Ya bien entrada la mañana, el hombre se estaba comiendo un bocadillo de tortilla francesa sentado al borde del camino en la carretera de Calatayud, más allá del castillo de Molina. El hombre, que viaja en bicicleta, no tiene nada en contra y ve con buenos ojos a los que consumen gasolina en lugar de sangre para correr.
-Buenos días. Oiga, ¿se va por aquí a Villel de Mesa?
-Ah, pues mire: de allí tuve yo una criada que se llamaba Lucrecia. ¿La conoce usted? -No, señor; no la conozco. Es la primera vez que voy a ese pueblo.
-Bueno; pues tire adelante y, luego, a la izquierda. Coge bastante retirado de aquí.
-Muchas gracias y que aproveche.
-Vaya usted con Dios. Buen viaje.
Para llegar desde Molina hasta Villel de Mesa no es todo tan fácil como pudiera parecer. A pesar de todo, la ausencia de indicadores se suple sobradamente con la amabilidad innata de la gente que te va saliendo al paso. El panorama desde Rueda es inhóspito, gris. Tierras de tomillar y de sabinas se suceden a derecha e izquierda en una carretera por la que se hace difícil encontrar un alma que deambule por allí a esas horas del día. De pronto, la solemne severidad del terreno y la pobreza que nos vino acompañando campo atrás se tornan en una vega fértil con solo bajar el pequeño puerto de Mochales. Después, el Valle del Mesa: huertas de forraje, de frutales y de hortaliza se van abriendo paso entre los cortes rocosos del paisaje hasta llegar, ya cerca, al pueblo de Villel.
Villel de Mesa se presenta a primera vista como descolgado en la solana de un cerro que viene a refrescar sus pies entre la frondosidad espesa de la ribera. Junto al puentecillo del río Pequeño, al frente mismo de los jardines de la plaza, hay una señora vestida de negro con un pozal colgando del brazo y un hacecillo de pajas largas cogido con la otra mano. Es una mujer de mediana edad, de trato amable y se llama Leonor.
-¿Qué? ¿Le gusta la plaza?
-Pues mire: aún no la he visto. Pero me da la impresión de que me va a gustar ¡Qué pueblo más bonito!
-Eso dicen todos. Los jardines llevan así más de diez años.
-Y una huerta que vale cualquier cosa. ¿Verdad, usted?
-Sí, señor. La huerta es muy hermosa. Aquí se crían muchas patatas y remolacha. Agua tiene usted toda la que quiera.
-Y fruta, claro.
-Y fruta, también. Lo que pasa es que hay que echársela a los animales; no la quiere nadie. Se dan mucho las manzanas y las cerezas. Las peras no se dan bien, no sé por qué.
La plaza de Villel es, además, parque y jardín. Al lado del arco romano que con tan buen gusto conserva el pueblo, crecen, en permanente actitud de desmayo, los sauces, alternando con los abetos y con los rosales en flor. En medio de una leve pasarela de vegetación apretada y sombría bajo los sauces salta, juguetona, desde uno al otro de sus cuatro pisos, el agua en un surtidor con forma de tarta nupcial. Ocupando un lugar destacado en medio de los jardines está el monolito en piedra y mármol con el busto del doctor don Pedro Gómez Fernández, a quien el pueblo de Villel le tiene dedicada también toda la plaza.
-Don Pedro es un médico de Madrid y es como un padre para el pueblo.
-¿Suele venir por aquí con frecuencia?
-Sí, señor; y con la gente no sabe qué hacerse. Aquí se le quiere mucho.
El ayuntamiento de Villel ocupa la planta baja de una casona antigua que hay en el frontal de la plaza. Las escuelas quedan en el primer piso y, según me contó doña Leonor, deben ser dos.
-Sí; yo creo que hay una cincuentena de chicos entre los párvulos y de los otros.
Por las calles del pueblo es una delicia pasear en las mañanas de verano. El frescor permanente de sus huertas y hasta su olor característico son allí como un néctar del que uno nunca se acaba de saciar. Cuando se comienza a ascender por la calleja que en el pueblo llaman Empedrada, impresiona, casi apabulla, la ingente masa roqueña que todavía mantiene erguidos sobre su lomo retazos de lienzo en pie pertenecientes a una antigua fortaleza.
-El castillo la hundió una chispa que cayó para la fiesta de San Bartolomé y ya ve usted la que queda.
Para subir a la parte alta se puede hacer por cuatro calles distintas: Empedrada, Canónigos, Estanco y Calle del Horno. Pasadizos estrechos con escalinatas que recuerdan los barrios de la Cuenca antigua. Escondrijos pintorescos que alcanzan su más exacta expresión de tipismo en el pórtico solitario y romántico de su iglesia parroquial y en las callejuelas que le circundan, allá en lo alto.
Bajé a la plaza por uno de los caminos que, como queda dicho, se puede hacer. Hay una mujer y un hombre asomados al balcón, viendo lo que pasa. El hombre se llama Julián, y la mujer, Lolita.
-Buenos días. ¿Es ésta la calle del Horno?
