Por los baldíos cardosos y por los pinares de la Sierra de Atienza, los buscadores de setas andan en revolución. Muchos vehículos de cazadores de Madrid se dirigen de buena mañana hacia el coto del Pelagallinas desafiando las inclemencias del tiempo. Para que la gente se vaya acostumbrando, el mes de octubre se ha puesto a enseñar a estas alturas la cara cruel del invierno que se avecina. Las nieblas, bien cerradas, se pegan a la cumbre del Alto Rey y de los otros cerros próximos, mientras que por la sierra de Cantalojas y la de Riaza, los picos más sobresalientes del Macizo se han pintado de blanco durante la pasada noche. Nieve, sí; sin que la atmósfera haya tenido en cuenta lo prematuro de la época.
Antes de llegar por la carretera de Miedes a la altura del pueblecito de Alpedroches hacia el que ahora voy, me llama la atención la maquinaria dedicada a la molienda de piedra en una cantera que hay al pie del cerro. Después sabría que la cantera, dedicada a la extracción de gravilla para el alquitranado de las carreteras, queda en el término municipal de Alpedroches, y no de Atienza, como erróneamente se ha dicho o se ha escrito en algún lugar.
-Eso es así; usted dígalo bien claro. Agregados al ayuntamiento de Atienza, sí, pero guardando cada uno sus derechos y su personalidad. ¿No le parece a usted?
-A mí, sí señor. A los demás, no lo sé.
Las vertientes ásperas por las que se llega hasta Alpedroches se ven salpicadas por tremendos coscorros de piedra gris, un poco al gusto de las sierras graníticas de Navacerrada, sin que con aquellos montes esto tenga algo que ver.
Ya tenemos el pueblo aquí. Queda ligeramente escondido a mano derecha del caminante. En las afueras de Alpedroches hay olmos muertos y chopos semidesnudos, y zarzales, muchos zarzales sin fruto. Subiendo hacia el atrio de la iglesia, que es lo primero que el pueblo suele enseñar al viajero, el aire que baja del poniente sacude frío. La iglesia queda sobre un altillo, teniendo el pretil o barbacana a modo de mirador sobre los campos de labor que hay por debajo, en la vega, donde se ven mojadas las barbecheras de la simienza. El atrio se ve plagado de hierbas y de zarzales.
-Sí; eso lo tenemos un poco descuidado. Es verdad.
La espadaña, con palomar incorporado en época posterior, está orientado a la salida del sol, y no al poniente como lo están casi todos. Tiene dos campanas, y dos bolones de adorno, uno a cada lado. La pequeña iglesia de Alpedroches es por la traza de corte románico, con tres cuerpos en degradación perfectamente delimitados, que bajan desde el campanario hasta la cobertura de la nave. La puerta se recubre con un portalejo exterior sostenido por muro de arenisca y medias columnas de la misma piedra desgastadas por la lluvia. En alguna de las columnas se advierten nombres de personas escritos a punta de navaja. La portada es de medio punto, con sencillas estrías que adornan las cuñas del dovelaje. La puerta está cerrada. Por el ojo de la cerradura se ve todo oscuro.
Veo salir de una de las dos huertas, ya casi en hibernación, que quedan al otro lado de la carretera, a un señor con cubos llenos de tomates cargados sobre una carretilla. Bajo enseguida y coincidimos los dos en la misma puerta del cercado.
-Preciosos los tomates para ser del tardío -le digo.
-Sí, aquí es que con la cosa del clima vienen más tarde.
Realmente, sin que medie ninguna otra intención de tipo propagandístico, los tomates tardíos de la huerta de don Claudio Hernández son de verdad hermosos.
-Oiga, esta carretera, cuando llega a Miedes adónde va después.
-Luego pasa por Retortillo y llega hasta el Burgo de Osma. Lo que no sé es si desde allí sigue todavía.
Yo he pasado varias veces por aquí, pero jamás entré al pueblo; lo haré ahora después. Tengo la impresión de que estoy en uno de los pueblos menos habitados de la zona, ¿no?
