Al atravesar la frondosa vega de Villel los vencejos vuelan como locos por encima de las choperas, y los tordos, oportunistas e impertinentes, dan buena cuenta del fruto ya maduro de los cerezos. Los quicios peñascosos de Algar me recuerdan cuando llego al pueblo aquellos otros callejones que fabricó la erosión por los que, ahora tres años, caminé a pie por la Hoz del Huécar.
Algar surge escalonado, como puesto allí a propio intento sobre la vertiente sur de un alto molinés que sirve de balcón al pintoresco valle del río Mesa, a punto de colarse en tierras de Aragón. El afortunado pueblecito ofrece al visitante la frondosidad gratuita de sus huertas, el espectáculo indescriptible de sus cortes rocosos, la pureza inmaculada de su ambiente; pero, sobre todo y ante todo, el rugido permanente de las aguas que juegan a saltar en las cataratas que, vírgenes y trémulas por entre los juncos y las espadañas, relamen el pedestal de sus cimientos. Algar de Mesa, lector amigo, es un pueblo provocador, escandalosamente bello.
- Bueno, pues para que se vaya haciendo una idea, el ruidico ese del agua lo tenemos aquí durante todo el año. Igual da que haya sequía como que llueva mucho.
Melanio Escolano Hernández tiene al hablar un simpático acento baturro. Luego, apoyados los dos sobre la barbacana, Melanio me cuenta cómo el cerro que hay enfrente, al otro lado de la vega, le dicen el cerro de la Horca, y me explica lo que es la Muela, y la Cabezuela, y los huertos...
- Más abajo hay un sitio con unas piedras muy altas, muy altas, que le dicen El Recuenco. Todos los que vienen por aquí bajan a verlo.
- Pues el campo parece estupendo. La vega es una bendición.
- Ya lo creo; pues no será por lo que ha llovido. Cuatro chaparrones en todo el año y nada más. La vega está bien porque la regamos.
- ¿Qué suelen sembrar ahí?
- Pues lo de siempre: patatas, remolachas, alfalfa, algún corro de panizos y hortalizas para el gasto de la casa.
- Habrá mucho trato con los pueblos vecinos de Zaragoza, ¿no?
- Poco, poco. Si no tenemos comunicación con ellos. Calmarza está por el camino a seis kilómetros. Pues, bueno, si quiere ir hasta él en coche, tiene que dar una vuelta de más de sesenta.
El pueblo de Algar reza a la Virgen de los Albares. Me contó Melanio que durante el verano tienen a la Patrona en la parroquia, que si la deseaba ver podríamos acercarnos a buscar la llave.
- Suponemos que será usted de confianza -dice.
- Pues no se fíe, que tal y como andan los tiempos...
La iglesia es pequeña. Tiene una sola nave y una capilla lateral en lo que fue el primitivo presbiterio. Es una iglesia limpia y recogida, cuidada y en orden. Se ve que a los del pueblo les gusta tener las cosas bien, en permanente estado de revista.
- Ahí la tiene usted. Esa es la Virgen de los Albares.
La imagen es menuda y va vestida con un manto blanco bordado de rosas. Está en un lateral de la iglesia, metida en su templete azulino adosado a las andas. La Virgen y el Niño que lleva en los brazos tienen en sus manos sendos ramilletes de flores silvestres.
- Hicieron una copia igual y se la llevaron al pueblo de Albares, allá por la otra punta de la provincia.
- Ah, pues eso es muy bonito.
- Fue una idea de Francisco Tomey. ¿Lo conoce?
- Sí, claro, es el Presidente de la Diputación.
- A nosotros nos quiere mucho. Como desciende de por aquí..., la cosa tiene una explicación.
Ahora son ya un grupo de señoras y de chiquillas quienes acuden a conversar conmigo a la puerta de la iglesia. Las mujeres de Algar son simpáticas y tienen buen humor. Las mujeres de Algar se llaman Juanita, Juliana, Clotilde... Luego, las mujeres de Algar me hablan de la fiesta y de algunos pormenores de la vida del pueblo.
