miércoles, 31 de diciembre de 2008

ANCHUELA DEL PEDREGAL


El pueblo de Anchuela nos va a recibir confundido entre las nieblas, al borde de los pedruscos junto a los que se asienta, con la mañana fresca y desapacible. Cuando en la radio del automóvil dejo de escuchar el Capricho Español, ya en las inmediaciones del pequeño pueblo molinés, suena violentamente el viento al chocar de perfil contra las ventanillas. Más allá las montañas grises que sirven de preludio a la paramera y los pinos recentales de la repoblación cepillados de humedad, una detrás de otra, por las nubes deshilachadas que descienden lamiendo la tierra con dirección al castillo de Molina. En los terraplenes de la cuneta nacieron las setas a centenares; setas tiernas y sanas de aspecto que producen deseo en el caminante, pero que el caminante, que no entiende de setas, desconfía de la abundancia y las deja adonde están por si el demonio enreda. Los chopos que rodean al pie el altillo de Anchuela, se ven de un amarillo otoñal que entusiasma al recién llegado.
A la derecha del camino un orondo pairón obliga a detenerse de nuevo. ¡Cuánta novedad en estos pueblecitos de Dios con los que nadie cuenta! En las cuatro caras del espigado y devoto monumento se repite la fecha de su construcción:1900. De las cuatro hornacinas adivino la imagen de tres: San José, San Vicente y las Ánimas del Purgatorio. La talla del pairón, según consta, se debe a un picapedrero apellidado Martínez. No lejos del pairón graznan los grajos junto a las tapias del cementerio. Los campos se ven empapados como esponjas. A las tierras del Señorío no les cabe este otoño ni una gota más. Falta les hacía.
Uno llega hasta Anchuela del Pedregal con cierta desconfian­za. Alguien me debió advertir que es un pueblo deshabitado, y eso, para quien junto a otras cosas más busca de alguna manera el calor humano de las gentes, no deja de ser un inconveniente la mar de serio. Con la soledad y el silencio que encuentro al arribar, temo que mis sospechas se confirmen.
Por debajo de la espadaña, el caño del lavadero arroja un chorro que se siente por medio pueblo. Sobre las losas del lavadero, bordeando las dos albercas llenas de un agua clarísima, hay un balde de plástico con ropa para lavar y una zapatilla. Más arriba, en la plaza, está la fuente mural de dos caños que abastece al lavadero y a las huertas de abajo, donde en su tiempo se debieron dar con abundancia las judías encañadas, los tomates y las frutas. Una olma pomposa, enorme, se deshoja entre la fuente y el techadillo por el que se entra en la iglesia. El señor Lucio acude al largo pilón del sobrante a cargar dos cubos de agua.
-Pues, no sé; le metieron en el tronco doscientos litros de un líquido, a ver si lo podían salvar, pero yo creo que se muere. Debajo del olmo en el verano siempre hay alguien.
El señor Lucio lleva una gorrilla de tela y se calza con un par de botucas altas de goma.
En tanto que me asomo por encima del olmo a ver el juego de pelota, acude por casualidad otro hombre mayor, don Emiliano, y un sobrino suyo más joven con gafas de un grueso cristal, Paulino. Don Emiliano es un señor correctísimo, muy educado y comprensivo, que se pone a mi disposición para lo que necesite mientras esté en Anchuela. Don Emiliano Orea suele pasar siete meses en el pueblo cada año, y cinco en Valencia, adonde emigró cuando aquello de marcharse.
-Sí, yo me fui a Valencia, otros a Madrid, otros a Barcelo­na, según se nos iban arreglando las cosas. Ahora, después de jubilados, volvemos al pueblo, porque como en la casa de uno no se está en ninguna parte. ¿No le parece a usted?
-Entonces, aquí quién queda en invierno.
-Una persona sola. Segundo Vázquez, que es ganadero, y nadie más. Es un hermano de Lucio, del que había aquí antes. Hasta ahora ha vivido el solito, sin familia, al tanto de sus quinien­tas ovejas o más; pero las ha tenido que vender, y quedarse con unas pocas solamente. El hombre también es mayor y ya no se vale.
-Pues no deja de ser una pena. Cualquier día dice que se marcha también, y aquí se queda el pueblo solitario.
-No lo sé. Los fines de semana, de Molina y eso aún viene gente.
Don Emiliano se queda un poco metido dentro de sí mismo. Seguro que con el pensamiento está volando sobre algún tiempo pasado, que tanto para el pueblo como para el fueron mejores. Luego es él quien pregunta.
-Así que dice usted que viene de Guadalajara.
-Sí, señor; de allí vengo.
-Pues a Guadalajara me tuvieron que llevar este año como perrico muerto a que me pusieran un marcapasos. Dijo el médico que era lo más rápido y allí me fui. A Valencia pensaron que no daba tiempo, que no llegaría con vida seguramente.
-¿Y todo fue bien?
-Bien. Me fatigo mucho. Me dio un infarto hace años y de siempre me he fatigado al venir al pueblo. Debe ser por la altura. Pues dice usted, en Guadalajara tengo yo un primo que lo debe conocer. Se llama Teófilo Orea García.
-Creo que no lo conozco. Me suena de algo, pero no sé quién es.
-Ha sido teniente coronel de la Guardia Civil. Se jubiló hace un par de años o tres. Él nació en Valsalobre, pero su padre era de aquí.
Mientras que don Emiliano se escapa de nosotros para buscar la llave de la iglesia, me quedo con Paulino observando la espadaña con más detenimiento, e intentando descifrar desde abajo la leyenda que hay al pie de un ojo de buey en el frontal de la torre: "Año 1174. Siendo cura D. Nicolás Zabala".
Una amable mujer, doña María Loreto García, que pasa en Zaragoza los inviernos, es la encargada de enseñarme la igle­sia en compañía de don Emiliano. Antes de entrar les advierto que las confianzas que me dan son demasiadas, que las puertas de la iglesia no se deben abrir de para en par al primero que llega.
-Tiene usted razón -me dicen-. Nunca se piensa que la gente vaya con mal fin, y claro, luego vienen las cosas.
La iglesia es pequeña por dentro, como el pueblo. Tiene una sola nave. el retablo mayor es barroco, estrecho y alto, un poco oscurecido por el humillo de las devociones, pero muy bonito. La iglesia la veo decorosa, limpia, pintada recientemente y con otros dos retablos más, uno en honor de San José y el otro dedicado a la Virgen del Rosario. La Patrona del pueblo ocupa un lugar preferente en el altar mayor.
-Es la Virgen del Gavilán. Si se fija usted bien, lleva un pájaro en la mano, como que se lo quiere dar al Niño.
-Nunca había oído esa advocación.
Pues sí; -la historia me la cuentan entre los dos-. El judío Macandón pasaba un día con su caballo por el campo, cerca del pueblo, y venía un gavilán que le espantaba el caballo y no le dejaba andar. Dicen que el judío entonces gritó: ¡Virgen Santísima, líbrame de este gavilán!, y entonces el gavilán se fue. A aquellas tierras se les llama desde entonces El Gavilán, y allí es donde está la ermita. Como no nos fiamos por si nos roban la imagen, nos la hemos traído a la iglesia y aquí está mejor.
-Tendría su romería y todo.
- Claro que sí. Varios pueblos le hacían romería. Novella y Tordelpalo tenían su día, y nosotros el nuestro. Íbamos en letanías, y se pasaba muy bien. Siempre en el mes de mayo.
-¿Y la fiesta?
-La fiesta era el domingo del Rosario. Ahora la celebramos dos veces. En agosto se hace también otra fiesta, el día 15, que es aún mayor que la de octubre. Cuando nos vamos todos de aquí, llevamos la imagen a Molina, y la volvemos a traer en mayo, o antes.
-Es bonita la iglesia.
-Antes había muchas cosas más. Se llevaron lo mejor al museo de Sigüenza. Una custodia estupenda teníamos. a cambio nos trajeron una de esas corrientes de ahora.
-Bueno. Así se evitan de tener que esconder más cosas para que no se las roben. Eso sí que es triste. Ya ven la marcha que llevamos en la provincia.
La sacristía es una estancia pequeñita y conventual, situada detrás del retablo mayor. Por un ventanal de la sacristía se coloca y se saca de su hornacina la imagen de la Patrona. En un rincón están recogidos los estandartes y los palios, las cruces, los pendones y los ciriales de la procesión, todo ello de cuando el pueblo contaba con cincuenta o más casas abiertas.
-Los domingos terceros se hacía una procesión con el palio dentro de la iglesia. Una costumbre que ya hace tiempo que desapareció.
El piso de la iglesia está entarimado. Sobre las tablas de la nave se pueden ver y contar, ya desgastados, los números indicativos de las tumbas de cuando las iglesias hacían además función de cementerio.
Luego, lloviendo fino pero incesante, mis amigos y yo nos acercamos hasta la ermita de San José que queda a la entrada. El aspecto exterior de la ermita, abarrocado, de piedra piadosa y extraordinariamente adornada, resulta en verdad sorprendente. Toda la imagina­ción decimonónica y la posible capacidad para la filigrana en la arquitectura, tienen su sede en esta recoleta ermita de Anchuela, a la que, como a tantas cosas, le cayó la picadura mortal del abandono, y un poco también el siempre doloroso desplante de la desconsideración.
-Mire, aquí detrás pone la fecha de cuando se hizo: 1890. Los ancianos de antes decían que se construyó en sus tiempos. Yo aún me acuerdo de cuando aquí había la costumbre de decir una misa en la ermita todos los meses.
-Claro. Hay que reconocer que con un solo habitante en el .pueblo no se pueden hacer las cosas como se debieran, y todo andará de mal en peor.
Sobre la complicada y elegante fachada de la ermita se puede leer el nombre de San José en letras rosadas con relieve de piedra. Los anagramas de María y de José, uno en cada extremo, y sobre ellos un escudo desgastado que semeja un cáliz, para terminar en veleta y airosa cruz de forja sobre un pigote mayestático de piedra labrada parecido a una tiara papal. Dentro de la ermita, el alarde de figurillas, pinturas murales de trazo ingenuo, líneas en los arcos imitando un trabajo de marquetería, lejana apariencia de arabescos, ocupan el total de los muros que de vez en cuando se ven inscritos con frases alusivas a la vida eterna, a la devoción al Santo Patriarca y a las Ánimas del Purgatorio. Los exvotos, las láminas enmarcadas recubiertas de polvo, las piezas de retablo amontonadas, los elementos inservi­bles de iglesia del pueblo y de la propia ermita con algunas imágenes desvaídas y sucias, completan el sombrío maremagnum de lo que hay dentro, monumento al desorden o lección de cosas de lo que no debiera ser.
-Fíjese en el piso. Está completamente deshecho. Aquí no se puede entrar -advierte don Emiliano.
Una estampa del Papa León XIII y otra de San Pío X cuelgan de sus marcos en las pechinas. Por la bellísima ermita de San José no parece que haya puesto su mano el hombre, para bien, desde principios de siglo.
-Bueno; pues acompáñeme a casa, que le voy a invitar a una bebida que usted no ha tomado nunca.
El obsequio de mi amigo de Anchuela, don Emiliano Orea, es una copa de un licor riquísimo, moradote, color de vino tinto, con sabor a anís y un remoto paladar a café tostado. Ciertamente que no lo había probado nunca.
-Esta bebida se llama "pacharán". Me enseñaron la fórmula unos navarros. Dicen que Zoco, el que jugaba en el Real Madrid, tiene una buena fábrica de esto, no sé si en Pamplona. Hoy mismo me voy a preparar cinco litros para el año que viene. Ya tengo ahí a punto las endrinas. Hay quien lo hace con cazalla, pero no resulta.
De personas así, amables y obsequiosas como el señor Emiliano y su esposa doña Guadalupe, es difícil despegarse sin sentir un rasguño interior en esa bolsita del alma donde se guardan los afectos. La hora se encargaría de ello, y éste es el momento, a varias semanas de aquella fecha, en que uno los recuerda con gratitud y les guarda de por vida inscritos en la voluminosa lista de sus incondicionales.
(N.A. Junio, 1987)