-Sí; puede que sea. De continuo quedan dos familias. Nos hemos marchado casi todos. Yo mismo vivo en Madrid. Ahora, como estoy jubilado, vengo temporadas largas en verano y algún fin de semana también. El pueblo se ha quedado solo, y esto tiene mal arreglo. Es una pena.
-Seguramente que añoran los años de su mocedad, sobre todo cuando están metidos en los líos de la capital.
-Mucho; nadie sabe cuánto. Pero no tenemos más remedio. Cuando llegan las fechas más señaladas, la Nochebuena, el día de la Patrona, a uno le gustaría que el tiempo volviese otra vez atrás.
-¿Cuál es la Patrona de Alpedroches?
-Tenemos como Patrona a la Virgen de Pentecostés.
-¡Qué bonito! No lo había oído nunca. La celebrarán el mismo día de la Caballada de Atienza.
-Sí, señor. Por entonces era. Creo que al día siguiente de la Caballada, para no coincidir. Me acuerdo que contratábamos a los mismos músicos, para que al día siguiente se viniesen aquí a tocar.
-Ahora, ya nada.
-Sí; aún tenemos nuestra fiesta, pero no en ese día. Hace años que la celebramos el segundo domingo de agosto. Dentro de lo que cabe, y de los pocos que somos, aún se anima el ambiente.
Por los espinos de la barbechera suenan las campanillas de un rebaño que no alcanzo a ver. En el pueblo se oye el lejano ladrido de un perro triste. Comienza a caer una llovizna inapreciable, que al momento cesa para insistir de nuevo al cabo de un rato.
-Digo, señor Claudio, que si merece la pena trabajar los huertos, puestos a echar cuentas.
-Pues no lo sé. Puestos a echar cuentas seguro que no merece la pena; pero en qué nos vamos a entretener la gente mayor si no es en esto. Además, nos va muy bien, porque si no tuviéramos este poco trabajo estaríamos sin hacer ejercicio, y eso, a ciertas edades no debe ser bueno. Y algo se va sacando también, aunque no sea mucho.
-Un día de fiesta como hoy, ¿en qué se distraen?
-En nada. Como el tiempo está malo nos quedamos en casa. con el buen tiempo nos salimos a pasear al campo, y esa es toda la diversión. Que conste que lo pasamos bien, que no queremos otra cosa. Si no fuera porque nos gusta, no vendríamos al pueblo.
El señor Claudio se sube por la senda del atajo con su carretilla de tomates buscando el camino más corto. Yo lo sigo con el coche por la carretera que me llevará, poco más adelante, a un empalme que conduce hasta el pueblo. Estando de pie en plena calle las manos se quedan ateridas, casi heladas.
Cuando concluye el ramal de carretera comienza el barro de las calles, y un poco también la desolación. Las casas de Alpedroches son de color marrón y ocre, con tejados rojizos, estiradas como en línea. Por una o dos de ellas sale humo de las chimeneas. La mañana requiere calma, y buen cobijo al lado de la lumbre. Dejo el coche junto al pilón de una fuente de cemento que no mana. Cuando le doy al grifo, entonces sí, suelta un chorrito abanicoso, retorcido e innatural.
Reguera abajo se van sucediendo las viviendas, cerradas unas, hundidas otras, pobladas las menos, aun hoy que coincide con la fecha más apropiada del fin de semana para que hubieran acudido los que viven fuera. La callejuela que baja desde la fuente bordeando al arroyo tiene una noguera y luego un pasadizo intransitable. Me doy cuenta de que en realidad no es una calle. Miro un instante hacia la copa casi limpia de hojas de la noguera. Tampoco tiene nueces.
-No señor, no ha tenido ni una. Es que no crió. Vino una escarcha al tiempo de la flor y se helaron.
El señor que me habla se llama Eusebio. Por lo que me contaría después nació en Prádena, y es uno de los dos vecinos que de continuo viven en el pueblo.
-Sí, vivimos aquí; pero cuando entran los fríos, muchas noches nos vamos a dormir a Atienza, a casa del hijo.
El señor Eusebio es un hombre bajito, como casi todos los serranos oriundos de la falda del Alto Rey. Viste con pantalón y chaqueta de pana roída por el uso. Cuando me sorprende mirando a la noguera, lleva en la mano un cubo lleno de picaduras de col y un biberón de goma ajustado a una botella de las de la cerveza media de leche. Es un señor simpático y sin complejos, ameno y de grata conversación.
