Engaña mucho al viajar por sus inmediaciones en la carretera de Soria el pueblo de Rebollosa. Es más como conjunto urbano de lo que a primera vista pudiera parecer cuando se pasa cerca de él sin detenerse a contemplar una sola de sus calles. Rebollosa aparece como un pequeño lugar poblado a la izquierda del camino entre las villas señeras de Jadraque, ya dejado atrás, y Atienza, a hora y media más delante de camino a pie. Su sello personal de cara al viajero se exterioriza en la pequeña ermita de las Angustias que hay a la salida, blanqueada de cal, donde unas pocas mujeres suelen reunirse bajo su pórtico en las tardes de sol para conversar de sus años de juventud y trenzar calceta. Cuando, próximos a las fiestas de Navidad, llegan los primeros fríos del invierno, los habitantes de Rebollosa colocan bajo el cobertizo de la ermita un belén con figuras grandes, que se ven desde los vehículos que van de camino.
Subo desde la carretera hasta la plaza por una calle ancha, lisa de cemento. La plaza tiene un olmo enfermo. El olmo de la plaza ocupa el vértice justo de un abanico en el que concurren las tres calles del pueblo. La Calle Mayor lleva por segundo nombre el de la Reina María Cristina, y sale desde el olmo de la plaza para acabar junto a la ermita. Las otras dos salen en direcciones diferentes buscando, más o menos, la salida del sol, y van a morir como la anterior no lejos de la carretera de Soria.
Cuando uno llega a Rebollosa, la venida de la primavera es ya un hecho pasado, si bien a estas tierras el cambio de clima con respecto a la capital es una realidad que acusa la piel. Hace algo de fresco pese a lo radiante del sol de media tarde. El viento solano de las tierras de Atienza es generalmente frío, porque dicen que se filtra con las nieves de las montañas. Para los serranos, para sus ganados y sus campos, el viento de levante es en cualquier caso nefasto y descorazonador.
Las piedras que sirven de asiento alrededor del olmo de la plaza tienen un color oscuro, como las piedras de La Bodera, punteadas de un brillo plateado. No he visto a nadie. Luego saldrá de una casa vecina un viejecito preparado de garrota y sombrero de paja. Se ve enseguida que es un señor sin complejos, deseoso de saber lo que se cuece cuando algún extraño viene de lejanas tierras a sentarse en el poyo de piedra que rodea al tronco del olmo. El hombre se aproxima lentamente, facilitándome el trabajo de llegar hasta él para romper el hielo con la conversación. Se coloca frente a mí y se pone a mirarme de arriba abajo.
-Puede usted sentarse a mi lado -le digo-, no le importe.
-Pues qué se yo -me dice-, puede que estén frías las jodías piedras.
-No; están un poco fresquitas, pero frías no.
-¿Qué le ha parecido esa calle?
-Bien. Yo digo que el pueblo es mejor de lo que representa desde fuera.
-Sí; esto es como Madrid, y esa calle es la Castellana, pero en pequeño.
-Pero no se ve gente ¿Qué pasa?
-Nada, que no hay. Aquí no quedamos más que los tres tontos.
-Hombre, eso tampoco está bien que lo diga. A lo mejor son ustedes los tres más inteligentes; según se mire. ¿Cómo se llama usted?
-Yo me llamo Vicente García Barbero. ¿Y usted? Si no está mal preguntado.
- Está muy bien preguntado. Yo me llamo José, o Pepe, como a usted más le guste.
-Pues me parece como si yo te quisiera conocer. Como he sido muchos años pastor, conozco el ganado. ¿No serás por casualidad hijo del Marcos de Angón?
-No señor. Esta vez me parece que se ha equivocado usted de cordero.
-No sé, no sé. Yo no soy de los que en eso fallo mucho.
El buen hombre me sigue mirando con atención, pero no debe sacar para su uso mucho en claro. Después soy yo quien pregunta.
-¿Cómo va usted por la vida con sombrero de paja, con este frío que hace.
