Pocas veces hemos oído sonar la villa de Alcuneza en el concierto de los pueblos de Guadalajara. Este delicioso lugar fronterizo viene a caer en la falda misma de una colina orientada al mediodía, al poco de haber dejado atrás la ciudad de Sigüenza.
Aún no ha terminado de cuajar la media tarde cuando me veo rondando de cerca sus aledaños. Alcuneza brilla en el horizonte alumbrada por un lunar de sol que se cuela por entre los cúmulos al otro lado de la vía del ferrocarril. Las casas surgen encrestadas por encima de la loma ante el telón gris del cerro del Llano. Un tren de viajeros se acaba de enhebrar por debajo del puente. Es un tren que ruge al pasar por delante del pueblo, pero que no se detiene; un tren largo, que se aleja buscando las tierras de la vecina Soria camino de Aragón.
- Buenas tardes, señora. ¿Cómo se llama esta ermita?
- No sé qué le diga. Antiguamente le decían de la Soledad.
La mujer aclara la ropa limpia una y otra vez en el agua del estanque que hay al pie de la cuesta. El último tren transpuso a las cuatro y media y el pueblo se volvió a quedar solo. En las calles sórdidas de Alcuneza, sería capaz de oírse a estas horas de la tarde el vuelo de una mosca. Al volver de una esquina se siente el jolgorio de las crías del gorrión, que recogen con ansia la bocanada de agua que les trae su madre a un agujero de la pared.
Ahora acabo de llegar a la Peña de la Torre. Es una roca descomunal, en cuyas oquedades, abiertas por exclusivo arte de la Naturaleza, aparecen cuevas muy profundas y oscuras que las gentes del pueblo emplean como almacén de aperos, de carruajes, de establo o de porqueriza. Delante, como recortada a pico por encima del pilón sin agua, hay una fuente que no mana.
- Poco ánimo tiene esto para chorrear.
- Pues sí señor. Si Dios quiere, con las últimas lluvias pronto manará. Lleva ya seis u ocho años que no tira ni gota.
- Parece mentira, con tanto como ha llovido. La que hay en la carretera, en cambio, echa un buen chorro.
- Aquella recibe de otro manantial.
Está doña María Fernández examinando la raíz de unos geranios. Dice que cuando las plantas de los tiestos se secan es por que crían gusanillo en la raíz.
- Y esta no tiene nada, ya ve usted.
- Doña María -le corto- el pueblo parece muy bonito, por lo menos resulta muy original, muy distinto a los demás pueblos.
- Pues sí, de puro feo hay veces que gusta. Por la noche, las cuatro bombillas de la Peña se ponen a alumbrar al mismo tiempo. Es una cosa que llama mucho la atención.
- ¿Es de usted la cueva?
- Es nuestra, sí señor. La usamos para meter las gallinas y cuatro cosuchas por ahí.
Las gallinas de la señora María están gordas y hermosas, pero observo que todas tienen la parte del lomo y del cuello sin una sola pluma.
- No ve que ponen mucho; pues por eso es. Luego, cuando afloja la puesta, echan pluma nueva.
Una callejuela pavimentada de cemento me sube hasta lo más alto del pueblo. Al respaldo de la Peña hay otra fuente similar a la de abajo, con su frontal en espadaña, con sus dos caños secos desde hace seis u ocho años, y con la misma fecha de construcción grabada sobre la piedra: 1924, que también habíamos leído en la primera. A esta, naturalmente, por quedar más alta, le llaman la Fuente de Arriba.
Desde encima de la Peña, sentado al pie de la farola de los cuatro brazos, se deja ver al descubierto un vallejo largo por el que en este instante pasa un tren, ahora de mercancías, cargado con tanquetas, vehículos todoterreno y material militar. El bélico cargamento que corre por el Valle del Henares contrasta con la paz de los campos. Sube hasta Alcuneza el trastaleo de los vagones, con un bufido metálico que a veces se confunde con el soplo del viento. Y el río Henares, acabado de nacer en las afueras de Horna, serpentea a los pies de Sierra Ministra pacífico, limpio como un infante, apuntando con su escaso caudal hacia la ciudad mitrada.
