Son muchas las ventajas que tienen sobre los demás estos pueblos vecinos a la capital de provincia, afectados en parte por la actividad y la forma de vivir capitalinas; pero les falta el encanto de lo rural. El exceso de población -aunque no sea éste en concreto el caso de Alovera-, para lo que es costumbre en cientos y más de lugares de nuestra provincia, los convierten en pueblos vivos, rebosantes de vitalidad; demasiado vivos tal vez, pero sin alma pueblerina, sin rasgos personales apenas porque se los absorbe la vida de la ciudad, lo que no deja de ser en determinados casos un problema serio.
Alovera se ofrece al viajero como un pueblo llano, eminentemente campiñés, de casas bajas en las que predomina el adobe y el ladrillo rojizo, de calles largas y rectas como velas. En su entorno es todo el término campo de labor, tierra riquísima donde los más antiguos dejaron en tiempos ya olvidados mucho de su sudor y no poco de sus vidas.
Alovera tiene una plaza elegante, una plaza como de ciudad, bordeada de emparrados y de rosaledas como las plazas de Levante que miran muy de cerca las aguas del Mare Nostrum. En el centro mismo de la plaza hay una especie de monolito, con tres caras y otras tantas fuentes haciendo ángulo que vierten sobre leves cazoletas de piedra berroqueña. Por encima del recién restaurado chapitel de la torre contemplan a la pata coja, estáticas, el ambiente de la villa, las cigüeñas. Son las famosas cigüeñas de la torre de Alovera, quedas en cualquier época del año en el orondo pináculo de pizarra, incluso en tiempo como el que ahora hace, cuando las demás de su especie tuvieron a bien viajar de invernada hará cuatro meses, puntuales, casi a toque de reloj.
-Pues, éstas no. Cuando tuvieron que arreglar el techo de la torre les quitaron el nido, pero no se fueron, se quedaron dando vueltas por el pueblo. Luego, se lo volvieron a colocar en ese soporte de hierro, y ahí las tiene usted, encima del campanario en plenas Nochebuenas.
Los cuatro ancianos de la plaza, leales a cualquier sol como las cigüeñas en el murillo de la iglesia, me miran pensativos y con cara de sospecha. Las palomas de la torre vienen y van a las cornisas y se esconden en los agujeros de la pared. Dos chiquillas adolescentes fuman y tosen sentadas sobre uno de los bancos de la plaza, entre sol y sombra. Las dos parecen inexpertas, y el humo del tabaco seguro que les hace daño.
-Bueno. ¿Y eso a quién le importa?
La iglesia de Alovera es una bella muestra de la arquitectura campiñesa del siglo XVI. Según consta fue casi toda ella obra del maestro Nicolás Ribero. El pórtico se abre al mediodía por siete arcos sostenidos sobre ocho columnas de orden jónico. Entre los arcos hay una sólida verja de hierro forjado. La puerta de la iglesia está cerrada. Mucho me temo que me habré de marchar sin haber visto su interior, del que poseo la mejor referencia.
A pesar de la mañana soleada, se encuentra húmedo y resbaladizo, como de escarcha derretida. Las baldosas con geométricos dibujos y las losetas del piso la hacen más vistosa aún y más cómoda.
-Pues esto, ya lo ve usted, es tal que si dijéramos una capital en pequeño. Nosotros, nada más que hay un poquito de sol, en invierno no hay quien nos arranque de aquí.
La calle de la Soledad es recta. Parte de junto a la iglesia en la Plaza Mayor y va a perderse casi a la salida para Cabanillas. En la puerta de la farmacia, a mitad de la calle de la Soledad, hay un juego de azulejos en buena cerámica con el anagrama del cuerpo de boticarios y la inscripción: «Licenciada Mª.P.Jaraba»
-Oiga; ¿Podría decirme si es ésa de ahí abajo la ermita de la Soledad?
-¿Cómo dice?
-¡Digo que si es esa la ermita de la Soledad!
-Sí señor, esa es. Estoy un poco sordo, sabe. Esto de los años es la leche.