-No, señor. Esta es la calle del Estanco. ¿Qué? ¿Viene usted por aquí a pescar truchas?
-¡Qué va! Vengo sólo a ver el pueblo.
-Pues esto tiene poco que ver. Cuando había cangrejos, daba gusto; pero ahora, nada.
-¿Y qué ha pasado con los cangrejos?
-No sé. Se han muerto y no sale ni uno. Estos años de atrás se sacaba un buen jornal del río, no crea.
José Carlos, el hijo de la joven pareja del balcón, comenzó a gritar como loco dentro de la casa. Luego, la madre, y al final gritaban todos.
-¡ Ay, qué va a pasar aquí!
-¡No le eches agua! ¡Ahógalo con un trapo!
- ¡Mamá, que arde la casa!
-¡Es que no se puede estar en el plato y en las tajadas a la vez!
Tenía razón Julián. Yo también creo que no es lo más oportuno quedarse de conversación con el primero que pasa por la calle mientras el aceite de la sartén se calienta al fuego. Aunque, bien mirado, es un mal tan nuestro que, ante un caso como éste, todos tenemos que entonar el mea culpa.
-Niño: anda, sube a casa, que te has perdido un número.
Con buen humor a pesar de todo, Julián le empezó a contar a su otro hijo que llegaba la tragedia que acababa de vivir, de la que uno se sintió, en parte, con una buena carga de responsabilidad.
Para llegar hasta la falda del Cerro de la Horca, al otro lado de las huertas, hay que cruzar dos puentes: el del río Pequeño y el del río Cavero. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que en el pueblo llaman la Fuente de la Toba. El Cavero, que es en realidad el verdadero río Mesa, corre paralelo al anterior y junta con él sus aguas poco más abajo. Tanto el uno como el otro aprovechan indistintamente a las gentes de Villel para regar sus huertas.
Don Carlos Bueno se entretiene encañando las judías de un huertecillo que hay escondido detrás de una tapia a la orilla del río.
-Qué agua más clara, para como están los ríos hoy.
- Ya lo creo. Aquí se crían hasta las truchas.
-¿Adónde va a parar el río Cavero?
-Éste yo creo que llega hasta Ateca o más allá.
-Parece buen pueblo Villel, ¿verdad, usted?
-Hombre; de los que le rodean, no es el peor. Aquí todo el que viene se va contento: médicos, maestros… todos. Pero unos porque no están en propiedad y otros por no sé qué, la cosa es que luego se tienen que ir y siempre nos toca conocer gente nueva. ¡Qué le vamos a hacer! Teniendo como mirador el Cerro de la Horca, queda en primer plano la ribera feraz de sus dos ríos envuelta en un hermoso muestrario de tonalidades verdes que se adentra hasta la plaza. Luego, el pueblo de Villel, luciendo bajo el sol del medio día la elegancia de sus viviendas antiguas y de sus chalés de ahora, entre las que sobresale de manera sensible la fábrica en arcos de su iglesia y los muros sobre la roca del castillo en ruinas. Como fondo, el Cerro de las Casas y el Llano de la Cueva recortan el horizonte con un cielo azul, muy azul, en perfecto juego de luces con aquel bello rincón de nuestra tierra.
-Buenos días. Oiga, ¿se va por aquí a Villel de Mesa?
-Ah, pues mire: de allí tuve yo una criada que se llamaba Lucrecia. ¿La conoce usted? -No, señor; no la conozco. Es la primera vez que voy a ese pueblo.
-Bueno; pues tire adelante y, luego, a la izquierda. Coge bastante retirado de aquí.
-Muchas gracias y que aproveche.
-Vaya usted con Dios. Buen viaje.
Para llegar desde Molina hasta Villel de Mesa no es todo tan fácil como pudiera parecer. A pesar de todo, la ausencia de indicadores se suple sobradamente con la amabilidad innata de la gente que te va saliendo al paso. El panorama desde Rueda es inhóspito, gris. Tierras de tomillar y de sabinas se suceden a derecha e izquierda en una carretera por la que se hace difícil encontrar un alma que deambule por allí a esas horas del día. De pronto, la solemne severidad del terreno y la pobreza que nos vino acompañando campo atrás se tornan en una vega fértil con solo bajar el pequeño puerto de Mochales. Después, el Valle del Mesa: huertas de forraje, de frutales y de hortaliza se van abriendo paso entre los cortes rocosos del paisaje hasta llegar, ya cerca, al pueblo de Villel.
Villel de Mesa se presenta a primera vista como descolgado en la solana de un cerro que viene a refrescar sus pies entre la frondosidad espesa de la ribera. Junto al puentecillo del río Pequeño, al frente mismo de los jardines de la plaza, hay una señora vestida de negro con un pozal colgando del brazo y un hacecillo de pajas largas cogido con la otra mano. Es una mujer de mediana edad, de trato amable y se llama Leonor.
-¿Qué? ¿Le gusta la plaza?
-Pues mire: aún no la he visto. Pero me da la impresión de que me va a gustar ¡Qué pueblo más bonito!
-Eso dicen todos. Los jardines llevan así más de diez años.
