Don Damián López me acaba de poner al corriente al poco de pisar la plaza de Villanueva, de que al suyo le dicen el pueblo de las tres mentiras.
- Ni es villa, ni es nueva, ni es de Argecilla, ¿qué le parece?
- Ah, muy bien. Lo que veo es que tienen mucha tranquilidad.
- De eso toda la que usted quiera, Demasiado tranquilos.
A Villanueva de Argecilla se cae como de sorpresa apenas despegarse de la carretera de Soria pasado Miralrío. Unos campos llanos, interminables, de sembrados nacientes le sirven de pórtico, y en la leve hondonada de las tierras de labor, a la derecha de un bosque de encinas, se extiende silenciosa y minúscula la villa de agricultores que remata frente al viajero, encendida por el sol de la tarde, la altiva espadaña de su iglesia. Hay a la entrada un espejo redondo como un ojo de buey que sirve al conductor para no darse de bruces con quien viene al volver de la esquina. Un indicador anuncia que a Jadraque, por la carretera del atajo, hay 3,2 km.
El abuelo Santos canturrea por lo bajo una jotica al estilo Aragón al pie del olmo de la plaza. El abuelo Santos tiene ochenta y seis años, un ojo vacío detrás del cristal grueso de las gafas y, por añadidura, cosa natural a ciertas edades, el hombre es duro de oído.
- ¡Está contento el abuelo!
- ¡Que va! Canto un poco para pasar el rato. A ver si sube el Félix de Jadraque a echar la partida. Como solo estamos el Damián y yo. . .
El señor Damián dice que todos los Santos deberían estar colgados. El aludido, por supuesto que no ha cogido onda. Luego me lo explica.
- Claro que tenían que estar colgados, en su nicho como Dios manda. No van a estar tirados por el suelo ¿Me entiende?
- Ya lo creo que le entiendo ¿Sabe que me gusta el olmo? No crea que hay tantos como éste. Un par de ellos en toda la provincia y pare usted de contar. Procuren cuidarlo.
- Pues qué se yo. Ya lo curaron el año pasado y parece que tira. No se si nos durará mucho.
Acerca de los orígenes del olmo de la plaza entra en conversación el abuelo Santos.
- Yo tengo entendido a mi padre y a mi abuelo que lo plantó uno de aquí que le decían el Tío Calín. Hace más de doscientos años.
- ¿Y que pasa con la fuente, que no echa?
- Nada, que hay que funcionarle al grifo para que mee.
- ¿Tienen agua bastante?
- Mucha. Aquí, no es porque se lo digamos nosotros, tenemos la mejor agua del mundo. La subimos con un motor hasta las casas.
Me voy ahora con el señor Damián dando un paseo por la calle Larga; dando un paseo hasta salir a la carretera de Ledanca. Un anciano que se llama Agustín pone al sol su enfermedad sentado pacientemente en una silla de inválido. Luego bajamos despacito hasta el muro del pretil para ver desde fuera la portada neoclásica, muy deteriorada por cierto, de la iglesia de San Blas.
- La iglesia es grande.
- Los viejos decían que Villanueva era más grande que Jadraque antes de que viniera el tren. Ahora, ya ve, somos veinte vecinos escasamente.
- La puerta, en cambio, se ve que es nueva, impecable.
- Sí, y por dentro si la viera ha quedado muy bien. La hemos arreglado Y está toda pintada. Cuando la guerra la devoraron, metían los tanques dentro, y guisaban. Aquello fue un estropicio.
-¿.Cual es el patrón del pueblo?
- San Blas, abogado de la garganta. Parece raro que siendo usted de la capital no sepa aquello de:
En Utande San Acacio,
en Valfermoso San Juan,
en Bujalaro San Pedro
y en Villanueva San Blas.
- No; pues no lo sabía ¿Cómo les dicen a los de aquí?
- A los de este pueblo nos dicen los collalbos.
- ¿Y eso…?
- Vaya usted a saber. Los de Valfermoso son naveros.
Interesa la solidez exterior en piedra de la fábrica de la iglesia rodeada de contrafuertes, la impecable limp1eza del atrio y el curioso acceso -cerrado a cal y canto- con una alfombra roída al suelo, por la que se entra.