Bella es, desde luego que sí, la estampa de la ermita. El cuidado techadillo de la entrada se sostiene sobre dos columnas de piedra y se rodea de verja. El cuerpo de la ermita es de ladrillo campiñés y de mampostería con guijarros. Dentro se ven algunas de las imágenes de Semana Santa: la Virgen de las Angustias, Jesús Nazareno, el Santo Sepulcro y una Cruz desnuda. Vuelta a contemplar otra vez a cierta distancia, uno considera improcedente su situación, piensa que debería estar más alejada, en el campo casi, como suelen estar las ermitas en todos los sitios.
-¿Qué le ha parecido?
-Muy bien. Es una ermita muy hermosa.
-Pues en la carretera de Azuqueca está la de la Paz. Son las dos casi iguales.
Al otro lado de la ermita están las casas blancas, uniformes, seriadas, del barrio de la Soledad, construido no hace mucho como barrio de alcance o de expansión.
La calle Mayor sube paralela a la de la Soledad, y por ella es posible regresar cómodamente hasta la plaza. En su establecimiento de ultramarinos y estanco de la calle Mayor hace música en un órgano electrónico Antonio Inés, un antiguo conocido. El músico ensaya, mientras despacha un espray o un cuaderno de notas, la partitura de una canción titulada "I love Spain". Antonio Inés, su trabajo y sus desvelos por hincar de raíz la música en Alovera, merecían algo mejor suerte.
-Es que no me lo explico -dice él-. Llevo ya casi treinta años tras de ello, y es que no acaba de cuajar la música en este pueblo. No sé lo que pasa.
-¿Cuántos alumnos tiene ahora?
-Muy pocos. Nos hemos quedado en cuadro. Unos por que se marchan a estudiar fuera, y otros por que se van haciendo ya mayores, la cosa es que estamos en una docena, escasamente.
-Todos niños.
-Sí, todos niños hasta los quince años. Luego no quieren seguir. Ahora vamos funcionando más como orquesta que como banda. Un par de chicas para voz solista es lo que más falta nos hace en estos momentos. Ya veremos. Son menos, pero están mejor preparados que los que hubo antes.
-¿La próxima actuación?
-Muy pronto. Dentro de poco, para el día 24 de enero y para la víspera tenemos pasacalles con motivo de la Virgen de la Paz y de San Ildefonso.
Alovera fue declarado villa, según consta, en 1626 por el rey Felipe IV. Más tarde lo adquirió en propiedad doña Lorenza de Sotomayor, y le puso el nombre de Villahermosa de Alovera, que conservó hasta marzo de 1936. Sus tierras debieron pertenecer hace siglos al monasterio de San Bartolomé de Lupiana y al de monjas de Santa Clara y San Bernardo de Guadalajara. El modo de vida de aquella primera población posmedieval fue, sin duda, el cultivo de los campos.
Don Sebastián Sanz López, cura de Alovera, vive en la esquina de Valmores con la calle Mayor, muy cerca de la iglesia. al requerir su ayuda para ver la iglesia, el párroco me ofrece todas las facilidades y me acompaña para servirme de guía.
-Por fuera, ya lo creo que es una iglesia hermosa. Llaman la atención los arcos, el chapitel piramidal recién arreglado y, sobre todo, las cigüeñas.
-Pues por dentro -me dice- es todavía más bonita.
Efectivamente. La sólida portona con buen herraje en clavetería y llamadores al gusto del XVIII, nos da paso a la sorprendente nave mayor cubierta por estupendo artesonado castellano-mudéjar, al tiempo que deja como fondo el retablo de San Miguel, barroco del XVII, obra al parecer de los hermanos González de Vargas, con las imágenes de los cuatro evangelistas, aparte de la del arcángel titular de la parroquia en la hornacina principal.
En los muros laterales del presbiterio hay colgadas tres pinturas en mal estado. Los lienzos aparecen sin marco, y una buena parte del pigmento está descascarillado por el mal trato. Una de las telas representa la anunciación, otra a San José, y la tercera es una impresionante versión de Cristo en la Cruz, de autor conocido.
-Sí, es de Alonso del Arco. El mismo pintor que realizó las telas del retablo de San Juan en la iglesia de Atienza. Las otras dos también creo que sean de él. Se han debido pasar mucho tiempo enrolladas por ahí, en el trastero, y ahora las queremos restaurar. Va a ser difícil, porque están muy mal y hay que cambiarlas de bastidor y todo; pero me han dado la oportunidad de hacerlo, pagando sólo los materiales, y creo que se debe aprovechar. Ya veremos.