- La fiesta de Los Albares -me explican- es el segundo domingo de Septiembre, y Santo Domingo de Guzmán el día cuatro de Agosto. Ahora hay más fiesta para Santo Domingo que para Los Albares. Tenemos toros y todo.
El retablo mayor de la iglesia es de cumplido barroco, con una talla antigua de la Inmaculada Concepción en su hornacina principal por detrás del altar.
Cuando uno dejó de ser desconocido y el calor de la tertulia comenzaba a discurrir por cauces de amistad, de familiaridad casi, con aquel simpático grupo de vecinos de Algar, se presentó el abuelo Florentino para decir, aconsejado por la infinita sabiduría que dan los años, que lo primero que había que saber es quién era yo, que la iglesia no se puede enseñar así como así al primero que llega. Le dimos la razón, pero nos hizo mucha gracia la salida del vejete por lo que tuvo de inoportuna y de simpática al mismo tiempo.
- Pues yo no creo que haya hecho mal en decirlo. Nos creemos que todo el mundo es bueno, y la vida está, que digamos, como para no fiarse de nadie.
Las niñas de Algar, ya capullitos con traza de jovencitas, se ofrecen voluntarias para enseñarme la vega, la ermita y hasta El Recuenco si me apetece bajar. Son cuatro las niñas de Algar: Elena, Rocío, Albares y Mari Carmen. La mayor de las cuatro es Albares, y la más revoltosa Mari Carmen.
- Pues aún hay otras cuatro o cinco más. Como son vacaciones estamos todas en el pueblo. Mientras el curso escolar unas estamos en Madrid y otras en Molina.
Desde la plaza queda por debajo la vieja central de la luz junto a los tablares de hortalizas, y a su vera, cortando a tajo la hondonada, el padre Mesa, saltarín por entre las matas, los nogales, las higueras y los sargatillos. La imagen de la chorrera es de una frescura y de un encanto sencillamente revitalizadores.
- Al señor que está pescando le dicen el Tío Miguel, y a la chorrera se le llama la Chorrera del Tío Carlos.
- Aquí lo debéis pasar muy bien.
- En verano, sí. También nos bañamos en el pozo del Tío Roque, yendo para donde la ermita. Otros días nos vamos a la Peña del Botijo, que es muy famosa, y allí hacemos discoteca y todo.
- ¿Cómo se llama este puente?
- No tiene nombre. Antes era todo de piedra y parecía más bonito. Al arreglarlo lo han estropeado. Dicen que era un puente romano.
Las truchas de lomo cenagoso cruzan como exhalaciones a esconderse por debajo de las piedras, en el remanso, a la sombra de los olmos. El abuelo Miguel mantiene el anzuelo sin salirse de la caída del agua esperando que piquen. Con el rumor bravío de la chorrera hay que hablar a voces al abuelo Miguel, y llegarse hasta donde él está para escucharle.
- ¿Pican?
- Nada, no señor; ni una.
- ¿Qué cebo les pone?
- Mire, quesito de la tienda y gusanos. Hace unos días se me enganchó una de dos kilos, la traje hasta las piedras y se me fue. Rompió el hilo y se tragó los plomos. Ya me dolió, ya.
Mientras converso al pie de la chorrera con el abuelo Miguel, mis amigas se han quedado arriba cogiendo fresas a la sombra de un membrillo. El abuelo Miguel, a falta de algo mejor conque obsequiarme, me regala una manzana y las chicas me preparan un bote de fresas. Las gentes de Algar con las que hablé son en extremo complacientes, honradas y dadivosas; gentes que entienden la vida como debe ser, un poco a la antigua usanza, sin prejuicios y con el corazón abierto.
Mis gentiles y lindas cicerones -nunca hubiera caballero de damas tan bien servido- me llevaron después a ver el lavadero. Un rincón sombrío bajo cubierta donde la gente, cuando lo considera oportuno, se baja a pasar por el agua clarísima del solitario pilón las prendas de vestir que lo precisan. En el lavadero está Pili, la única jovencita de Algar que vive de continuo en el pueblo.
- Entiendes muy bien el trabajo, Pili; no todo el mundo sabe.