La iglesia del pueblo se ve a nuestra espalda. Es un bello ejemplar de cuna románica, procedente, quizás, de principios del siglo XIII. El arquillo de entrada ataja el jardín con una verja de hierro, y las dos campanas cuelgan mudas en sus respectivos nichos de la espadaña mirando al poniente.
El hombre que cruza en este momento por debajo del campanario se llama Vicente Aparicio Mayor. Lleva en la mano un cubo de plástico con un manojillo de plantas de tomate. El hombre tiene la gentileza de pararse un rato a conversar con el desconocido junto al arquillo de la iglesia.
- Pues dice usted. Voy a ver si clavo estas cuantas matas en la vega; ahí por debajo del pueblo.
- Hermoso vallejo el del Henares, se le mire desde donde se le mire, ¿verdad usted?
- No está mal. Lo que pasa es que, como desde aquí se domina la vega entera, siempre parece más de lo que es. Este año la cosa va mal con tanta lluvia.
- Tiene gracia. La vega va mal por exceso de lluvia y las fuentes no corren por la sequía.
- Pues ese es el asunto.
En cambio, de lo que no se pueden quejar es de las combinaciones que tienen para viajar; con un tren o más cada media hora.
- Y para qué los queremos, si no paran. Antes, sí. El tren no nos resuelve nada. Tiraron la estación, hicieron un poco de apeadero, y ahora paran dos o tres de ellos, pero a unas horas que no te resuelven nada si quieres ir o venir a Sigüenza a comprar algo.
- ¿Cómo se llama aquel cerro de enfrente?
- Aquel es el cerro del Cuerno.
- ¿Y ese otro tan redondito que hay yendo a Sigüenza?
- Aquel es el cerro del Otero. Allí me la jugué yo un día al poco de estallar la Guerra. No crea que se me ha olvidado. Fue un milagro.
- La iglesia, por lo que veo, está cerrada.
- Sí señor. La llave la tiene el señor cura que viene de Sigüenza.
Las abejas de un enjambre escondido en la piedra zumban por detrás del ábside. Las incesantes lluvias de primavera han hecho de los solares derruidos y de los terraplenes de la cuesta un verdadero yerbazal. Las casas de Alcuneza son sólidas en su mayoría, de piedra caliza y arenisca sujetas con argamasa. Dos hombres hacen equilibrios retejando en cuclillas, y una mujer cose solitaria en la puerta de su casa detrás de la iglesia.
- Buenas tardes, señora.
La mujer no contesta. Debe ser sorda. Enseguida oigo repicar las campanas, lo que quiere decir que la iglesia estará abierta. Subo otra vez, al derecho, escalando por sendillas estrechas entre las piedras y los cardenchales.
La iglesia de Alcuneza es pequeña en su interior. En la primera nave, la menor de las dos que la componen, hay un interesante retablo del XVIII y un Cristo de la misma época que, según sabría después, es muy milagroso y cuenta con la general devoción de los vecinos.
- Sí señor, al Santo Cristo aquí lo queremos mucho
La mujer se llama Juliana López. Debe ser una de esas buenas señoras que hay en los pueblos y que se encargan de hacer por su cuenta las cosas que competen a todos, cuando no hay nadie que las quiera hacer. La encuentro preparando unos frascos de flores blancas para el altar.
- La parroquia -me dice la mujer- está dedicada a la Cátedra de San Pedro en Antioquía. No sé si se lo digo bien, porque yo no tengo estudios, sabe usted.
- Sí señora; me parece que lo ha dicho muy bien.
- La fiesta de la parroquia era el 22 de febrero, y la del pueblo era San Miguel, el 29 de septiembre. Ahora la han tenido que poner a últimos de agosto, para que puedan asistir los que viven fuera.