-Pues mire usted, uno a la ignorancia; sin saber si dice bien o dice mal.
-¿Adonde va usted con todos esos artilugios?
-Voy al casillo de los corderos. Es que tengo mellizos, así muy chiquitos, y les ayudo un poco con el biberón. Venga y los ve.
Cuando su dueño abre la puerta, media docena de bichejos blancos, lanudillos y retozones, se vienen corriendo hacia él. Cuando les arrima la botella de leche, se empujan y se pelean por coger la vez. Los dos o tres más pequeños se la beben toda en un instante. En la oscuridad del establo el señor Eusebio me cuenta cosas que con el balido de los corderos no comprendo.
-Mire, ese hombre que viene por ahí es el Claudio. Ese vive en Madrid.
-Lo conozco. Lo he visto hace un momento cuando subía con los tomates.
Luego, junto a la fuente, aguantando las primeras gotas de un turbión que se las promete serio, Claudio me cuenta que están sin teléfono y sin muchas esperanzas de que se lo pongan. Le digo que hacen bien en desconfiar, porque los que pueden se suelen hacer oídos sordos ante necesidades tan vitales en un pueblo donde, por mucho quedar, solo viven cuatro viejos. Le aconsejo que tenga paciencia.
Sí; paciencia sí. De eso sí que no falta. A ver si con lo poco que nos dan de la cantera tenemos, por lo menos, para adecentar las calles.
Pasan ahora junto a nosotros dos chiquillas de capital. Llevan bolsas de plástico y van con dirección a los pinos. Alpedroches tiene su pinar propio de joven plantío, un poco al noreste. Desde el pueblo no se ve.
-Las chicas, a buscar setas, ya lo ve. Lo que da el tiempo.
Otro lugar moribundo en la cuenta particular de una provincia vieja. Alpedroches, que ahora mil años vio pasar de cerca las huestes del Cid, se extingue poco a poco obedeciendo a las modas, a los modos y a los imponderables del final de nuestro siglo.
Antes de llegar por la carretera de Miedes a la altura del pueblecito de Alpedroches hacia el que ahora voy, me llama la atención la maquinaria dedicada a la molienda de piedra en una cantera que hay al pie del cerro. Después sabría que la cantera, dedicada a la extracción de gravilla para el alquitranado de las carreteras, queda en el término municipal de Alpedroches, y no de Atienza, como erróneamente se ha dicho o se ha escrito en algún lugar.
-Eso es así; usted dígalo bien claro. Agregados al ayuntamiento de Atienza, sí, pero guardando cada uno sus derechos y su personalidad. ¿No le parece a usted?
-A mí, sí señor. A los demás, no lo sé.
Las vertientes ásperas por las que se llega hasta Alpedroches se ven salpicadas por tremendos coscorros de piedra gris, un poco al gusto de las sierras graníticas de Navacerrada, sin que con aquellos montes esto tenga algo que ver.
Ya tenemos el pueblo aquí. Queda ligeramente escondido a mano derecha del caminante. En las afueras de Alpedroches hay olmos muertos y chopos semidesnudos, y zarzales, muchos zarzales sin fruto. Subiendo hacia el atrio de la iglesia, que es lo primero que el pueblo suele enseñar al viajero, el aire que baja del poniente sacude frío. La iglesia queda sobre un altillo, teniendo el pretil o barbacana a modo de mirador sobre los campos de labor que hay por debajo, en la vega, donde se ven mojadas las barbecheras de la simienza. El atrio se ve plagado de hierbas y de zarzales.
-Sí; eso lo tenemos un poco descuidado. Es verdad.
La espadaña, con palomar incorporado en época posterior, está orientado a la salida del sol, y no al poniente como lo están casi todos. Tiene dos campanas, y dos bolones de adorno, uno a cada lado. La pequeña iglesia de Alpedroches es por la traza de corte románico, con tres cuerpos en degradación perfectamente delimitados, que bajan desde el campanario hasta la cobertura de la nave. La puerta se recubre con un portalejo exterior sostenido por muro de arenisca y medias columnas de la misma piedra desgastadas por la lluvia. En alguna de las columnas se advierten nombres de personas escritos a punta de navaja. La portada es de medio punto, con sencillas estrías que adornan las cuñas del dovelaje. La puerta está cerrada. Por el ojo de la cerradura se ve todo oscuro.