- Qué remedio.
En el esquinazo de una casona con escudo, construida según dice en 1866, hay un viejo reloj de sol. La señora Josefa, que vive por allí, me cuenta que aquella casa la hizo el pueblo y la ofreció en donación a una marquesa que se quedó con ella.
- ¿Usted recuerda qué marquesa fue aquella?
- Pues no lo sé. La marquesa. A lo mejor Cirilo lo sabe.
El señor Cirilo dice que tiene entendido que fue la marquesa de Villel y vizcondesa de Algar, pero que no está seguro.
Por la calle que en el pueblo llaman Salida a Guadalajara, mis amigas y yo nos vamos alejando del pueblo. Uno se da cuenta de que éste es un lugar de calles limpias, en las que el sol del barranco sacude despiadadamente. Por el camino de la ermita suena el río y canta el ruiseñor, los dos escondidos a la sombra de las nogueras. Enseguida llegamos al paraje que en el pueblo conocen por Los Albares, a la derecha del camino, en plena huerta arbolada.
- Aquí es donde dicen que se apareció la Virgen.
Hay en muy poco espacio una plaza de toros hecha de madera, una ermita y el cementerio. Por encima las escarpas pedregosas del Cerrillo, reflejando sobre los hondos todo el calor del sol. No corre el aire.
La ermita de Los Albares es un templete entrañable y romántico, con una sola nave blanqueada cuidadosamente. Tiene alrededor u poyo donde se supone se sentaron los romeros en las grandes concentraciones y en los altos de culto más solemnes. Los gruesos paredones y la escasez de ventanal convierten a la ermita en un lugar fresquito, con un ligero olor conventual a ultratumba. Vacío y al fondo del presbiterio queda el hueco acristalado donde pasa los otoños y los inviernos la pequeña imagen de la patrona de Algar. A la salida nos deslumbra la fuerza del día. El valle del Mesa brilla a estas horas como un ascua. Uno siente envidia del atalaje estival de las chiquillas, que van con pantaloncito corto y camiseta porteña. Por una canal que baja desde el terraplén, desciende el agua desbocada y cantarina hasta los sombrajos de la vega, para perderse después en el cauce del río.
(N.A. Julio, 1985)
Algar surge escalonado, como puesto allí a propio intento sobre la vertiente sur de un alto molinés que sirve de balcón al pintoresco valle del río Mesa, a punto de colarse en tierras de Aragón. El afortunado pueblecito ofrece al visitante la frondosidad gratuita de sus huertas, el espectáculo indescriptible de sus cortes rocosos, la pureza inmaculada de su ambiente; pero, sobre todo y ante todo, el rugido permanente de las aguas que juegan a saltar en las cataratas que, vírgenes y trémulas por entre los juncos y las espadañas, relamen el pedestal de sus cimientos. Algar de Mesa, lector amigo, es un pueblo provocador, escandalosamente bello.
- Bueno, pues para que se vaya haciendo una idea, el ruidico ese del agua lo tenemos aquí durante todo el año. Igual da que haya sequía como que llueva mucho.
Melanio Escolano Hernández tiene al hablar un simpático acento baturro. Luego, apoyados los dos sobre la barbacana, Melanio me cuenta cómo el cerro que hay enfrente, al otro lado de la vega, le dicen el cerro de la Horca, y me explica lo que es la Muela, y la Cabezuela, y los huertos...
- Más abajo hay un sitio con unas piedras muy altas, muy altas, que le dicen El Recuenco. Todos los que vienen por aquí bajan a verlo.
- Pues el campo parece estupendo. La vega es una bendición.
- Ya lo creo; pues no será por lo que ha llovido. Cuatro chaparrones en todo el año y nada más. La vega está bien porque la regamos.
- ¿Qué suelen sembrar ahí?
- Pues lo de siempre: patatas, remolachas, alfalfa, algún corro de panizos y hortalizas para el gasto de la casa.
- Habrá mucho trato con los pueblos vecinos de Zaragoza, ¿no?
