martes, 9 de diciembre de 2008

ALBALATE DE ZORITA



Aunque uno se considera un verdadero entusiasta de toda aquella zona, todavía le queda la sensatez suficiente como para reconocer que, al menos por cuanto a condiciones climato­lógicas se refiere, no es la de Pastrana la parte de la pro­vincia que tenga mayores atractivos de cara al verano. A pesar de todo, Albalate es un pueblo eminentemente veraniego. La in­fluencia de la urbanización cercana, junto al lago de Bolar­que, se hace notoria en el vivir cotidiano de la villa, inclu­so en su fisonomía.
- Como ha cambiado el pueblo en los últimos años, ¿eh?
- Y que lo diga. Esto ha cambiado como de la noche al día.
La carretera de Tarancón, que lo cruza en toda su longi­tud por la parte baja, es un pasar apenas interrumpido de vehículos en esta época del año. En una plazuela poblada de acacias jóvenes, se columpian alegremente y se lanzan en tobogán una cuadrilla de niños. Desde allí se alcanzan a ver, a lo largo de la calle, diversos establecimientos comerciales, jardines, dos iglesias antiguas, un barecillo portátil y un quiosco de chucherías. Al fondo, los blancos chalés perdidos entre el matorral y breña confunden sus tejados de pizarra bajo los rayos del sol en el cerro de la Llana.
- ¿ Y a qué se debe todo esto?
- Pues esto ha sido por la urbanización, por las obras de la nuclear, por los trabajos del canal y todo eso. La suerte de Albalate no la han tenido todos los pueblos, no.
A don Luís Corralo, jardinero municipal, le agrada con­templar con cierto regusto la nueva cara del pueblo después de los acontecimientos a favor de los últimos años. Uno, que no entra ni sale en el asunto, piensa que eso es bueno, pero que, bien visto, tampoco le andarán lejos los obligados incon­venientes que todo cambio radical lleva consigo.
- Sí; en eso puede que tenga usted razón. Antes había menos comodidades, pero yo creo que se vivía mejor. Por lo menos, estábamos más tranquilos.
Desde la plataforma que, a manera de mirador, tiene el pueblo sobre el lavadero, se contempla con toda la claridad de las tardes de estío la frescura simpar de su vega. Allí, las choperas apretadas y sombrías, los sauces llorones y el gira­sol, se comparten el protagonismo de todas las lindezas de aquel rincón que se extiende provocador hasta el cerro del Poste.
- Pues mire usted: la gente pone girasol por que es lo que menos cuesta. Nada de abono, y trabajo, tampoco mucho.
Dejando en su lugar la turística, casi cosmopolita, calle de la Carretera, Albalate es un pueblo antiguo vestido de blanco de cal, en el que la limpieza se respira y se ve la luz por todas partes. El Ayuntamiento es un edificio de trazado elegante, que preside desde su fachada principal la plaza de Fray Martín. A esas horas de la tarde, sin haber tenido en cuenta, al parecer, el carácter vacacional del fin de semana, el Consistorio se hallaba reunido con carácter de urgencia. Se oían las discusiones moderadas de los ediles desde la puerta del Ayuntamiento en la planta baja.
- No. Mire, no podemos atenderle en este momento. Vuelva usted dentro de un rato.
- La verdad es que no quería nada en concreto. Sólo deseaba saludar al señor alcalde.
- Sí, pero ya ve. Estamos reunidos en sesión urgente y acabamos enseguida. Comprenda usted.
No supe en aquel momento quien era, entre tantos, mi interlocutor, pero comprendí, que era por lo visto de lo que se trataba, y me marché de allí hasta más ver.
Por la calle de la Condesa de Villaoquina, cerca de la plaza de Fray Martín, pasan chicas con minishort y mozalbetes con camiseta porteña. Albalate de Zorita tiene calles cuidado­samente pavimentadas, con rótulos uniformes en cada esquina. Durante mi espera, pasé -por algunas de ellas más de una vez- las calles de la Iglesia, Imperial, Arzobispo de Bostra, amor de Dios y calle del Escurridizo.
El alcalde del pueblo es don Antonio Ballesteros, hombre delantero en edad, amable de trato, quien, una vez terminada la sesión, me fue contando, con el asesoramiento oportuno de otros concejales, todo cuanto buenamente se me ocurrió pregun­tar.
