viernes, 5 de diciembre de 2008

ADOBES



Por los llanos boscosos del vallejo que sigue paralelo a la carretera de Piqueras, merodean una docena de vacas guiadas por un hombre con cayado y alforjas de pastor. Estas tierras medio serranas parecen ser el ideal para la cría con éxito del ganado vacuno.
Adobes, la antigua Adoveo que en sus Anales ya menciona Zurita, es pueblo alargado y de severa imagen, color tierra, asentado sobre la cumbre de una breve colina de las mil con las que se dibujan las tierras del Bajo Señorío molinés. Sus casas, en línea a lo largo de dos calles paralelas, corren de levante a poniente balconadas sobre un mar de heredades con escasa pretensión, en las que los sufridos labriegos de otra hora gastaron sus vidas a la busca del merecido pan de cada día. Adobes hoy, novedoso de veras para quien estoescribe, es pueblo de escaso hábitat que sorprende favorablemente a quien por allí se pierde, o llega hasta su plaza de bajo el campanario a la casualidad y por primera vez.
Sobrepasando las gratificantes veguillas que lo cercan, se extienden, legua a legua, las tierras ariscas de la parame­ra molinesa; la de las bajas temperaturas y los corazones calientes y emprendedores, que han sembrado sus nimios pueble­cillos de casonas hidalgas y de apellidos ilustres.
Entro al pueblo por una calle bien arreglada de cemento que tiene acera única; la otra, de existir, hubiera coincidido con el declive que se derrama hasta la vega. Al instante viene la plaza. La mañana es fría. Aún quedan residuos amontonados, como témpanos de hielo de la última nevada en los rincones situados a la sombra. El frontón del pueblo de adobes coincide con el muro frontal de su campanario.
Desde el pretil se siente el cacareo de las gallinas en algún corral del barrio de abajo. A mi espalda, la sólida fábrica de la iglesia parroquial, seria y voluminosa, recibe por su buena orientación todos los soles del día. La portada de la iglesia es una buena muestra del arte neoclásico, donde se conjugan las formas curvas del arco central con las moldu­ras, y los capiteles con las columnas estriadas que adornan las jambas.
- Se ve que tuvieron buen olmo.
- Sí, pero ya lo ve. Con ese ya no hay que contar.
El olmo, o mejor dicho, el voluminoso tronco de la olma concejil, luce tres o cuatro muñones al aire, muerto ya irre­misiblemente a causa de los años o de la enfermedad. El tronco rugoso de la olma de Adobes, sabedor de consejas y de histo­rias olvidadas, de rondas de mozos y de idilios a la luz de la luna, es un monumento natural erigido en el ambiente más acorde de un lejano pueblecito molinés. Sobre la torre de la iglesia zuran las palomas, yendo y viniendo de un lado para otro. En la pared de una casa contigua se ven pinturas murales que hablan de paz, y del deseo del vecindario por un pueblo mejor. Los motivos se muestran trazados en arte elemental, con colorines chillones y vivos.
- Los jóvenes se encargan de hacer esas cosas en fiestas y cuando vienen a pasar el verano.
- ¿Podría indicarme usted, señora, dónde vive el alcalde?
- Toda la calle adelante. La última casa, allá al final.
Al poco de estar en Adobes se da uno cuenta de que es un pueblo sano, de casas restauradas y cómodas, de artística rejería al estilo de Alustante, y casonas ordenas de piedra labrada con esmero, antiguas y con cierto empaque señorial como corresponde a la tierra que pertenecen. Al pueblo, qui­zás, lo único que le falta es gente. Le sobra luminosidad, limpie­za, orden, y cielo azul para dar y tomar, que nunca por demás será bastante, pero le faltan almas.
- El pueblo está bien. Hay mucho peores que el nuestro. Pero nos gustaría que aún estuviera mejor.
Virgilio Martínez, el alcalde, vive en las afueras. Me sale a recibir en zapatillas, cubierta la cabeza con un gorro de lana. Entra de nuevo a casa y vuelve a salir correctamente vestido, con zapatos de cumplido tacón y un sombrerito de paño color chocola­te. Virgilio Martínez es un hombre en extremo agradable, decidor de cosas, dinámico y hábil para quienes inoportunamente le vistan; seguro que hasta un poco bohemio.
- Sí, debo reconocer que soy por naturaleza bastante aventurero. He vivido veintisiete años fuera del pueblo, incluso fuera de España. Cuando volví, me encontré con todo esto poco menos que hundido en la miseria. Me dio mucha pena.
- Curioso, ¿no?
- Puede ser. De joven fui cabo de la Guardia Civil. Luego me marché a Francia y a América Latina.
Desde las callejuelas más al norte se ve bajar, como en riada de tierras de labor, la vega del Pandero, que más abajo se juntará en ángulo con la opuesta que llaman de los Quiñ­ones. Al instante llegamos al impecable edificio, todavía sin estre­nar, del Ayuntamiento.
- Aquí hay un poco de todo, como puede ver. Es, como se dice ahora, para usos múltiples: sala de recreo y bar, despa­cho para la asistenta social, consultorio médico, y oficina para el Ayuntamiento.