ANCHUELA DEL CAMPO


La del Campo es una de las históricas sexmas molinesas que ocupa una extensión considerable de tierras y de pueblos, coincidiendo con la zona nordeste del mapa general del Señorío. Anchuela del Campo, por su parte, tal vez sea uno de los tradicionales lugarejos de aquella sexma más despoblados e intrascendentes, al menos en apariencia.
Hallamos nuestro pequeño burgo en la misma carretera que desde Anquela del Ducado sale hacia Milmarcos, dejando atrás Turmiel y el abundoso cauce en primavera del río Mesa. Con los tiernos soles de abril, apenas si llegamos a divisar en las afueras de Anchuela la sólida fábrica de su iglesia, un puñado de casa marrones y poco más. Luego aparecerá un chopo copudo y desmochado, una chopa más bien en sustitución del clásico olmo cerca de la casa de Teléfonos y del buzón de Correos, y algo más adelante una balsa con tremendo barrizal en la que abreva el ganado, una ermita que se hunde y pare usted de contar. el casco urbano queda, en esta ocasión, a mano izquierda del caminante.
La gente de Anchuela, por lo que se ve, bien entrada la mañana no ha salido aún a la calle. Es preciso irla a buscar donde se encuentre. Por las orillas del pueblo se oyen al llegar los cacareos de las gallinas y el bullidor y desconcertado piar de los tordos en el tejado de la iglesia. El coche lo dejo al pie de un caserón al que han rejuvenecido excesivamente el porte. como una isla de piedra tallada en mitad del ocre mar de los encalados, resalta el escudo heráldico de los Cubillas, familia ilustre con raíces en pleno siglo XVI, de la que nacieron algunos militares y eclesiásticos de gran renombre, como don José Martínez Malo y Cubillas, oidor de la Real Chancillería de Santa Fe de Bogotá, o don Gregorio Martínez Cubillas, muerto heroica­mente en Portugal cuando la Guerra de Sucesión con el grado de capitán de Infantería.
Por encima del juego de pelota hay una calle en obras. En Anchuela por este tiempo andan en obras casi en todas las calles. Una señora cruza la carretera con mucho cubos y latas vacías enmanojados del asa.
-Poco personal, señora, por lo que se ve.
-Pocos. Aquí cada cual estamos a lo nuestro.
Más adelante me cruzo con un señor bajito que viste un mono azul. También debe estar a lo suyo, porque le doy los buenos días y no contesta; pienso que no debe oír.
-Y que lo diga. Está muy sordo el pobre.
Al volver la esquina hay una casa en la que no vive nadie. Tiene un piso alto con galería descubierta, con corredera de balaustres que debieron ser muy artísticos, destartalados ahora y maltrechos por la intemperie. En el techo de la galería se ven trazos geométricos muy elementales, pintados en tonos añiles y marrones la mar de llamativos. algo más arriba hay otra vivienda especialmente curiosa; es una casa estrecha y alta, de piedra sin pulir, deshabitada como casi todas las de Anchuela y que remata en palomar. Después me dirían que precisamente La Casa del palomar era su nombre.
-La verdad es que el pueblo no tiene mucho que ver, señora. Enseguida se acaba.
-Nada; hundimientos nada más. A eso de abajo le decimos Los Hoyuelos, que tampoco vale para nada. Lo bueno del término lo tenemos lejos, y aún hay bastante.
Anchuela es en sus alrededores un pueblo de escombreras y casillas de piedra que en otro tiempo fueron pajar y almacén de grano, por donde las eras. En el barranco de la Nevera se ve como fondo una faja aprovechable de tierra para sembrar; las vertien­tes que la circundan son hoscas e improductivas. Un gallo en la calle del Sol camina erguido a la pata tiesa, marcial el paso y ojo avizor como los caballos de alta escuela. La porción de campo que media entre las casas del pueblo y la iglesia es todo ello una huerta desatendida, donde se pueden ver algunos arbolillos frutales comidos por la maleza.
-Si no hay manos que lo trabajen. Se lo digo yo.
Algunas de las ventanas balconadas y puertas de Anchuela, tienen como cortaaguas el típico tejadillo en ángulo, que en los días soleados del verano también le sirve de sombrilla. Un señor está leyendo a pleno sol en el patio de una casa distinguida que da a los Hoyuelos.
-Aún se ven algunas casas buenas -le digo.
-Sí; ahí vive el alcalde. No sé si estará o habrá salido con el ganado. Pregunte.
Me abre la verja una señora que se llama Milagros. Su marido, alcalde pedáneo y al tiempo concejal del Ayuntamiento de Establés, había salido al campo con las ovejas.
-Bueno; pero si sólo es para ir con usted para que le acompañe a ver el pueblo, pueden ir el abuelo y el chico.
El abuelo se llama don Mateo Martínez, y el nieto Javier. El abuelo deja la lectura encima del poyo, y andando despacio para desentumecer, se sale a la calle.
-Le gusta leer. Eso siempre va bien.
-Es que me han suspendido en el colegio -me dice- y ahora tengo que aplicarme. No hay más remedio.
-¿Cuánta es la población de Anchuela en este momento?
-Cuatro gatos somos en total. Alguna treintena, o puede que no llegue. En verano aumenta mucho la cosa de habitantes.
-Lo que quiere decir que Javier no puede jugar al fútbol, aunque le guste.
-¡Qué va! -dice el chico-. Aunque se juntara todo el pueblo. Así de mi edad sólo estamos mi hermano y yo. Los viernes por la tarde venimos, pero pasamos la semana en Molina yendo al colegio. En el buen tiempo, a veces vienen mis primos, y más chicos; pero casi siempre pasamos los fines de semana solos.
El abuelo Mateo aclara que el pueblo tuvo vida en otro tiempo, y que el terreno responde; pero que a la gente le dio por irse, y si no se le pone remedio, dentro de unos años no quedará ni un alma.
-Mire, todo aquello de los bajos es de la Dehesa y la Cañadilla, un terreno de primera. Trabajando bien todo lo que tiene el término, aquí se podía vivir estupendamente, pero, váyale usted con esas a la gente joven.
Los tres nos vamos hacia la solanilla de la iglesia buscando el abrigo. Uno sabe muy bien que en las mañanas de invierno, incluso en las de abril, el simple hecho de recibir el sol de frente pegado a las viejas piedras de las ermitas y de las iglesias en los pueblos semidesiertos, es un placer inenarrable que han experimentado muy pocos.
-En estos sitios, habiendo sol es donde mejor se está. Nadie te molesta y te entretienes viendo lo que pasa por la carretera.
Aparte de su triple ábside semicircular como las hojas del trébol, la iglesia de Anchuela posee una espadaña calada por tres vanos que mira hacia el poniente. En uno de los dos vanos mayores hay una campana cortada por mitad; menos de media campana está asida a su melena con el cazo de bronce mirando al cielo.
-Se rompió hace mucho, y así se quedó.
Según la fecha que consta en el canto del muro donde remata el pretil, es posible que las obras finalizaran en 1641, sin contar, por supuesto, con los añadidos de siglos posteriores.
-Robaron hace poco. Se conoce que forzaron la puerta y se llevaron todo lo que había de valor.
-Que no sería mucho.
-Sí había cosas, sí. Se llevaron cuadros, collares de la Virgen, y todo lo que vieron. ¡Lástima que no se les quedasen las manos pegadas, como yo digo!
A derecha e izquierda de la tiara papal y de las dos llaves simbólicas que se ven esculpidas bajo el pórtico, se puede leer: «Esta yglesia y pórtico a espensas de don José Pérez y vezinos, se hizo», mientras que en el otro flanco dice: «Se concluyó a devoción de don Manuel Andrés, cura de esta parroquia».
La hemos retejado este año. Se aprovecharon las tejas de la ermita de San Miguel y ha quedado bastante en condiciones.
-Eso quiere decir desnudar a un santo para vestir a otro.
-Sí, pero como la ermita se nos hundía con tejas y sin ellas, se aprovechó lo que se pudo.
Bajo una cruz de madera que colgada sobre la pared se tuesta al sol, el abuelo Mateo y el adolescente Javier me hablan de que la fiesta de San Miguel ya no es para efectos patronales el 29 de septiembre, sino el 11 de agosto; y que para hacer compras y salir de tarde en tarde un poco de aquel rincón, la gente se va a Molina.
-Nos pilla a un paso; pero la verdad es que para cosa de comestibles no echamos de menos las tiendas; lo que hace falta son duros. Los vendedores de las furgonetas andan por aquí casi a diario. Algunos vienen de Teruel, y otros de la parte de Valencia.
Por las umbrías de la Loma de la Torre está el depósito de las aguas, allá entre las sabinas. Las sabinas, las mitológicas e incorruptibles sabinas, símbolo de una buena porción de las tierras del páramo, son empleadas en varios de los pueblos molineses a falta de mejor servicio, para quemar en el fuego. Pese a su indiscutible condición de madera de lujo, alegan los campesinos de las sexmas que su madera se trabaja muy mal, y que apenas se utiliza para las obras. Todo un tratado de aplicación práctica, de la imperante ley del mínimo esfuerzo.
Me despido de mis amigos de Anchuela del Campo bajo el escudo heráldico de los Cubillas en la misma plaza. No sé si volveré a verlos otra vez; será difícil. El sol se remonta sobre los hombres y sobre los campos, mientras que el hato de ovejas se apelotonan en vasto vellón a beber en los bordes de la balsa.
(N.A. Mayo, 1986)

