domingo, 7 de diciembre de 2008

ALAMINOS



El pueblo de Alaminos encontró sitio en un paraje soleado que precede, con hazas inmensas de verde trigal, a las tierras ásperas de la Alcarria. Alaminos también es Alcarria, pero no tanto. Lejos de aquí se recortan, en el brumoso horizonte que nos deparó la mañana, las Tetas de Viana hacia la salida del sol.
Pese a ser buena hora para andar por el mundo, el día no se decide a entrar con toda la fuerza que a la estación clima­tológica le corresponde. Del nordeste sopla un viento fresco que riza en las laderas de los alcores el verdín, tierno aún, de la cosecha. No se ven árboles apenas en Alaminos. Manda ante todo y sobre todo el cielo azul, tapando hasta perderse de vista las variadas tonalidades verdes de los trigales, los grises infinitos de los robles, los ocres y los tierra de la barbechera, trazando como un mosaico gigantesco entre unos y otros que refulge como encendido bajo los rayos, débiles todavía, del sol de la Alcarria.
Acabo de llegar a la plaza después de haber andado el corto trayecto a que da lugar el ramal de entrada que parte de la carretera de Cifuentes. La plaza está desierta. Se oyen las voces ininteligibles de las personas, pero no se ve un alma. La plaza de Alaminos tiene la particularidad de acoger, casi en su mismo centro, la sólida mole parroquial con su espadaña orientada al poniente. No muy lejos, en la misma plaza, está la evocadora picota, que reclama desde hace siglos para este pueblecillo que visitamos la categoría de villazgo.
Estoy tomando estas notas sentado sobre el borde del redondo pilón en cuyo centro se alza el rollo. Son todas en derredor viviendas fuertes de caliza y de piedra viva, entre las que destaca una bien restaurada que se me antoja debe ser el Ayuntamiento.
La portada de la iglesia mira hacia el sur. Tiene un estilo gótico-renacentista que remata en flor de lis con la leyenda "iglesia asilo". Cerca hay una casa sin demasiadas pretensiones, en la que campea una placa de color negro con el anuncio bien visible de su condición de "Comisión local". Para uno resulta nueva aquella forma de decir, aunque la relaciona inmediatamente con algo de tipo oficial.
- Ahí está el Jefe de la Hermandad.
- Me imaginaba yo que debería ser algo de eso. Estarán muy contentos los labradores con lo que ha llovido.
- Pues sí que están. Pero la cosa es que corrieran las fuentes.
- ¿Todavía no caen?
- Nada. Siguen lo mismo que si no hubiera llovido.
- Claro, ahora caigo en por qué la del rollo no hecha ni gota.
- Esa no echa porque la cortaron. La gente iba allí para no gastar de sus casas, y por eso la tuvieron que cortar.
Me retiro después dejando a la señora Urbana con la escoba en la mano, igual y en el mismo sitio que la encontré. Por el barrio del Altillo me salgo otra vez dando vista al campo, buscando nuevas impresiones frente a las tierras de Masegoso, de Cifuentes, de Cogollor, de los Gárgoles y de Trillo. Por uno de aquellos callejones solitarios de las afueras, mi curiosidad sufre un serio correctivo por parte de una pe­rrucha enorme, que sale disparada hacia el desconocido por la puerta de una cuadra, dispuesta a lo que salga. Se ve que la perra está criando; se me acerca con el espinazo eriza­do, los dientes fuera y la cara como usted se podrá imaginar. Al fin, muy oportuna, la dueña sale en mi auxilio.
- ¡Quieta, Tosca! ¡Chucha, quieta!
- La chucha en cuestión, con nombre de ópera famosa, es de las que pesan una arroba larga.
- No se asuste usted -me dice la dueña-. No muerde. Por lo menos hasta ahora no ha mordido a nadie.
- Ya, lo comprendo, pero como es tan grande.
- Pues si le hubiera mordido hubiera sido a usted el primero. Está criando, y por eso se pone así.
- Qué buenas vistas tienen desde aquí. ¿Verdad señora?
- Yo digo que no es muy bonito, ya ve usted. Será como lo estoy viendo todos los días. aquella serrezuela de enfrente pertenece a Cogollor. El pueblo está a la otra parte, a la caída. Desde aquel pico del Picarón, nos tiraban en la guerra con las ametralladoras y con la artillería. Cuando silbaban por aquí las balas, ¡Hala!, todo el mundo a esconderse en las casas o donde se podía.
- Cómo se llama usted.
- Me llamo Iluminada Carrascosa.
- Todo esto de abajo son almendros, ¿no?
- Todo no. Los que están en flor son cerezos. También hay viñas. Le llamamos el Llano a toda esa parte. El monte es aquello otro de los robles.
Doña Iluminada se empeñó después en enseñarme el perrillo que estaba criando Tosca. Un acto, tal vez, de reconciliación más que loable con el agresivo animal. Al momento sacó de la cuadra una bola de carne envuelta en peluche marrón que se movía torpemente lamiendo los pies de su señora ama.