Veo salir de una de las dos huertas, ya casi en hibernación, que quedan al otro lado de la carretera, a un señor con cubos llenos de tomates cargados sobre una carretilla. Bajo enseguida y coincidimos los dos en la misma puerta del cercado.
-Preciosos los tomates para ser del tardío -le digo.
-Sí, aquí es que con la cosa del clima vienen más tarde.
Realmente, sin que medie ninguna otra intención de tipo propagandístico, los tomates tardíos de la huerta de don Claudio Hernández son de verdad hermosos.
-Oiga, esta carretera, cuando llega a Miedes adónde va después.
-Luego pasa por Retortillo y llega hasta el Burgo de Osma. Lo que no sé es si desde allí sigue todavía.
Yo he pasado varias veces por aquí, pero jamás entré al pueblo; lo haré ahora después. Tengo la impresión de que estoy en uno de los pueblos menos habitados de la zona, ¿no?
-Sí; puede que sea. De continuo quedan dos familias. Nos hemos marchado casi todos. Yo mismo vivo en Madrid. Ahora, como estoy jubilado, vengo temporadas largas en verano y algún fin de semana también. El pueblo se ha quedado solo, y esto tiene mal arreglo. Es una pena.
-Seguramente que añoran los años de su mocedad, sobre todo cuando están metidos en los líos de la capital.
-Mucho; nadie sabe cuánto. Pero no tenemos más remedio. Cuando llegan las fechas más señaladas, la Nochebuena, el día de la Patrona, a uno le gustaría que el tiempo volviese otra vez atrás.
-¿Cuál es la Patrona de Alpedroches?
-Tenemos como Patrona a la Virgen de Pentecostés.
-¡Qué bonito! No lo había oído nunca. La celebrarán el mismo día de la Caballada de Atienza.
-Sí, señor. Por entonces era. Creo que al día siguiente de la Caballada, para no coincidir. Me acuerdo que contratábamos a los mismos músicos, para que al día siguiente se viniesen aquí a tocar.
-Ahora, ya nada.
-Sí; aún tenemos nuestra fiesta, pero no en ese día. Hace años que la celebramos el segundo domingo de agosto. Dentro de lo que cabe, y de los pocos que somos, aún se anima el ambiente.
Por los espinos de la barbechera suenan las campanillas de un rebaño que no alcanzo a ver. En el pueblo se oye el lejano ladrido de un perro triste. Comienza a caer una llovizna inapreciable, que al momento cesa para insistir de nuevo al cabo de un rato.
-Digo, señor Claudio, que si merece la pena trabajar los huertos, puestos a echar cuentas.
-Pues no lo sé. Puestos a echar cuentas seguro que no merece la pena; pero en qué nos vamos a entretener la gente mayor si no es en esto. Además, nos va muy bien, porque si no tuviéramos este poco trabajo estaríamos sin hacer ejercicio, y eso, a ciertas edades no debe ser bueno. Y algo se va sacando también, aunque no sea mucho.
-Un día de fiesta como hoy, ¿en qué se distraen?
-En nada. Como el tiempo está malo nos quedamos en casa. con el buen tiempo nos salimos a pasear al campo, y esa es toda la diversión. Que conste que lo pasamos bien, que no queremos otra cosa. Si no fuera porque nos gusta, no vendríamos al pueblo.
El señor Claudio se sube por la senda del atajo con su carretilla de tomates buscando el camino más corto. Yo lo sigo con el coche por la carretera que me llevará, poco más adelante, a un empalme que conduce hasta el pueblo. Estando de pie en plena calle las manos se quedan ateridas, casi heladas.
Cuando concluye el ramal de carretera comienza el barro de las calles, y un poco también la desolación. Las casas de Alpedroches son de color marrón y ocre, con tejados rojizos, estiradas como en línea. Por una o dos de ellas sale humo de las chimeneas. La mañana requiere calma, y buen cobijo al lado de la lumbre. Dejo el coche junto al pilón de una fuente de cemento que no mana. Cuando le doy al grifo, entonces sí, suelta un chorrito abanicoso, retorcido e innatural.