-Pues hombre, se lo voy a decir. Me pongo este sombrero encima para que no llueva. Cuando me lo coloco no cae ni una gota. El más viejo que tengo en casa tiene otra leche.
-¿Ah, sí?
-Aquel, en cuanto que me lo planto ya tenemos el chaparrón. No sé por qué se empeñaron en comprarme éste. Total, para lo que voy a durar...
-Hombre, no diga usted eso. Yo lo encuentro hecho un chaval. ¿Cuántos años tiene?
-Ninguno. Los años me los dejo en casa. Adonde voy yo con tantos.
-Yo le echo unos ochenta.
-Pues no tienes mal ojo. Esos tengo. El 22 de enero los hice. Y yo creo que aún cumplo otro. Me cogió la gripe para Año nuevo y yo creí que no lo contaba. Aún no se me ha ido del todo. Menos mal a que ando soltando mocos, si no ya me había muerto.
-Pasó toda su juventud de pastor?
-La juventud y más de la juventud pasé de pastor.. en Cardeñosa, en Riosalido y en Angón también fui pastor. Ya ves si conozco el mundo.
Baltasar de Pedro, un vecino que por casualidad pasó junto a nosotros, me puso al corriente de que Rebollosa tiene ayuntamiento propio, y que el censo de habitantes puede estar en torno a las treinta personas, midiendo con cierta generosidad.
-Aquí detrás tenemos otra calle que usted no ha visto. Antes se llamaba de Cantarranas, y ahora, mírelo ahí en la esquina. “Calle de Pedro Castel de Mingo”.
-¿Quién fue ese señor?
- aún vive. Es uno del pueblo que vive fuera y dio dinero para arreglarla. Por eso se le puso su nombre.
Me marché al instante a dar un paseo por la calle de María Cristina, recta y bien arreglada, hasta la ermita de las Angustias, en donde hay un grupito de señoras cosiendo al sol. Rebollosa tiene viviendas hermosas y muy cuidadas; lástima que muchas de ellas estén sin habitar. Como dato registrado en los anales de la Baja Edad Media, consta que fue aquí donde descansaba el rey de Castilla, don pedro I, cuando le trajeron la cabeza del noble don Gutiérrez Fernández, al que el propio monarca había mandado decapitar. Quedó escrito que el rey don pedro “hubo por ello gran placer”.
Las mujeres que hacen costura al sol son cuatro, todas avanzadas en edad. Una es doña Manuela Ranz, madre de Serafín, el alcalde, al que no vi. Cuando uno se asoma por el ventanillo de la puerta, no se ve nada en el interior de la ermita, es todo un paño infranqueable de oscuridad.
-Tiene que esperar un poco mirando, y luego ya se ve –me advierten.
Sí, al cabo de un rato se comienza a distinguir la silueta recortada de la Madre de Dios con su Hijo muerto sobre el regazo. Alrededor se ven algunos jarrones viejos, con flores marchitas que salen de su interior.
-La queremos mucho, mire usted. Cuando el tiempo de flores le traemos algunas veces.
Desde la ermita se alcanzan a ver las naves del ganado en las orillas del pueblo, y más al norte el inconfundible macizo rocoso de la Peña Bodera. Doña Manuela y doña Juana Parra me invitan a ver la iglesia, si es que no tengo inconveniente.
-Ningún inconveniente. Todo lo contrario.
-Pero hay que andar un poco. Está en las afueras del pueblo, allá por la otra parte.
La iglesia de Rebollosa está sola en el campo, como a cien metros o más de las últimas casas, saliendo por la callejuela de Pedro Castel. Se llega por una senda muy cómoda de piedra y de hierba que crece entre las juntas. Luego una praderilla de verdín nos sirve de alfombra. Allá las casas de Angón sobre una ladera orientada al norte, el paraje más cercano del Pozo de la Mula donde pasta un rebaño, y la fuente seca del Vallejo, por cuyas inmediaciones sube un anciano con un haz de leña cargado a la espalda.
-¿Cómo es que no hay agua en la fuente?