martes, 30 de diciembre de 2008

AMAYAS


Por haber cogido la hora a contrapelo hube de comer de fiambre al pie de una sabina de las que pueblan el páramo una vez dejado atrás el pueblo de Labros. Desde Labros hasta Amayas es todo un agrio bosquedal de sabinas, de aliagas y de tomillos en sus más variadas especies. Por las umbrías y en los espacios en sombra permanente que hay entre los arbustos, quedan aún vestigios apelmazados de la última nevada primaveral. el ambiente del campo es de absoluta calma. Ni un rebaño, ni un transeúnte, ni siquiera el viento del valle del Mesa sube a estas alturas para hacerse sentir.
Amayas queda ligeramente desviado del camino a nuestra mano derecha. Se advierte a distancia como un pueblo hostil, sin sombras ni árboles, donde manda la piedra y tiñen los centenarios ocres que dan carácter a los viejos pueblos de la trashumancia. Un pairón molinés: "A devoción de Santiago Mellado.1896" nos pondrá en un minuto en la Plaza de Pascual Pérez Soler, donde está la iglesia. En el pairón hay azulejos por cada cara en memoria de las Ánimas Benditas, de San Roque y de San Antonio de Padua. Antes de llegar, se sienten los ladridos de los perros que cortan el aire como latigazos cuando el pueblo sestea.
La plaza de Amayas cuenta con el juego de pelota en el mismo centro, con una olma moñuda y desmochada sobre un doble escalón donde tomar la sombra, y con cuatro o seis perros que dormitean en paz afectados por el nubarrón de la tarde. No se ve un alma. Parece como si a todos los hombres del mundo se los hubiese tragado la tierra. Al cabo dobla la esquina sin decir ni media aun joven con jersey amarillo canario y un portafolios en la mano izquierda. Por simple intuición, uno piensa que el joven del portafolios pudiera ser el médico o un corresponsal de las cajas de ahorro.
En la portezuela de un coche todoterreno dice: "A. Marco. Ama­yas. Guadalajara" Dentro del pórtico en la parroquia de San Martín queda el acceso a la iglesia y la fecha del añadido que se cifra en 1887. Asegura la entrada una verja de hierro pintada de negro. La antigua escuela de niños asoma por una de las ventanas que dan al sol las cajas de cerveza. Ni qué decir que, con el despobla­miento, la escuela de niños ha corrido la misma suerte que tantas más en otros muchos pueblos que uno conoce: centro social, teleclub, sala de recreo o simplemente bar, a falta de alguna otra actividad más aparente en qué ocuparlas. Por la amplia explanada de las eras se ven clavadas de cepa en el suelo medio embarrado las porterías de jugar al fútbol los veraneantes. Unas cuantas gallinas picotean a sus anchas en el espeso yerbazal que regaron las lluvias. Como fondo, al otro lado del pueblo, los rudos montículos improductivos que algo tendrían que ver para que la población de la comarca se diezmase en cuestión de años.
Amayas, tal y como así consta en la monografía escrita por don Pascual Pérez Soler, recordado secretario de ayuntamiento al que aquí se le quiere como a un padre, es nombre originario del vascuence, y significa "arriba", impuesto a buen seguro por pastores procedentes de aquellas tierras norteñas que en estos escalones del páramo debieron habitar hace siglos, teniendo en cuenta la diferencia de altitud (más de 200 metros) sobre su vecino Mochales, situado en pleno valle.
Al fin acierto a llamar en una casa que encuentro con la puerta entreabierta. Me sale a recibir un hombre que se llama Alejandro, Alejandro Yagüe Escolano. Me explica que es el alcalde pedáneo, y como tal le ruego dedique unos minutos a acompañarme para ver el pueblo. Acepta de buen grado, y en su compañía vuelvo otra vez hacia la plaza.
-Es un pueblo muy pequeño, no tiene nada -me dice-. Como mucho vivimos aquí unas veinticinco personas.
-Poco campo, y escasa juventud es lo que veo.
-Campo malo, de sabina y de chaparro, lo que quiera. De tierras de labor ya hay menos. Jóvenes, nada; y de chicos, uno o dos que llevan al colegio de Molina. Como van las cosas, los pueblos de por aquí están casi todos muertos. La gente se marchó a las capitales y nos dejaron solos.
-He visto muchas casas en obras.
-Algunas hay. Ahora estamos arreglando lo del ayuntamiento para sacarle más provecho. Hemos preparado una habitación para el consultorio médico, otro salón grande para que se divierta la juventud cuando la fiesta, y otro más pequeño para secretaría y oficina.
-¿A qué Ayuntamiento pertenecen?
-A Tartanedo.
-¿Sigue siendo en Noviembre la fiesta de San Martín?
-No; ahora se celebra el primer fin de semana de agosto. Se trasladó para que pudieran asistir los que viven fuera. Así se ha convertido en una fiesta variable, sin un día fijo.
Cuando Alejandro, el alcalde, me llevó a que viera la iglesia, ya se habían agregado al grupo otros dos amigos más: Armando Marco, el del todoterreno, y Ramón Olías, taxista jubilado de Madrid que sirvió en el oficio durante treinta y tres años.
-Casi nada, ya ve usted. Y no dirá que por eso me acuerdo de la capital, ni mucho menos. Si voy alguna vez, enseguida me entran unas ganas locas de volverme a casa.
Armando, el labrador, fuma puro como los señorones adinera­dos, y es un ardiente defensor de su gremio.
-Hombre, claro que lo soy, por la cuenta que me tiene. Los labradores somos el oficio más desunido que existe, y así nos pasa, que todos los golpes se nos vienen encima. De nosotros todo el mundo abusa.
Hay en las contrapuertas de la parroquia dos bajorrelieves que merecen la pena, uno que representa a San Roque y el otro a San Martín de Tours. La iglesia es de nave única, más bien pequeña, acorde al parecer con la contada población que tuvo Amayas. El retablo tiene colocada en la hornacina superior la escena de su Patrón a caballo, repartiendo su capa con el mendigo. Por debajo, la imagen de un santo obispo, al que también veneran en el pueblo por San Martín, y que igual pudiera ser San Blas, San Agustín, San Fermín o San Nicolás de Bari. Uno no se lo explica, pero las costumbres y la devoción de la gente tiene a veces esos detalles pintorescos. Efectivamente, el Patrón de Amayas ejerce su titularidad en ocho o diez pueblos más de la provincia y que uno recuerde, y aunque fuese en vida obispo de Tours, resulta insólito el hecho de que se le muestre a la devoción de los fieles en traje talar, mitra y báculo. Por mi parte tomo la debida nota por lo que ello tiene de singular, aunque también de legítimo: Otros retablillos laterales están dedicados a Santa Bárbara, San Antonio de Padua, al Santo Cristo y a la Virgen del Rosario. En las pechinas, sobre las que descansa la sencilla cúpula del presbiterio, se ven un poco deterioradas cuatro pinturas con los Evangelistas.
-Ahora le podemos enseñar el Centro Cultural. Lo tenemos ahí, en lo que antes era la escuela mixta.
En realidad, el Centro Cultural "San Martín" está en la misma plaza, al lado de la iglesia, de la olma y del juego de pelota. En él hay unas cuantas mesas, un mostrador con botellas y trofeos sobre los anaqueles, un montón de cajas apiladas y una estufa de leña. Por detrás de las botellas se ven carteletas con dichos, consejos y recomendaciones.
-Lo abrimos a diario, pero como somos pocos nos metemos en una habitación aneja. Cuando somos más encendemos la estufa.
-¿A qué suelen jugar?
-Al guiñote -aclara Ramón Olías-, pero, como yo no lo entiendo, me ganan siempre. Les digo que al mus, que es lo mío, pero no entran.
El Centro Social, según explica Amador, fue montado por los socios en aportación equitativa y administrado hasta hace poco por una sociedad; pero que no resulta. Provisionalmente se encarga de él Ramón Olías.
-Sí, muy provisionalmente. Esto da muchas complicaciones y a mí tampoco me interesa. Lo hago para que no desaparezca, pero todo son pegas y me parece que no estoy dispuesto a seguir.
Como en tantos centros semejantes, un folio escrito a mano muestra en el tablón de anuncios las cuentas claras con cifras y detalles. Amador insinúa que eso es para información, más bien, de los socios que viven fuera.
-Hombre, claro. Los que no están aquí a diario nos piden cuentas.
-Lo que no significa que hayan perdido el deseo de verlos por aquí, supongo. Por lo menos siempre darán vida al pueblo.
-Pues, qué quiere que le diga. Estamos deseando que vengan, ya ve. Yo mismo, tengo cinco hijos que viven fuera; pero cuando vienen los veraneantes, no sé qué pasa, que nos quitan la tranquilidad. Pocos son, pero hay algunos que saben mucho, parecen abogados de secano y nos dan quehacer. La mayoría son buenos chicos, como hijos y descendientes del pueblo que son, pero no todos.
Con cosas como éstas, mejores, peores o parecidas, se entreteje, bien lo sé, el encanto y la singularidad toda de la vida rural en nuestros pueblos, algo así como la sangre de la raza, más acusada cuando los pueblos son menores. Hoy nos hemos detenido en Amayas, allá en el balcón molinés próximo al Valle del Mesa en la zona más septentrional del Señorío. Amayas, igual que Labros, Hinojosa, Tartanedo, Concha, Mochales, Villel y Algar, es pueblo donde uno deja amigos, gentes nobles que emplean el corazón cuando llega la hora de suplir cualquier deficiencia; hombres y mujeres transparentes como el cristal, en este mundo nuestro de opacidad y embrollo.
(N.A. Abril, 1986)

ALUSTANTE


Después de doscientos kilómetros de viaje, el descanso cuando se llega a Alustante es una necesidad vital. Lástima que las áridas tierras de Molina, aquellas donde uno siempre tuvo la ocasión de descubrir algo nuevo que a veces contó y otras se guardó para sí, no estén un poco más al alcance de la mano. El verdadero Señorío de Molina trasciende de los límites inhóspitos del páramo, es algo inmaterial y por siempre perdurable, está en el secreto señorial de sus pueblos, en la nobleza de sus gentes, todavía incorrupta como legado generacional de la Historia que, a falta de otra cosa que dar, dejó regados a lo largo de los siglos una pléyade de varones ilustres cuya huella quedó impresa en el carácter y en la forma de ser y de vivir de cuantos les han precedido. Hace ahora medio siglo, el doctor Layna Serrano escribía con motivo de un viaje al propio Alustan­te: "Hablando con gente de aquella tierra, uno creyera verse con señores disfrazados de pastores". Hoy es posible que la frase del llorado don Francisco no se ajuste del todo a la realidad. Alustante, lo mismo que el resto de las villas y pueblos de su comarca, no ha perdido el tren de las modernas formas de vivir, sin detrimento de su gravedad de origen que los molineses lucen como lo mejor de toda su herencia.
Alustante no tiene en sus alrededores ni un árbol para cobijarse, ni una fuente donde matar la sed. Sentado sobre un tronco seco en las eras de la Lomilla, uno prepara, bajo la sombra maternal de una nube, su entrada oficial, vela las armas como un nuevo Alonso Quijano antes de emprender la aventura, siempre difícil, de colarse de soslayo por la puerta falsa, para otear con todo respeto y con admiración profunda, la previsible hermosura de este pueblo señor.
Las pilas de madera de la fábrica y la fachada colorista de la Casa-Cuartel sirven de límite con la carretera que pronto acabará perdiéndose en tierras turolenses. Luego, la plaza. Está completamente sola. A la hora de la siesta cruza un señor, de tarde en tarde, con la cabeza baja, y los niños corren en bicicleta alrededor del jardinillo que le sirve de marco. Un surtidor arroja tres chorros de agua que salen por el pico de un cisne; monótono caer de la fuente que observa atento desde su pedestal en el centro de la plaza el busto del doctor Vicente Fernández.
-Oiga: ¿Este señor era de aquí?
-Sí, claro que era de aquí. La estatua se la ha puesto el pueblo.
-Ya lo veo. Fue médico, claro.
-Sí. Se fue del pueblo a hacer la mili a Madrid y se puso a estudiar; se hizo médico y luego descubrió dos o tres productos farmacéuticas muy buenos que le dieron fortuna. Debió ser una eminencia, según cuentan.
-¿Hace mucho tiempo que murió?
-Mucho no. La gente mayor se acuerda de él perfecta­mente. Llegó a ser Teniente de Alcalde de Madrid, y en recuerdo de su pueblo mandó poner allí a una calle el nombre de Alustante.
Hasta la plaza llega el sonido de un televisor desde un bar cercano. El bar es un establecimiento grande y muy moderno, con largo mostrador que atiende una mujer que se llama Milagros. Tres ancianos miran desde sus sillas las imágenes en color y escuchan atentos las últimas noticias. Mientras sirve, la señora del bar me habla en un tono nostálgico, desesperanzado y tristón, que a uno le cuesta trabajo aceptar.
-Aquí ya no queda casi nada. Había muchas costumbres, y muy buenas. Son terrenos fríos, que no dan, y la gente se ha ido o se ha tenido que quedar para vivir con arreglo a lo que hay, y ya ve usted que no es mucho.
-Pues he visto por ahí algunas fábricas.
-Sí; hay dos serrerías y lo que van sacando del campo. No hace mucho, había en este pueblo una docena de familias que vivían del campo, eran tratantes; pero al desaparecer las caballerías, aquello desapareció también.
Andar en solitario por las calles de Alustante es adentrarse de lleno en el recuerdo de las grandes villas que fueron luz durante los últimos siglos, es perderse en silenciosa meditación intentando hilvanar los caprichosos hilos de la Historia, entretejidos con la presencia todavía en pie de gallardas mansiones con puertas en arco de dovela; de rejería artística, testimonial, afiligranada e irrepetible en sus ventanas, que, con la habilidad magistral de los grandes artistas, moldearon siglos ha los propios herreros de la villa.
En Alustante nació en 1651 Fray Francisco Bordoy, eminente hombre de letras, autor de una Gramática Castellana, a quien en su tiempo se conoció como el "Nebrija redivivo"; y Juan Rosillo de Lara, también por aquellos años, considerado como el más prestigioso jurisconsulto de la época; y Fray Martín Rosillo, autor de un libro cuyo título exacto fue "Admirable sudor de la imagen de San Francisco en tiempo de guerra, cuadro que se conserva en Traid"; y Bonifacio Fernández de Córdoba, virrey de México, entre una lista interminable de personajes ilustres, que con el doctor Vicente Fernández nos dejaría en el presente siglo.
Ante la imposibilidad de que por ausencia me enseñase la iglesia el propio don Santiago, sacerdote joven e íntegro, a quien el viajero conoció de cura en Somolinos, la señora Gloria me presentó a don Juan Martínez, sacristán y peluquero desde los años de su juventud, hombre bueno, servicial, de los de alma transparente y sonrisa perpetua, quien me acompañó con absoluto desinterés durante una de las horas más gratas que recuerdo.
Andando hacia la mole parroquial que domina sobre todo edificio una torre cuadriforme, muy alta, posterior en el tiempo al resto de la iglesia, don Juan Martínez me fue contando que en el pueblo abundan los Lorentes, los López y los Izquierdos, que él es sacristán y barbero desde hace cuarenta años, y que en Alustante hay más de cuatro casas que para ellos las quisieran muchos poderosos de la capital.
-San casas divinas; algunas las hay divinas, de verdad. La del Tío Borriquilla, que le decimos, o esa del Tío Ventura, o la de los Mansillas, la de los Eusebietes, y muchas así. En este pueblo se ve que ha vivido gente de mucha importancia.
Desde el atrio, por encima del jardín que rodean unas cuantas ruedas de carro pintadas de colorines, se contemplan al fondo las lomas de Valhondo y de los Quemaos, y los cerros de Medio y el Costal de la Corza, más hacia tierras de Checa. La portada de la iglesia es una filigrana en piedra del XVI, rematada en arco de medio punto. Dentro ya, uno prefiere limitarse a escuchar y a ver, que en estos casos la experiencia le dice que es la mejor postura. La iglesia de Alustante da para más, para mucho más de una hora de visita, que será el tiempo que pudimos dedicar para ver con detalle, sino todo, si una buena parte de lo que allí hay.
-El retablo es hermoso, ¿verdad que sí? Yo creo que es lo que más vale de la iglesia -me dice Juan-. Aquel de allá arriba es San Miguel Arcángel, y esta de más abajo es la Asunción de la Virgen.
El retablo es hermoso, como dice Juan, y realmente lo es. Una joya del arte renacentista, donde, aparte de la imaginería antiquísima y bien conservada que lo adorna, sería injusto no destacar en el conjunto la riqueza en relieves, pinturas y columnatas que en sus diferentes cuerpos van cubriendo todo el muro frontal del presbiterio.
-Yo he oído decir -explica Juan- que el que lo hizo se murió sin acabarlo de dorar. Y en esta otra capilla está el Cristo de las Lluvias.
-Y bien que les habrá venido ahora con la sequía, ¿no?
-Pues mire, cuando no llueve, aquí solemos sacar a San Roque, pero un año siendo yo muchacho sacamos al Cristo. No ha vuelto a salir más, que yo recuerde. Y fuimos todos los cofrades que somos el pueblo entero. Yo no sé qué pasó con unos cables de la luz, que hubo un cortocircuito y casi arde todo el pueblo. Aquello daba miedo. La cosa es que cuando lo sacamos al Cristo estaba raso; luego se lió una tronada antes de llegar a la iglesia, y cayó una de agua que todavía nos acordamos. Ha ce unos días con San Roque nos pasó casi igual.
-Pues el Nazareno de aquella capilla es un capricho.
-¡Hombre! Aquel vino desde el palacio del Rey. Resulta que uno de aquí fue médico del rey Carlos III, y, por lo visto, le curó a su hijo y no le quiso cobrar nada. La cosa es que el Rey le regaló la imagen y el la trajo como donativo a la iglesia de su pueblo.
-¿Cuál es la Patrona?
-La Virgen de la Natividad. La imagen está aquí detrás. ¡Guapa, sí Señor! Los miles de fotografías que le habrán hecho.
Mi amigo Juan me habló del órgano que el nunca ha conocido funcionando y que allí está, como pieza ornamental únicamente; pero sí que funciona el armonium y lo toca él con la misma ilusión de un niño caprichoso. En el silencio del templo, con la puerta cerrada, es un espectáculo pintoresco, por lo que pudo tener de inhabitual, escuchar las voces no mal coordinadas del sacristán y del periodista entonando los kíries de la "Misa Coral de San Pío X" acompañados por el pequeño órgano de la capilla del Nazareno.
-Digo yo que el cura estará contento con usted.
-Y yo más. Esto de la música es lo más grande que hay.
En la sacristía nos encontramos con una señora enseñando el catecismo a cuatro niños, que iban repitiendo de rutina las primeras oraciones de la doctrina Cristiana. Luego vinieron algunos cuantos más hasta completar un grupo nutrido, atento y disciplinado. Los niños de Alustante tienen cara de listos, y acuden a la doctrina por sí solos, sin que nadie los tenga que mandar.
-Hoy hemos empezado tarde y han venido pocos; pero, cuando llega la hora, no falta ninguno.
Vimos después la imagen de Santa Catalina y el Ecce-Homo, ambas imágenes del siglo XVI, y la Virgen de los Desamparados, regalo de los hijos del pueblo que viven en Valencia, y San Roque, la milagrosa imagen de San Roque, para quien no faltaron las palabras más fervorosas y sentidas de Juan.
-Éste es nuestra prenda. Póbrecico. Cuántos milagros nos ha hecho siempre que se lo hemos pedido. Cuánto nos habrá dado a ganar. ¡Prenda! Lo queremos más...
Pero la sorpresa quedó para el final. Es mucho lo que allí vimos, aunque por prudencia uno prefiere quedarse con pequeños detalles guardados para sí en el recuerdo: Por una puerta oscura nos colamos al cuerpo de la torre, a la que se puede ascender fácilmente escalando su famoso "caracol", que con el de Tartanedo -menos conocido pero bastante parecido en su forma- son dos muestras interesantísimas de la arquitectura helicoidal sin apoyo alguno de espigón en el centro. Según explicó mi celoso guía, el "caracol" es una de las tres primeras maravillas del mundo.
-Sí, señor; para nosotros así es:

Quien haya visto Valencia
y los Arcos de Teruel
y el Caracol de Alustante
no le queda na que ver.

-Pues, no; no lo sabía, ya ve usted.
-Es de piedra blanda. Todo esto que brilla es de tanto como se ha sobado bajando. Yo bajaba desde arriba dando vueltas como en un soplo, igual que en un coche. Apoyaba la pierna aquí, y a volar.
Desde el coro, la iglesia tiene una vista espectacular, recargada, con un valiosísimo retablo mayor en el ábside. Después, la calle. El cielo oscuro de las primeras horas del atardecer se había ido desvaneciendo poco a poco, Cuando salimos, los campos de Alustante eran distintos, más risueños. Por la veguilla del Palomar, detrás de la iglesia, las tierras de cebada y los trigales lucían un color alegre, un verde brillante que favorecieron las lluvias de mayo, donde las tamarillas y los ababoles se mecen al antojo del viento que ahora baja desde las puestas del sol.
(N.A., Junio 1982)

lunes, 29 de diciembre de 2008

ALPEDROCHES


Por los baldíos cardosos y por los pinares de la Sierra de Atienza, los buscadores de setas andan en revolución. Muchos vehículos de cazadores de Madrid se dirigen de buena mañana hacia el coto del Pelagallinas desafiando las inclemencias del tiempo. Para que la gente se vaya acostumbrando, el mes de octubre se ha puesto a enseñar a estas alturas la cara cruel del invierno que se avecina. Las nieblas, bien cerradas, se pegan a la cumbre del Alto Rey y de los otros cerros próximos, mientras que por la sierra de Cantalojas y la de Riaza, los picos más sobresalientes del Macizo se han pintado de blanco durante la pasada noche. Nieve, sí; sin que la atmósfera haya tenido en cuenta lo prematuro de la época.
Antes de llegar por la carretera de Miedes a la altura del pueblecito de Alpedroches hacia el que ahora voy, me llama la atención la maquinaria dedicada a la molienda de piedra en una cantera que hay al pie del cerro. Después sabría que la cantera, dedicada a la extracción de gravilla para el alquitranado de las carreteras, queda en el término municipal de Alpedroches, y no de Atienza, como erróneamente se ha dicho o se ha escrito en algún lugar.
-Eso es así; usted dígalo bien claro. Agregados al ayunta­miento de Atienza, sí, pero guardando cada uno sus derechos y su personalidad. ¿No le parece a usted?
-A mí, sí señor. A los demás, no lo sé.
Las vertientes ásperas por las que se llega hasta Alpedro­ches se ven salpicadas por tremendos coscorros de piedra gris, un poco al gusto de las sierras graníticas de Navacerrada, sin que con aquellos montes esto tenga algo que ver.
Ya tenemos el pueblo aquí. Queda ligeramente escondido a mano derecha del caminante. En las afueras de Alpedroches hay olmos muertos y chopos semidesnudos, y zarzales, muchos zarzales sin fruto. Subiendo hacia el atrio de la iglesia, que es lo primero que el pueblo suele enseñar al viajero, el aire que baja del poniente sacude frío. La iglesia queda sobre un altillo, teniendo el pretil o barbacana a modo de mirador sobre los campos de labor que hay por debajo, en la vega, donde se ven mojadas las barbecheras de la simienza. El atrio se ve plagado de hierbas y de zarzales.
-Sí; eso lo tenemos un poco descuidado. Es verdad.
La espadaña, con palomar incorporado en época posterior, está orientado a la salida del sol, y no al poniente como lo están casi todos. Tiene dos campanas, y dos bolones de adorno, uno a cada lado. La pequeña iglesia de Alpedroches es por la traza de corte románico, con tres cuerpos en degradación perfectamente delimitados, que bajan desde el campanario hasta la cobertura de la nave. La puerta se recubre con un portalejo exterior sostenido por muro de arenisca y medias columnas de la misma piedra desgastadas por la lluvia. En alguna de las columnas se advierten nombres de personas escritos a punta de navaja. La portada es de medio punto, con sencillas estrías que adornan las cuñas del dovelaje. La puerta está cerrada. Por el ojo de la cerradura se ve todo oscuro.
Veo salir de una de las dos huertas, ya casi en hiberna­ción, que quedan al otro lado de la carretera, a un señor con cubos llenos de tomates cargados sobre una carretilla. Bajo enseguida y coincidimos los dos en la misma puerta del cercado.
-Preciosos los tomates para ser del tardío -le digo.
-Sí, aquí es que con la cosa del clima vienen más tarde.
Realmente, sin que medie ninguna otra intención de tipo propagandístico, los tomates tardíos de la huerta de don Claudio Hernández son de verdad hermosos.
-Oiga, esta carretera, cuando llega a Miedes adónde va después.
-Luego pasa por Retortillo y llega hasta el Burgo de Osma. Lo que no sé es si desde allí sigue todavía.
Yo he pasado varias veces por aquí, pero jamás entré al pueblo; lo haré ahora después. Tengo la impresión de que estoy en uno de los pueblos menos habitados de la zona, ¿no?
-Sí; puede que sea. De continuo quedan dos familias. Nos hemos marchado casi todos. Yo mismo vivo en Madrid. Ahora, como estoy jubilado, vengo temporadas largas en verano y algún fin de semana también. El pueblo se ha quedado solo, y esto tiene mal arreglo. Es una pena.
-Seguramente que añoran los años de su mocedad, sobre todo cuando están metidos en los líos de la capital.
-Mucho; nadie sabe cuánto. Pero no tenemos más remedio. Cuando llegan las fechas más señaladas, la Nochebuena, el día de la Patrona, a uno le gustaría que el tiempo volviese otra vez atrás.
-¿Cuál es la Patrona de Alpedroches?
-Tenemos como Patrona a la Virgen de Pentecostés.
-¡Qué bonito! No lo había oído nunca. La celebrarán el mismo día de la Caballada de Atienza.
-Sí, señor. Por entonces era. Creo que al día siguiente de la Caballada, para no coincidir. Me acuerdo que contratábamos a los mismos músicos, para que al día siguiente se viniesen aquí a tocar.
-Ahora, ya nada.
-Sí; aún tenemos nuestra fiesta, pero no en ese día. Hace años que la celebramos el segundo domingo de agosto. Dentro de lo que cabe, y de los pocos que somos, aún se anima el ambiente.
Por los espinos de la barbechera suenan las campanillas de un rebaño que no alcanzo a ver. En el pueblo se oye el lejano ladrido de un perro triste. Comienza a caer una llovizna inapreciable, que al momento cesa para insistir de nuevo al cabo de un rato.
-Digo, señor Claudio, que si merece la pena trabajar los huertos, puestos a echar cuentas.
-Pues no lo sé. Puestos a echar cuentas seguro que no merece la pena; pero en qué nos vamos a entretener la gente mayor si no es en esto. Además, nos va muy bien, porque si no tuviéramos este poco trabajo estaríamos sin hacer ejercicio, y eso, a ciertas edades no debe ser bueno. Y algo se va sacando también, aunque no sea mucho.
-Un día de fiesta como hoy, ¿en qué se distraen?
-En nada. Como el tiempo está malo nos quedamos en casa. con el buen tiempo nos salimos a pasear al campo, y esa es toda la diversión. Que conste que lo pasamos bien, que no queremos otra cosa. Si no fuera porque nos gusta, no vendríamos al pueblo.
El señor Claudio se sube por la senda del atajo con su carretilla de tomates buscando el camino más corto. Yo lo sigo con el coche por la carretera que me llevará, poco más adelante, a un empalme que conduce hasta el pueblo. Estando de pie en plena calle las manos se quedan ateridas, casi heladas.
Cuando concluye el ramal de carretera comienza el barro de las calles, y un poco también la desolación. Las casas de Alpedroches son de color marrón y ocre, con tejados rojizos, estiradas como en línea. Por una o dos de ellas sale humo de las chimeneas. La mañana requiere calma, y buen cobijo al lado de la lumbre. Dejo el coche junto al pilón de una fuente de cemento que no mana. Cuando le doy al grifo, entonces sí, suelta un chorrito abanicoso, retorcido e innatural.
Reguera abajo se van sucediendo las viviendas, cerradas unas, hundidas otras, pobladas las menos, aun hoy que coincide con la fecha más apropiada del fin de semana para que hubieran acudido los que viven fuera. La callejuela que baja desde la fuente bordeando al arroyo tiene una noguera y luego un pasadizo intransitable. Me doy cuenta de que en realidad no es una calle. Miro un instante hacia la copa casi limpia de hojas de la noguera. Tampoco tiene nueces.
-No señor, no ha tenido ni una. Es que no crió. Vino una escarcha al tiempo de la flor y se helaron.
El señor que me habla se llama Eusebio. Por lo que me contaría después nació en Prádena, y es uno de los dos vecinos que de continuo viven en el pueblo.
-Sí, vivimos aquí; pero cuando entran los fríos, muchas noches nos vamos a dormir a Atienza, a casa del hijo.
El señor Eusebio es un hombre bajito, como casi todos los serranos oriundos de la falda del Alto Rey. Viste con pantalón y chaqueta de pana roída por el uso. Cuando me sorprende mirando a la noguera, lleva en la mano un cubo lleno de picaduras de col y un biberón de goma ajustado a una botella de las de la cerveza media de leche. Es un señor simpático y sin complejos, ameno y de grata conversación.
-Pues mire usted, uno a la ignorancia; sin saber si dice bien o dice mal.
-¿Adonde va usted con todos esos artilugios?
-Voy al casillo de los corderos. Es que tengo mellizos, así muy chiquitos, y les ayudo un poco con el biberón. Venga y los ve.
Cuando su dueño abre la puerta, media docena de bichejos blancos, lanudillos y retozones, se vienen corriendo hacia él. Cuando les arrima la botella de leche, se empujan y se pelean por coger la vez. Los dos o tres más pequeños se la beben toda en un instante. En la oscuridad del establo el señor Eusebio me cuenta cosas que con el balido de los corderos no comprendo.
-Mire, ese hombre que viene por ahí es el Claudio. Ese vive en Madrid.
-Lo conozco. Lo he visto hace un momento cuando subía con los tomates.
Luego, junto a la fuente, aguantando las primeras gotas de un turbión que se las promete serio, Claudio me cuenta que están sin teléfono y sin muchas esperanzas de que se lo pongan. Le digo que hacen bien en desconfiar, porque los que pueden se suelen hacer oídos sordos ante necesidades tan vitales en un pueblo donde, por mucho quedar, solo viven cuatro viejos. Le aconsejo que tenga paciencia.
Sí; paciencia sí. De eso sí que no falta. A ver si con lo poco que nos dan de la cantera tenemos, por lo menos, para adecentar las calles.
Pasan ahora junto a nosotros dos chiquillas de capital. Llevan bolsas de plástico y van con dirección a los pinos. Alpedroches tiene su pinar propio de joven plantío, un poco al noreste. Desde el pueblo no se ve.
-Las chicas, a buscar setas, ya lo ve. Lo que da el tiempo.
Otro lugar moribundo en la cuenta particular de una provincia vieja. Alpedroches, que ahora mil años vio pasar de cerca las huestes del Cid, se extingue poco a poco obedeciendo a las modas, a los modos y a los imponderables del final de nuestro siglo.

