Antes de ir, alguien me habló de Alpedrete como prototipo del pueblo, por decirlo así, dejado de la mano de Dios. Uno no sabe cuales son los moldes que la gente emplea como patrón a la hora de juzgar a un pueblo, y a fe, que en ocasiones los juicios son injustos, y dolorosos a causa de la injusticia. En más de una ocasión nos hemos encontrado don la sorpresa de que aquel defecto o vicio público que se le achaca, es en el fondo su más sonora virtud. ¿Quién, si no, puede dar al que la busque aquella paz como la que se vive en estos pueblecillos insignificantes, perdidos entre montañas? ¿Dónde el palpable latir del corazón humano de sus buenas gentes? ¿Dónde la pureza que todavía se respira en su aire? ¿No es ese el ideal que pretenden con fórmulas inviables las grandes potencias que en el mundo son? Con mi rendido respeto hacia quienes allí viven, y con la demostrada reverencia que uno profesa a éste y a otros pequeños lugarejos de la sierra, emprendo viaje a media tarde de un día caluroso del mes de julio. Alpedrete de la Sierra no está excesivamente distante de la capital. Es, yo creo, el pueblo serrano más próximo a la metrópoli.
La carretera de Valdepeñas es como una cinta ondulada que atraviesa el pizarroso valle de cerros negros, y culmina, no muy lejos, en las afueras de Alpedrete.
En los pequeños cuartelillos de la vega, los previsores campesinos han instalado cuerdas de lana con colgaduras para ahuyentar a los gorriones que se comen la cosecha. Por el camino del Monte bajan hacia el pueblo cuatro caballerías cargadas con haces de mies por el viejo sistema de las amugas. Una mujer hace calceta en el rocho de las Hazas, al tanto de la barbarie devastadora de los pájaros.
-¡La leche que habéis mamao, canallas! ¡Largo de aquí!
Los pájaros, asustados, se van desde la cabecera al final de la finca. Cuando la mujer los echa de aquella parte, se vienen a ésta.
-Parece que no hacen mucho caso de las cuerdas, señora.
-Qué van a hacer. Se pasean entre ellas como si tal cosa.
Aquí me tiene usted todo el día voceándoles, porque si no, estos cabritos no dejan ni un grano.
El pueblo queda al final de la carretera; algo más abajo. Por las eras cercanas los hombres andan ocupados en la intensa labor del acarreo. Uno siente verdadera curiosidad por estar con ellos, por oler de nuevo después de los años el aroma de las mieses en las hacinas, y oír el soniquete característico de la molienda debajo del trillo arrastrado por la huebra de tiro.
Las eras de Alpedrete tienen el piso de tierra y de hierba que ha crecido entre las juntas. En esas condiciones, uno piensa que los trillos perderán en cuatro días las piedrecitas de pedernal cortante; pero Fermín, que sabe más de eso, dice que no.
-No señor; no les pasa nada. Como la parva es gorda, el trillo nunca llega al suelo.
-¡Y cuando está ya casi molida?
-Entonces se recoge y se albiela.
-¿Lo hacen con máquinas?
-No señor; lo hacemos con la horquilla y al aire.
-¿Cuántos haces le suelen cargar a la burra en cada viaje?
-Once cada vez. Y es demasiado para esta clase de ganao. Son animales ya viejos, que no pueden con el trabajo.
En otro lugar de la era hay una parvilla de matas secas, con troncos más o menos gruesos de un color oscuro.
-Y eso qué es -pregunto.
-Son habas -me responde-. Bien molidas y revueltas con grano, no hay cosa mejor para el pienso. A las mulas es lo que mejor les va.
-¿Quedan muchas caballerías en el pueblo?
-Aún hay, aún. Entre burros y mulas habrá más de cuarenta.
El hombre acaba de descargar al primer animal, y ahora empieza con el segundo.
-Todavía no he visto el pueblo; pero los alrededores me parecen muy bonitos. Debe ser un pueblo sanísimo.
-El pueblo vale poco -me contesta-. Aquellos cerros de enfrente son aún más sierra. Le decimos concha.
-De cultivo sólo tienen los campos que se ven desde aquí.
-No, hay más. Lo que faltan son manos. a la otra parte, por el Jarama, teníamos una ribera hermosa de reguerío; pero ya nada, se ha perdido.
-La sequía, claro.
-No, la sequía no. Es que ya nadie la trabaja. Los viejos no valemos, y los jóvenes no quieren. Así estamos.
En otras eras contiguas a la de Fermín hay gente trillando con el par de caballerías a paso lento, mortecinas, comidas de moscas. En las eras se ven infinidad de montones de mies, cada uno de una especie distinta: trigo, cebada, avena, yeros, habas secas para pienso, y hombres y mujeres que van y vienen tirando del ronzal por los caminos que acceden a las eras.
