sábado, 6 de diciembre de 2008

AGUILAR DE ANGUITA



Pudieran ser éstas en donde ahora estoy las primeras escaramuzas del terreno que ponen fin a todas las Alcarrias, la puerta oficial, si no la puerta geográfica o histórica, por donde se abren paso los campos áridos del Señorío.
Cuando se observa desde la carretera, unos minutos tan sólo antes de llegar a él, el pueblo se ve como colgado en lo alto de un cabezo de rocas oscuras, a manera de legendario galeón encallado en las tierras uniformes que circundan a distancia las casas y los huertos de la cercana Anguita, cabecera inmemorial de la comarca.
Es medio día. La airosa espadaña de la torre por encima de la cresta, invita al viajero a llegarse hasta sus cimientos sin pérdida de tiempo. Y uno, que sabido es, siente verdadera pasión por los pueblos en alto, se aventura a subir con el motor en marcha como atraído por aquella fuerza irresistible de los sitios que, incluso a distancia, auguran misterio.
- ¿Y por dónde resultaría menos costoso llegarse hasta la cumbre de este viejo cogollo de viviendas?
No contesta nadie, entre otras razones porque no hay personas en el pueblo que lo hagan. El cartel anunciador de un barecillo en la carretera corona la fachada de una casa cerra­da a cal y canto. De vez en cuando pasa un automóvil con dirección a Molina, y enseguida el pueblo vuelve a quedarse en silencio. Por fin decido subir con el vehículo hasta donde acabe la pista de tierra, que va ascendiendo por la cara este del pueblo y de los riscos de la cuesta. Se pasa bajo las peñas que recuerdan aquellas otras que sirven de peana inamo­vible al castillo de Atienza. El camino impone como condición a mitad del ascenso dejar el automóvil y seguir la escalada a pie. Hay una explanada entre sol y sombra y una fuente artifi­cial que echa cuando se le aprieta al grifo. el pueblo conti­núa extendido en la varga hasta acabar con la plazuela de la iglesia, que es mi punto de destino. Al poco de subir hay una casona muy original, de estilo nórdico y puerta en arco con piedras almohadilladas. La casa tiene por detrás columnas del mismo estilo, escaleras y un barandal curiosísimo. Al asomarme por una de las ventanas, caigo en la cuenta de que allí debió estar la secretaría y tal vez la escuela de niños. Hoy se ve todo destartalado, rinconcito de añoranzas, cruda estampa de lo que el tiempo hizo y que jamás debió hacer. Me paro a fisgar, a pensar en cómo un pueblo muere nada más que por que sí, y en qué se podría hacer para devolverlo a la vida. No se me ocurre nada. Si alguna idea me alumbra la mente, veo que no está en mis manos ponerla en práctica y la rechazo como si se tratara de un mal pensamiento.
Antes de alcanzar el techo, he visto clavadas sobre la roca las antenas de la televisión, cuyos hilos bajan hasta el pueblo casi a ras de suelo. El escenario es por aquí un verda­dero laberinto de sendas bordeadas de hierba que se van colan­do por entre las piedras. Al final encuentro la plazuela en donde está la iglesia sin haber encontrado a nadie. La única impresión, hasta el momento, es que Aguilar, aparte el triste panorama de su despoblación, es un pueblo difícil, de compli­cada distribución urbanística; quizás el pueblo más enrevesado u original, según se mire, de todos los que conozco. En una buena proporción, las casas lucen en los dinteles y jambas la piedra rojiza de arena que los artesanos de hace dos siglos utilizaron en la comarca, tan pródigamente como material de base.
Por estos callejones perdidos, donde los palitroques y los escombros sólo hablan de ruina, a uno le vienen ganas de ponerse a gritar, esperando a la vuelta de cualquier esquina, entre las zarzas, el lamento angustioso de los espectros ambulantes. Más adelante, recojo entre el vallico de una callejuela solitaria el detalle de una rosa artificial hecha de seda blanca. La huelo ceremoniosamente y me la llevo como recuerdo.
Por la cornisa en sombra de la risquera zuran toda una bandada de palomas aborígenes. Desde lo alto de las peñas, por la otra parte, se domina una manta espesa de verdín: son los futuros campos de mies, bien alimentados con las nieves del invierno y con las lluvias oportunas de marzo y de abril que, a Dios gracias, fueron también generosas.
Temiéndome que la vida se haya podido rodar por su propio peso hacia los barrios bajos, decido llegar hasta las inmedia­ciones de la carretera, donde, por lo menos, no faltan desde que llegue los ruidos fugaces de los automóviles, huyendo como cada fin de semana de los excesos en el ambiente de la capi­tal. Ya en el descenso me encuentro con tres perros blancos, que ladran despiadadamente sin poderse soltar de la cuerda que los sujeta a la pared. A la vuelta de la misma casa hay dos ancianos, un hombre y una mujer, disfrutando del sol que les viene desde la vega de Anguita.