La nave mayor concluye en el sencillo presbiterio, que tiene como cobertura interna un retablo sin el menor interés, con tallas de San Pedro, de San Miguel, de San Roque, y como remate una estampa reproducción de la Santísima Trinidad del Greco.
- No piense usted -me dice la señora Juliana- que el jardinillo de fuera está abandonado. Es que, como ha llovido tanto, se puso de hierba que para qué, y aún no he tenido tiempo de limpiarlo.
La señora Anastasia llegó al momento. Es una mujer simpática, de edad avanzada. Ella me contó lo de la caída del Jesús de Medinaceli desde la peana que se quemó con una vela, y cómo a pesar de haberse estrellado contra los bancos y contra la tarima desde dos metros de altura, a la imagen no le pasó nada.
- Mírelo usted, ni se nota; ni la pintura siquiera sufrió rasguño. Y allí, a la entrada, tenemos la piedra de las ánimas. La arregló un sacerdote que se llamaba don José. Ha quedado muy bien.
La piedra de las Ánimas es una piedra labrada, como una lápida, que en los pueblos se solía colocar en el centro de la nave principal de la iglesia, donde se celebraban algunos actos de culto en sufragio de las ánimas del Purgatorio.
- Si viera usted cómo era aquello. Colocaban una calavera encima con el gorro de un cura de los de antes, y nos asustaban a los chicos. Al verlo volábamos de miedo.
La piedra aparece hoy pulida, adornada con chapa de metal en las aristas y marcada la inscripción con purpurina de oro: "Memoria de las Animas a devoción de los vecinos de este pueblo de Alcuneza. Año 1770. RIPA."
Fueron llegando enseguida algunas mujeres más, hasta la media docena, a rezar el Rosario. La tarde desde el murillo del jardín era de lo más luminoso que uno recuerda haber conocido a campo descubierto. Alcuneza, el pueblo, bosteza en la ladera asomándose como siempre a la vega del joven Henares por donde -¡Ese será su destino!- silba otro tren que pasa de largo.
(N. A. Julio, 1984)
Aún no ha terminado de cuajar la media tarde cuando me veo rondando de cerca sus aledaños. Alcuneza brilla en el horizonte alumbrada por un lunar de sol que se cuela por entre los cúmulos al otro lado de la vía del ferrocarril. Las casas surgen encrestadas por encima de la loma ante el telón gris del cerro del Llano. Un tren de viajeros se acaba de enhebrar por debajo del puente. Es un tren que ruge al pasar por delante del pueblo, pero que no se detiene; un tren largo, que se aleja buscando las tierras de la vecina Soria camino de Aragón.
- Buenas tardes, señora. ¿Cómo se llama esta ermita?
- No sé qué le diga. Antiguamente le decían de la Soledad.
La mujer aclara la ropa limpia una y otra vez en el agua del estanque que hay al pie de la cuesta. El último tren transpuso a las cuatro y media y el pueblo se volvió a quedar solo. En las calles sórdidas de Alcuneza, sería capaz de oírse a estas horas de la tarde el vuelo de una mosca. Al volver de una esquina se siente el jolgorio de las crías del gorrión, que recogen con ansia la bocanada de agua que les trae su madre a un agujero de la pared.
Ahora acabo de llegar a la Peña de la Torre. Es una roca descomunal, en cuyas oquedades, abiertas por exclusivo arte de la Naturaleza, aparecen cuevas muy profundas y oscuras que las gentes del pueblo emplean como almacén de aperos, de carruajes, de establo o de porqueriza. Delante, como recortada a pico por encima del pilón sin agua, hay una fuente que no mana.
- Poco ánimo tiene esto para chorrear.
- Pues sí señor. Si Dios quiere, con las últimas lluvias pronto manará. Lleva ya seis u ocho años que no tira ni gota.
- Parece mentira, con tanto como ha llovido. La que hay en la carretera, en cambio, echa un buen chorro.
