El pueblo se divisa desde los confines de la Campiña como un minúsculo castro de color terroso, dibujando en recostar convexo sobre una loma la suave ondulación de los campos yermos y las tierras del labrantío que lo circundan. Ha sido de lluvia la noche pasada, y los campos y el pueblo aparecen como acabados de lavar cuando la mañana se presenta de nuevo amenazadora. Por el camino fue incesante el hallazgo, a orillas de la carretera, de buscadores de setas con las bolsas vacías, mirando como sonámbulos el suelo donde mueren los cardos.
Puebla de Beleña está todavía adormilada. Uno piensa que la distancia hasta la capital tampoco es excesiva y no debió madrugar tanto. Por encima de los tejados ocre sobresale el muro con los vanos de la espadaña, y alrededor las veinte, las treinta, las cincuenta viviendas que hay en el pueblo, muchas sin habitar, que completan este pequeño municipio medio serrano y medio campiñés.
Cruza el empalme delante de mí la furgoneta de un vendedor que se instalará después en la primera esquina. Hay barro. Las tierras más próximas y las hierbas de las eras, que renacieron con las últimas lluvias, conservan todavía intacto el rocío de la noche y que cala al pisar los pies del caminante. La mañana en la Puebla es solitaria, tremendamente triste. A falta de una sola persona con quien hablar, el recién llegado se limita a pasear de acá para allá por la calle principal del pueblo, que coincide con la carretera de Matarrubia. De aquí, siempre en dirección norte, parten dos o tres callejuelas en cuesta que concluyen en el mismo pórtico de la iglesia. Sobre la espadaña se ven los restos de un nido de cigüeña, que, como sabría después, lo volcó un huracán que arrancó por el cuello uno de los bolones de piedra que la adornan.
Las mujeres del barrio de la Iglesia andan a estas horas de limpieza. Se asoman a la puerta de sus casas, miran con curiosidad al forastero, y antes de dar tiempo a que éste les dé los buenos días, se vuelven a meter. Una de ellas, con menos prejuicios que sus convecinas, contesta amablemente pero con un poco de prisas. La verdad es que la mañana tampoco es de las más indicadas como para perderse en contemplaciones.
- Buenos días. Menos mal a que parece que con el poco de agua que ha caído, la gente se va empezando a animar.
- Ya lo creo –me contesta.
La iglesia tiene un portal escondido, encalado de blanco reciente sobre columnas de piedra, y verja pintada de un negro riguroso. En un azulejo que hay por encima del arco se dice: “Parroquia de Sn. Blas”. Junto al pórtico hay una acacia grande, de bien abierto ramaje en la plazuela, cambiando de hoja.
- Esto es muy solitario y muy triste, mire usted. En las capitales es otra cosa.
Al bajar me encuentro con algunos perros retumbados a la vera de los portales. Son perros pacíficos, aburridos, que bostezan con desgana sin dejar de mirar al que pasa por allí. Por este complicado descaso que las inclemencias del tiempo dificultan, abunda la construcción antañona, donde se conjuga como material al uso la piedra tosca y el adobe, la mampostería y el entramado, tan propios de las formas de hacer que tuvieron los antiguos por estas latitudes. De algunos huertecillos interiores tan sólo queda como muestra la capota color ceniza de algunos olivos, asomando su ramaje por encima de los bardales y de los escombros que cercan, como es lógico suponer, una vegetación anárquica en la que mandan las higueras silvestres, el matorral incontrolado, y las impenetrables tronqueras de las zarzamoras.
Un grupo de cabras negras y otras de pelaje color miel esperan, caladas hasta los huesos, frente a la portona del aprisco. Por las orillas del pueblo sale un pastor con pasamontañas y manta al hombro caminando detrás del rebaño. Cuando el pastor descarga el cayado sobre las ancas lanudas de las ovejas, éste se hunde blandamente sin que el animal se inmute.
-Mal día –le digo. Seguro que los animales hubieran preferido quedarse sin salir.
- ¡Mia! Y yo también; pero qué remedio. Las cosas son así. En este oficio ya se sabe.