(N.A. Noviembre 1987)

ALPEDRETE DE LA SIERRA


Antes de ir, alguien me habló de Alpedrete como prototipo del pueblo, por decirlo así, dejado de la mano de Dios. Uno no sabe cuales son los moldes que la gente emplea como patrón a la hora de juzgar a un pueblo, y a fe, que en ocasiones los juicios son injustos, y dolorosos a causa de la injusticia. En más de una ocasión nos hemos encontrado don la sorpresa de que aquel defecto o vicio público que se le achaca, es en el fondo su más sonora virtud. ¿Quién, si no, puede dar al que la busque aquella paz como la que se vive en estos pueblecillos insignificantes, perdidos entre montañas? ¿Dónde el palpable latir del corazón humano de sus buenas gentes? ¿Dónde la pureza que todavía se respira en su aire? ¿No es ese el ideal que pretenden con fórmulas inviables las grandes potencias que en el mundo son? Con mi rendido respeto hacia quienes allí viven, y con la demostrada reverencia que uno profesa a éste y a otros pequeños lugarejos de la sierra, emprendo viaje a media tarde de un día caluroso del mes de julio. Alpedrete de la Sierra no está excesivamente distante de la capital. Es, yo creo, el pueblo serrano más próximo a la metrópoli.
La carretera de Valdepeñas es como una cinta ondulada que atraviesa el pizarroso valle de cerros negros, y culmina, no muy lejos, en las afueras de Alpedrete.
En los pequeños cuartelillos de la vega, los previsores campesinos han instalado cuerdas de lana con colgaduras para ahuyentar a los gorriones que se comen la cosecha. Por el camino del Monte bajan hacia el pueblo cuatro caballerías cargadas con haces de mies por el viejo sistema de las amugas. Una mujer hace calceta en el rocho de las Hazas, al tanto de la barbarie devastadora de los pájaros.
-¡La leche que habéis mamao, canallas! ¡Largo de aquí!
Los pájaros, asustados, se van desde la cabecera al final de la finca. Cuando la mujer los echa de aquella parte, se vienen a ésta.
-Parece que no hacen mucho caso de las cuerdas, señora.
-Qué van a hacer. Se pasean entre ellas como si tal cosa.
Aquí me tiene usted todo el día voceándoles, porque si no, estos cabritos no dejan ni un grano.
El pueblo queda al final de la carretera; algo más abajo. Por las eras cercanas los hombres andan ocupados en la intensa labor del acarreo. Uno siente verdadera curiosidad por estar con ellos, por oler de nuevo después de los años el aroma de las mieses en las hacinas, y oír el soniquete característico de la molienda debajo del trillo arrastrado por la huebra de tiro.
Las eras de Alpedrete tienen el piso de tierra y de hierba que ha crecido entre las juntas. En esas condiciones, uno piensa que los trillos perderán en cuatro días las piedrecitas de pedernal cortante; pero Fermín, que sabe más de eso, dice que no.
-No señor; no les pasa nada. Como la parva es gorda, el trillo nunca llega al suelo.
-¡Y cuando está ya casi molida?
-Entonces se recoge y se albiela.
-¿Lo hacen con máquinas?
-No señor; lo hacemos con la horquilla y al aire.
-¿Cuántos haces le suelen cargar a la burra en cada viaje?
-Once cada vez. Y es demasiado para esta clase de ganao. Son animales ya viejos, que no pueden con el trabajo.
En otro lugar de la era hay una parvilla de matas secas, con troncos más o menos gruesos de un color oscuro.
-Y eso qué es -pregunto.
-Son habas -me responde-. Bien molidas y revueltas con grano, no hay cosa mejor para el pienso. A las mulas es lo que mejor les va.
-¿Quedan muchas caballerías en el pueblo?
-Aún hay, aún. Entre burros y mulas habrá más de cuarenta.
El hombre acaba de descargar al primer animal, y ahora empieza con el segundo.
-Todavía no he visto el pueblo; pero los alrededores me parecen muy bonitos. Debe ser un pueblo sanísimo.
-El pueblo vale poco -me contesta-. Aquellos cerros de enfrente son aún más sierra. Le decimos concha.
-De cultivo sólo tienen los campos que se ven desde aquí.
-No, hay más. Lo que faltan son manos. a la otra parte, por el Jarama, teníamos una ribera hermosa de reguerío; pero ya nada, se ha perdido.
-La sequía, claro.
-No, la sequía no. Es que ya nadie la trabaja. Los viejos no valemos, y los jóvenes no quieren. Así estamos.
En otras eras contiguas a la de Fermín hay gente trillando con el par de caballerías a paso lento, mortecinas, comidas de moscas. En las eras se ven infinidad de montones de mies, cada uno de una especie distinta: trigo, cebada, avena, yeros, habas secas para pienso, y hombres y mujeres que van y vienen tirando del ronzal por los caminos que acceden a las eras.
En las hazas que limitan con las primeras casas de Alpedrete se crían los garbanzales salitrosos, los patatares surqueros a la huerta y al rastrojo. Como sucede siempre en estos bellos pueblecitos de sierra, son los chalés del veraneo las construc­ciones con las que se abren desde las afueras las puertas del casco urbano.
En una plazoleta ínfima, rústica, donde hay instalado un buzón de correos, encuentro a tres señoras y a un hombre sentados a la sombra de la pared sobre el mismo banco. Las mujeres de Alpedrete hablan con una especial cadencia, distinta a la dicción común de los demás pueblos de la sierra.
-No se quejarán de su pueblo. Es muy bonito.
-No me diga -contesta el hombre-. Si esto es muy pequeñito y muy viejo.
-Eso no tiene nada que ver. ¿Por qué será, que en todos los pueblos se encuentra uno con más mujeres que hombres?
Los cuatro interlocutores se han puesto a reír. El hombre lo hace con cara de satisfacción plena.
-¡Mia, qué va a ser! Que tienen menos desgaste y por eso duran más.
-Diga usted que no -corta una de ellas-, que aquí andamos mitad por mitad. Cuarenta de cada clase. Lo que pasa es que los hombres están por el campo ahora, y por eso no se les ve. ¿No habrá venido usted a comprar una casa?
-No, señora; no he venido a eso. Aunque pasar un verano por aquí no sería tan mala cosa.
El pueblo sigue, calle abajo, hasta la iglesia, apartada a bastante distancia de las últimas viviendas. Un pastor guarda ovejas al pie de las peñas crestudas del Monte de Abajo, a la caída del Cuerpo de la Caleriza. Como fondo, ya a las puestas del sol, los pinares de los Almajones, cuyas laderas pisan y repisan en otoño los buscadores de níscalos, antes de dar, un poco más allá, con las aguas del Lozoya, de las aguas que durante siglos presumió Madrid.
Se ha levantado de pronto una ventolera suave que trae hasta el pueblo olores a retama y a corazón de pino; y remolinea por un instante el ramaje blando de las acacias. Las hierbas silvestre se han comido en una buena parte la pequeña explanada del pretil. La iglesia está cerrada. Tiene los paredones de adobe y la puerta pintada de un negro intenso como la muerte. Un azulejo dice sobre el arco: «Parroquia de Nª Sª de la Concep­ción». Dos niños se han puesto a jugar con los palitroques de una escalera de mano.
-Sólo abren cuando dicen misa -me han dicho.
El solitario cementerio de Alpedrete tiene la puerta contigua a la pared en ángulo de la parroquia. El viejo camposan­to está plagado de cruces negras y blancas que se levantan por encima del yerbazal. Cruces abrazadas por coronas de flores artificiales, pálidas, comidas por el sol y lavadas por las lluvias. Junto a tamaña poquedad, apunta el ciprés esbelto, apuñalando desde su rincón al azul purísimo de la tarde. Una viejita encorvada, pequeña como un alfeñique, pasa por el camino tirando del ramal del acarreo.
Otra vez en el pueblo, uno acierta a dar con un corrillo de señoras que cosen en el Callejón del Pozo. Las mujeres, al poco de tirar de la conversación, me cuentan que antiguamente ellas mismas se fabricaban la lana con los husos.
-Todas, sí señor. Aquí empleábamos el huso y el husaño para hilar. Y con aquel hilo hacíamos los jerseys, los calcetines, todo. Un poco bastos nos salían, pero duraban mucho.
-¿Viven bien ahora que las cosas han cambiado tanto desde entonces?
-Pues, ya se sabe, del trabajo. A pocas señoritas de Alpedrete verá usted salir en la televisión. Y estamos conformes. Qué le vamos a hacer.
-¿Cómo se llama usted?
-No se lo digo. Ésta se llama María, como la Virgen, y esa Marcelina; pero mi nombre no se lo puedo decir, porque es muy feo.
-Pues sería la primera vez que oigo un nombre feo de mujer.
-Sí, señor; yo me llamo Fecilina.
-Ah, pues no me parece nada de feo. Lo que suena es un poco a medicamento.
Se quedaron las buenas mujeres disfrutando a carcajadas de la ocurrencia del forastero. El fresquero de Torrelaguna acaba de entrar con la furgoneta en la Plaza Mayor. Torrelaguna y Valdepeñas surten a Alpedrete de pan, de fruta, de carne y de pescado casi a diario. Así me lo explicaba otra señora que venía por la calle de la Iglesia con un kilo de tomates en el delantal.
-Así que, ya ve usted lo que traigo -dice-. Para dos días. Aquí no nos falta de nada. dinero nos falta un poquito, pero tampoco es bueno darle al cuerpo todo lo que pida.
Hoy, caluroso día de verano, uno ha vivido una tarde sencillamente feliz. Cuando pasen los años, quedará presente a buen seguro en la memoria del viajero el recuerdo de Alpedrete, donde encontró, escondido en aquel vallejo que emparedan los cerros, un poquito de cada cosa de las que el mundo se dejó escapar: paz, conformidad con lo que se tiene, entendimiento y alegría sobre todo. Algo tan fácil de conseguir y tan poco corriente, quien sabe si por buscar con obstinación los caminos del bienestar por nortes equivocados.

