La bella composición natural que pone ante los ojos la fertilísima vega del Henares y los contrastes, determinados por la sombra y por la luz en los regatos y cárcavas que abre en su cara norte el cerro de la Muela, es la primera impresión que el viajero siente antes de llegar al pueblo por la carretera de Humanes.
- Oiga: ¿Por aquí se va a Alarilla?
- Sí señor. Cuando pase el río se encontrará un empalme a mano izquierda. El pueblo está por detrás del cerro.
El sol de la mañana se hace color pasando la vega, y el viento frío del mediodía trae olores a campo y a paz. En la vega del Henares conviven en este tiempo el rastrojo negruzco y el trigo naciente junto al barbecho. Hay un tractor enorme, un soberbio mastodonte de hierro pintado de verde, que va sacando a la luz en surcos profundos la tierra nueva cargada de vida. El río pasa tranquilo, abriéndose en un extenso guijarral entre los árboles sin hojas. Poco después, el pueblo, dominando desde su ideal atalaya en la ladera el extenso panorama de campos y de olivar que no concluye hasta los mismos pies del cerro de Hita.
Alarilla es un pueblo hermoso, donde la gente vive en paz a la sombra del cerro de la Muela, su eterno guardián. Tres mujeres charlan animadamente al sol en la fuente de la placetuela. Paco García está a la puerta de su casa en la calle Real. Paco García es un joven maestro licenciado en Arte, hijo de la localidad a quien yo había visto en otra ocasión hacía ya tiempo.
- Pues sí; estoy ahora en el pueblo y me acabo de levantar hace un instante. Enseguida nos damos una vuelta por ahí.
La verdadera plaza de Alarilla, su Plaza Mayor, tiene en el centro una fuente redonda con dos grifos, a los que es preciso hacerles girar para que echen agua. Es una plaza que no se corresponde con la estampa general del pueblo, en donde una docena de abuelos matan la mañana sentados sobre la piedra del rollo, que está tumbada, en toda su longitud, a lo largo de la fachada de una casa hueca.
- Bueno, en este sitio se sientan por la mañana. Por la tarde se marchan allá detrás, al juego de pelota, que da más el sol. Aquí, con el cerro al poniente, viene la sombra a media tarde.
En Alarilla es fácil encontrarse con varias casas que tienen la fachada de piedra y el resto de adobe. Casas que vienen aguantando durante muchos años el azote de las aguas y de los vientos fuertes del valle, por lo que al final, algunas de ellas empezaron a ceder por lo más débil.
- El medio de vida en el pueblo es la agricultura, los cereales principalmente. Hay muchos olivos, pero no se les presta tanta atención como antes. Ahora empiezan a cultivar también el girasol.
La gran atracción del pueblo son los concursos, ensayos y recreo, de hombres-pájaro. Desde la cima del cerro de la Muela, en abierto desafío a las leyes físicas más elementales, y con una indiscutible pericia en esa modalidad deportiva, los voladores, como dicen en el pueblo, pasan horas enteras sobre Alarilla y sus alrededores, en un espectáculo sencillamente sublime y que para las gentes de allí hace tiempo que dejó de ser novedad.
- Tienen aquí cinco o seis casas propias, y durante los fines de semana no suelen fallar.
En la calle Real, bajo los aleros de una pared añosa que, al parecer, corresponde a un viejo convento, aparca un coche de Madrid con tres cometas de lanzamiento encima de la baca.
- Súbase usted allá arriba a escribir a lo alto del cerro. Desde allí sí que podrá contar cosas. Viene usted tan sin meter ruido, que eso no está bien. ¿Qué se cree, que no le conozco? En cuanto le he visto, sabía que era usted el de la foto que sale en el periódico.
Se llama Julián Antón; un hombre muy complaciente, que me habló con la mayor reserva, como si sus palabras no merecieran el menor interés.
- Pues mire; se oyen rumores de que por el Campanillo estaba antes el pueblo; que si se lo comieron las hormigas. Hay unas cuevas por allí que nadie les ha visto el final, y salen piedras, lápidas y cosas antiguas, que no sé yo si no serán de cuando los moros. Son sólo rumores.
- ¿Y en lo alto del cerro, qué hay?
- Debajo mismo de la cruz había un refugio de cuando la Guerra, con habitaciones blanqueadas y todo. Cuando los maquis, se terraplenó la puerta, y así está. ¡Qué se yo, si se habrá rehundido o qué! Era como un observatorio, y tenía más de quince escalones para bajar.
Subiendo con Paco por la calle de la Iglesia, nos encontramos con el señor Urbano; un anciano simpatiquísimo que vive en la calle del Aguila Imperial, al pie del cerro, y que nos acompañó hasta la solana del atrio.
- ¿Qué le parecen las calles de Alarilla? La mía no está tan arreglada como ésta. Dicen que la van a arreglar los voladores. Ya veremos.
- ¿A usted no le gusta volar, señor Urbano?
- A mí eso me parece muy bien; cada uno tiene su afición, pero yo no volaría. Cuando estuve en Africa escribí toda mi vida en un diario, pero me lo quisieron escribir a máquina y desapareció casi todo.
Desde la solana de la iglesia de Alarilla se alcanza a ver a lo lejos uno de los más bellos espectáculos de la Alcarria Alta. Diversidad de ocres y de sienas, punteados con el verdioscuro gris de los olivos, abren el horizonte con absoluta claridad hasta Trijueque; en medio, con la villa sobre su falda, el cerro cónico de Hita.
- Dicen del de Hita. El cerro del Colmillo está mejor hecho que aquel, y mire si lo tenemos aquí cerca.
- La iglesia es nueva, ¿verdad usted?
- Sí; la iglesia la tuvieron que volver a hacer después de la guerra; pero el olmo, cuando yo era chico, nos metíamos por debajo y salíamos por encima del tronco. Fíjese si tiene años. ¡Y qué sombra da en su tiempo!
Dentro de la iglesia destacan, en primer lugar, el enorme mural sobre el ábside representando la "Asunción de la Virgen", pintura muy propia del arte español de la posguerra, y, desde luego, la limpieza.
- Eso lo pintó un mejicano que estuvo aquí hará más de treinta años, y la iglesia la limpian unas cuantas señoras del pueblo. Los cuadritos esos de la pared los pintó una sobrina mía que está en Madrid en el Tribunal de Cuentas. Se llama María Pilar Sanz.
- Pues esta imagen de la Soledad parece antigua, ¿no?.
- Claro que es antigua. Estaba en la ermita que había en el camino de Taragudo, y, como la destruyeron, la Virgen nos la pudimos subir al pueblo.
La puerta de la iglesia es un sitio donde, al abrigo de los vientos, se debe estar bien. Un poco en alto, pero yo pienso que mi amigo, el señor Urbano, subirá de vez en cuando.
- Claro que subo; mucho. Mire: ahí detrás está el reloj del pueblo. Con ese no necesitamos otro.
- Pues yo no lo veo.
- Sí, hombre. Cuando la sombra de arriba de la pared y la de abajo se juntan, es medio día justo. ¿Ve usted ahora qué poco falta?
Ya con el vehículo en marcha para salir, vi como desde lo alto del cerro tomaba aire uno de los hombres pájaro, que momentos antes había visto llegar. Bonita estampa la del cerro de la Muela, con las águilas humanas merodeando a su alrededor. Vampiros sin maleficio que juegan a la luz del día en medio del azul limpísimo en los cielos de Alarilla, simpático pueblecito donde viven en paz con su trabajo un centenar y medio de personas en el corazón mismo de una de las comarcas más serenas y más envidiables de la provincia.
(N.A. Enero 1981)
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