-Pues se conoce que se atramparon las tuberías y se secó. No se ha vuelto a limpiar y así está. No ve que tenemos el agua en las casas, pues nadie se ocupa de la fuente. Antes sí que lavábamos a gusto en el lavadero aquel. Tendíamos la ropa a secar en la hierba y se estaba muy bien allí.
A la iglesia se entra bajo arco de piedra arenisca trazado en medio punto. Hay en el interior una nave de pequeñas proporciones con una docena de bancos, un arco de triunfo montado sobre dovelas que la separan del presbiterio, y un bellísimo retablo de recargado barroco, muy al gusto del arte religioso español de la época en que lo tallaron, y que alguien tuvo la infeliz idea de pintarlo todo él de color chocolate. En la hornacina principal hay una talla sedente de San pedro, primer Papa.
-Entonces, el patrón será San pedro ¿Qué duda cabe?
-No señor, el patrón del pueblo es San Roque, el 16 de agosto.
La vieja imagen de San Roque queda presidiendo otro altarcillo lateral, cargado también de ornamentación, y como el anterior pintado todo él en extrañas tonalidades tierra.
-Se le dio una buena mano estos años de atrás a toda la iglesia. La arregló don Santos, el cura que ahora está en Peñalver.
Antes de subir al campanario, las mujeres me llevan a que vea la pesadísima pila del bautismo, de piedra y tallada en formas románicas.
-Dicen que tiene mucho valor. Una no entiende.
También llegó hasta el campanario la mano bienhechora del restaurador. Por los vanos de la torre se divisa a la caída de la tarde un panorama inenarrable de dorados y de cárdenos tornasolados, que encienden hasta muy lejos los campos de labranza. A nuestro lado las dos campanas, a las que se le pusieron no hace mucho las cabezas de hierro. Las campanas he podido leer que datan de los años 1826 y 1854 respectivamente. Más al norte, siempre en la lejanía, se tiñen de un azul indefinido las sierras de Ayllón y del Alto rey, sin resto alguno ya de las últimas nevadas, cuya reliquia, a buen seguro que guardan todavía en sus caras opuestas.
Rebollosa de Jadraque sigue al bajar como hundido en la misma penuria y desolación que lo hallé dos horas antes. Hay que cargarse de buena voluntad y de un infundado optimismo para augurar una posible supervivencia al pueblo a largo plazo. Es tiempo de esperar, y tiempo para que los hados de la Historia, hoy tan de espaldas, le puedan ser propicios.
Subo desde la carretera hasta la plaza por una calle ancha, lisa de cemento. La plaza tiene un olmo enfermo. El olmo de la plaza ocupa el vértice justo de un abanico en el que concurren las tres calles del pueblo. La Calle Mayor lleva por segundo nombre el de la Reina María Cristina, y sale desde el olmo de la plaza para acabar junto a la ermita. Las otras dos salen en direcciones diferentes buscando, más o menos, la salida del sol, y van a morir como la anterior no lejos de la carretera de Soria.
Cuando uno llega a Rebollosa, la venida de la primavera es ya un hecho pasado, si bien a estas tierras el cambio de clima con respecto a la capital es una realidad que acusa la piel. Hace algo de fresco pese a lo radiante del sol de media tarde. El viento solano de las tierras de Atienza es generalmente frío, porque dicen que se filtra con las nieves de las montañas. Para los serranos, para sus ganados y sus campos, el viento de levante es en cualquier caso nefasto y descorazonador.
Las piedras que sirven de asiento alrededor del olmo de la plaza tienen un color oscuro, como las piedras de La Bodera, punteadas de un brillo plateado. No he visto a nadie. Luego saldrá de una casa vecina un viejecito preparado de garrota y sombrero de paja. Se ve enseguida que es un señor sin complejos, deseoso de saber lo que se cuece cuando algún extraño viene de lejanas tierras a sentarse en el poyo de piedra que rodea al tronco del olmo. El hombre se aproxima lentamente, facilitándome el trabajo de llegar hasta él para romper el hielo con la conversación. Se coloca frente a mí y se pone a mirarme de arriba abajo.
