todos los valles de arriba. Pero no es, así que digamos, un río de agua continua.
La iglesia de Puebla de Valles es grande. Está levantada con ladrillo o sillarejo revocado de cal que se desprende. La portada la tiene de sillar sencillo, en arco, sin mayores aditamentos.
-Antes de la guerra había un pórtico muy hermoso. Por dentro hay lápidas con leyendas escrita como si fuera en griego. No sé yo quién tendrá la llave; pero si encuentra ocasión pase usted a verla.
Tres niñas juegan subidas en las chapas de una máquina trilladora vieja que hay arrinconada junto al atrio. Atravieso parte del ábside por un pasadizo estrecho donde crecen las ortigas, los jaramagos y las zarzamoras. El ábside de la iglesia, visto desde el callejón, está construido con mampostería y guijarro de color tierra.
Agapito Iruela desparece don su colmena desmontada por la antigua escuela de niños. De regreso a la plaza, las casas de Puebla de Valles parece que juegan entre la barranquera al abrigo del Cerro de la Dehesa. El sonido de una máquina tragaperras delata la proximidad de un establecimiento: Bar de Raúl. Es un salón amplio, en donde hay un poco de todo: cajas de cerveza y de refrescos, una estufa de leña, un saco de patatas, varios taburetes para sentarse, y tres mesas con tapetes de franela para jugar a las cartas. La pared frontal está empapelada hasta la mitad con posters de artistas y de cantantes famosos. Junto al mostrador, dos o tres hombres toman café que les sirve un muchacho muy amable que debe de ser el propio Raúl. El muchacho del mostrador no deja de mirar al forastero, que desde que entró sigue sentado junto a una mesa tomando nota en su libreta de todo lo que ve. Cuando el dueño ha conseguido identificar la personalidad del desconocido, se pone muy contento, respira hondo y dice que se le ha quitado un peso de encima.
-Oiga, de verdad se lo digo: me había puesto un poco mosca. Decía yo: ¿Quién será este tío que no hace más que mirar a todas partes, y escribir sin hablar con nadie? Ya sabe usted, como por cualquier cosa te complican la vida, tenía yo mi susto, no crea. Pues nada hombre ¡Cuánto nos alegra verle por aquí! Ya sabe dónde tiene su casa.
-Muchas gracias. Es usted muy amable. ¿Abren el bar todos los días?
-Todos. Aquí aún queda gente. Desde Humanes para arriba yo creo que es en este pueblo donde más nos vamos manteniendo. A diario hay aquí más habitantes que en Tamajón.
Me cuentan los hombres del bar que Puebla de Valles tiene historia, que cuando las tuberías sacaron en el Barranco del Vallejo una lápida donde dice que había enterrado un hombre muy importante. Con Pablo Martín y Juan Iruela me acerque hasta el Barranco, al sitio mismo en donde quedan los restos del palacete del virrey de las Indias que mandó construir la iglesia. La fuente centenaria con grifo de salida en el monolito y abrevadero para las caballerías nos coge al paso. Entre las ruinas de aquel caserón hay una losa sepulcral incompleta, en la que, efectivamente, se puede leer con toda claridad contorneando la piedra: “Aquí está sepultado don Diego hurtado…” No hay nada más que ver en el enigmático epitafio, que a uno le hubiese gustado conocer al completo.
-La otra mitad tiene que estar enterrada por aquí, por debajo del camino seguramente.
-¿Hace mucho tiempo que se hundió el palacio?
-Pues ya va para los cuarenta años. Yo me acuerdo que los mozos estábamos de ronda aquella noche, y nada más irnos de por aquí toda la fachada se desplomó al barranco.
-No viviría nadie dentro.
-Sí que vivían. Había gente dentro y no les pasó nada.
Fue después Ventura Gamo, teniente de alcalde, quien nos proporcionaría las llaves y se vendría con nosotros hasta la iglesia. Ventura tenía prisa por marcharse al campo, pero prefirió la devoción a la obligación y se vino con nosotros para servirnos un poco de cicerone, a fin de que pudiéramos ver como es debido lo poco que, desafortunadamente, hay que ver dentro de la iglesia.