- No es para nosotros. Se lo estamos criando a uno que trabaja en la nuclear de Trillo. Se encaprichó de él, y mire que majo que está el animalillo.
Uno disfruta lo indecible por estos rincones perdidos de la provincia que nadie busca; divisando de cerca y de lejos tierras que se repiten desde mil ángulos y que, ahí la parado­ja, siempre parecen nuevas; donde la gente acostumbra a vivir en velocidad lenta, a un ritmo tranquilo, aparentemente agres­te pero inundado de calma. En una de las ventanucas del calle­jón, se han aclimatado a las singularidades típicas del terre­no alca­rreño tres plantas diferentes de cactus, que se lucen a la vista de los escasos transeúntes que pasan por allí. A la vuelta de la esquina me encuentro con un anciano. El anciano, apoyado en la empuñadura de su garrota, me mira con curiosi­dad. Cuando nos hacemos amigos, el hombre me cuenta que se llama Félix de Diego, y que es jubilado y mutilado de guerra.
- ¿También a usted le tocó meterse en aquellos asuntos?
- Qué remedio -responde-. Me hirieron en Belchite. Aque­lla sí que fue gorda.
- Pues me está gustando el pueblo, ya ve usted. Un poco solitario, pero le advierto que en estos tiempos la soledad es un lujo.
- Sí, aquí estamos tranquilos, mientras que nos dejen. Se marcharon los jóvenes y el pueblo se ha quedado un poco solo. Por lo demás, no está mal. Unas ciento veinte personas puede que haya.
- Y muchas casas vacías, claro.
- Pues no lo crea. La gente joven se ha ido, pero no ha levantado la casa. En verano casi no cabemos.
- Y el modo de vida, el campo.
- A ver. Aquí se ha vivido siempre de la agricultura, sin apuros. La gente ha funcionado siempre bien, para qué vamos a decir otra cosa. Se han ido marchando empujados por la co­rriente, por aquello de que otros se van, pero no porque en el pueblo no se pudiera vivir. Guadalajara, lo que hace en la capital, está llena de gente de Alaminos.
El abuelo Félix, abrigado con su jersey de lana, y su nuevo amigo que va tomando nota con mucha disciplina de las cosas que le cuenta, se marchan luego paseando, lentamente, hacia la plaza. Junto a la puerta del Ayuntamiento está parada la furgoneta de un vendedor de fruta. Las señoras de Alaminos acuden todas a la vez cuando suena por el pueblo el claxon del vendedor de fruta.
Mire, de eso estamos bien -me dice el abuelo Félix-. Aquí tenderos no nos faltan. Aún no se ha ido uno cuando suena el otro.
- Ya no bailarán ustedes para la fiesta, como lo hacían antes.
- ¡Qué cosas tiene! En otro tiempo no digo, pero mira ahora. Como para bailes está uno.
- ¿Cuándo celebran el día del patrón?
- Para San Sebastián.
- En pleno mes de enero.
- Eso es. El veinte, sí señor. Menuda fiesta se organiza para San Sebastián. Ese día vienen todos. Para el Cristo era fiesta también, pero decayó porque como celebraban también ese día la fiesta de Cifuentes, la gente se iba.
Luego nos sentamos junto a la picota.
- Es un rollo hermoso, ¿No le parece?
- cuando la Guerra lo quisieron volcar, pero se quedaron con las ganas. Se conoce que lleva un barrón de hierro por dentro y no pudieron con él. Pero sí que probaron con maromas a tirarlo.
Por las eras, el panorama que presentan los campos es completamente distinto al que acabamos de ver hace unos ins­tantes desde la puerta de la señora Iluminada. Las tierras de labor forman desde aquí un soberbio tapiz que se pierde de vista, y que acaba allá lejos, por las sierras del norte.
- En los días claros, desde este mismo sitio se puede ver el castillo de Atienza. Hoy no por lo poquito de niebla.
- Y buen campo; qué decir. Tampoco se quejarán los labra­dores.
- Bueno, sí señor. No es tierra que agrade a nadie, pero jamás te dejará sin cosecha. Es un campo muy seguro, y por eso es bueno, ya lo creo.
Pienso que no es preciso indagar más en las interiorida­des permitidas a las que uno puede llegar para conocer más a fondo la vida de un pueblo. Alaminos, no sé por qué, es un ejem­plo ilustrativo y resumen de cuanto hasta hoy llevamos visto: dos paisajes diferentes, dos generaciones que se par­tieron al son de los nuevos tiempos, y, entre una cosa y otra, el carácter afable, serio, en extremo conformista y familiar de las viejas gentes de Castilla; de nuestras gentes.
(N.A. Mayo 1984)

1 comentario:

EVA dijo...

Me ha emocionado este post sobre el pueblo de mi madre, de mis abuelos, de mis bisabuelos... en fin, de mi pueblo, que leche.
La Sra. Urbana era mi abuela. El Sr. Félix su hermano, una de las personas más buenas que he conocido.
En el año que se escribió yo apenas tenía 10 años. Mis padres fueron de los que emigraron a Madrid en los 60 y volvían cada verano al pueblo. Yo estoy a punto de cumplir 40. Ahora seguimos yendo, no igual que antes, pero sí con mucho cariño y ganas.
Gracias, muchas gracias.