- Si quiere la podemos ver; pedimos la llave a la señora que la tiene y no pasa nada.
- Es igual. Me imagino que si fue ma1tratada en tiempos no tendrá demasiado interés. Para qué andar molestando.
Cerca de la plaza volvemos a chocar con el abuelo Santos. Por lo que se ve, todavía no ha subido el Félix de Jadraque a echar la partida. En la puerta del que ellos dicen el bar de los jubilados, mis amigos me cuentan que allí dentro matan las tardes jugando a las cartas cuando tienen con quien. Por el cristal se ven unas cuantas mesas, una baraja que ya deberían reponer, unos cuantos taburetes de asiento y un aparato de televisión al fondo, sobre una mesa de carpintero con patas de jirafa. No existe mostrador, o por lo menos yo no lo veo. Una caja de cervezas a medio gastar queda como arrinconada debajo de la televisión. La fachada, no obstante, es casi todo cristal, resguardada por una moderna rejería que alguien pintó de purpurina color plata. Al abuelo Santos parece que lo de la reja no le acaba de convencer.
- No señor, no me convence, ni poco ni mucho. Para mi criterio esto parece una cárcel. Cuando estaba de cristales parecía mejor.
Frente por frente a un caserón en ruinas que hay próximo al bosque de encinas por la carretera de Jadraque, me cuenta el señor Damián que aquello fue un hospital que donó una marquesa. Tuvo -según él- dos filas de camas dispuestas siempre para los mendigos y menesterosos que vinieran de paso, pero que cualquiera sabe cuando.
- Al que tenía como administrador le dejó la marquesa cinco duros al año de paga fija, aparte de vivir ahí. Para aquellos tiempos era una cosa grande.
El ayuntamiento y la antigua escuela de niños hacen esquina en las afueras. Una lápida de piedra deja patente en la pared el agradecimiento del pueblo al Servicio de Extensión Agraria. Detalle, por cierto, que no es único en la provincia.
- Eso fue porque nos hicieron algo de ayuda cuando las aguas.
Como, efectivamente, el pueblo no es grande y los motivos de interés se acaban pronto, hemos vuelto a la plaza con la visita por mi parte prácticamente concluida. Una mujer mayor me pregunta al tiempo que abro la puerta del coche para regresar a casa.
- Perdone usted. ¿Por casualidad no será el señor Belinch6n?
- Para servirle. Sí señora, yo soy.
- Pues mire, si se va usted sin verle me hubiera llevado un disgusto, con el tiempo que llevamos esperando que viniera a nuestro pueblo. ¿Cómo se va a marchar sin haber visto la iglesia por dentro?
- Como usted quiera. Ya ve, una vez aquí tal me da.
La mujer se llama doña Elena Andrés. Al instante toma de su casa la llave de la iglesia y volvemos a desandar los pasos perdidos por la calle Larga. Su marido me ha dicho que es don Pedro Andrés, y que por razones de su cargo viaja con frecuencia a la capital. La señora, no lo puede disimular, va plenamente feliz y complacida por servirme de guía.
- Pues, mirándolo bien -dice-, es usted más guapo de como sale en la foto del periódico. No sabe que alegría nos da el verlo en nuestro pueblo, ya le digo.
- Muchas gracias, señora, es usted muy amable, de veras. Con personas como usted los viajes serían coser y cantar, ya lo creo. Lo peor es que no siempre ocurre así.
- De todo hay por esos mundos, ¿verdad usted?
- Así es. Más bueno que malo, pero de todo hay.
Delante de nosotros, los dos perros que nos acompañan se obstinan en pasar a la iglesia. Doña Elena, ni a las buenas ni a las malas se lo consiente.
-¡Tusos, asquerosos! ¡Que he dicho que no entráis, y no entráis... concho!
La iglesia de Villanueva de Argecilla, como ya se dijo, acaba de ser remozada, pintada de un blanco limpísimo y lo que se dice puesta en orden. Una vez dentro, se nota en seguida la influencia y vasca desde cuando la guerra.
- ¿Qué sonto es éste?