- Lo desmantelaron todo. Aquí no quedó, como aquel que dice, nada.
Y es así. La única nave de la iglesia de Puebla de Valles es grande, y se encuentra en un estado lamentable de conservación. Cubre el fondo del presbiterio un sencillo retablo neoclásico, en el que se pueden contar algunas tablas pintadas de su misma época, con imágenes de obispos y escenas varias de la vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. En el suelo, a pies del altar mayor, hay nueve lápidas similares a la que habíamos visto tirada en el Barranco del Vallejo, que cubren, según la leyenda en ellas inscrita, los restos mortales de honrados caballeros que durante la decimosexta centuria y años después, ennoblecieron el vivir de aquellas tierras a las que sólo llamaban Los Valles.
-La fiesta mayor ha sido siempre para San Miguel; pero ahora, por la cosa de los que están fuera, la tuvimos que cambiar al segundo domingo de agosto. Por esas fechas están casi todos en el pueblo.
El lugar recibe a la media tarde con relativa movilidad, siempre a espaladas de quienes la edad o la condición física les acompaña. Al regreso me vuelvo a quedar arriba, en el mismo sitio donde lo había hecho al llegar, dos horas antes, pero igual que la primera vez como espectador mudo. El murmullo característico de un pueblecito que vive, llega hasta los oídos ahora más nítido. En la cartera uno se trae la impresión de haber descubierto un pueblo hermoso, un poco dormido a la sombra de su antigüedad, en cuyo pasado valdría la pena hurgar muy seriamente; donde la amable condición de los que allí viven es un regalo para los forasteros que, como yo, tengan la dicha de perderse por sus calles alguna vez.

(N.A. Julio, 1983)

PUEBLA DE BELEÑA


El pueblo se divisa desde los confines de la Campiña como un minúsculo castro de color terroso, dibujando en recostar convexo sobre una loma la suave ondulación de los campos yermos y las tierras del labrantío que lo circundan. Ha sido de lluvia la noche pasada, y los campos y el pueblo aparecen como acabados de lavar cuando la mañana se presenta de nuevo amenazadora. Por el camino fue incesante el hallazgo, a orillas de la carretera, de buscadores de setas con las bolsas vacías, mirando como sonámbulos el suelo donde mueren los cardos.
Puebla de Beleña está todavía adormilada. Uno piensa que la distancia hasta la capital tampoco es excesiva y no debió madrugar tanto. Por encima de los tejados ocre sobresale el muro con los vanos de la espadaña, y alrededor las veinte, las treinta, las cincuenta viviendas que hay en el pueblo, muchas sin habitar, que completan este pequeño municipio medio serrano y medio campiñés.
Cruza el empalme delante de mí la furgoneta de un vendedor que se instalará después en la primera esquina. Hay barro. Las tierras más próximas y las hierbas de las eras, que renacieron con las últimas lluvias, conservan todavía intacto el rocío de la noche y que cala al pisar los pies del caminante. La mañana en la Puebla es solitaria, tremendamente triste. A falta de una sola persona con quien hablar, el recién llegado se limita a pasear de acá para allá por la calle principal del pueblo, que coincide con la carretera de Matarrubia. De aquí, siempre en dirección norte, parten dos o tres callejuelas en cuesta que concluyen en el mismo pórtico de la iglesia. Sobre la espadaña se ven los restos de un nido de cigüeña, que, como sabría después, lo volcó un huracán que arrancó por el cuello uno de los bolones de piedra que la adornan.
Las mujeres del barrio de la Iglesia andan a estas horas de limpieza. Se asoman a la puerta de sus casas, miran con curiosidad al forastero, y antes de dar tiempo a que éste les dé los buenos días, se vuelven a meter. Una de ellas, con menos prejuicios que sus convecinas, contesta amablemente pero con un poco de prisas. La verdad es que la mañana tampoco es de las más indicadas como para perderse en contemplaciones.
- Buenos días. Menos mal a que parece que con el poco de agua que ha caído, la gente se va empezando a animar.