Reguera abajo se van sucediendo las viviendas, cerradas unas, hundidas otras, pobladas las menos, aun hoy que coincide con la fecha más apropiada del fin de semana para que hubieran acudido los que viven fuera. La callejuela que baja desde la fuente bordeando al arroyo tiene una noguera y luego un pasadizo intransitable. Me doy cuenta de que en realidad no es una calle. Miro un instante hacia la copa casi limpia de hojas de la noguera. Tampoco tiene nueces.
-No señor, no ha tenido ni una. Es que no crió. Vino una escarcha al tiempo de la flor y se helaron.
El señor que me habla se llama Eusebio. Por lo que me contaría después nació en Prádena, y es uno de los dos vecinos que de continuo viven en el pueblo.
-Sí, vivimos aquí; pero cuando entran los fríos, muchas noches nos vamos a dormir a Atienza, a casa del hijo.
El señor Eusebio es un hombre bajito, como casi todos los serranos oriundos de la falda del Alto Rey. Viste con pantalón y chaqueta de pana roída por el uso. Cuando me sorprende mirando a la noguera, lleva en la mano un cubo lleno de picaduras de col y un biberón de goma ajustado a una botella de las de la cerveza media de leche. Es un señor simpático y sin complejos, ameno y de grata conversación.
-Pues mire usted, uno a la ignorancia; sin saber si dice bien o dice mal.
-¿Adonde va usted con todos esos artilugios?
-Voy al casillo de los corderos. Es que tengo mellizos, así muy chiquitos, y les ayudo un poco con el biberón. Venga y los ve.
Cuando su dueño abre la puerta, media docena de bichejos blancos, lanudillos y retozones, se vienen corriendo hacia él. Cuando les arrima la botella de leche, se empujan y se pelean por coger la vez. Los dos o tres más pequeños se la beben toda en un instante. En la oscuridad del establo el señor Eusebio me cuenta cosas que con el balido de los corderos no comprendo.
-Mire, ese hombre que viene por ahí es el Claudio. Ese vive en Madrid.
-Lo conozco. Lo he visto hace un momento cuando subía con los tomates.
Luego, junto a la fuente, aguantando las primeras gotas de un turbión que se las promete serio, Claudio me cuenta que están sin teléfono y sin muchas esperanzas de que se lo pongan. Le digo que hacen bien en desconfiar, porque los que pueden se suelen hacer oídos sordos ante necesidades tan vitales en un pueblo donde, por mucho quedar, solo viven cuatro viejos. Le aconsejo que tenga paciencia.
Sí; paciencia sí. De eso sí que no falta. A ver si con lo poco que nos dan de la cantera tenemos, por lo menos, para adecentar las calles.
Pasan ahora junto a nosotros dos chiquillas de capital. Llevan bolsas de plástico y van con dirección a los pinos. Alpedroches tiene su pinar propio de joven plantío, un poco al noreste. Desde el pueblo no se ve.
-Las chicas, a buscar setas, ya lo ve. Lo que da el tiempo.
Otro lugar moribundo en la cuenta particular de una provincia vieja. Alpedroches, que ahora mil años vio pasar de cerca las huestes del Cid, se extingue poco a poco obedeciendo a las modas, a los modos y a los imponderables del final de nuestro siglo.
(N.A. Noviembre 1987)
1 comentario:
Me ha sorprendido gratamente leer el reportaje sobre mi pueblo, Alpedroches. El relato con los personajes y todo lujo de detalles sorprende por su veracidad.
Las dos personas que aparecen en el reportaje, tristemente nos dejaron, Claudio era un familiar cercano, recuerdo esos productos de la huerta que con tanto cariño cultivaba y con las que haciamos deliciosas ensaladas.
La iglesia sigue siento bonita, aunque los expolios y la falta de cuidados han hecho estragos, esta muy deteriorada y urge una intervención que la salve de la ruina.
Me ha encantado tu blog y lo he colocado en mi lista de blog en www.alperoches.com
Un saludo
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