- Aquella recibe de otro manantial.
Está doña María Fernández examinando la raíz de unos geranios. Dice que cuando las plantas de los tiestos se secan es por que crían gusanillo en la raíz.
- Y esta no tiene nada, ya ve usted.
- Doña María -le corto- el pueblo parece muy bonito, por lo menos resulta muy original, muy distinto a los demás pueblos.
- Pues sí, de puro feo hay veces que gusta. Por la noche, las cuatro bombillas de la Peña se ponen a alumbrar al mismo tiempo. Es una cosa que llama mucho la atención.
- ¿Es de usted la cueva?
- Es nuestra, sí señor. La usamos para meter las gallinas y cuatro cosuchas por ahí.
Las gallinas de la señora María están gordas y hermosas, pero observo que todas tienen la parte del lomo y del cuello sin una sola pluma.
- No ve que ponen mucho; pues por eso es. Luego, cuando afloja la puesta, echan pluma nueva.
Una callejuela pavimentada de cemento me sube hasta lo más alto del pueblo. Al respaldo de la Peña hay otra fuente similar a la de abajo, con su frontal en espadaña, con sus dos caños secos desde hace seis u ocho años, y con la misma fecha de construcción grabada sobre la piedra: 1924, que también habíamos leído en la primera. A esta, naturalmente, por quedar más alta, le llaman la Fuente de Arriba.
Desde encima de la Peña, sentado al pie de la farola de los cuatro brazos, se deja ver al descubierto un vallejo largo por el que en este instante pasa un tren, ahora de mercancías, cargado con tanquetas, vehículos todoterreno y material militar. El bélico cargamento que corre por el Valle del Henares contrasta con la paz de los campos. Sube hasta Alcuneza el trastaleo de los vagones, con un bufido metálico que a veces se confunde con el soplo del viento. Y el río Henares, acabado de nacer en las afueras de Horna, serpentea a los pies de Sierra Ministra pacífico, limpio como un infante, apuntando con su escaso caudal hacia la ciudad mitrada.
La iglesia del pueblo se ve a nuestra espalda. Es un bello ejemplar de cuna románica, procedente, quizás, de principios del siglo XIII. El arquillo de entrada ataja el jardín con una verja de hierro, y las dos campanas cuelgan mudas en sus respectivos nichos de la espadaña mirando al poniente.
El hombre que cruza en este momento por debajo del campanario se llama Vicente Aparicio Mayor. Lleva en la mano un cubo de plástico con un manojillo de plantas de tomate. El hombre tiene la gentileza de pararse un rato a conversar con el desconocido junto al arquillo de la iglesia.
- Pues dice usted. Voy a ver si clavo estas cuantas matas en la vega; ahí por debajo del pueblo.
- Hermoso vallejo el del Henares, se le mire desde donde se le mire, ¿verdad usted?
- No está mal. Lo que pasa es que, como desde aquí se domina la vega entera, siempre parece más de lo que es. Este año la cosa va mal con tanta lluvia.
- Tiene gracia. La vega va mal por exceso de lluvia y las fuentes no corren por la sequía.
- Pues ese es el asunto.
En cambio, de lo que no se pueden quejar es de las combinaciones que tienen para viajar; con un tren o más cada media hora.
- Y para qué los queremos, si no paran. Antes, sí. El tren no nos resuelve nada. Tiraron la estación, hicieron un poco de apeadero, y ahora paran dos o tres de ellos, pero a unas horas que no te resuelven nada si quieres ir o venir a Sigüenza a comprar algo.
- ¿Cómo se llama aquel cerro de enfrente?
- Aquel es el cerro del Cuerno.
- ¿Y ese otro tan redondito que hay yendo a Sigüenza?
- Aquel es el cerro del Otero. Allí me la jugué yo un día al poco de estallar la Guerra. No crea que se me ha olvidado. Fue un milagro.
- La iglesia, por lo que veo, está cerrada.