- Ya lo creo –me contesta.
La iglesia tiene un portal escondido, encalado de blanco reciente sobre columnas de piedra, y verja pintada de un negro riguroso. En un azulejo que hay por encima del arco se dice: “Parroquia de Sn. Blas”. Junto al pórtico hay una acacia grande, de bien abierto ramaje en la plazuela, cambiando de hoja.
- Esto es muy solitario y muy triste, mire usted. En las capitales es otra cosa.
Al bajar me encuentro con algunos perros retumbados a la vera de los portales. Son perros pacíficos, aburridos, que bostezan con desgana sin dejar de mirar al que pasa por allí. Por este complicado descaso que las inclemencias del tiempo dificultan, abunda la construcción antañona, donde se conjuga como material al uso la piedra tosca y el adobe, la mampostería y el entramado, tan propios de las formas de hacer que tuvieron los antiguos por estas latitudes. De algunos huertecillos interiores tan sólo queda como muestra la capota color ceniza de algunos olivos, asomando su ramaje por encima de los bardales y de los escombros que cercan, como es lógico suponer, una vegetación anárquica en la que mandan las higueras silvestres, el matorral incontrolado, y las impenetrables tronqueras de las zarzamoras.
Un grupo de cabras negras y otras de pelaje color miel esperan, caladas hasta los huesos, frente a la portona del aprisco. Por las orillas del pueblo sale un pastor con pasamontañas y manta al hombro caminando detrás del rebaño. Cuando el pastor descarga el cayado sobre las ancas lanudas de las ovejas, éste se hunde blandamente sin que el animal se inmute.
-Mal día –le digo. Seguro que los animales hubieran preferido quedarse sin salir.
- ¡Mia! Y yo también; pero qué remedio. Las cosas son así. En este oficio ya se sabe.
Si no estoy mal orientado, el pueblo limita por el poniente con la salida de la carretera y con las albercas cubiertas del lavadero más a la caída. El pilón de la fuente se muestra allá abajo casi vacío. Uno piensa que los años sufridos de escasez de lluvias, han zarandeado sin piedad a los pueblos de la comarca. Por las afueras, descansan a la intemperie los carruajes inservibles y las maquinarias en desuso, y lucen el mate de su panzota hueca las enormes tinajas, quién sabe desde cuándo, en las que los agricultores de la Puebla hicieron fermentar y guardaron sus cosechas de vino. El frío húmedo hela los pies mientras que el forastero vuelve a subir por la calle de la Iglesia. Sobre la portona envejecida del ayuntamiento hay clavados papeles indicadores, bandos y avisos municipales con el membrete de la Corporación. Uno de ellos pone al corriente al vecindario de la subasta de tierras del Ayuntamiento, en arriendo para el próximo cuatrienio, que, como es norma en tales casos, serán adjudicadas al mejor postor.
Un hombre alto y de mediana edad, vestido con un mono azul, se acerca hasta donde yo estoy. Es un señor de espíritu abierto, sin recelos, que responde puntualmente a las preguntas que se le hacen. Valeriano Rodríguez vive en la Puebla de Beleña y habla con fundada seguridad.
- Aquí somos a diario dieciocho vecinos; poco más de cincuenta personas.
- Lo triste de los pueblos no es que se hayan deshabitado, sino que a muchas casas, como ésta misma que tenemos aquí, les hayan dejado hundirse. A lo peor por desidia.
- No, esta se hundió por filtración de agua cuando se pusieron las tuberías. Eran bodegas, de aquellas antiguas de guardar el vino.
- Quiere decir que en otro tiempo también tuvieron viñas…
- Ya hará de aquello cincuenta años. Estaban por toda esa parte del río. Vino la enfermedad y arrasó con todo. Yo, como si me quisiera acordar algo de las últimas que hubo.
- Están ustedes muy cerca de la Campiña. ¿Su terreno es tan bueno como el de esos pueblos de por ahí abajo?
- No; aquí el campo es peor que por la parte de Humanes.