Si no estoy mal orientado, el pueblo limita por el poniente con la salida de la carretera y con las albercas cubiertas del lavadero más a la caída. El pilón de la fuente se muestra allá abajo casi vacío. Uno piensa que los años sufridos de escasez de lluvias, han zarandeado sin piedad a los pueblos de la comarca. Por las afueras, descansan a la intemperie los carruajes inservibles y las maquinarias en desuso, y lucen el mate de su panzota hueca las enormes tinajas, quién sabe desde cuándo, en las que los agricultores de la Puebla hicieron fermentar y guardaron sus cosechas de vino. El frío húmedo hela los pies mientras que el forastero vuelve a subir por la calle de la Iglesia. Sobre la portona envejecida del ayuntamiento hay clavados papeles indicadores, bandos y avisos municipales con el membrete de la Corporación. Uno de ellos pone al corriente al vecindario de la subasta de tierras del Ayuntamiento, en arriendo para el próximo cuatrienio, que, como es norma en tales casos, serán adjudicadas al mejor postor.
Un hombre alto y de mediana edad, vestido con un mono azul, se acerca hasta donde yo estoy. Es un señor de espíritu abierto, sin recelos, que responde puntualmente a las preguntas que se le hacen. Valeriano Rodríguez vive en la Puebla de Beleña y habla con fundada seguridad.
- Aquí somos a diario dieciocho vecinos; poco más de cincuenta personas.
- Lo triste de los pueblos no es que se hayan deshabitado, sino que a muchas casas, como ésta misma que tenemos aquí, les hayan dejado hundirse. A lo peor por desidia.
- No, esta se hundió por filtración de agua cuando se pusieron las tuberías. Eran bodegas, de aquellas antiguas de guardar el vino.
- Quiere decir que en otro tiempo también tuvieron viñas…
- Ya hará de aquello cincuenta años. Estaban por toda esa parte del río. Vino la enfermedad y arrasó con todo. Yo, como si me quisiera acordar algo de las últimas que hubo.
- Están ustedes muy cerca de la Campiña. ¿Su terreno es tan bueno como el de esos pueblos de por ahí abajo?
- No; aquí el campo es peor que por la parte de Humanes.
Me contó Valeriano que el patrón del pueblo es San Blas, pero que la fiesta mayor es el domingo del rosario. Luego me dijo que las lagunas, con eso de no llover durante los últimos años, estaban vacías. Uno confiesa el no conocer, ni sospechar siquiera, el importante detalle de las lagunas.
- Pues sí, aquí tenemos unas lagunas muy grandes por la carretera de Matarrubia. Una sola tiene más de cien hectáreas de cabida. Se tarda una hora en darle la vuelta andando.
- No me diga.
- Sí; cuando tienen agua, igual hay mil que dos mil patos de esos emigrantes.. Ahora no hay ninguno, pero cuando se llenan vuelven otra vez. Son animales de cuatro o seis clases distintas. Viene mucho personal a verlos y a estudiar eso.
En las proximidades de los pueblos, también en éste, uno se encuentra casi siempre con modernos chalés, donde los que se marcharon de allí o sus descendientes, han querido levantar en la paz de los campos un hogar seguro para sus horas de descanso, para la desintoxicación de aquella otra manera de vivir, tantas veces insufrible, de la ciudad.
Estamos ahora en la puerta del bar, del Bar Manzano en la calle Mayor, el único establecimiento de recreo que hay en Puebla de Beleña. Tiene en el interior una barra larga, un mostrador bien surtido, y con las paredes empapeladas en imitación de madera. L calorcillo de la estufa de leña llena toda la estancia de bienestar. En una sala contigua se ve una cabina para hablar por teléfono. Una señora, seria más bien y que se llama Dolores, me sirve una taza de café con leche calentito, muy rico.
- Oiga, estoy pensando que tienen un bar estupendo para ser el pueblo tan poca cosa.
- No está mal. Sobra bar para lo que es esto. Cuando vienen los cazadores, aún, aún.
Una vez que la dueña se pasó a la cocina, servido y cobrado el café con leche, un cliente de Cogolludo me cuenta que aquello era un molino harinero, que lo han adecentado mucho, pero que no hace tanto aún tenían por allí la maquinaria.
Muy curioso era esto. A mi me daba gusto venir. Aquí te tomabas la consumición y ahí arriba veías la tolva, las ruedas y todo lo del molino. Esa lámpara que tienen en el techo está sacada de una polea.