En las hazas que limitan con las primeras casas de Alpedrete se crían los garbanzales salitrosos, los patatares surqueros a la huerta y al rastrojo. Como sucede siempre en estos bellos pueblecitos de sierra, son los chalés del veraneo las construcciones con las que se abren desde las afueras las puertas del casco urbano.
En una plazoleta ínfima, rústica, donde hay instalado un buzón de correos, encuentro a tres señoras y a un hombre sentados a la sombra de la pared sobre el mismo banco. Las mujeres de Alpedrete hablan con una especial cadencia, distinta a la dicción común de los demás pueblos de la sierra.
-No se quejarán de su pueblo. Es muy bonito.
-No me diga -contesta el hombre-. Si esto es muy pequeñito y muy viejo.
-Eso no tiene nada que ver. ¿Por qué será, que en todos los pueblos se encuentra uno con más mujeres que hombres?
Los cuatro interlocutores se han puesto a reír. El hombre lo hace con cara de satisfacción plena.
-¡Mia, qué va a ser! Que tienen menos desgaste y por eso duran más.
-Diga usted que no -corta una de ellas-, que aquí andamos mitad por mitad. Cuarenta de cada clase. Lo que pasa es que los hombres están por el campo ahora, y por eso no se les ve. ¿No habrá venido usted a comprar una casa?
-No, señora; no he venido a eso. Aunque pasar un verano por aquí no sería tan mala cosa.
El pueblo sigue, calle abajo, hasta la iglesia, apartada a bastante distancia de las últimas viviendas. Un pastor guarda ovejas al pie de las peñas crestudas del Monte de Abajo, a la caída del Cuerpo de la Caleriza. Como fondo, ya a las puestas del sol, los pinares de los Almajones, cuyas laderas pisan y repisan en otoño los buscadores de níscalos, antes de dar, un poco más allá, con las aguas del Lozoya, de las aguas que durante siglos presumió Madrid.
Se ha levantado de pronto una ventolera suave que trae hasta el pueblo olores a retama y a corazón de pino; y remolinea por un instante el ramaje blando de las acacias. Las hierbas silvestre se han comido en una buena parte la pequeña explanada del pretil. La iglesia está cerrada. Tiene los paredones de adobe y la puerta pintada de un negro intenso como la muerte. Un azulejo dice sobre el arco: «Parroquia de Nª Sª de la Concepción». Dos niños se han puesto a jugar con los palitroques de una escalera de mano.
-Sólo abren cuando dicen misa -me han dicho.
El solitario cementerio de Alpedrete tiene la puerta contigua a la pared en ángulo de la parroquia. El viejo camposanto está plagado de cruces negras y blancas que se levantan por encima del yerbazal. Cruces abrazadas por coronas de flores artificiales, pálidas, comidas por el sol y lavadas por las lluvias. Junto a tamaña poquedad, apunta el ciprés esbelto, apuñalando desde su rincón al azul purísimo de la tarde. Una viejita encorvada, pequeña como un alfeñique, pasa por el camino tirando del ramal del acarreo.
Otra vez en el pueblo, uno acierta a dar con un corrillo de señoras que cosen en el Callejón del Pozo. Las mujeres, al poco de tirar de la conversación, me cuentan que antiguamente ellas mismas se fabricaban la lana con los husos.
-Todas, sí señor. Aquí empleábamos el huso y el husaño para hilar. Y con aquel hilo hacíamos los jerseys, los calcetines, todo. Un poco bastos nos salían, pero duraban mucho.
-¿Viven bien ahora que las cosas han cambiado tanto desde entonces?
-Pues, ya se sabe, del trabajo. A pocas señoritas de Alpedrete verá usted salir en la televisión. Y estamos conformes. Qué le vamos a hacer.
-¿Cómo se llama usted?
-No se lo digo. Ésta se llama María, como la Virgen, y esa Marcelina; pero mi nombre no se lo puedo decir, porque es muy feo.
-Pues sería la primera vez que oigo un nombre feo de mujer.
-Sí, señor; yo me llamo Fecilina.
-Ah, pues no me parece nada de feo. Lo que suena es un poco a medicamento.
Se quedaron las buenas mujeres disfrutando a carcajadas de la ocurrencia del forastero. El fresquero de Torrelaguna acaba de entrar con la furgoneta en la Plaza Mayor. Torrelaguna y Valdepeñas surten a Alpedrete de pan, de fruta, de carne y de pescado casi a diario. Así me lo explicaba otra señora que venía por la calle de la Iglesia con un kilo de tomates en el delantal.
-Así que, ya ve usted lo que traigo -dice-. Para dos días. Aquí no nos falta de nada. dinero nos falta un poquito, pero tampoco es bueno darle al cuerpo todo lo que pida.