Me contó Valeriano que el patrón del pueblo es San Blas, pero que la fiesta mayor es el domingo del rosario. Luego me dijo que las lagunas, con eso de no llover durante los últimos años, estaban vacías. Uno confiesa el no conocer, ni sospechar siquiera, el importante detalle de las lagunas.
- Pues sí, aquí tenemos unas lagunas muy grandes por la carretera de Matarrubia. Una sola tiene más de cien hectáreas de cabida. Se tarda una hora en darle la vuelta andando.
- No me diga.
- Sí; cuando tienen agua, igual hay mil que dos mil patos de esos emigrantes.. Ahora no hay ninguno, pero cuando se llenan vuelven otra vez. Son animales de cuatro o seis clases distintas. Viene mucho personal a verlos y a estudiar eso.
En las proximidades de los pueblos, también en éste, uno se encuentra casi siempre con modernos chalés, donde los que se marcharon de allí o sus descendientes, han querido levantar en la paz de los campos un hogar seguro para sus horas de descanso, para la desintoxicación de aquella otra manera de vivir, tantas veces insufrible, de la ciudad.
Estamos ahora en la puerta del bar, del Bar Manzano en la calle Mayor, el único establecimiento de recreo que hay en Puebla de Beleña. Tiene en el interior una barra larga, un mostrador bien surtido, y con las paredes empapeladas en imitación de madera. L calorcillo de la estufa de leña llena toda la estancia de bienestar. En una sala contigua se ve una cabina para hablar por teléfono. Una señora, seria más bien y que se llama Dolores, me sirve una taza de café con leche calentito, muy rico.
- Oiga, estoy pensando que tienen un bar estupendo para ser el pueblo tan poca cosa.
- No está mal. Sobra bar para lo que es esto. Cuando vienen los cazadores, aún, aún.
Una vez que la dueña se pasó a la cocina, servido y cobrado el café con leche, un cliente de Cogolludo me cuenta que aquello era un molino harinero, que lo han adecentado mucho, pero que no hace tanto aún tenían por allí la maquinaria.
Muy curioso era esto. A mi me daba gusto venir. Aquí te tomabas la consumición y ahí arriba veías la tolva, las ruedas y todo lo del molino. Esa lámpara que tienen en el techo está sacada de una polea.
En el bar de la señora Dolores se lleva con mucho gusto el rigor del día. Por fuera se ve una neblina que hace difícil la visión, y que habrá que atravesar hasta los llanos del valle del henares, donde el ambiente varía y el panorama se torna más abierto y populoso que lo que acabamos de ver, menos familiar, menos íntimo.

(N.A. Diciembre, 1983)

PRADOS REDONDOS


Admirables y personalísimas, las tierras de Molina vienen a ser como un mosaico variado de formas, de gentes, incluso de paisajes, dentro de la unidad general del Señorío. Rayanas con el erial y con las parameras, surgen al contado extensiones inmensas de campos de labor, mares de mies y vegas de regadío en donde una vegetación, li­mitada y concreta, llevada siempre de la mano por agricultores com­petentes, es capaz de dar cada año lo poco o lo mucho que los moli­neses necesitan para vivir.
Prados Redondos es pueblo de campo, de mucho campo, de campo de labor que se adorna, por si todo fuera poco, con la vega del Gallo que cruza el término con dirección al saliente, como tupido cintu­rón de un verde intenso en medio de la monotonía de la llanu­ra en la que se alza el pueblo. Prados Redondos es un viejo lugar si­tuado a escasa, distancia de la capital del Señorío. Como en cual­quier pueblo antiguo, en Prados Redondos la soledad y el silencio de la tarde en que uno llega, sin que nadie le conozca ni le espere, tienen un aparente sentido de irrealidad; son una sole­dad y un silencio con forma definida, que pesan, como las piedras centenarias de sus casonas, en el alma de quien llega por allí.
- ¿Esto que es?
- Le decimos la Torreta. Ya no se acuerda nadie, pero dicen que ahí se subía el señor cura a predicar y la gente le escuchaba des­de el atrio. Lo arreglaron hace poco.
