domingo, 6 de diciembre de 2009

VALDESOTOS


Tomando como lugar de partida la desviación que sale hacia Tortuero y Valdesotos, no lejos del pueblecito preserrano de Valdepe­ñas, nada más arisco que aquellos tramos prolongados de carretera en obras, donde el viajero se juega en estos días, tanto el correcto funcionar de su vehículo como la propia, integridad física si llegara el caso. Por estas escarpas de la provincia que se asoman al Jarama quema el sol; la chicharra suena rítmica y monótona entre el ramaje cenizoso de los rebollos; chamusca la aliaga en los ribazos pinchando a la tarde; luego la primera cartela del camino que apenas sirve para despistar: “Canal de Isabel II. Permitido el paso a Valdesotos”. Más allá la carretera se riza y se desriza en curvas aparatosas que dan con el caminante al cabo del tiempo en lo más agreste y empinado de las primeras estribaciones serias de la Somosierra. Huele a miel de jara. En los escondites de matorral cantan la chova y el ruiseñor. Desde la cumbre pizarrosa se despeñan ladera abajo las monumentales tuberías del canal hasta lo más profundo del barranco. Se ve que por aquí no cuenta para nada la vida del hombre, y, si por casualidad surge, será de un modo meramente casual, pero jamás impuesto por el medio, como el brillo argentino de las piedras o el discurrir silen­cioso de las aguas acabadas de nacer por el regato fondeado de negro.
Valdesotos da la bienvenida a los que llegan a él con la fronda oscura de sus nogueras. Andamos perdidos en lo que en otra ocasión dimos en llamar, no recuerdo cuando, la Guadalajara pobre, la desco­nocida, la irresistiblemente bella y misteriosa; Valdesotos, como bo­tón de muestra, es un pueblecito lindo, eminentemente veraniego.
El peso de la hora -las cinco de la tarde, poco más, de un día del mes de julio- me sitúa a la entrada del pueblo como ahogado por la calina. Un trago largo al poco de llegar, en el chorro de una fuente que hay a mitad de la cuesta, ha hecho el milagro de volverme a mi ser en cuestión de segundos. Dos o tres hombres sentados en un banco próxi­mo me miran con recelo. Uno sabe que no es el momento oportuno -ya llegará- de entrar en conversación.
Queda el pueblo como encajado entre dos o tres cerros volumino­sos, mondipintados de color plomo, infecundos y agrestes, que los na­tivos reconocen por el Cerro de la Muela, La Palomera y la Ren de la Horca. Como vecino sempiterno en aquellas estrecheces, un arroyo sin nombre, estirado a lo largo de los huertos bajo la sombra de las cho­peras donde se dan, finas y bien trabajadas, las eras de tomates, las judías de caña y las fresas corregüelas.
En la esquina de la calle de la Iglesia con las alamedas del arroyo, uno sospecha que tendrá más suerte. Hay dos mujeres sentadas sobre un banco haciendo labor. Las mujeres me miran con curiosidad. Estoy seguro que les gustaría saber quien soy y a santo de qué aparezco por allí, por aquellos rincones solitarios de extramuros donde la gente vive en paz como las plantas de la vega, y en silencio como las piedras.
- No se preocupen. Vengo solamente a ver el pueblo y a tomar cua­tro notas para que sepa la gente que existe Valdesotos.
- Ah, pues muy bien. Es que viene tanta gente desconocida, que a veces estamos como con miedo.
- No me extraña.
- Mire, ahí mismamente tiene dos o tres muchachos jugando con un balón. Vinieron hace tres días y nadie sabe quién pueden ser. En verano nos cae por aquí de todo.
- Con un día menos caluroso que hoy, el verano debe ser estupendo.
- Ya lo creo que lo es. Cuando hace calor la gente joven se va a bañarse a un sitio que le decimos El Chorro y se lo pasan de miedo. Aquella parte es muy bonita.
- ¿Cuantos son ustedes si quitamos a los veraneantes?
- Muy pocos. Diecisiete o dieciocho. La juventud se fue de aquí y nos quedamos los cuatro viejos. Yo mismamente tengo mis hijas en Bar­celona, y así todos.
Mientras que la señora Nicolasa me sigue contando cosas relativas al hoy despoblado Valdesotos, su convecina, la señora Emiliana, se ha metido a casa a buscar una cervecita fría para invitar al desconocido. No es la primera vez que el público anónimo de nuestros pueblos tie­ne este gesto con quien tiene como misión impuesta la de recorrer sus calles y rincones con meticulosidad. Cuando esto ocurre, debo confesar que me emociono, y se me hiela la sangre de indignación pensan­do que el mundo sería capaz de funcionar por sí solo quitando cada cual su pizca de egoísmo y de desconfianza de por medio.
- ¿Lo hace usted con todo el que viene?
- Con todos no señor. Es que como no hay bar... Tampoco se va a ha­cer una pobre porque usted se refresque un poco. Los del bar viven en Alcobendas y vienen a última hora los fines de semana.