-El Cristo es muy bonito.
-Yo creo que debe ser el antiguo Cristo de la Luz, que aquí se le dio culto. Quizás ese mismo cuadro estuviera en tiempos presidiendo algún retablo. No lo puedo asegurar.
Como fondo a la única nave lateral hay otro retablo menor en madera policromada, plateresco, muy antiguo, adornado con nueve tablas flamencas de finales del XV, posiblemente de la escuela de Juan de Borgoña. Las tablas representan diversos pasajes y escenas de la infancia de Cristo y de la vida de la Virgen.
-Mire, ahí en esa pared tenemos también otro cuadro hermoso. Es "La Piedad", se desconoce su autor, pero lo más seguro es que pertenezca a la escuela de Morales, del siglo XVI.
Al salir pasamos sobre dos laudas sepulcrales. Una parece ser del canónigo Juan Martínez de Alovera, y la otra, por la enseña, corresponde a un caballero calatravo, cuya identificación nos resulta difícil reconocer en la desgastada leyenda que figura sobre la piedra.
-Pues ahora -añade el cura- podemos acercarnos en un momento hasta la ermita de la Paz, si no tiene prisa.
Don Sebastián Sanz López es un sacerdote culto, celoso de sus iglesias y versado en cuestiones de arte. De su estancia en la realenga villa atencina como arcipreste de San Juan, es coautor del libro “Caminos de Sigüenza y Atienza”, cuya primera edición salió a la luz en el año 1974 y se agotó inmediatamente.
-Este barrio se llama de la Paz. Es nuevo. Antes era todo campo. La ermita quedaba un poco apartada, pero ya se ha llegado a juntar con las casas.
La ermita de la Paz es similar en su forma a la de la Soledad, como ya se dijo. Tiene en el altar la imagen de la Virgen entregando la casulla a San Ildefonso, tema bastante considerado por los artistas barrocos. Talla reciente, pero con apariencia de siglos, a la que el vecindario de Alovera dedica cada año una de sus fiestas mayores, con hermandad y ordenanzas propias desde 1674.
Visto así, entrando en los meollos de su historia y de su pasado, uno disfruta de la aparentemente oculta personalidad de la villa de Alovera. Pueblo rico en tradiciones, en cofradías y en fiestas patronales que aún afloran en el recuerdo. Valores al fin que los propios alovereños deberán cuidar pese a todo, y de lo que uno piensa han de saberse sentir honrados y complacidos.
(Alovera, Enero 1987)
Alovera se ofrece al viajero como un pueblo llano, eminentemente campiñés, de casas bajas en las que predomina el adobe y el ladrillo rojizo, de calles largas y rectas como velas. En su entorno es todo el término campo de labor, tierra riquísima donde los más antiguos dejaron en tiempos ya olvidados mucho de su sudor y no poco de sus vidas.
Alovera tiene una plaza elegante, una plaza como de ciudad, bordeada de emparrados y de rosaledas como las plazas de Levante que miran muy de cerca las aguas del Mare Nostrum. En el centro mismo de la plaza hay una especie de monolito, con tres caras y otras tantas fuentes haciendo ángulo que vierten sobre leves cazoletas de piedra berroqueña. Por encima del recién restaurado chapitel de la torre contemplan a la pata coja, estáticas, el ambiente de la villa, las cigüeñas. Son las famosas cigüeñas de la torre de Alovera, quedas en cualquier época del año en el orondo pináculo de pizarra, incluso en tiempo como el que ahora hace, cuando las demás de su especie tuvieron a bien viajar de invernada hará cuatro meses, puntuales, casi a toque de reloj.
-Pues, éstas no. Cuando tuvieron que arreglar el techo de la torre les quitaron el nido, pero no se fueron, se quedaron dando vueltas por el pueblo. Luego, se lo volvieron a colocar en ese soporte de hierro, y ahí las tiene usted, encima del campanario en plenas Nochebuenas.
Los cuatro ancianos de la plaza, leales a cualquier sol como las cigüeñas en el murillo de la iglesia, me miran pensativos y con cara de sospecha. Las palomas de la torre vienen y van a las cornisas y se esconden en los agujeros de la pared. Dos chiquillas adolescentes fuman y tosen sentadas sobre uno de los bancos de la plaza, entre sol y sombra. Las dos parecen inexpertas, y el humo del tabaco seguro que les hace daño.