Se trata de un templete situado en la placetuela en cuesta que hay delante de la iglesia. La Torreta tiene la planta cuadrada, y se cubre con un rico artesonado de madera al que sostienen cuatro columnas dóri­cas de piedra labrada.
Si usted, amigo lector, diera en caer por nuestro pueblo con el último sol, se encontraría con gentes abiertas, de buena vecindad, que se reúnen en corrillos para gozar en común de la bonanza del atardecer. La historia cuenta que Prados Redondos era propiedad de doña Blanca de Molina, la que con don Alfonso el Niño, hijo natural del Rey Sabio, fueron los quintos señores poco antes de la incorpo­ración definitiva del Señorío a la corona de Castilla. Doña Blanca parece ser que puso al pueblo en manos del señor don Alfonso Martí­nez, allá por las últimas décadas del siglo XIII.
- Aquí, lo que sí tenemos es algunas casas de familias importan­tes, de aquellas que les llamaban mayorazgos. Hay dos o tres de gente muy rica y muy nombrada. A una creo que le dicen la casa de los Garceses, y a otra no sé si la de los Sendines.
- Vamos, que aquí hubo gente de dinero ¿no?
- Claro que habría, pero yo no sé lo que harían con él, si se lo llevarían los americanos. Aquí ya no hay ricos, pero, cinco duros tampoco nos faltan, gracias a Dios.
- Qué bien se está por aquí. ¿Cómo se llama esto?
- A esto le decimos el Callejón de San José, y esa que empieza ahí es la calle de la Amargura. En el pueblo se está mejor que en Madrid en las capitales aquello es una locura. No sé cómo no se vuelven modorros.
- ¿Qué hacen ustedes?
- Punto, mire. Si le gusta le enseñamos. Como no hay que ir al campo hacemos punto, que es más cómodo. Los hombres en el campo y nosotras aquí.
Las obras de la iglesia parroquial de Prados Redondos debieron acabar en el año 1749, según reza escrito en una piedra sobre el arco de la portada. Dicen en el pueblo que es una iglesia muy bonita que el visitante no tuvo ocasión de ver. Habitan las abejas en el aguje­ro de un contrafuerte y zumban entre el ramaje oscuro de un ciprés en el atrio.
Solo por las calles, sin nada que distraiga tu aten­ción del misterio que a estas horas del crepúsculo sale a flor de piel en los caserones de las viejas villas, es fácil caer en el lugar común del arrobamiento, dejando volar a su antojo la imagina­ción por el espacio abierto de los siglos, y quedarse a soñar en lejanas épocas de señores y de siervos, de fiestas palaciegas y de saraos a la luz de la luna. Junto al arco adovelado de uno de estos palacetes molineses, hay una anciana manejando con torpeza la aguja de labor sentada en el poyo. Es una anciana bondadosa y amable, co­mo son las mujeres de esta tierra. A doña Inocenta, que así se llama aquella buena mujer, es necesario hablarle en tono un poco subido; los años, y el trabajo sin descanso quizás de una vida larga, se le llevaron por delante la impagable facultad de poder escu­char a quien le habla.
- Que dice usted que es hermosa la casa. Pues mire, y a nosotros que nos parece tan fea. Los que entienden dicen que tiene mérito.
- No es fea, no; y lo sabe usted muy bien. Es un capricho de casa, sí se­ñora.
- Era de unos que les decían los Garcés. Nosotros tuvimos que ir a comprarla al poco de casarnos hasta Almazán, a unos señores que se la tenían a renta a mis suegros. ¿A que no sabe lo que nos lle­varon por ella?
- Cualquiera sabe.
- Diez mil pesetas. Los señores dijeron que era un regalo que nos querían hacer. ¿Qué le parece? La hemos tenido que reformar mucho por dentro; por fuera no se le ha tocado. Nadie sabe las perras que llevamos en arreglos, pero nos viene muy bien. Las hijas están fue­ra, así que, para mi marido y para, mí y para mi muchacho, nos sobra.
- Ya lo creo. Y el trabajo que debe de dar una casa así.