- Sí señor. La llave la tiene el señor cura que viene de Sigüenza.
Las abejas de un enjambre escondido en la piedra zumban por detrás del ábside. Las incesantes lluvias de primavera han hecho de los solares derruidos y de los terraplenes de la cuesta un verdadero yerbazal. Las casas de Alcuneza son sólidas en su mayoría, de piedra caliza y arenisca sujetas con argamasa. Dos hombres hacen equilibrios retejando en cuclillas, y una mujer cose solitaria en la puerta de su casa detrás de la iglesia.
- Buenas tardes, señora.
La mujer no contesta. Debe ser sorda. Enseguida oigo repicar las campanas, lo que quiere decir que la iglesia estará abierta. Subo otra vez, al derecho, escalando por sendillas estrechas entre las piedras y los cardenchales.
La iglesia de Alcuneza es pequeña en su interior. En la primera nave, la menor de las dos que la componen, hay un interesante retablo del XVIII y un Cristo de la misma época que, según sabría después, es muy milagroso y cuenta con la general devoción de los vecinos.
- Sí señor, al Santo Cristo aquí lo queremos mucho
La mujer se llama Juliana López. Debe ser una de esas buenas señoras que hay en los pueblos y que se encargan de hacer por su cuenta las cosas que competen a todos, cuando no hay nadie que las quiera hacer. La encuentro preparando unos frascos de flores blancas para el altar.
- La parroquia -me dice la mujer- está dedicada a la Cátedra de San Pedro en Antioquía. No sé si se lo digo bien, porque yo no tengo estudios, sabe usted.
- Sí señora; me parece que lo ha dicho muy bien.
- La fiesta de la parroquia era el 22 de febrero, y la del pueblo era San Miguel, el 29 de septiembre. Ahora la han tenido que poner a últimos de agosto, para que puedan asistir los que viven fuera.
La nave mayor concluye en el sencillo presbiterio, que tiene como cobertura interna un retablo sin el menor interés, con tallas de San Pedro, de San Miguel, de San Roque, y como remate una estampa reproducción de la Santísima Trinidad del Greco.
- No piense usted -me dice la señora Juliana- que el jardinillo de fuera está abandonado. Es que, como ha llovido tanto, se puso de hierba que para qué, y aún no he tenido tiempo de limpiarlo.
La señora Anastasia llegó al momento. Es una mujer simpática, de edad avanzada. Ella me contó lo de la caída del Jesús de Medinaceli desde la peana que se quemó con una vela, y cómo a pesar de haberse estrellado contra los bancos y contra la tarima desde dos metros de altura, a la imagen no le pasó nada.
- Mírelo usted, ni se nota; ni la pintura siquiera sufrió rasguño. Y allí, a la entrada, tenemos la piedra de las ánimas. La arregló un sacerdote que se llamaba don José. Ha quedado muy bien.
La piedra de las Ánimas es una piedra labrada, como una lápida, que en los pueblos se solía colocar en el centro de la nave principal de la iglesia, donde se celebraban algunos actos de culto en sufragio de las ánimas del Purgatorio.
- Si viera usted cómo era aquello. Colocaban una calavera encima con el gorro de un cura de los de antes, y nos asustaban a los chicos. Al verlo volábamos de miedo.
La piedra aparece hoy pulida, adornada con chapa de metal en las aristas y marcada la inscripción con purpurina de oro: "Memoria de las Animas a devoción de los vecinos de este pueblo de Alcuneza. Año 1770. RIPA."
Fueron llegando enseguida algunas mujeres más, hasta la media docena, a rezar el Rosario. La tarde desde el murillo del jardín era de lo más luminoso que uno recuerda haber conocido a campo descubierto. Alcuneza, el pueblo, bosteza en la ladera asomándose como siempre a la vega del joven Henares por donde -¡Ese será su destino!- silba otro tren que pasa de largo.
(N. A. Julio, 1984)
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