- Buenos días tengan ustedes.
- Buenos días.
- Creí que me tendría que marchar del pueblo sin ver a nadie. La parte de arriba, sobre todo, está muy solitaria.
- Ya lo creo. Solitaria y medio hundida. Ahí no vive nadie.
- Son pocos vecinos, por lo que veo.
- Media docena. Hoy, seguramente que no estamos nada más que nosotros. Los del bar se marcharon esta mañana. A lo mejor se encuentra con otros dos viejos por allá abajo.
- ¿Pasan ustedes aquí todo el año?
- Si no ocurre nada, pasamos ocho meses en el pueblo, y para el invierno nos marchamos a Madrid.
A uno le cuesta trabajo justificar cómo pueblos que debieron vivir con relativo desahogo, han llegado al estado agónico que hoy ofrece al visitante Aguilar de Anguita.
- Y no sabe usted lo bien comunicados que estamos. Ahí ve las tres carreteras: la de Anguita, la de Alcolea y la de Molina. Aquel que se ve allá abajo rascando en las huertas, es uno que ha venido de Madrid esta mañana. Debe andar aviando un poco de tierra para patatas, o para lo que quiera.
- Pues no parece que se le da mal. Como ha llovido...
- Ya veremos cuando lo deje a la tarde, el dolor de hue­sos. Ese no es buen deporte, como dicen ahora.
- Aquí hubo en tiempos una romería muy importante ¿Ver­dad?
- Sí señor, ya lo creo, la del Robusto. Venía gente de veintisiete pueblos en romería hasta la ermita de la Virgen. Cuando se necesitaba lluvia, también se acudía a la ermita para hacer rogat­ivas.
- ¿En qué época tenían la fiesta?
- La del Robusto era el 25 de marzo; pero Santa Quiteria, que es la fiesta mayor del pueblo, se celebra el 22 de mayo.
- Por otra parte, no saben ustedes lo que vale este silencio. Qué bien se está aquí.
- Eso sí, mire; eso es lo mejor. A nuestras edades, la mejor fiesta es la tranquilidad. Nos sobran todos los ruidos.
Cuando pregunto por su nombre a mi nuevo amigo, es doña Josefa, su señora, la que responde por él.
- Se llama Andrés.
El marido se sonríe. Luego puntualiza.
- Andrés es el segundo apellido. Mi verdadero nombre no es ese, es una palabra muy rara. Me llamo Mercurio, Mercurio Cabra Andrés.
- ¡No me diga! Pues eso es lo que llevan dentro los termómetros.
- Justamente, sí señor. Pues así me llamo yo. No dirá que conozco a nadie que se llame igual. Un sobrino mío se llama Antimo.
Luego me indican el camino para ir a la ermita del Robus­to. Está como a un kilómetro del pueblo, saliendo por una pista que cruza los campos de sembrado en dirección norte. La ermita queda situada en un abrigo, a la caída de otra alinea­ción rocosa en el fondo de un vallejo que la mañana alumbra con fuerza. Es una ermita grande, un santuario popular en honor de la Virgen, donde las buenas gentes de la comarca se daban cita cada primavera, y hoy, despoblada prácticamente la zona, se ha convertido en avanzadilla de muchos y nostal­gia de todos aquellos que, lejos de los aledaños comarcales por obra y desgracia de la emigración, guardan, como último recurso posible en su mente y en su corazón, el recuerdo de tantas horas de gozo y de solaz en años pasados, irrepetibles para mal suyo. Jaculatorias piadosas escritas en los dinteles, silencio sepulcral interrumpido apenas por el continuo zumbido de las abejas que viven en los agujeros del muro, hacen de aquel solitario lugar un paraíso que relaja los sentidos y adormece el alma.
Y a poca distancia de la ermita del Robusto habla la Prehistoria. Fue necesario cruzar a campo través por tierras embarradas. Al fin, rodeado por una malla de metal, el dolmen del Portillo: unas cuantas piedras enclavadas sobre la lastra, dibujan un estrecho corredor y un círculo final que los inves­tigadores, situando a la cabeza de cuantos por aquí pasaron al marqués de Cerralbo, aseguran que se trata de una cámara funeraria perteneciente a la Edad del Bronce. El arcaico monumento, no tan megalítico como yo pensé, aparece encharcado por las últimas lluvias. Las ranas cantan a placer, y se chapuzan tan alegremente allí donde la muerte, el tiempo y la piedra, se fundieron en una misma cosa.
El pueblo ahora no se alcanza a ver. Lo cubren las formas ásperas que sirven de límite a dos de las comarcas más signi­ficativas de la Guadalajara total. Por el saliente las hereda­des verdes y ocres, los caminos que a poco de salir se van adentrando en busca de las parameras por tierras de Molina. A la espalda, al cabo de un rato, surge de nuevo el pueblo de Aguilar, sólo y al azote de los vientos de levante, con su media docena de ancianos que platican al sol.
(N.A. Mayo, 1984)

1 comentario:

Ivan Martinez dijo...

Buenos días, soy el nieto del nombrado Antimo, y me ha encantado tu "descripción" del pueblo. Enhorabuena por la Web