-Puede usted sentarse a mi lado -le digo-, no le importe.
-Pues qué se yo -me dice-, puede que estén frías las jodías piedras.
-No; están un poco fresquitas, pero frías no.
-¿Qué le ha parecido esa calle?
-Bien. Yo digo que el pueblo es mejor de lo que representa desde fuera.
-Sí; esto es como Madrid, y esa calle es la Castellana, pero en pequeño.
-Pero no se ve gente ¿Qué pasa?
-Nada, que no hay. Aquí no quedamos más que los tres tontos.
-Hombre, eso tampoco está bien que lo diga. A lo mejor son ustedes los tres más inteligentes; según se mire. ¿Cómo se llama usted?
-Yo me llamo Vicente García Barbero. ¿Y usted? Si no está mal preguntado.
- Está muy bien preguntado. Yo me llamo José, o Pepe, como a usted más le guste.
-Pues me parece como si yo te quisiera conocer. Como he sido muchos años pastor, conozco el ganado. ¿No serás por casualidad hijo del Marcos de Angón?
-No señor. Esta vez me parece que se ha equivocado usted de cordero.
-No sé, no sé. Yo no soy de los que en eso fallo mucho.
El buen hombre me sigue mirando con atención, pero no debe sacar para su uso mucho en claro. Después soy yo quien pregunta.
-¿Cómo va usted por la vida con sombrero de paja, con este frío que hace.
-Pues hombre, se lo voy a decir. Me pongo este sombrero encima para que no llueva. Cuando me lo coloco no cae ni una gota. El más viejo que tengo en casa tiene otra leche.
-¿Ah, sí?
-Aquel, en cuanto que me lo planto ya tenemos el chaparrón. No sé por qué se empeñaron en comprarme éste. Total, para lo que voy a durar...
-Hombre, no diga usted eso. Yo lo encuentro hecho un chaval. ¿Cuántos años tiene?
-Ninguno. Los años me los dejo en casa. Adonde voy yo con tantos.
-Yo le echo unos ochenta.
-Pues no tienes mal ojo. Esos tengo. El 22 de enero los hice. Y yo creo que aún cumplo otro. Me cogió la gripe para Año nuevo y yo creí que no lo contaba. Aún no se me ha ido del todo. Menos mal a que ando soltando mocos, si no ya me había muerto.
-Pasó toda su juventud de pastor?
-La juventud y más de la juventud pasé de pastor.. en Cardeñosa, en Riosalido y en Angón también fui pastor. Ya ves si conozco el mundo.
Baltasar de Pedro, un vecino que por casualidad pasó junto a nosotros, me puso al corriente de que Rebollosa tiene ayuntamiento propio, y que el censo de habitantes puede estar en torno a las treinta personas, midiendo con cierta generosidad.
-Aquí detrás tenemos otra calle que usted no ha visto. Antes se llamaba de Cantarranas, y ahora, mírelo ahí en la esquina. “Calle de Pedro Castel de Mingo”.
-¿Quién fue ese señor?
- aún vive. Es uno del pueblo que vive fuera y dio dinero para arreglarla. Por eso se le puso su nombre.
Me marché al instante a dar un paseo por la calle de María Cristina, recta y bien arreglada, hasta la ermita de las Angustias, en donde hay un grupito de señoras cosiendo al sol. Rebollosa tiene viviendas hermosas y muy cuidadas; lástima que muchas de ellas estén sin habitar. Como dato registrado en los anales de la Baja Edad Media, consta que fue aquí donde descansaba el rey de Castilla, don pedro I, cuando le trajeron la cabeza del noble don Gutiérrez Fernández, al que el propio monarca había mandado decapitar. Quedó escrito que el rey don pedro “hubo por ello gran placer”.
Las mujeres que hacen costura al sol son cuatro, todas avanzadas en edad. Una es doña Manuela Ranz, madre de Serafín, el alcalde, al que no vi. Cuando uno se asoma por el ventanillo de la puerta, no se ve nada en el interior de la ermita, es todo un paño infranqueable de oscuridad.