-Bueno. ¿Y eso a quién le importa?
La iglesia de Alovera es una bella muestra de la arquitectura campiñesa del siglo XVI. Según consta fue casi toda ella obra del maestro Nicolás Ribero. El pórtico se abre al mediodía por siete arcos sostenidos sobre ocho columnas de orden jónico. Entre los arcos hay una sólida verja de hierro forjado. La puerta de la iglesia está cerrada. Mucho me temo que me habré de marchar sin haber visto su interior, del que poseo la mejor referencia.
A pesar de la mañana soleada, se encuentra húmedo y resbaladizo, como de escarcha derretida. Las baldosas con geométricos dibujos y las losetas del piso la hacen más vistosa aún y más cómoda.
-Pues esto, ya lo ve usted, es tal que si dijéramos una capital en pequeño. Nosotros, nada más que hay un poquito de sol, en invierno no hay quien nos arranque de aquí.
La calle de la Soledad es recta. Parte de junto a la iglesia en la Plaza Mayor y va a perderse casi a la salida para Cabanillas. En la puerta de la farmacia, a mitad de la calle de la Soledad, hay un juego de azulejos en buena cerámica con el anagrama del cuerpo de boticarios y la inscripción: «Licenciada Mª.P.Jaraba»
-Oiga; ¿Podría decirme si es ésa de ahí abajo la ermita de la Soledad?
-¿Cómo dice?
-¡Digo que si es esa la ermita de la Soledad!
-Sí señor, esa es. Estoy un poco sordo, sabe. Esto de los años es la leche.
Bella es, desde luego que sí, la estampa de la ermita. El cuidado techadillo de la entrada se sostiene sobre dos columnas de piedra y se rodea de verja. El cuerpo de la ermita es de ladrillo campiñés y de mampostería con guijarros. Dentro se ven algunas de las imágenes de Semana Santa: la Virgen de las Angustias, Jesús Nazareno, el Santo Sepulcro y una Cruz desnuda. Vuelta a contemplar otra vez a cierta distancia, uno considera improcedente su situación, piensa que debería estar más alejada, en el campo casi, como suelen estar las ermitas en todos los sitios.
-¿Qué le ha parecido?
-Muy bien. Es una ermita muy hermosa.
-Pues en la carretera de Azuqueca está la de la Paz. Son las dos casi iguales.
Al otro lado de la ermita están las casas blancas, uniformes, seriadas, del barrio de la Soledad, construido no hace mucho como barrio de alcance o de expansión.
La calle Mayor sube paralela a la de la Soledad, y por ella es posible regresar cómodamente hasta la plaza. En su establecimiento de ultramarinos y estanco de la calle Mayor hace música en un órgano electrónico Antonio Inés, un antiguo conocido. El músico ensaya, mientras despacha un espray o un cuaderno de notas, la partitura de una canción titulada "I love Spain". Antonio Inés, su trabajo y sus desvelos por hincar de raíz la música en Alovera, merecían algo mejor suerte.
-Es que no me lo explico -dice él-. Llevo ya casi treinta años tras de ello, y es que no acaba de cuajar la música en este pueblo. No sé lo que pasa.
-¿Cuántos alumnos tiene ahora?
-Muy pocos. Nos hemos quedado en cuadro. Unos por que se marchan a estudiar fuera, y otros por que se van haciendo ya mayores, la cosa es que estamos en una docena, escasamente.
-Todos niños.
-Sí, todos niños hasta los quince años. Luego no quieren seguir. Ahora vamos funcionando más como orquesta que como banda. Un par de chicas para voz solista es lo que más falta nos hace en estos momentos. Ya veremos. Son menos, pero están mejor preparados que los que hubo antes.
-¿La próxima actuación?
-Muy pronto. Dentro de poco, para el día 24 de enero y para la víspera tenemos pasacalles con motivo de la Virgen de la Paz y de San Ildefonso.
Alovera fue declarado villa, según consta, en 1626 por el rey Felipe IV. Más tarde lo adquirió en propiedad doña Lorenza de Sotomayor, y le puso el nombre de Villahermosa de Alovera, que conservó hasta marzo de 1936. Sus tierras debieron pertenecer hace siglos al monasterio de San Bartolomé de Lupiana y al de monjas de Santa Clara y San Bernardo de Guadalajara. El modo de vida de aquella primera población posmedieval fue, sin duda, el cultivo de los campos.