(N.A., Agosto 1983)

domingo, 28 de diciembre de 2008

ALOVERA


Son muchas las ventajas que tienen sobre los demás estos pueblos vecinos a la capital de provincia, afectados en parte por la actividad y la forma de vivir capitalinas; pero les falta el encanto de lo rural. El exceso de población -aunque no sea éste en concreto el caso de Alovera-, para lo que es costumbre en cientos y más de lugares de nuestra provincia, los convierten en pueblos vivos, rebosantes de vitalidad; demasiado vivos tal vez, pero sin alma pueblerina, sin rasgos personales apenas porque se los absorbe la vida de la ciudad, lo que no deja de ser en determinados casos un problema serio.
Alovera se ofrece al viajero como un pueblo llano, eminente­mente campiñés, de casas bajas en las que predomina el adobe y el ladrillo rojizo, de calles largas y rectas como velas. En su entorno es todo el término campo de labor, tierra riquísima donde los más antiguos dejaron en tiempos ya olvidados mucho de su sudor y no poco de sus vidas.
Alovera tiene una plaza elegante, una plaza como de ciudad, bordeada de emparrados y de rosaledas como las plazas de Levante que miran muy de cerca las aguas del Mare Nostrum. En el centro mismo de la plaza hay una especie de monolito, con tres caras y otras tantas fuentes haciendo ángulo que vierten sobre leves cazoletas de piedra berroqueña. Por encima del recién restaurado chapitel de la torre contemplan a la pata coja, estáticas, el ambiente de la villa, las cigüeñas. Son las famosas cigüeñas de la torre de Alovera, quedas en cualquier época del año en el orondo pináculo de pizarra, incluso en tiempo como el que ahora hace, cuando las demás de su especie tuvieron a bien viajar de invernada hará cuatro meses, puntuales, casi a toque de reloj.
-Pues, éstas no. Cuando tuvieron que arreglar el techo de la torre les quitaron el nido, pero no se fueron, se quedaron dando vueltas por el pueblo. Luego, se lo volvieron a colocar en ese soporte de hierro, y ahí las tiene usted, encima del campanario en plenas Nochebuenas.
Los cuatro ancianos de la plaza, leales a cualquier sol como las cigüeñas en el murillo de la iglesia, me miran pensativos y con cara de sospecha. Las palomas de la torre vienen y van a las cornisas y se esconden en los agujeros de la pared. Dos chiqui­llas adolescentes fuman y tosen sentadas sobre uno de los bancos de la plaza, entre sol y sombra. Las dos parecen inexpertas, y el humo del tabaco seguro que les hace daño.
-Bueno. ¿Y eso a quién le importa?
La iglesia de Alovera es una bella muestra de la arquitectu­ra campiñesa del siglo XVI. Según consta fue casi toda ella obra del maestro Nicolás Ribero. El pórtico se abre al mediodía por siete arcos sostenidos sobre ocho columnas de orden jónico. Entre los arcos hay una sólida verja de hierro forjado. La puerta de la iglesia está cerrada. Mucho me temo que me habré de marchar sin haber visto su interior, del que poseo la mejor referencia.
A pesar de la mañana soleada, se encuentra húmedo y resbaladizo, como de escarcha derretida. Las baldosas con geométricos dibujos y las losetas del piso la hacen más vistosa aún y más cómoda.
-Pues esto, ya lo ve usted, es tal que si dijéramos una capital en pequeño. Nosotros, nada más que hay un poquito de sol, en invierno no hay quien nos arranque de aquí.
La calle de la Soledad es recta. Parte de junto a la iglesia en la Plaza Mayor y va a perderse casi a la salida para Cabani­llas. En la puerta de la farmacia, a mitad de la calle de la Soledad, hay un juego de azulejos en buena cerámica con el anagrama del cuerpo de boticarios y la inscripción: «Licenciada Mª.P.Jaraba»
-Oiga; ¿Podría decirme si es ésa de ahí abajo la ermita de la Soledad?
-¿Cómo dice?
-¡Digo que si es esa la ermita de la Soledad!
-Sí señor, esa es. Estoy un poco sordo, sabe. Esto de los años es la leche.
Bella es, desde luego que sí, la estampa de la ermita. El cuidado techadillo de la entrada se sostiene sobre dos columnas de piedra y se rodea de verja. El cuerpo de la ermita es de ladrillo campiñés y de mampostería con guijarros. Dentro se ven algunas de las imágenes de Semana Santa: la Virgen de las Angustias, Jesús Nazareno, el Santo Sepulcro y una Cruz desnuda. Vuelta a contemplar otra vez a cierta distancia, uno considera improcedente su situación, piensa que debería estar más alejada, en el campo casi, como suelen estar las ermitas en todos los sitios.
-¿Qué le ha parecido?
-Muy bien. Es una ermita muy hermosa.
-Pues en la carretera de Azuqueca está la de la Paz. Son las dos casi iguales.
Al otro lado de la ermita están las casas blancas, unifor­mes, seriadas, del barrio de la Soledad, construido no hace mucho como barrio de alcance o de expansión.
La calle Mayor sube paralela a la de la Soledad, y por ella es posible regresar cómodamente hasta la plaza. En su estableci­miento de ultramarinos y estanco de la calle Mayor hace música en un órgano electrónico Antonio Inés, un antiguo conocido. El músico ensaya, mientras despacha un espray o un cuaderno de notas, la partitura de una canción titulada "I love Spain". Antonio Inés, su trabajo y sus desvelos por hincar de raíz la música en Alovera, merecían algo mejor suerte.
-Es que no me lo explico -dice él-. Llevo ya casi treinta años tras de ello, y es que no acaba de cuajar la música en este pueblo. No sé lo que pasa.
-¿Cuántos alumnos tiene ahora?
-Muy pocos. Nos hemos quedado en cuadro. Unos por que se marchan a estudiar fuera, y otros por que se van haciendo ya mayores, la cosa es que estamos en una docena, escasamente.
-Todos niños.
-Sí, todos niños hasta los quince años. Luego no quieren seguir. Ahora vamos funcionando más como orquesta que como banda. Un par de chicas para voz solista es lo que más falta nos hace en estos momentos. Ya veremos. Son menos, pero están mejor preparados que los que hubo antes.
-¿La próxima actuación?
-Muy pronto. Dentro de poco, para el día 24 de enero y para la víspera tenemos pasacalles con motivo de la Virgen de la Paz y de San Ildefonso.
Alovera fue declarado villa, según consta, en 1626 por el rey Felipe IV. Más tarde lo adquirió en propiedad doña Lorenza de Sotomayor, y le puso el nombre de Villahermosa de Alovera, que conservó hasta marzo de 1936. Sus tierras debieron pertenecer hace siglos al monasterio de San Bartolomé de Lupiana y al de monjas de Santa Clara y San Bernardo de Guadalajara. El modo de vida de aquella primera población posmedieval fue, sin duda, el cultivo de los campos.
Don Sebastián Sanz López, cura de Alovera, vive en la esquina de Valmores con la calle Mayor, muy cerca de la iglesia. al requerir su ayuda para ver la iglesia, el párroco me ofrece todas las facilidades y me acompaña para servirme de guía.
-Por fuera, ya lo creo que es una iglesia hermosa. Llaman la atención los arcos, el chapitel piramidal recién arreglado y, sobre todo, las cigüeñas.
-Pues por dentro -me dice- es todavía más bonita.
Efectivamente. La sólida portona con buen herraje en clavetería y llamadores al gusto del XVIII, nos da paso a la sorprendente nave mayor cubierta por estupendo artesonado castellano-mudéjar, al tiempo que deja como fondo el retablo de San Miguel, barroco del XVII, obra al parecer de los hermanos González de Vargas, con las imágenes de los cuatro evangelistas, aparte de la del arcángel titular de la parroquia en la hornacina principal.
En los muros laterales del presbiterio hay colgadas tres pinturas en mal estado. Los lienzos aparecen sin marco, y una buena parte del pigmento está descascarillado por el mal trato. Una de las telas representa la anunciación, otra a San José, y la tercera es una impresionante versión de Cristo en la Cruz, de autor conocido.
-Sí, es de Alonso del Arco. El mismo pintor que realizó las telas del retablo de San Juan en la iglesia de Atienza. Las otras dos también creo que sean de él. Se han debido pasar mucho tiempo enrolladas por ahí, en el trastero, y ahora las queremos restaurar. Va a ser difícil, porque están muy mal y hay que cambiarlas de bastidor y todo; pero me han dado la oportunidad de hacerlo, pagando sólo los materiales, y creo que se debe aprovechar. Ya veremos.
-El Cristo es muy bonito.
-Yo creo que debe ser el antiguo Cristo de la Luz, que aquí se le dio culto. Quizás ese mismo cuadro estuviera en tiempos presidiendo algún retablo. No lo puedo asegurar.
Como fondo a la única nave lateral hay otro retablo menor en madera policromada, plateresco, muy antiguo, adornado con nueve tablas flamencas de finales del XV, posiblemente de la escuela de Juan de Borgoña. Las tablas representan diversos pasajes y escenas de la infancia de Cristo y de la vida de la Virgen.
-Mire, ahí en esa pared tenemos también otro cuadro hermoso. Es "La Piedad", se desconoce su autor, pero lo más seguro es que pertenezca a la escuela de Morales, del siglo XVI.
Al salir pasamos sobre dos laudas sepulcrales. Una parece ser del canónigo Juan Martínez de Alovera, y la otra, por la enseña, corresponde a un caballero calatravo, cuya identificación nos resulta difícil reconocer en la desgastada leyenda que figura sobre la piedra.
-Pues ahora -añade el cura- podemos acercarnos en un momento hasta la ermita de la Paz, si no tiene prisa.
Don Sebastián Sanz López es un sacerdote culto, celoso de sus iglesias y versado en cuestiones de arte. De su estancia en la realenga villa atencina como arcipreste de San Juan, es coautor del libro “Caminos de Sigüenza y Atienza”, cuya primera edición salió a la luz en el año 1974 y se agotó inmediatamente.
-Este barrio se llama de la Paz. Es nuevo. Antes era todo campo. La ermita quedaba un poco apartada, pero ya se ha llegado a juntar con las casas.
La ermita de la Paz es similar en su forma a la de la Soledad, como ya se dijo. Tiene en el altar la imagen de la Virgen entregando la casulla a San Ildefonso, tema bastante considerado por los artistas barrocos. Talla reciente, pero con apariencia de siglos, a la que el vecindario de Alovera dedica cada año una de sus fiestas mayores, con hermandad y ordenanzas propias desde 1674.
Visto así, entrando en los meollos de su historia y de su pasado, uno disfruta de la aparentemente oculta personalidad de la villa de Alovera. Pueblo rico en tradiciones, en cofradías y en fiestas patronales que aún afloran en el recuerdo. Valores al fin que los propios alovereños deberán cuidar pese a todo, y de lo que uno piensa han de saberse sentir honrados y complaci­dos.
(Alovera, Enero 1987)