-Tiene que esperar un poco mirando, y luego ya se ve –me advierten.
Sí, al cabo de un rato se comienza a distinguir la silueta recortada de la Madre de Dios con su Hijo muerto sobre el regazo. Alrededor se ven algunos jarrones viejos, con flores marchitas que salen de su interior.
-La queremos mucho, mire usted. Cuando el tiempo de flores le traemos algunas veces.
Desde la ermita se alcanzan a ver las naves del ganado en las orillas del pueblo, y más al norte el inconfundible macizo rocoso de la Peña Bodera. Doña Manuela y doña Juana Parra me invitan a ver la iglesia, si es que no tengo inconveniente.
-Ningún inconveniente. Todo lo contrario.
-Pero hay que andar un poco. Está en las afueras del pueblo, allá por la otra parte.
La iglesia de Rebollosa está sola en el campo, como a cien metros o más de las últimas casas, saliendo por la callejuela de Pedro Castel. Se llega por una senda muy cómoda de piedra y de hierba que crece entre las juntas. Luego una praderilla de verdín nos sirve de alfombra. Allá las casas de Angón sobre una ladera orientada al norte, el paraje más cercano del Pozo de la Mula donde pasta un rebaño, y la fuente seca del Vallejo, por cuyas inmediaciones sube un anciano con un haz de leña cargado a la espalda.
-¿Cómo es que no hay agua en la fuente?
-Pues se conoce que se atramparon las tuberías y se secó. No se ha vuelto a limpiar y así está. No ve que tenemos el agua en las casas, pues nadie se ocupa de la fuente. Antes sí que lavábamos a gusto en el lavadero aquel. Tendíamos la ropa a secar en la hierba y se estaba muy bien allí.
A la iglesia se entra bajo arco de piedra arenisca trazado en medio punto. Hay en el interior una nave de pequeñas proporciones con una docena de bancos, un arco de triunfo montado sobre dovelas que la separan del presbiterio, y un bellísimo retablo de recargado barroco, muy al gusto del arte religioso español de la época en que lo tallaron, y que alguien tuvo la infeliz idea de pintarlo todo él de color chocolate. En la hornacina principal hay una talla sedente de San pedro, primer Papa.
-Entonces, el patrón será San pedro ¿Qué duda cabe?
-No señor, el patrón del pueblo es San Roque, el 16 de agosto.
La vieja imagen de San Roque queda presidiendo otro altarcillo lateral, cargado también de ornamentación, y como el anterior pintado todo él en extrañas tonalidades tierra.
-Se le dio una buena mano estos años de atrás a toda la iglesia. La arregló don Santos, el cura que ahora está en Peñalver.
Antes de subir al campanario, las mujeres me llevan a que vea la pesadísima pila del bautismo, de piedra y tallada en formas románicas.
-Dicen que tiene mucho valor. Una no entiende.
También llegó hasta el campanario la mano bienhechora del restaurador. Por los vanos de la torre se divisa a la caída de la tarde un panorama inenarrable de dorados y de cárdenos tornasolados, que encienden hasta muy lejos los campos de labranza. A nuestro lado las dos campanas, a las que se le pusieron no hace mucho las cabezas de hierro. Las campanas he podido leer que datan de los años 1826 y 1854 respectivamente. Más al norte, siempre en la lejanía, se tiñen de un azul indefinido las sierras de Ayllón y del Alto rey, sin resto alguno ya de las últimas nevadas, cuya reliquia, a buen seguro que guardan todavía en sus caras opuestas.
Rebollosa de Jadraque sigue al bajar como hundido en la misma penuria y desolación que lo hallé dos horas antes. Hay que cargarse de buena voluntad y de un infundado optimismo para augurar una posible supervivencia al pueblo a largo plazo. Es tiempo de esperar, y tiempo para que los hados de la Historia, hoy tan de espaldas, le puedan ser propicios.
(N.A. Abril, 1987)
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