En el bar de la señora Dolores se lleva con mucho gusto el rigor del día. Por fuera se ve una neblina que hace difícil la visión, y que habrá que atravesar hasta los llanos del valle del henares, donde el ambiente varía y el panorama se torna más abierto y populoso que lo que acabamos de ver, menos familiar, menos íntimo.
Puebla de Beleña está todavía adormilada. Uno piensa que la distancia hasta la capital tampoco es excesiva y no debió madrugar tanto. Por encima de los tejados ocre sobresale el muro con los vanos de la espadaña, y alrededor las veinte, las treinta, las cincuenta viviendas que hay en el pueblo, muchas sin habitar, que completan este pequeño municipio medio serrano y medio campiñés.
Cruza el empalme delante de mí la furgoneta de un vendedor que se instalará después en la primera esquina. Hay barro. Las tierras más próximas y las hierbas de las eras, que renacieron con las últimas lluvias, conservan todavía intacto el rocío de la noche y que cala al pisar los pies del caminante. La mañana en la Puebla es solitaria, tremendamente triste. A falta de una sola persona con quien hablar, el recién llegado se limita a pasear de acá para allá por la calle principal del pueblo, que coincide con la carretera de Matarrubia. De aquí, siempre en dirección norte, parten dos o tres callejuelas en cuesta que concluyen en el mismo pórtico de la iglesia. Sobre la espadaña se ven los restos de un nido de cigüeña, que, como sabría después, lo volcó un huracán que arrancó por el cuello uno de los bolones de piedra que la adornan.
Las mujeres del barrio de la Iglesia andan a estas horas de limpieza. Se asoman a la puerta de sus casas, miran con curiosidad al forastero, y antes de dar tiempo a que éste les dé los buenos días, se vuelven a meter. Una de ellas, con menos prejuicios que sus convecinas, contesta amablemente pero con un poco de prisas. La verdad es que la mañana tampoco es de las más indicadas como para perderse en contemplaciones.
- Buenos días. Menos mal a que parece que con el poco de agua que ha caído, la gente se va empezando a animar.
- Ya lo creo –me contesta.
La iglesia tiene un portal escondido, encalado de blanco reciente sobre columnas de piedra, y verja pintada de un negro riguroso. En un azulejo que hay por encima del arco se dice: “Parroquia de Sn. Blas”. Junto al pórtico hay una acacia grande, de bien abierto ramaje en la plazuela, cambiando de hoja.
- Esto es muy solitario y muy triste, mire usted. En las capitales es otra cosa.
Al bajar me encuentro con algunos perros retumbados a la vera de los portales. Son perros pacíficos, aburridos, que bostezan con desgana sin dejar de mirar al que pasa por allí. Por este complicado descaso que las inclemencias del tiempo dificultan, abunda la construcción antañona, donde se conjuga como material al uso la piedra tosca y el adobe, la mampostería y el entramado, tan propios de las formas de hacer que tuvieron los antiguos por estas latitudes. De algunos huertecillos interiores tan sólo queda como muestra la capota color ceniza de algunos olivos, asomando su ramaje por encima de los bardales y de los escombros que cercan, como es lógico suponer, una vegetación anárquica en la que mandan las higueras silvestres, el matorral incontrolado, y las impenetrables tronqueras de las zarzamoras.
Un grupo de cabras negras y otras de pelaje color miel esperan, caladas hasta los huesos, frente a la portona del aprisco. Por las orillas del pueblo sale un pastor con pasamontañas y manta al hombro caminando detrás del rebaño. Cuando el pastor descarga el cayado sobre las ancas lanudas de las ovejas, éste se hunde blandamente sin que el animal se inmute.
-Mal día –le digo. Seguro que los animales hubieran preferido quedarse sin salir.
- ¡Mia! Y yo también; pero qué remedio. Las cosas son así. En este oficio ya se sabe.
Si no estoy mal orientado, el pueblo limita por el poniente con la salida de la carretera y con las albercas cubiertas del lavadero más a la caída. El pilón de la fuente se muestra allá abajo casi vacío. Uno piensa que los años sufridos de escasez de lluvias, han zarandeado sin piedad a los pueblos de la comarca. Por las afueras, descansan a la intemperie los carruajes inservibles y las maquinarias en desuso, y lucen el mate de su panzota hueca las enormes tinajas, quién sabe desde cuándo, en las que los agricultores de la Puebla hicieron fermentar y guardaron sus cosechas de vino. El frío húmedo hela los pies mientras que el forastero vuelve a subir por la calle de la Iglesia. Sobre la portona envejecida del ayuntamiento hay clavados papeles indicadores, bandos y avisos municipales con el membrete de la Corporación. Uno de ellos pone al corriente al vecindario de la subasta de tierras del Ayuntamiento, en arriendo para el próximo cuatrienio, que, como es norma en tales casos, serán adjudicadas al mejor postor.