- Poco, poco. Si no tenemos comunicación con ellos. Calmarza está por el camino a seis kilómetros. Pues, bueno, si quiere ir hasta él en coche, tiene que dar una vuelta de más de sesenta.
El pueblo de Algar reza a la Virgen de los Albares. Me contó Melanio que durante el verano tienen a la Patrona en la parroquia, que si la deseaba ver podríamos acercarnos a buscar la llave.
- Suponemos que será usted de confianza -dice.
- Pues no se fíe, que tal y como andan los tiempos...
La iglesia es pequeña. Tiene una sola nave y una capilla lateral en lo que fue el primitivo presbiterio. Es una iglesia limpia y recogida, cuidada y en orden. Se ve que a los del pueblo les gusta tener las cosas bien, en permanente estado de revista.
- Ahí la tiene usted. Esa es la Virgen de los Albares.
La imagen es menuda y va vestida con un manto blanco bordado de rosas. Está en un lateral de la iglesia, metida en su templete azulino adosado a las andas. La Virgen y el Niño que lleva en los brazos tienen en sus manos sendos ramilletes de flores silvestres.
- Hicieron una copia igual y se la llevaron al pueblo de Albares, allá por la otra punta de la provincia.
- Ah, pues eso es muy bonito.
- Fue una idea de Francisco Tomey. ¿Lo conoce?
- Sí, claro, es el Presidente de la Diputación.
- A nosotros nos quiere mucho. Como desciende de por aquí..., la cosa tiene una explicación.
Ahora son ya un grupo de señoras y de chiquillas quienes acuden a conversar conmigo a la puerta de la iglesia. Las mujeres de Algar son simpáticas y tienen buen humor. Las mujeres de Algar se llaman Juanita, Juliana, Clotilde... Luego, las mujeres de Algar me hablan de la fiesta y de algunos pormenores de la vida del pueblo.
- La fiesta de Los Albares -me explican- es el segundo domingo de Septiembre, y Santo Domingo de Guzmán el día cuatro de Agosto. Ahora hay más fiesta para Santo Domingo que para Los Albares. Tenemos toros y todo.
El retablo mayor de la iglesia es de cumplido barroco, con una talla antigua de la Inmaculada Concepción en su hornacina principal por detrás del altar.
Cuando uno dejó de ser desconocido y el calor de la tertulia comenzaba a discurrir por cauces de amistad, de familiaridad casi, con aquel simpático grupo de vecinos de Algar, se presentó el abuelo Florentino para decir, aconsejado por la infinita sabiduría que dan los años, que lo primero que había que saber es quién era yo, que la iglesia no se puede enseñar así como así al primero que llega. Le dimos la razón, pero nos hizo mucha gracia la salida del vejete por lo que tuvo de inoportuna y de simpática al mismo tiempo.
- Pues yo no creo que haya hecho mal en decirlo. Nos creemos que todo el mundo es bueno, y la vida está, que digamos, como para no fiarse de nadie.
Las niñas de Algar, ya capullitos con traza de jovencitas, se ofrecen voluntarias para enseñarme la vega, la ermita y hasta El Recuenco si me apetece bajar. Son cuatro las niñas de Algar: Elena, Rocío, Albares y Mari Carmen. La mayor de las cuatro es Albares, y la más revoltosa Mari Carmen.
- Pues aún hay otras cuatro o cinco más. Como son vacaciones estamos todas en el pueblo. Mientras el curso escolar unas estamos en Madrid y otras en Molina.
Desde la plaza queda por debajo la vieja central de la luz junto a los tablares de hortalizas, y a su vera, cortando a tajo la hondonada, el padre Mesa, saltarín por entre las matas, los nogales, las higueras y los sargatillos. La imagen de la chorrera es de una frescura y de un encanto sencillamente revitalizadores.
- Al señor que está pescando le dicen el Tío Miguel, y a la chorrera se le llama la Chorrera del Tío Carlos.
- Aquí lo debéis pasar muy bien.
- En verano, sí. También nos bañamos en el pozo del Tío Roque, yendo para donde la ermita. Otros días nos vamos a la Peña del Botijo, que es muy famosa, y allí hacemos discoteca y todo.