sábado, 27 de diciembre de 2008

ALOCÉN


Cada vez que uno encuentra la ocasión propicia de contemplar tan calladamente, tan gratuitamente, tan casualmente un espec­táculo como el que en este momento se ha colocado delante de sí, piensa que la Naturaleza -madre al fin- premia con asiduidad a quienes, como el que suscribe, tiene a bien dedicar de cuando en cuando horas enteras a pasmarse delante de su admirable piel con ojos benévolos. Hoy la madre Naturaleza, dibujada a maravilla en pleno corazón de la Alcarria, ha sido excesivamente generosa, tanto que el viajero, acostumbrado a todo tipo de impresiones, duda si sacar o no el cuaderno de notas que siempre le acompaña, por miedo a no saber aproximarse siquiera a la verdad de lo que allí hay.
Son las cuatro, poco más, de un día de verano moribundo. El viento fuerte del poniente silba entre las hojas de los chaparros como misterioso sonido de fondo para un cielo y una tierra unificó en áspero tono gris con barruntos de tormenta. Hace frío. Los asientos, hoy afortunadamente solitarios del "Mirador de Alocén", guardan al visitante en la explanada del azote del viento. El Tajo, arrastra entre las risqueras montunas del barranco, se esfuerza por convertirse en lago, y entra y sale en inexplicable quietud por debajo de las hoscas laderucas de olivar donde toman cuerpo las calas, los islotes ribeteados por la cinta que alcanzó la subida en años precedentes y que coronan, en piña color verde Greco, las boinas del pino recental de los oteros. La Alcarria se dilata, se pierde en la distancia, turbia por la neblina del preotoño, alzándose de puntillas para ver el augusto panorama de su propia imagen desde las jorobas gemelas de Viana, donde, no recuerdo si lo he oído contar alguna vez o lo soñé de paso por las inmediaciones de las Tetas, los brujos de la Alcarria juegan sus partidas de mus a deshora sobre la monumental plataforma de ambas cumbres.
Acurrucados en la solana, uno alcanza a ver los pueblecitos en los que fue dejando gotas de su sangre en tardes como ésta, y hoy son recuerdo entrañable de su caminar por la Alcarria: Pareja, Chillarón, Casasana... Más hacia nosotros los modernos edificios para el turismo que preceden, como palomas mortecinas flotando sobre el azul de las aguas, las barquichuelas ancladas en la cala que se abre por la orilla opuesta.
Amigo lector, sin género de pasión alguno te diré que tenemos ante los ojos uno de los paraísos más bellos de la provincia, del que acabo de gozar por obra y gracia de esta tierra nuestra a la que, los de fuera porque no la conocen y los propios porque no la quieren conocer o porque nacieron en ella, se obstinan en volverle la espalda.
El pueblo de Alocén apenas se adivina desde el mirador por el humo de sus chimeneas en la vaguada, a la que decidimos llegar siguiendo la misma dirección que trajimos por la carretera de El Olivar.
El rollo de la horca nos sirve de límite en una curva del camino para entrar al pueblo. Alocén surge escondido entre la vegetación cerro abajo, mirando a la vega. Con su estado impecable, las calles suplen la natural dificultad que aporta la pendiente. Después de mucho bajar me apeo del automóvil junto a una fuente pública de traza dieciochesca, en cuyo pilón nadan por mitad de las ovas y de las piedras media docena de pececillos. Dos chavales los miran, con los ojos abiertos como platos, sentados en el borde.
-¡Cómeme el dedo, pececito! -dice uno.
-¡Toma pan, que está muy rico! -dice el otro.
Los niños se van de la fuente con un perro galgo que se deja acariciar.
-¿Cómo se llama el perro?
-Se llama Talgo, porque corre más que el tren.
Subo ahora por una cuestecilla pina, bordeada de higueras, de olivos, de hiedra y de enredaderas en flor. Un lorito prisione­ro en su jaula dice cosas ininteligibles. Aquí la terraza en sombra de una casa de estilo, con acacias y un juego de la rana junto al tronco de un ciprés.
La anciana que tengo junto a mí se llama Emilia, doña Emilia Morales. Por lo que veo, la buena mujer es una entusiasta de Alocén, de su gente y de su paisaje.
-Es todo muy bonito. Como un jardinillo digo yo que es el pueblo. Me quedé viuda y me fui con los hijos a Madrid, pero me paso aquí todo el tiempo que puedo. Estoy hasta diciembre, porque no quieren que me quede más.
-La fiesta debe ser en agosto, ¿no?
-Sí señor, el tercer domingo. Se celebra el Santo Cristo del Amparo. Hubo teatro algunos días y nos comimos los toros en la plaza. Es un pueblo muy pequeño, pero muy bonito y con mucho orden.
En la calle de María Cristina, por debajo del ábside, la señora Juliana anda preocupadísima. Primero, me pregunta si voy por las calles tomando los números del contador de luz. Luego me cuenta sus penas.
-Pues nada, que juegan al fútbol en la plaza, y me han tirado al suelo no sé cuantas tejas de un balonazo. Mire esa espuerta que tengo ahí llena de tejas rotas. ¿Qué le parece?
Más arriba queda la Plaza Mayor. Es la de Alocén una de las plazas más cuidadas y hermosas de la provincia. Está limitada por el nuevo ayuntamiento, que el pueblo ha sabido devolver en sus formas a la primitiva imagen que tuvo hace un siglo, y por la iglesia parroquial de torre cuadrada, mampostería, sillar y contrafuertes. La plaza está pavimentada con losetas y guijarri­llo, como un enorme mosaico que limitan las tres caras y el barandal que mira hacia la vega. La plaza de Alocén es, como todas las plazas, el centro vital de los grandes aconteceres de la villa.
-La población no es mucha. Ciento treinta habitantes de hecho es lo que suele tener en estos momentos. En verano, y sobre todo en fiestas, aquí se meten dos o tres mil almas.
-Me han dicho que las fiestas de este año han sido excepcio­nales.
-Sí; son fiestas diferentes a las de los pueblos vecinos. Hemos tenido exposición de pinturas del grupo "Luís S. Madrigal", algunas representaciones de teatro, concierto de órgano en la iglesia por el organista de la Concepción de Madrid, don Paulino Ortiz de Jocano, aparte de toros, fuegos artificiales, concursos y demás como en los otros pueblos.
Era el joven alcalde de Alocén, Jesús Ortega Molina, a quien con otros hombres del pueblo encontré trajinando por la plaza en tareas de limpieza. Me invitó a visitar la iglesia.
-Merece la pena verla. Hay un órgano que será de los pocos en funcionamiento que aún quedan en la provincia.
El origen del templo puede fijarse en los años finales del siglo XVI. Impresiona al entrar la grandiosidad de su retablo mayor, barroco, con curioso y monumental baldaquino del mismo estilo situado por detrás del altar, y una imagen de corte románico presidiendo, desde su pedestal en el tercio más alto del retablo, la nave central de la iglesia.
-Es una copia de la Asunción desaparecida cuando la guerra. La hemos podido conseguir muy exacta a la primera, porque quedaban fotografías y muchos datos.
-Parece curioso aquel retablo, dedicado a la Virgen de Guadalupe.
-No sabemos seguro el porqué; pero lo cierto es que aquí hay bastantes cosas, platería y demás, procedentes de México. Yo he oído decir que si un confesor de la reina Isabel la Católica, y el virrey aquel que regaló tantas cosas a la iglesia de Budia, han tenido algo que ver con todo esto.
A derecha e izquierda del presbiterio se ven colgadas sendas lámparas de plata repujada, con inscripciones y fecha de 1721.
-Hemos preparado un pequeño museo parroquial en la sacristía con todas las cosas de valor. Estamos a punto de conectar el aparato de alarma. Ya que tuvimos la suerte de que nunca nos robasen, queremos conservar lo nuestro.
El museo ocupa dos habitaciones en las que se han recogido los ornamentos, los vasos sagrados, las casullas bordadas en oro, y los cuadros de valor que había en la iglesia. Luego, ya en el coro, anduvimos viendo de cerca y manipulando el órgano acabado de restaurar.
-Toda la trompetería es la suya -me dice el alcalde-. No ha sido preciso cambiarle ni una sola trompeta. Las han arreglado y suena estupendamente.
Atravesamos de nuevo la plaza para ver el ayuntamiento. Al pasar me doy cuenta de que una placa en la esquina dice. "Plaza de Jesús Ortega Molina". Pienso que el pueblo ha sido tan gentil que ha querido dedicar la plaza en vida, y en plena juventud, a su alcalde; y el gesto, por lo que tiene de infrecuente, me llena de sorpresa.
-Pues, así es. Lo propusieron dos en una reunión, luego se les unieron otros, y ahí está. A mí me da un poco de rubor cuando me lo dicen.
-¿Y qué les das?
-Nada. Mucho trabajo en los seis años que llevo de alcalde. Son gente extraordinaria. Jamás hay que decirles haz esto o haz lo otro. Se te adelantan ellos antes de que tú lo digas. Yo me admiro muchas veces al ver cómo el vecindario se vuelca en beneficio de su pueblo.
Desde la galería alta del ayuntamiento volvemos a ver el panorama paradisíaco que ofrecen las tierras del pantano. Minutos después nos decíamos adiós en el establecimiento de Víctor, algo más arriba de la plaza. Una casona antigua, con entrada en arco de dovelas, donde han instalado el bar y un poco de tienda, aprovechando la habitación que un señor decoró cuando la guerra con pinturas murales representando animales y que todavía subsisten.
Afuera, los hombres, residentes en Madrid la mayoría, concluyen la limpieza de la plaza que han dejado como el oro. Ya en las proximidades de la fuente pública, un grupo de señoras que me ha debido reconocer, me ruegan con gran jolgorio que cuente cosas buenas sobre su pueblo. Les prometo hacerlo y así lo cumplo, sin salirme siquiera en una sola línea de la verdad.
(N.A. Octubre, 1984)

viernes, 26 de diciembre de 2008

ALMONACID DE ZORITA


La recta final del camino enfila la villa adormilada en el colchón del llano de cara a la media mañana. Almonacid parece desperezarse confuso en el sopor de una neblina de humos blancos que se ciernen sobre los cipreses, sobre los chopos desnudos de la huerta, sobre las torres del pueblo. Pese a la limpieza sin mácula del día, la escarcha lame los pies de los olivos donde la gente trajina sacándole su fruto por el viejo sistema del ordeño. Sube la carretera un motorista llenándolo todo de un ruido ensordecedor, el motorista va embutido en su estuche policromo de tela plástica. Los cerros ásperos que por estas latitudes limitan las tierras de la Alcarria, se nos muestran con una sorprendente diafanidad, bajo su pelerina de olivar, de encina, de pino recental y de maraña. Almonacid es un gran pueblo al que uno se acerca con el debido respeto, pero con toda la admiración y el cariño que merece su condición de villa vetusta, ligada estrechamente a épocas gloriosas del correr de los tiempos, patente aún en blasones por doquier, en columnatas multiseculares , en arcos de piedra colocados por hombres de hace seis centu­rias, como éste que nos recibe por debajo de sí con todos los honores de que son capaces los espectros de la Historia, cuyo silencio todavía se escucha en las mañanas radiantes de Almona­cid.
He llegado a una placetuela precedida por las columnas que sostienen el pórtico de la parroquia. La portada es una filigrana gótico-plateresca, esculpida en piedra a la que la erosión y la baja calidad del material empleado por los canteros han puesto en peligro. La iglesia está abierta. El interior no se correspon­de en nada, ni en época ni en estilo, con la portada del XVI. Es un templo de tres naves, sin otro interés que una buena reja que cierra la capilla lateral donde acaba de celebrar su misa de diez don Octaviano. Hay colocada sobre unas andas una imagen bellísima de la Virgen a la que, por intuición y por su atavío anoto como la patrona de la villa. Después me diría el párroco que no, que la patrona es la Virgen de la Luz.
- Ésta es muy guapa -me dice-, pero no es la patrona. Esta imagen es la de Los Desamparados. La Virgen de la Luz está en su ermita, en lo que antes fue convento de Jesuitas. Luego iremos a verlo. Ahora, venga conmigo que lo voy a enseñar el presbiterio del XVI, de la misma época que la portada.
Es un patio sombrío y húmedo. Del presbiterio del siglo XVI no quedan más que los fustes de unas columnas descomunales que acaban en el punto mismo donde debiera arrancar la crucería. Y no queda más, porque tampoco se hizo más. Las obras fueron suspendidas, y de lo que pudo ser una muestra luminosa de la arquitectura española del Imperio, sólo esto: el amargor de lo que se inicia y no se acaba y cuatro gavillas de matujos que crecen a la sombra de los muros, bajo la lluvia de la mañana y la luz indirecta de varios siglos.
- En un momento nos acercaremos a la ermita de La Luz. No hay que salir del pueblo. Verá usted como es el clásico convento de Jesuitas, muy parecida en la forma a San Nicolás de Guadalaja­ra.
La fachada es realmente bella. Corona la entrada principal a la antigua iglesia un escudo real con las flores de lis incluidas. Lo que aquí llaman "la ermita" es en realidad una capilla inmensa, con cúpula de media naranja por encima del presbiterio, y en cuyo frontal, recogida sobre la leve repisa de un retablo de circunstancias, se ve la imagen pequeña de la Patrona, imagen de faz morena que cuenta, según el párroco, con el fervor incondicional de los hijos de Almonacid.
- Es verdad. Ve usted si esto es grande, pues cuando llega el novenario aquí no se cabe. La pena es que no tengamos el retablo que se merece, porque ese que hay, si se fija bien, está hecho con cuatro tablas de cajón y unos cuantos apliques de retablos viejos. Hemos intentado poner uno barroco en condicio­nes, nuevo, pero siempre hay pegas.
Seguido a la fachada de la ermita de la Luz, y haciendo con ella un todo como único cuerpo del antiguo monasterio, se llega hasta el club que Almonacid ha inaugurado recientemente para los ancianos del pueblo. Bar, salón de juegos, una confortable sala de televisión, comparten el secular edificio con escalinatas y galerías artesonadas en torno a un patio interior rodeado de columnas de la época y un romántico surtidor en el centro. Sitio ideal para soñar despierto a la luz de la luna en las noches de estío, quehacer este nada propio por otra parte para los hombres y mujeres a quienes se destina.
- Se sienten muy contentos aquí los ancianos, como dueños y señores. Si por ellos fuera, no entraría nadie.
- ¿Tantos ancianos hay en Almonacid?
- Mas o menos, unos doscientos. Habitantes, con los poblados incluidos, debe de andar la cosa sobre setecientos cincuenta; pero claro, en los pueblos el número de ancianos en proporción es muy elevado.
El amable cura de Almonacid me contaba estas cosas poco antes de despedirme de él al sol de las restauradas galerías del "Hogar para jubilados", acción envidiable del FONAS, muy superior por mucho en sus instalaciones a otros que, con el mismo fin, hemos tenido ocasión de encontrar, perdidos por ahí, en los cuatro puntos de la geografía provincial.
Andar luego por las calles del pueblo es un don gratuito con el que Almonacid obsequia a quienes van a él. La villa rompe al volver de cada esquina la monotonía de su lección urbanística con un nuevo rincón, con un arco ciego camuflado en la añosa pared, con la gracia volandera de sus aleros que recortan en informes longitudes de madera envejecida el clarísimo azul de la pared, con la parda mole, en fin, del cerro de la Ventanilla, a cuyas plantas estrena Almonacid un nuevo vivir cada día, contado paso a paso por las solemnes campanadas del reloj de la torre.
La Plaza de Almonacid es -aun después de su restauración, que la hace funcional y cómoda- una reliquia de la España de Lope y de Teresa de Jesús. La plaza se cierra en soportales, en corridos balconajes de hierro delante de ventanas de tamaña contextura que se van repartiendo a lo largo del blanco paredón por encima de las columnas. En uno de los laterales de la plaza hay una fuente abrevadero construida a principios de siglo, de la que cuelgan abundantes dos chorros de agua. De ambos caños, los chiquillos y la gente mayor beben a su gusto cuando tienen sed, sin pararse a mirar la leyenda de un letrero amarrado a los hierros por encima de sus cabezas que dice: "Agua no potable" .
- Nada. Eso lo han puesto porque han querido. Siempre hemos bebido agua de aquí y nunca pasó nada. Y el mal efecto que hace.
La admirable estructura de la plaza se completa con el edificio nuevo del ayuntamiento, en cuya factura a base de piedra y de maderas de hoy, se ha buscado escrupulosamente no desdecir del estilo general de la villa. La Torre del Reloj acaba en un carillón de hierro oscuro, del que penden dos campanas de distinto tamaño para dar la hora. Fue levantado el recio torreón, según consta en una lápida adosada al muro, en tiempos del rey Felipe II, siendo gobernador de Zorita don Juan de Céspedes. En la solanilla de la torre canta un canario sujeto a los sillares. La dueña le está colocando una sombrilla por encima de la jaula para que no le dañe el sol. La dueña del canario se llama María, doña María Albengoa, una señora muy simpática que tiene parte de la fachada de su casa levantada sobre moderna piedra de cantería.
- Es que mi padre fue cantero. No encontrará usted otra igual en todo el pueblo. Es de piedra blanda, cogida por aquí cerca.
- Lo bueno será que dure tanto como la torre del reloj, y que nosotros lo veamos. ¿No le parece?
- ¿Y, para qué tanto? La torre es muy antigua. Ahora le están arreglando todo aquello de arriba. Hace más de cincuenta años se cayó un hombre que cuidaba del reloj y se mató.
- Pues el pueblo es bonito. Se nota que ha sido importante.
- Aquí había cuatro arcos para pasar al pueblo, y los cerraban cuando las guerras de antes. Ahora no queda más que uno. Y en el convento de allá abajo han habido siempre monjas.
El convento al que se refiere doña María está en las afueras de Almonacid, y es contemporáneo de la portada de la iglesia, del presbiterio inacabado, de la capilla de los Jesuitas y del reloj de la torre, es decir, del siglo dieciséis. Del convento de la Concepción tan sólo vi su severa portada y el atrio invadido por el sol del invierno. Un anciano llena por los alrededores un saco de hierba en los humedales de la huerta.
- Monjas han habido siempre. Hasta hace cuatro días, como aquel que dice.
Los últimos minutos de la villa son de solaz, de paseo pro sus calles, por sus alrededores, y también de un poco de nostalgia de aquel pasado que, tampoco es uno capaz de adivinar si fue mejor o peor para las gentes de a pie de este Almonacid cargado de recuerdos, donde fue boticario el poeta León Felipe y donde su propia historia se hizo piedra perdurable. Horas jamás perdidas, donde las tierras de Guadalajara comienzan a tomar un remoto color manchego.
(N.A. Enero, 1983)