Hoy, caluroso día de verano, uno ha vivido una tarde sencillamente feliz. Cuando pasen los años, quedará presente a buen seguro en la memoria del viajero el recuerdo de Alpedrete, donde encontró, escondido en aquel vallejo que emparedan los cerros, un poquito de cada cosa de las que el mundo se dejó escapar: paz, conformidad con lo que se tiene, entendimiento y alegría sobre todo. Algo tan fácil de conseguir y tan poco corriente, quien sabe si por buscar con obstinación los caminos del bienestar por nortes equivocados.
La carretera de Valdepeñas es como una cinta ondulada que atraviesa el pizarroso valle de cerros negros, y culmina, no muy lejos, en las afueras de Alpedrete.
En los pequeños cuartelillos de la vega, los previsores campesinos han instalado cuerdas de lana con colgaduras para ahuyentar a los gorriones que se comen la cosecha. Por el camino del Monte bajan hacia el pueblo cuatro caballerías cargadas con haces de mies por el viejo sistema de las amugas. Una mujer hace calceta en el rocho de las Hazas, al tanto de la barbarie devastadora de los pájaros.
-¡La leche que habéis mamao, canallas! ¡Largo de aquí!
Los pájaros, asustados, se van desde la cabecera al final de la finca. Cuando la mujer los echa de aquella parte, se vienen a ésta.
-Parece que no hacen mucho caso de las cuerdas, señora.
-Qué van a hacer. Se pasean entre ellas como si tal cosa.
Aquí me tiene usted todo el día voceándoles, porque si no, estos cabritos no dejan ni un grano.
El pueblo queda al final de la carretera; algo más abajo. Por las eras cercanas los hombres andan ocupados en la intensa labor del acarreo. Uno siente verdadera curiosidad por estar con ellos, por oler de nuevo después de los años el aroma de las mieses en las hacinas, y oír el soniquete característico de la molienda debajo del trillo arrastrado por la huebra de tiro.
Las eras de Alpedrete tienen el piso de tierra y de hierba que ha crecido entre las juntas. En esas condiciones, uno piensa que los trillos perderán en cuatro días las piedrecitas de pedernal cortante; pero Fermín, que sabe más de eso, dice que no.
-No señor; no les pasa nada. Como la parva es gorda, el trillo nunca llega al suelo.
-¡Y cuando está ya casi molida?
-Entonces se recoge y se albiela.
-¿Lo hacen con máquinas?
-No señor; lo hacemos con la horquilla y al aire.
-¿Cuántos haces le suelen cargar a la burra en cada viaje?
-Once cada vez. Y es demasiado para esta clase de ganao. Son animales ya viejos, que no pueden con el trabajo.
En otro lugar de la era hay una parvilla de matas secas, con troncos más o menos gruesos de un color oscuro.
-Y eso qué es -pregunto.
-Son habas -me responde-. Bien molidas y revueltas con grano, no hay cosa mejor para el pienso. A las mulas es lo que mejor les va.
-¿Quedan muchas caballerías en el pueblo?
-Aún hay, aún. Entre burros y mulas habrá más de cuarenta.
El hombre acaba de descargar al primer animal, y ahora empieza con el segundo.
-Todavía no he visto el pueblo; pero los alrededores me parecen muy bonitos. Debe ser un pueblo sanísimo.
-El pueblo vale poco -me contesta-. Aquellos cerros de enfrente son aún más sierra. Le decimos concha.
-De cultivo sólo tienen los campos que se ven desde aquí.
-No, hay más. Lo que faltan son manos. a la otra parte, por el Jarama, teníamos una ribera hermosa de reguerío; pero ya nada, se ha perdido.
-La sequía, claro.
-No, la sequía no. Es que ya nadie la trabaja. Los viejos no valemos, y los jóvenes no quieren. Así estamos.
En otras eras contiguas a la de Fermín hay gente trillando con el par de caballerías a paso lento, mortecinas, comidas de moscas. En las eras se ven infinidad de montones de mies, cada uno de una especie distinta: trigo, cebada, avena, yeros, habas secas para pienso, y hombres y mujeres que van y vienen tirando del ronzal por los caminos que acceden a las eras.
En las hazas que limitan con las primeras casas de Alpedrete se crían los garbanzales salitrosos, los patatares surqueros a la huerta y al rastrojo. Como sucede siempre en estos bellos pueblecitos de sierra, son los chalés del veraneo las construcciones con las que se abren desde las afueras las puertas del casco urbano.
En una plazoleta ínfima, rústica, donde hay instalado un buzón de correos, encuentro a tres señoras y a un hombre sentados a la sombra de la pared sobre el mismo banco. Las mujeres de Alpedrete hablan con una especial cadencia, distinta a la dicción común de los demás pueblos de la sierra.