- ¿Cómo se llama este puente?
- No tiene nombre. Antes era todo de piedra y parecía más bonito. Al arreglarlo lo han estropeado. Dicen que era un puente romano.
Las truchas de lomo cenagoso cruzan como exhalaciones a esconderse por debajo de las piedras, en el remanso, a la sombra de los olmos. El abuelo Miguel mantiene el anzuelo sin salirse de la caída del agua esperando que piquen. Con el rumor bravío de la chorrera hay que hablar a voces al abuelo Miguel, y llegarse hasta donde él está para escucharle.
- ¿Pican?
- Nada, no señor; ni una.
- ¿Qué cebo les pone?
- Mire, quesito de la tienda y gusanos. Hace unos días se me enganchó una de dos kilos, la traje hasta las piedras y se me fue. Rompió el hilo y se tragó los plomos. Ya me dolió, ya.
Mientras converso al pie de la chorrera con el abuelo Miguel, mis amigas se han quedado arriba cogiendo fresas a la sombra de un membrillo. El abuelo Miguel, a falta de algo mejor conque obsequiarme, me regala una manzana y las chicas me preparan un bote de fresas. Las gentes de Algar con las que hablé son en extremo complacientes, honradas y dadivosas; gentes que entienden la vida como debe ser, un poco a la antigua usanza, sin prejuicios y con el corazón abierto.
Mis gentiles y lindas cicerones -nunca hubiera caballero de damas tan bien servido- me llevaron después a ver el lavadero. Un rincón sombrío bajo cubierta donde la gente, cuando lo considera oportuno, se baja a pasar por el agua clarísima del solitario pilón las prendas de vestir que lo precisan. En el lavadero está Pili, la única jovencita de Algar que vive de continuo en el pueblo.
- Entiendes muy bien el trabajo, Pili; no todo el mundo sabe.
- Qué remedio.
En el esquinazo de una casona con escudo, construida según dice en 1866, hay un viejo reloj de sol. La señora Josefa, que vive por allí, me cuenta que aquella casa la hizo el pueblo y la ofreció en donación a una marquesa que se quedó con ella.
- ¿Usted recuerda qué marquesa fue aquella?
- Pues no lo sé. La marquesa. A lo mejor Cirilo lo sabe.
El señor Cirilo dice que tiene entendido que fue la marquesa de Villel y vizcondesa de Algar, pero que no está seguro.
Por la calle que en el pueblo llaman Salida a Guadalajara, mis amigas y yo nos vamos alejando del pueblo. Uno se da cuenta de que éste es un lugar de calles limpias, en las que el sol del barranco sacude despiadadamente. Por el camino de la ermita suena el río y canta el ruiseñor, los dos escondidos a la sombra de las nogueras. Enseguida llegamos al paraje que en el pueblo conocen por Los Albares, a la derecha del camino, en plena huerta arbolada.
- Aquí es donde dicen que se apareció la Virgen.
Hay en muy poco espacio una plaza de toros hecha de madera, una ermita y el cementerio. Por encima las escarpas pedregosas del Cerrillo, reflejando sobre los hondos todo el calor del sol. No corre el aire.
La ermita de Los Albares es un templete entrañable y romántico, con una sola nave blanqueada cuidadosamente. Tiene alrededor u poyo donde se supone se sentaron los romeros en las grandes concentraciones y en los altos de culto más solemnes. Los gruesos paredones y la escasez de ventanal convierten a la ermita en un lugar fresquito, con un ligero olor conventual a ultratumba. Vacío y al fondo del presbiterio queda el hueco acristalado donde pasa los otoños y los inviernos la pequeña imagen de la patrona de Algar. A la salida nos deslumbra la fuerza del día. El valle del Mesa brilla a estas horas como un ascua. Uno siente envidia del atalaje estival de las chiquillas, que van con pantaloncito corto y camiseta porteña. Por una canal que baja desde el terraplén, desciende el agua desbocada y cantarina hasta los sombrajos de la vega, para perderse después en el cauce del río.
(N.A. Julio, 1985)
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