ALMOGUERA


Saltando de acá para allá, del alcor al vallejo, a lo largo y a lo ancho de esta variadísima geografía de Guadalajara, no es la primera vez que uno se siente sorprendido ante el simple contacto con un pueblo que, por una u otra razón, se escapa con mucho de la idea sobre él preconcebida. Ese es el caso de Almoguera, que se iría acrecentando más tarde a medida que, en el corto transcurso de unas horas, se fuera consiguiendo calor en la verdad de su vida, en la lejana penumbra de su historia como complemento a la estampa real de este Almoguera de hoy que por sí solo, sin apenas aditamentos mayores, casi lo dice todo.
La Almoguera que yo vi es una ciudad pequeña, emplazada en el corazón de una de las más nobles comarcas de la provincia. Descansando con la tarde acuestas sobre las barras pintadas de verde de un banco que hay delante de la farola y del jardinillo de la Plaza de España, el viajero se entretiene en rumiar su primera impresión con el sol de poniente. En un rincón de la plaza permanecen quietos dos autocares de línea regular, esperando a buen seguro la salida oficial en la madrugada del lunes. Sobre otro banco contiguo del mismo color, más hacia la fachada reconstruida del Ayuntamiento, hay cuatro hombres que hablan del precio de los abonos, de la mano de obra y de que cuesta un riñón sanear las tierras si es que de ellas se quiere sacar algún producto. En lo alto del cerro, voluminoso y limpio como el jaspe, se alcanza a ver la silueta recortada de una cruz negra, colocada de pie sobre una peana de yeso blanco.
En Almoguera las casas son elegantes, cuidadas con celo; casas que flanquean calles alegres en las que te salen al paso con frecuencia establecimientos bancarios y comerciales, nunca lejos de la plazuela ajardinada, de la arboleda o del arroyo que baja paralelo a la carretera. En el alfeizar de una panadería canta prisionero en su jaula el ruiseñor, al que responde, preso también, un canario amigo en la calle de la Concepción.
- ¡Qué plaza tan bonita!
- ¿Le gusta? Pues si va usted a la de José Antonio, aquella es más bonita aún. Allí hay columpios, piscina y de todo.
Se subes hasta la iglesia por una calle en cuesta, limitada a lo largo de toda ella con sendas filas verdes de arbustos y pavimentada con escalones de los de doble paso. La iglesia de Almoguera tiene la torre separada del resto del edificio, alzada sobre la cima rocosa del cerro del Castillo.
- ¡Ay, que ganas tenía de verte para decirte cuatro cosas!
- ¡De qué me conoce, señora?
- Apuesto a que ya me he vuelto a equivocar otra vez. Es que esta dichosa vista no me va, mire. Creí que era usted Enrique Canales, el alcalde. Perdone.
- No se preocupe. No pasa nada. Yo también me cuelo muchas veces. Y da una rabia... ¿Verdad usted?
- ¿Viene a ver el pueblo? Pues súbase al cerro del Castillo que es desde donde mejor se ve, o si no, al cerro de la Cruz. Desde allí es muy bonito. Dicen que quieren hacer parcelas todo aquello y plantar mucho de verde.
- Aquella parte de donde está la cruz ¿qué es, un calvario?
- No, no es nada. Hay quien dice que si en tiempos había allí una ermita, pero, cualquiera sabe. Dando la vuelta por detrás se puede subir en coche. Desde el cerro salen unas fotografías muy bonitas.
Doña Dolores vive en una casa nueva que hace esquina con el pórtico de la iglesia. Para subir al cerro del Castillo se pasa por una cueva larga, abierta en la roca, donde juegan los niños. La cueva, como la torre, como la propia altiplanicie del cerro desde donde se domina alrededor todo el encanto de Almoguera, encierra un algo de misterio, algo que uno no es capaz de definir y que nadie hasta ahora debe haber descubierto.
- Todo esto de la cueva dicen que lo hicieron los moros. Yo se lo he oído decir a un señor que viene de Madrid.
La Historia Medieval, relacionada directamente con la morisma y con las hazañas más bravas de los reyes cristianos, dedica a nuestro pueblo algunas de sus páginas más brillantes. Cuentan que las milicias concejiles de éste y de algún otro lugar de la provincia, mandadas por don Domingo Pascual, hijo de Almoguera, chantre y deán de la Santa Iglesia Catedral de Toledo, abanderado del arzobispo Ximénez de Rada en las Navas de Tolosa, junto con las tropas de Navarra, conquistaron la tienda del rey moro Miramamolín. Si bien fueron los navarros los que rompieron las famosas cadenas, los de Almoguera segaron las cabezas de tres moros que, debidamente armados, impedían el acceso hasta el histórico botín. Años después, el rey Alfonso X concedía para Almoguera las tres cabezas de moro para su emblema, al tiempo que otorgaba a Navarra las cadenas que figuran en su escudo.
Tomando como motivo el antedicho acontecimiento, el pueblo celebra desde hace siete siglos la festividad de la victoria de la Santa Cruz el día tres de mayo de cada año. El papa Inocencio III concedió una bula a la aldea de la Santa Cruz que se había erigido en las inmediaciones de Almoguera para conmemorar la batalla de las Navas de Tolosa. De aquella primitiva aldea de la que habla la Historia, hoy tan sólo queda el ábside converti­do en ermita, desde la que parte la procesión en la fecha indicada hasta el pueblo, portando la venerada imagen de un Cristo cuya cabeza pudiera atribuirse a Pedro de Mena. La imagen, cumpliendo órdenes expresas del Rey Sabio que concedió al pueblo una feria de siete días con este fin, se devuelve a su ermita el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, o al día siguiente.
A su actual fisonomía de pueblo con vida, le acompaña un hábitat de hecho próximo a las mil quinientas almas, una importante industria peletera y, repartidas entre las distintas granjas de los alrededores, un millón y medio de gallinas ponedoras, aparte de la tradicional actividad agrícola de la que vive en buena parte el vecindario.
Don Cayo Martínez Arroyo abandonó por unos minutos su partida de cartas y se vino conmigo hasta el taller exposición de peletería que tiene en la plaza, contiguo a la casa consisto­rial.
- Si hubiera estado mi hijo sería mejor. Es él quien lleva todo esto. Yo, lo único que puedo hacer es enseñárselo; eso sí.
El taller de pieles está instalado en una amplia estancia que ocupan en su mayoría las prendas ya confeccionadas, pendien­tes de dos o tres centenares de perchas en línea que cuelgan del techo. El resto lo ocupa el obrador: mesas de corte, máquinas especiales para la costura, y silencio. El taller se cierra durante los fines de semana y hoy es uno de esos días.
- ¿Y cómo fue montar aquí todo esto?
- Pues fueron los de mi familia que tengo en Madrid los que nos metieron en este follón. Todos son peleteros, y ya hará siete u ocho años que nos venimos dedicando a este oficio.
- ¿De dónde traen el material?
- Nos lo traen desde Madrid, pero, menos el mutón y el zorro que son del país, todo lo demás procede del extranjero. Aquí se trabaja el visón, la nutria, la marmota..., todo.
- ¿Cuánto vale el abrigo más caro?
- Aquí tenemos alguno que pasa del millón de pesetas. Mire, este chaquetón, por ejemplo, le cuesta a usted más de medio kilo. Un abrigo de lince o de pantera, sí que pasa del millón, y si es de visón se podrá muy cerca de las seiscientas mil.
- ¿Y lo más barato?
- De barato también hay cosas. Algunas de las prendas que tenemos se las puede llevar por ocho o diez mil pesetas. Suelen ser prendas hechas de piel de conejo o de retales de mutón. El mutón es piel de borrego.
- ¿De todas ellas cuál es la clase que más trabajan?
- Lo que más trabajamos es la nutria y el zorro. El astracán también se trabaja mucho.
- Necesitarán bastantes empleados.
- Lo llevamos todo entre siete personas.
- ¿Adónde va a parar todo lo que hacen?
- Nosotros lo mandamos a Madrid. Desde allí lo reparten a mercados diferentes.
- ¿Y si un día les roban...?
- ¿Y si un día nos morimos...?
A pesar de la condición semifestiva de la tarde, las calles y las plazas de Almoguera no tienen hoy esa imagen habitual de los pueblos que en las tardes del sábado se traduce en el ir y llegar de forasteros que huyen de la ciudad. Su carácter de pequeña urbe impide que, si la hubiera, la tal imagen se dejase notar. En los bares de la plaza los hombres toman café y cañas de cerveza mirando indiferentes a la cajita boba de la televi­sión, donde está saliendo una señora con plumero que canta I will be your girl entre efectos luminosos y lentejuelas de colores que centellean al moverse. Por la carretera de Mondéjar el sol comienza a esconderse detrás de un otero. El pueblo se va quedando oculto bajo el velo del ocaso que empieza a tomar posición en las primeras casas. Sólo destaca, como culmen de un día que se va, sobre su peana en el cerro, la cruz de palo recibiendo las últimas luces de la tarde.

(N.A. Mayo, 1982)