- Ese es un San Fermín que trajeron los navarros para que hiciera las veces de San Blas hasta que lo compramos.
- ¿Y aquella Virgen?
- Aquella es la Virgen de Estíbaliz. La trajeron también cuando el desastre. Apuesto que serían los vascos.
En el nicho central de un simulacro en yeso que hay en el presbiterio como retablo mayor, está la verdadera imagen de San Blas obispo, patrón del pueblo. El hueco interior de donde está el sagrario, tiene de original el haber sido hecho con yeso amasado en sangre de un requeté muerto en el campo de batalla. Las gentes de Villanueva lo cuentan a los visitantes, lo dicen y lo repiten hasta la saciedad.
- Lo mataron ahí en el chaparra1. La sangre se recogió en una manta y en ropas. Luego se lavó para que pudiera servir para hacer el sagrario. Eso tiene mucho valor ¿verdad?
- Yo creo que sí, y mucha emoción también, ya lo creo.
Una capilla lateral pintada de blanco riguroso, con una cripta a imitación de la de Lourdes, completa el escaso interés por otra parte de un templo en el que el pueblo ha puesto para su reconstrucción y adecentamiento más voluntad que medios. En cualquier caso, queda en el recuerdo de quien esto escribe el cariño y agasajo de doña Elena, que se empeñó al final en invitarme a un refresco en su casa de cerca de la plaza, donde pude admirar, todos bien ordenados, los más de cincuenta trofeos conseguidos al tiro por su hijo y una cabeza disecada de jaba1í que mató por los años de la mili; y las atenciones de doña Margarita, la mujer del alcalde, que corrió a saludarme en cuanto supo de mi casual estancia en Villanueva.
Desde las afueras, contrastan al salir las impresionantes llanuras del valle del Henares con las sierras nevadas del fondo. Abajo, como perdidas en el mar de tierra en sombra, las casas de Membrillera, con su torre parroquial que sustituye a la que se desplomó el día de Navidad de 1787 sin que hubiera que lamentar otras desgracias. El sol de abril echa su última asomadilla sobre el mapa de Guadalajara desde las cumbres de Somosierra.
- Ni es villa, ni es nueva, ni es de Argecilla, ¿qué le parece?
- Ah, muy bien. Lo que veo es que tienen mucha tranquilidad.
- De eso toda la que usted quiera, Demasiado tranquilos.
A Villanueva de Argecilla se cae como de sorpresa apenas despegarse de la carretera de Soria pasado Miralrío. Unos campos llanos, interminables, de sembrados nacientes le sirven de pórtico, y en la leve hondonada de las tierras de labor, a la derecha de un bosque de encinas, se extiende silenciosa y minúscula la villa de agricultores que remata frente al viajero, encendida por el sol de la tarde, la altiva espadaña de su iglesia. Hay a la entrada un espejo redondo como un ojo de buey que sirve al conductor para no darse de bruces con quien viene al volver de la esquina. Un indicador anuncia que a Jadraque, por la carretera del atajo, hay 3,2 km.
El abuelo Santos canturrea por lo bajo una jotica al estilo Aragón al pie del olmo de la plaza. El abuelo Santos tiene ochenta y seis años, un ojo vacío detrás del cristal grueso de las gafas y, por añadidura, cosa natural a ciertas edades, el hombre es duro de oído.
- ¡Está contento el abuelo!
- ¡Que va! Canto un poco para pasar el rato. A ver si sube el Félix de Jadraque a echar la partida. Como solo estamos el Damián y yo. . .
El señor Damián dice que todos los Santos deberían estar colgados. El aludido, por supuesto que no ha cogido onda. Luego me lo explica.
- Claro que tenían que estar colgados, en su nicho como Dios manda. No van a estar tirados por el suelo ¿Me entiende?
- Ya lo creo que le entiendo ¿Sabe que me gusta el olmo? No crea que hay tantos como éste. Un par de ellos en toda la provincia y pare usted de contar. Procuren cuidarlo.
- Pues qué se yo. Ya lo curaron el año pasado y parece que tira. No se si nos durará mucho.
Acerca de los orígenes del olmo de la plaza entra en conversación el abuelo Santos.