Don Sebastián Sanz López, cura de Alovera, vive en la esquina de Valmores con la calle Mayor, muy cerca de la iglesia. al requerir su ayuda para ver la iglesia, el párroco me ofrece todas las facilidades y me acompaña para servirme de guía.
-Por fuera, ya lo creo que es una iglesia hermosa. Llaman la atención los arcos, el chapitel piramidal recién arreglado y, sobre todo, las cigüeñas.
-Pues por dentro -me dice- es todavía más bonita.
Efectivamente. La sólida portona con buen herraje en clavetería y llamadores al gusto del XVIII, nos da paso a la sorprendente nave mayor cubierta por estupendo artesonado castellano-mudéjar, al tiempo que deja como fondo el retablo de San Miguel, barroco del XVII, obra al parecer de los hermanos González de Vargas, con las imágenes de los cuatro evangelistas, aparte de la del arcángel titular de la parroquia en la hornacina principal.
En los muros laterales del presbiterio hay colgadas tres pinturas en mal estado. Los lienzos aparecen sin marco, y una buena parte del pigmento está descascarillado por el mal trato. Una de las telas representa la anunciación, otra a San José, y la tercera es una impresionante versión de Cristo en la Cruz, de autor conocido.
-Sí, es de Alonso del Arco. El mismo pintor que realizó las telas del retablo de San Juan en la iglesia de Atienza. Las otras dos también creo que sean de él. Se han debido pasar mucho tiempo enrolladas por ahí, en el trastero, y ahora las queremos restaurar. Va a ser difícil, porque están muy mal y hay que cambiarlas de bastidor y todo; pero me han dado la oportunidad de hacerlo, pagando sólo los materiales, y creo que se debe aprovechar. Ya veremos.
-El Cristo es muy bonito.
-Yo creo que debe ser el antiguo Cristo de la Luz, que aquí se le dio culto. Quizás ese mismo cuadro estuviera en tiempos presidiendo algún retablo. No lo puedo asegurar.
Como fondo a la única nave lateral hay otro retablo menor en madera policromada, plateresco, muy antiguo, adornado con nueve tablas flamencas de finales del XV, posiblemente de la escuela de Juan de Borgoña. Las tablas representan diversos pasajes y escenas de la infancia de Cristo y de la vida de la Virgen.
-Mire, ahí en esa pared tenemos también otro cuadro hermoso. Es "La Piedad", se desconoce su autor, pero lo más seguro es que pertenezca a la escuela de Morales, del siglo XVI.
Al salir pasamos sobre dos laudas sepulcrales. Una parece ser del canónigo Juan Martínez de Alovera, y la otra, por la enseña, corresponde a un caballero calatravo, cuya identificación nos resulta difícil reconocer en la desgastada leyenda que figura sobre la piedra.
-Pues ahora -añade el cura- podemos acercarnos en un momento hasta la ermita de la Paz, si no tiene prisa.
Don Sebastián Sanz López es un sacerdote culto, celoso de sus iglesias y versado en cuestiones de arte. De su estancia en la realenga villa atencina como arcipreste de San Juan, es coautor del libro “Caminos de Sigüenza y Atienza”, cuya primera edición salió a la luz en el año 1974 y se agotó inmediatamente.
-Este barrio se llama de la Paz. Es nuevo. Antes era todo campo. La ermita quedaba un poco apartada, pero ya se ha llegado a juntar con las casas.
La ermita de la Paz es similar en su forma a la de la Soledad, como ya se dijo. Tiene en el altar la imagen de la Virgen entregando la casulla a San Ildefonso, tema bastante considerado por los artistas barrocos. Talla reciente, pero con apariencia de siglos, a la que el vecindario de Alovera dedica cada año una de sus fiestas mayores, con hermandad y ordenanzas propias desde 1674.
Visto así, entrando en los meollos de su historia y de su pasado, uno disfruta de la aparentemente oculta personalidad de la villa de Alovera. Pueblo rico en tradiciones, en cofradías y en fiestas patronales que aún afloran en el recuerdo. Valores al fin que los propios alovereños deberán cuidar pese a todo, y de lo que uno piensa han de saberse sentir honrados y complacidos.
(Alovera, Enero 1987)
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