Un hombre alto y de mediana edad, vestido con un mono azul, se acerca hasta donde yo estoy. Es un señor de espíritu abierto, sin recelos, que responde puntualmente a las preguntas que se le hacen. Valeriano Rodríguez vive en la Puebla de Beleña y habla con fundada seguridad.
- Aquí somos a diario dieciocho vecinos; poco más de cincuenta personas.
- Lo triste de los pueblos no es que se hayan deshabitado, sino que a muchas casas, como ésta misma que tenemos aquí, les hayan dejado hundirse. A lo peor por desidia.
- No, esta se hundió por filtración de agua cuando se pusieron las tuberías. Eran bodegas, de aquellas antiguas de guardar el vino.
- Quiere decir que en otro tiempo también tuvieron viñas…
- Ya hará de aquello cincuenta años. Estaban por toda esa parte del río. Vino la enfermedad y arrasó con todo. Yo, como si me quisiera acordar algo de las últimas que hubo.
- Están ustedes muy cerca de la Campiña. ¿Su terreno es tan bueno como el de esos pueblos de por ahí abajo?
- No; aquí el campo es peor que por la parte de Humanes.
Me contó Valeriano que el patrón del pueblo es San Blas, pero que la fiesta mayor es el domingo del rosario. Luego me dijo que las lagunas, con eso de no llover durante los últimos años, estaban vacías. Uno confiesa el no conocer, ni sospechar siquiera, el importante detalle de las lagunas.
- Pues sí, aquí tenemos unas lagunas muy grandes por la carretera de Matarrubia. Una sola tiene más de cien hectáreas de cabida. Se tarda una hora en darle la vuelta andando.
- No me diga.
- Sí; cuando tienen agua, igual hay mil que dos mil patos de esos emigrantes.. Ahora no hay ninguno, pero cuando se llenan vuelven otra vez. Son animales de cuatro o seis clases distintas. Viene mucho personal a verlos y a estudiar eso.
En las proximidades de los pueblos, también en éste, uno se encuentra casi siempre con modernos chalés, donde los que se marcharon de allí o sus descendientes, han querido levantar en la paz de los campos un hogar seguro para sus horas de descanso, para la desintoxicación de aquella otra manera de vivir, tantas veces insufrible, de la ciudad.
Estamos ahora en la puerta del bar, del Bar Manzano en la calle Mayor, el único establecimiento de recreo que hay en Puebla de Beleña. Tiene en el interior una barra larga, un mostrador bien surtido, y con las paredes empapeladas en imitación de madera. L calorcillo de la estufa de leña llena toda la estancia de bienestar. En una sala contigua se ve una cabina para hablar por teléfono. Una señora, seria más bien y que se llama Dolores, me sirve una taza de café con leche calentito, muy rico.
- Oiga, estoy pensando que tienen un bar estupendo para ser el pueblo tan poca cosa.
- No está mal. Sobra bar para lo que es esto. Cuando vienen los cazadores, aún, aún.
Una vez que la dueña se pasó a la cocina, servido y cobrado el café con leche, un cliente de Cogolludo me cuenta que aquello era un molino harinero, que lo han adecentado mucho, pero que no hace tanto aún tenían por allí la maquinaria.
Muy curioso era esto. A mi me daba gusto venir. Aquí te tomabas la consumición y ahí arriba veías la tolva, las ruedas y todo lo del molino. Esa lámpara que tienen en el techo está sacada de una polea.
En el bar de la señora Dolores se lleva con mucho gusto el rigor del día. Por fuera se ve una neblina que hace difícil la visión, y que habrá que atravesar hasta los llanos del valle del henares, donde el ambiente varía y el panorama se torna más abierto y populoso que lo que acabamos de ver, menos familiar, menos íntimo.
(N.A. Diciembre, 1983)
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