- Yo tengo entendido a mi padre y a mi abuelo que lo plantó uno de aquí que le decían el Tío Calín. Hace más de doscientos años.
- ¿Y que pasa con la fuente, que no echa?
- Nada, que hay que funcionarle al grifo para que mee.
- ¿Tienen agua bastante?
- Mucha. Aquí, no es porque se lo digamos nosotros, tenemos la mejor agua del mundo. La subimos con un motor hasta las casas.
Me voy ahora con el señor Damián dando un paseo por la calle Larga; dando un paseo hasta salir a la carretera de Ledanca. Un anciano que se llama Agustín pone al sol su enfermedad sentado pacientemente en una silla de inválido. Luego bajamos despacito hasta el muro del pretil para ver desde fuera la portada neoclásica, muy deteriorada por cierto, de la iglesia de San Blas.
- La iglesia es grande.
- Los viejos decían que Villanueva era más grande que Jadraque antes de que viniera el tren. Ahora, ya ve, somos veinte vecinos escasamente.
- La puerta, en cambio, se ve que es nueva, impecable.
- Sí, y por dentro si la viera ha quedado muy bien. La hemos arreglado Y está toda pintada. Cuando la guerra la devoraron, metían los tanques dentro, y guisaban. Aquello fue un estropicio.
-¿.Cual es el patrón del pueblo?
- San Blas, abogado de la garganta. Parece raro que siendo usted de la capital no sepa aquello de:
En Utande San Acacio,
en Valfermoso San Juan,
en Bujalaro San Pedro
y en Villanueva San Blas.
- No; pues no lo sabía ¿Cómo les dicen a los de aquí?
- A los de este pueblo nos dicen los collalbos.
- ¿Y eso…?
- Vaya usted a saber. Los de Valfermoso son naveros.
Interesa la solidez exterior en piedra de la fábrica de la iglesia rodeada de contrafuertes, la impecable limp1eza del atrio y el curioso acceso -cerrado a cal y canto- con una alfombra roída al suelo, por la que se entra.
- Si quiere la podemos ver; pedimos la llave a la señora que la tiene y no pasa nada.
- Es igual. Me imagino que si fue ma1tratada en tiempos no tendrá demasiado interés. Para qué andar molestando.
Cerca de la plaza volvemos a chocar con el abuelo Santos. Por lo que se ve, todavía no ha subido el Félix de Jadraque a echar la partida. En la puerta del que ellos dicen el bar de los jubilados, mis amigos me cuentan que allí dentro matan las tardes jugando a las cartas cuando tienen con quien. Por el cristal se ven unas cuantas mesas, una baraja que ya deberían reponer, unos cuantos taburetes de asiento y un aparato de televisión al fondo, sobre una mesa de carpintero con patas de jirafa. No existe mostrador, o por lo menos yo no lo veo. Una caja de cervezas a medio gastar queda como arrinconada debajo de la televisión. La fachada, no obstante, es casi todo cristal, resguardada por una moderna rejería que alguien pintó de purpurina color plata. Al abuelo Santos parece que lo de la reja no le acaba de convencer.
- No señor, no me convence, ni poco ni mucho. Para mi criterio esto parece una cárcel. Cuando estaba de cristales parecía mejor.
Frente por frente a un caserón en ruinas que hay próximo al bosque de encinas por la carretera de Jadraque, me cuenta el señor Damián que aquello fue un hospital que donó una marquesa. Tuvo -según él- dos filas de camas dispuestas siempre para los mendigos y menesterosos que vinieran de paso, pero que cualquiera sabe cuando.
- Al que tenía como administrador le dejó la marquesa cinco duros al año de paga fija, aparte de vivir ahí. Para aquellos tiempos era una cosa grande.
El ayuntamiento y la antigua escuela de niños hacen esquina en las afueras. Una lápida de piedra deja patente en la pared el agradecimiento del pueblo al Servicio de Extensión Agraria. Detalle, por cierto, que no es único en la provincia.
- Eso fue porque nos hicieron algo de ayuda cuando las aguas.