Valdesotos es un pueblo de contrastes. A los tonos terrosos del adobe se contrapone la piedra de pizarra en los paredo­nes de las casas viejas. Los modernos habitáculos ajardina­dos vienen a ser, pegados codo con codo, el contrapunto de las mansiones ruinosas con sus entramados de palitroque al descubierto, dando lugar a callejuelas estrechas y de cuidada pavimentación. En las afueras, muy por encima de las casas y de los hombres, en lo que pudiéramos llamar el cinturón alpino que ciñe el caserío, las nubecillas blancas de la tarde restriegan su barrigota de peluche por las cumbres de los montes.
Siempre de cerca me sigue una niña de siete u ocho años que se llama Esther. La niña, va jugando con su perrita Linda. Cuando la espero y le digo cosas Esther me mira con carita de agradecimiento.
- Qué fuente más bonita, Esther.
- Sí, más arriba hay otra. Esto es la plaza.
- Pequeñita, ¿verdad?
Es una plaza muy pequeña. El pueblo también es muy pequeño, pero en verano se está muy bien. Corremos con las bicicletas y nadie nos dice nada. Mi mamá es de aquí.
Al volver de una esquina nos encontramos con un patio recogido y sombreado de parrales, al estilo andaluz. En el patio soportan los ancianos su vejez sentados sobre el poyo.
Ya en las afueras queda la iglesia parroquial, restaurada, con la espadaña curiosamente orientada al mediodía. La niña y yo bajamos, uno de­trás de otro, andando por el borde de hormigón de una acequia seca.
- Esa casa de abajo era antes la escuela de los chicos.
- ¿Y aquella cosa blanca y redonda que hay por el arroyo?
- Es la fábrica de los indicadores.
- ¿Cómo has dicho?
- Es donde hacen los indicadores de las carreteras. Lo que hay fuera en un montón son los plásticos que les sobran.
Sorprendente, sí señor, pero cierto. Nunca hubiera podido pensar que en sitio tan recóndito, tan difícil y con tan mala comunicación había de encontrar una industria cuyo producto, bien trabajado por cierto, se expende a otras provincias de España e incluso al extranjero. La puerta de la calle está abierta de par en par y en el interior no se siente ni un mal ruido.
-¡Se puede!
-¡Pase!
El hombre que me responde desde dentro se llama Serafín Somolinos, encargado o cuidador de todo aquello. Dentro de las naves huele a pintura y a resina elaborada. Un olor acre que se agarra a la gar­ganta. Por el suelo, y en la mesa o bancaza del obrador se ven los moldes, triangulares y redondos, donde se van haciendo ellos solos, lentamente, los indicadores.
- Es que los sábados por la tarde no se trabaja.
- ¿Llevan mucho tiempo aquí haciendo placas?
- Pues ya hace, ya. Seguro que casi doce o catorce años.
- ¿Cuántos obreros son?
- En este momento somos once. Hay uno de baja por enfermedad.
- Pues yo creí que los indicadores de carretera eran de chapa. Ahora veo que no.
- Antes sí eran de chapa. Los de ahora son de fibra empapada de re­sina. Éstos son más resistentes al frío y a la intemperie. La forma la van tomando en el molde.
- Y sacarán cincuenta, por lo menos, al día.
- algunos más. Debe andar la cosa por los setenta.
El señor Serafín y el señor Braulio me enseñaron todas las depen­dencias de la fábrica. También la sección en la que se hacen las cla­raboyas transparentes y el secadero, que es donde las piezas ya elaboradas se van secando con la fuerza del sol que se filtra desde el te­cho. El calor nos echa de allí apenas entramos.
- En invierno, le advierto que es donde mejor se está.
- ¡Qué claraboyas más grandes!
- Son así como para naves y techos de fábricas. Las que se hacen para las casas son más chiquitas. Últimamente se trabajan mucho.
Cada pieza, y eso es importante, lleva, al reverso una etiqueta en la que se puede leer: “Tecnivial. Valdesotos. Guadalajara. Spain”. Se nota cómo el señor Serafín se siente orgulloso de la empresa en la que trabaja.
- ¿No le parece a usted que es una lástima que la montasen en un pueblo tan muerto?
- Y qué quiere que le diga. A mí me parece muy bien, y al pueblo le hace mucho. Los pueblos grandes y las ciudades dejémoslos en paz, que ya tienen lo suyo.
- Estupendo; poca cosa es, pero a mí me parece que tienen aquí el corazón del pueblo, ya lo creo.
La encantadora Esther y su perrilla Linda no quisieron entrar, me estuvieron esperando fuera a la sombra de un nogal. Los cerros de la contorna brillan como ascuas encendidas con las piedras negras de las laderas reflejando a los ojos la excesiva luminosidad del mes de julio. En los sombrajos de la huerta se siente el murmullo continuo del arroyo que baja, al poco de nacer, buscando el cauce definitivo del Jarama.

(N.A. Agosto, 1985)

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