-No se quejarán de su pueblo. Es muy bonito.
-No me diga -contesta el hombre-. Si esto es muy pequeñito y muy viejo.
-Eso no tiene nada que ver. ¿Por qué será, que en todos los pueblos se encuentra uno con más mujeres que hombres?
Los cuatro interlocutores se han puesto a reír. El hombre lo hace con cara de satisfacción plena.
-¡Mia, qué va a ser! Que tienen menos desgaste y por eso duran más.
-Diga usted que no -corta una de ellas-, que aquí andamos mitad por mitad. Cuarenta de cada clase. Lo que pasa es que los hombres están por el campo ahora, y por eso no se les ve. ¿No habrá venido usted a comprar una casa?
-No, señora; no he venido a eso. Aunque pasar un verano por aquí no sería tan mala cosa.
El pueblo sigue, calle abajo, hasta la iglesia, apartada a bastante distancia de las últimas viviendas. Un pastor guarda ovejas al pie de las peñas crestudas del Monte de Abajo, a la caída del Cuerpo de la Caleriza. Como fondo, ya a las puestas del sol, los pinares de los Almajones, cuyas laderas pisan y repisan en otoño los buscadores de níscalos, antes de dar, un poco más allá, con las aguas del Lozoya, de las aguas que durante siglos presumió Madrid.
Se ha levantado de pronto una ventolera suave que trae hasta el pueblo olores a retama y a corazón de pino; y remolinea por un instante el ramaje blando de las acacias. Las hierbas silvestre se han comido en una buena parte la pequeña explanada del pretil. La iglesia está cerrada. Tiene los paredones de adobe y la puerta pintada de un negro intenso como la muerte. Un azulejo dice sobre el arco: «Parroquia de Nª Sª de la Concepción». Dos niños se han puesto a jugar con los palitroques de una escalera de mano.
-Sólo abren cuando dicen misa -me han dicho.
El solitario cementerio de Alpedrete tiene la puerta contigua a la pared en ángulo de la parroquia. El viejo camposanto está plagado de cruces negras y blancas que se levantan por encima del yerbazal. Cruces abrazadas por coronas de flores artificiales, pálidas, comidas por el sol y lavadas por las lluvias. Junto a tamaña poquedad, apunta el ciprés esbelto, apuñalando desde su rincón al azul purísimo de la tarde. Una viejita encorvada, pequeña como un alfeñique, pasa por el camino tirando del ramal del acarreo.
Otra vez en el pueblo, uno acierta a dar con un corrillo de señoras que cosen en el Callejón del Pozo. Las mujeres, al poco de tirar de la conversación, me cuentan que antiguamente ellas mismas se fabricaban la lana con los husos.
-Todas, sí señor. Aquí empleábamos el huso y el husaño para hilar. Y con aquel hilo hacíamos los jerseys, los calcetines, todo. Un poco bastos nos salían, pero duraban mucho.
-¿Viven bien ahora que las cosas han cambiado tanto desde entonces?
-Pues, ya se sabe, del trabajo. A pocas señoritas de Alpedrete verá usted salir en la televisión. Y estamos conformes. Qué le vamos a hacer.
-¿Cómo se llama usted?
-No se lo digo. Ésta se llama María, como la Virgen, y esa Marcelina; pero mi nombre no se lo puedo decir, porque es muy feo.
-Pues sería la primera vez que oigo un nombre feo de mujer.
-Sí, señor; yo me llamo Fecilina.
-Ah, pues no me parece nada de feo. Lo que suena es un poco a medicamento.
Se quedaron las buenas mujeres disfrutando a carcajadas de la ocurrencia del forastero. El fresquero de Torrelaguna acaba de entrar con la furgoneta en la Plaza Mayor. Torrelaguna y Valdepeñas surten a Alpedrete de pan, de fruta, de carne y de pescado casi a diario. Así me lo explicaba otra señora que venía por la calle de la Iglesia con un kilo de tomates en el delantal.
-Así que, ya ve usted lo que traigo -dice-. Para dos días. Aquí no nos falta de nada. dinero nos falta un poquito, pero tampoco es bueno darle al cuerpo todo lo que pida.
Hoy, caluroso día de verano, uno ha vivido una tarde sencillamente feliz. Cuando pasen los años, quedará presente a buen seguro en la memoria del viajero el recuerdo de Alpedrete, donde encontró, escondido en aquel vallejo que emparedan los cerros, un poquito de cada cosa de las que el mundo se dejó escapar: paz, conformidad con lo que se tiene, entendimiento y alegría sobre todo. Algo tan fácil de conseguir y tan poco corriente, quien sabe si por buscar con obstinación los caminos del bienestar por nortes equivocados.
(N.A., Agosto 1983)
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