Como, efectivamente, el pueblo no es grande y los motivos de interés se acaban pronto, hemos vuelto a la plaza con la visita por mi parte prácticamente concluida. Una mujer mayor me pregunta al tiempo que abro la puerta del coche para regresar a casa.
- Perdone usted. ¿Por casualidad no será el señor Belinch6n?
- Para servirle. Sí señora, yo soy.
- Pues mire, si se va usted sin verle me hubiera llevado un disgusto, con el tiempo que llevamos esperando que viniera a nuestro pueblo. ¿Cómo se va a marchar sin haber visto la iglesia por dentro?
- Como usted quiera. Ya ve, una vez aquí tal me da.
La mujer se llama doña Elena Andrés. Al instante toma de su casa la llave de la iglesia y volvemos a desandar los pasos perdidos por la calle Larga. Su marido me ha dicho que es don Pedro Andrés, y que por razones de su cargo viaja con frecuencia a la capital. La señora, no lo puede disimular, va plenamente feliz y complacida por servirme de guía.
- Pues, mirándolo bien -dice-, es usted más guapo de como sale en la foto del periódico. No sabe que alegría nos da el verlo en nuestro pueblo, ya le digo.
- Muchas gracias, señora, es usted muy amable, de veras. Con personas como usted los viajes serían coser y cantar, ya lo creo. Lo peor es que no siempre ocurre así.
- De todo hay por esos mundos, ¿verdad usted?
- Así es. Más bueno que malo, pero de todo hay.
Delante de nosotros, los dos perros que nos acompañan se obstinan en pasar a la iglesia. Doña Elena, ni a las buenas ni a las malas se lo consiente.
-¡Tusos, asquerosos! ¡Que he dicho que no entráis, y no entráis... concho!
La iglesia de Villanueva de Argecilla, como ya se dijo, acaba de ser remozada, pintada de un blanco limpísimo y lo que se dice puesta en orden. Una vez dentro, se nota en seguida la influencia y vasca desde cuando la guerra.
- ¿Qué sonto es éste?
- Ese es un San Fermín que trajeron los navarros para que hiciera las veces de San Blas hasta que lo compramos.
- ¿Y aquella Virgen?
- Aquella es la Virgen de Estíbaliz. La trajeron también cuando el desastre. Apuesto que serían los vascos.
En el nicho central de un simulacro en yeso que hay en el presbiterio como retablo mayor, está la verdadera imagen de San Blas obispo, patrón del pueblo. El hueco interior de donde está el sagrario, tiene de original el haber sido hecho con yeso amasado en sangre de un requeté muerto en el campo de batalla. Las gentes de Villanueva lo cuentan a los visitantes, lo dicen y lo repiten hasta la saciedad.
- Lo mataron ahí en el chaparra1. La sangre se recogió en una manta y en ropas. Luego se lavó para que pudiera servir para hacer el sagrario. Eso tiene mucho valor ¿verdad?
- Yo creo que sí, y mucha emoción también, ya lo creo.
Una capilla lateral pintada de blanco riguroso, con una cripta a imitación de la de Lourdes, completa el escaso interés por otra parte de un templo en el que el pueblo ha puesto para su reconstrucción y adecentamiento más voluntad que medios. En cualquier caso, queda en el recuerdo de quien esto escribe el cariño y agasajo de doña Elena, que se empeñó al final en invitarme a un refresco en su casa de cerca de la plaza, donde pude admirar, todos bien ordenados, los más de cincuenta trofeos conseguidos al tiro por su hijo y una cabeza disecada de jaba1í que mató por los años de la mili; y las atenciones de doña Margarita, la mujer del alcalde, que corrió a saludarme en cuanto supo de mi casual estancia en Villanueva.
Desde las afueras, contrastan al salir las impresionantes llanuras del valle del Henares con las sierras nevadas del fondo. Abajo, como perdidas en el mar de tierra en sombra, las casas de Membrillera, con su torre parroquial que sustituye a la que se desplomó el día de Navidad de 1787 sin que hubiera que lamentar otras desgracias. El sol de abril echa su última asomadilla sobre el mapa de Guadalajara desde las cumbres de Somosierra.
(N.A. Abril, 1986)
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