- No sé si usted lo sabrá, pero tenemos un primer premio de embellecimiento concedido por la Diputación Provincial.
- ¿Están contentos con la urbanización?
- Mucho. No sólo estamos contentos, sino que estamos orgullosos de ella. Al principio hubo sus problemas de implan­tación, pero ahora da trabajo a la gente y beneficios al Ayuntamiento.
- ¿Cuántos habitantes son ahora?
- Creo que pasamos de mil por muy poco. No sé si somos mil cincuenta.
- ¿Tiene el ayuntamiento algún proyecto importante?
- Bueno; yo creo que más que proyecto tenemos la ilusión de un polideportivo. Ya veremos.
- ¿Conservan todavía alguna tradición?
- Sí. El día de San Blas se baila delante del santo. Antes tuvimos un grupo de danzantes que se encargaban de hacerlo. Ahora lo suplimos con aficionados. Es una fiesta muy popular que aún se sigue conservando.
- Durante la última visita al pueblo y a sus alrededores me acompañó como guía Ana Tere Corralo, a quien encontré por casualidad atravesando la plaza del ayuntamiento con una primita suya muy mona. Ana Tere es maestra, licenciada en Letras, sorprendentemente cordial y muy amante de su pueblo.
- No, pues no me digas que te vas sin ver la fuente y el cementerio.
- ¿Tienen mucho que ver?
- Fíjate: la fuente, lo mismo por su antigüedad que por el sistema tan extraño con que le llega el agua, es única. Y el cementerio ya hace tiempo que es monumento nacional.
La fuente de Albalate -la mejor del mundo, como en el pueblo dicen- es de las que por sí sola merece una visita. No encuentro para ella parangón posible, a no ser con alguna del reino de Valencia, muy similar a ésta y como ella obra de moros. Se encuentra situada a la salida del pueblo, en unos bajos del terreno a la orilla de la carretera. La fuente tiene doce caños, por los que salen otros tantos chorros abundantí­simos de agua de la mejor calidad: ocho con cabeza de león están alineados, y otros cuatro vienen a soltar su agua dentro de un piloncillo lateral. En la parte trasera de la fuente, el agua vierte sobre un abrevadero que, como otros tantos que andan por ahí, ya no se emplea para nada.
- El sistema de distribución por el que llega el agua hasta aquí, entre canales y losas de piedra labrada, es una verdadera obra de ingeniería.
Por una carretera estrecha se llega muy pronto a lo que hoy queda de un antiguo cenobio que debieron construir los Templa­rios, y que a su desaparición como Orden pasó con gran parte de todas aquellas tierras a la de Calatrava. El arco románico en punta de su entrada, los canecillos muecosos, todos diferentes, que sostienen con sus cabezas de piedra vieja la cornisa destartalada del paredón principal, son razón suficiente para que el cementerio de Albalate se haga acree­dor, no sólo por su condición de recinto sagrado, sino por sus valores artísticos de un pasado que allí se hace presente, de todo respeto y admiración por parte del que llega.
Tiempo hubiera habido para conversar, o dejar constancia por lo menos, acerca del valor y grandiosidad de la nervada iglesia gotico-renacentista de la villa; y, desde luego, de la realidad histórica o de la leyenda que envuelve a la Cruz del Perro, descubierta milagrosamente por un can en el año 1514 a orillas del Tajo, y que, sin dejar de ser una admirable pieza de orfebrería románica del siglo XIII, los vecinos de Albalate veneran como patrona.
Se ha hecho tarde. A las puestas del sol, ante los restos de un convento de los Templarios que el pueblo emplea como cementerio, vuela de paso por la imaginación como una golon­drina la figura románticamente dulce de Gustavo Adolfo. Afue­ra, en el pueblo, la vida continúa ruidosa, megafónica, ciega a la caída de la tarde. Por la carretera de la urbanización sube un automóvil tirando a remolque de una barquichuela color caoba.
(N.A. Septiembre 1980)

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