- ¿Cuál es la población que tiene Adobes en este momento?
- Cuarenta y siete personas somos en la actualidad.
La fuente pública es elegante y mayestática, de buen sillar, adornada con farola. Ante estos inspirados monumentos, tan particulares en cada lugar como lo son sus fuentes, uno lamenta para sí el otro aditamento sin el cual las fuentes pueblerinas casi no tienen sentido: las mozuelas aguadoras del cántaro al ijar, y el mozo rondador que las aguarda a la vuelta de la primera esquina.
- ¿Cómo fue volver a su pueblo después de tanto tiem­po?
- Pues, no sé cómo se lo explicaría yo. Después de haber conocido tanto mundo, te das cuenta de que te gusta lo tuyo. Yo me encuentro aquí otra vez con mis años jóvenes, con la tranqui­lidad, con los amigos, con lo que de verdad me apetece. Luego, uno va haciendo lo que buenamente puede, y creo, no sé si será obsesión mía, que las condiciones en las que se vive han mejorado bastante.
- ¿Cuál es el principal medio de vida en Adobes?
- Se vive de todo un poco. De la agricultura de lo que más. Del ganado viven tres familias. Hay veinticinco o trein­ta vacas, y luego ovejas. También dejó bastante en su momento la cosecha de la trufa.
- ¿Cómo es la trufa?
- Es como un tubérculo que se cría silvestre debajo de la tierra. Lo descubren rastreando con perros expertos, y lleva un precio carísimo. Creo que este año se está pagando a 36.000 pesetas el kilo. Creo que se emplea como condimento. En la cocina francesa, yo recuerdo que se emplea para muchos guisos.
Me pareció entender por boca de su alcalde, que las casas abiertas en Adobes no pasan de diez durante todo el año, y que a los niños en edad escolar los llevan a Molina como alumnos internos en la escuela-hogar. Me lo contaba Faustino Murciano, un chavalín con cara de listo que viene al pueblo, igual que los demás niños, solamente los fines de semana.
- A la escuela-hogar vamos cinco chicos. La Esther tam­bién está en Molina, pero no va a la escuela-hogar.
Adobes, sin que para ello cuente su población escasa, ni que sea tampoco ésta la época más indicada para que acudan los que viven fuera, tiene su pequeño establecimiento comercial en donde hay de todo; por lo menos de todo aquello que con urgen­cia cualquier ama de casa pudiera necesitar. La dueña de la tiendeci­lla-bar, junto a la plaza del campanario, es una señora muy simpática, reservada en principio por aquello de la mala prensa que, por sistema, se suele atribuir a los hombres de los periódicos. Pero luego, no podía ser menos, se torna en una mujer cordial y amable, como suelen serlo, sin excepción, las gentes con las que uno siempre tiene la suerte de chocar.
- ¿Tampoco me quiere decir cómo se llama?
- Bueno, eso no me importa que lo sepa, aunque se va a reír. La verdad es que yo no sé de donde se pudieron sacar mis padres el dichoso nombre. Me llamo Macrina. ¿Qué le parece?
- Pues qué se yo. Me parece un poquito raro. La verdad es que no lo había oído nunca. Pero no me voy a reír por eso. Qué cosas tiene usted.
- Bueno, pues ahora les pongo el vermú a los dos, y ya no me pregunte más cosas.
Cuando la señora Macrina -a la que por mi parte no le hubiera preguntando más, cumpliendo su deseo- me oye conversar con el alcalde, sobre pormenores en los que él parece no estar demasiado al corriente, vuelve por sí sola, veladamente, a la conversación.
- Las patronas del pueblo -nos aclara- es que son dos, como si dijéramos: Santa Cristina y la Virgen de la Cabeza. Antigua­mente se celebraba una en el mes de septiembre y la otra en abril. Las han puesto juntas las dos fiestas, y ahora se celebran el segundo domingo de agosto. Traen un novillo y la gente se lo pasa muy bien.
- Digo, señora Macrina, que a 1400 metros de altura que están, los inviernos deben ser tremendos.
- No lo sabe usted muy bien. Este año, aún, aún; pero el invierno anterior estuvimos incomunicados por lo menos cuatro o cinco días. Mire, un metro de nieve; sin luz, sin teléfono, sin pan, sin agua, sin nada.
- ¡Qué barbaridad!
- Si no es por que vinieron a quitar la nieve de la carretera los de la Diputación, y nos traen el pan enseguida, yo no sé lo que hubiera podido pasar.
Es triste sólo pensar que Adobes, este pueblecito molinés vivo y jovial hasta el momento, pudiera estar como tantos otros de la provincia en la lista de los condena­dos a desapa­recer, si Dios no lo remedia. Vamos a confiar en que los malos augurios no se cumplan. En cualquier caso ahí queda escrita la impresión, inmejorable por cierto, que a este catador de pueblos y de gentes, le produjeron las dos horas o poco más que vivió sobre la peana soleada de sus calles, compartiendo conversación y trato con sus vecin­os.
(N.A. Abril 1987)

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