- Yo digo que tendrá dos siglos, por lo menos ¿verdad, usted?
- Más. Y muy cerca de cuatro también.
´ - ¡Tanto!
- Yo creo que sí, aunque con estas cosas, ya se sabe.
- Aquí, en los siglos de antes vivieron frailes y toda la proce­sión. A la gente le gusta mucho. Ha salido en los libros y todo.
Cuando se gira desde el palacio de los Garcés por la Torreta, se viene a caer calle abajo a la Plaza Mayor. La plaza de Prados Re­dondos no tiene una forma definida, ni está tampoco en consonancia con el señorío ni con la antigüedad de lo que acabamos de ver. La plaza está ocupada en su mitad por el frontón de pelota y por una olma en segundo lugar donde se acuestan los gorriones. Un vendedor de Teruel da un par de pitazos largos de claxon en la plaza y se escapa en seguida por la carretera de Anquela, sin aguardar, si­quiera, a que acudan las primeras clientes.
- ¡Oiga! ¡Si no les da usted tiempo!
- Nada hombre, nada; que he dicho que me voy, y me voy. Usted a éstas no las conoce. Las de aquí tienen los duros metidos en el cu­lo del arca, y no salen ni con sacacorchos. ¡Hasta luego!
Por la carretera de Anquela sube el frescor de la vega que los veraneantes aprovechan para pasear. Las chicas, y las señoras jóvenes, juegan a las adivinanzas por la carretera de Anquela sobre quien podrá ser el forastero que anda por allí oteándolo todo, y desvarían radicalmente; están muy lejos, cada vez mas lejos de dar con la verdad. Antonio Martínez se complace en contemplar desde las orillas del pueblo los llanos de mies que se mecen por los Royos. Antonio es un hombre en­tusiasmado con el campo y con la vega. "La pena -me dice- es que el Gallo baja medio seco, pero esta tierra es de oro".
-¿Siempre lo siembran de cereal?
- A ver. Ahora de cereal o de girasol, pero, quién sabe las perras que habrán salido de aquí con la remolacha, cuando las cosas no eran como ahora. Es tierra muy buena para patatas, lo que pasa, es que la gente no quiere tirarle al legón y lo siembran, que es más cómodo.
- ¿Es del pueblo toda la vega?
- Bueno, aquí también tiene parte Chera, que es aquel pueblecillo que se ve allá, y ahora está agregado a nosotros; luego, hay por arriba una buena parte que pertenece a Aldehuela. Esto es muy grande.
En Prados Redondos celebran cada año la fiesta de la Santa Espina el cuatro de mayo, según costumbre. Cierto que, por mejor acomodo a las disponibilidades de los que viven fuera, se trasladó al catorce de agosto; no obstante, los allí residentes, siguen celebrándola con la misma solemnidad en la primitiva fecha, al día siguiente de la Cruz de Mayo. La Santa Espina de la corona de Jesucristo llegó a Prados Redondos en 1383, procedente de Francia, con motivo de los esponsales o del casamiento de López Cortés y de doña Leonor Vázquez, de la familia de doña Violante de la Cerda, condesa de Medinaceli, y allí está la sagrada reliquia como centro de la veneración masiva y del cariño unánime del vecindario, que habla de ella con gran res­peto y emoción siempre que se les pregunta.
La última vuelta por las calles del pueblo fue una vuelta de pla­cer, viéndolo todo y sin hablar con nadie. Hasta cuatro casonas no­biliarias, en mejor o peor estado, se pueden contar; vestigios todavía en pie de un pueblo clave en el antiguo Señorío. Ya, en las puertas del anochecer, las sombras de los viejos muros, la oscuridad como boca de lobo en los ventanucos de piedra labrada, resultan propicios para la puesta en libertad de los espectros de la historia, que a buen seguro acudirán a reunirse cada noche a los torreones del castillo de Molina, dominando desde su atalaya en la altura la tierra ma­dre donde, en otra hora ya lejana en el tiempo, tuvieron cuerpo sus espíritus y descansaron sus plantas.

(N.A. Julio, 1982)