-Y una huerta que vale cualquier cosa. ¿Verdad, usted?
-Sí, señor. La huerta es muy hermosa. Aquí se crían muchas patatas y remolacha. Agua tiene usted toda la que quiera.
-Y fruta, claro.
-Y fruta, también. Lo que pasa es que hay que echársela a los animales; no la quiere nadie. Se dan mucho las manzanas y las cerezas. Las peras no se dan bien, no sé por qué.
La plaza de Villel es, además, parque y jardín. Al lado del arco romano que con tan buen gusto conserva el pueblo, crecen, en permanente actitud de desmayo, los sauces, alternando con los abetos y con los rosales en flor. En medio de una leve pasarela de vegetación apretada y sombría bajo los sauces salta, juguetona, desde uno al otro de sus cuatro pisos, el agua en un surtidor con forma de tarta nupcial. Ocupando un lugar destacado en medio de los jardines está el monolito en piedra y mármol con el busto del doctor don Pedro Gómez Fernández, a quien el pueblo de Villel le tiene dedicada también toda la plaza.
-Don Pedro es un médico de Madrid y es como un padre para el pueblo.
-¿Suele venir por aquí con frecuencia?
-Sí, señor; y con la gente no sabe qué hacerse. Aquí se le quiere mucho.
El ayuntamiento de Villel ocupa la planta baja de una casona antigua que hay en el frontal de la plaza. Las escuelas quedan en el primer piso y, según me contó doña Leonor, deben ser dos.
-Sí; yo creo que hay una cincuentena de chicos entre los párvulos y de los otros.
Por las calles del pueblo es una delicia pasear en las mañanas de verano. El frescor permanente de sus huertas y hasta su olor característico son allí como un néctar del que uno nunca se acaba de saciar. Cuando se comienza a ascender por la calleja que en el pueblo llaman Empedrada, impresiona, casi apabulla, la ingente masa roqueña que todavía mantiene erguidos sobre su lomo retazos de lienzo en pie pertenecientes a una antigua fortaleza.
-El castillo la hundió una chispa que cayó para la fiesta de San Bartolomé y ya ve usted la que queda.
Para subir a la parte alta se puede hacer por cuatro calles distintas: Empedrada, Canónigos, Estanco y Calle del Horno. Pasadizos estrechos con escalinatas que recuerdan los barrios de la Cuenca antigua. Escondrijos pintorescos que alcanzan su más exacta expresión de tipismo en el pórtico solitario y romántico de su iglesia parroquial y en las callejuelas que le circundan, allá en lo alto.
Bajé a la plaza por uno de los caminos que, como queda dicho, se puede hacer. Hay una mujer y un hombre asomados al balcón, viendo lo que pasa. El hombre se llama Julián, y la mujer, Lolita.
-Buenos días. ¿Es ésta la calle del Horno?
-No, señor. Esta es la calle del Estanco. ¿Qué? ¿Viene usted por aquí a pescar truchas?
-¡Qué va! Vengo sólo a ver el pueblo.
-Pues esto tiene poco que ver. Cuando había cangrejos, daba gusto; pero ahora, nada.
-¿Y qué ha pasado con los cangrejos?
-No sé. Se han muerto y no sale ni uno. Estos años de atrás se sacaba un buen jornal del río, no crea.
José Carlos, el hijo de la joven pareja del balcón, comenzó a gritar como loco dentro de la casa. Luego, la madre, y al final gritaban todos.
-¡ Ay, qué va a pasar aquí!
-¡No le eches agua! ¡Ahógalo con un trapo!
- ¡Mamá, que arde la casa!
-¡Es que no se puede estar en el plato y en las tajadas a la vez!
Tenía razón Julián. Yo también creo que no es lo más oportuno quedarse de conversación con el primero que pasa por la calle mientras el aceite de la sartén se calienta al fuego. Aunque, bien mirado, es un mal tan nuestro que, ante un caso como éste, todos tenemos que entonar el mea culpa.
-Niño: anda, sube a casa, que te has perdido un número.
Con buen humor a pesar de todo, Julián le empezó a contar a su otro hijo que llegaba la tragedia que acababa de vivir, de la que uno se sintió, en parte, con una buena carga de responsabilidad.
Para llegar hasta la falda del Cerro de la Horca, al otro lado de las huertas, hay que cruzar dos puentes: el del río Pequeño y el del río Cavero. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que en el pueblo llaman la Fuente de la Toba. El Cavero, que es en realidad el verdadero río Mesa, corre paralelo al anterior y junta con él sus aguas poco más abajo. Tanto el uno como el otro aprovechan indistintamente a las gentes de Villel para regar sus huertas.
Don Carlos Bueno se entretiene encañando las judías de un huertecillo que hay escondido detrás de una tapia a la orilla del río.
-Qué agua más clara, para como están los ríos hoy.
- Ya lo creo. Aquí se crían hasta las truchas.
-¿Adónde va a parar el río Cavero?
-Éste yo creo que llega hasta Ateca o más allá.
-Parece buen pueblo Villel, ¿verdad, usted?
-Hombre; de los que le rodean, no es el peor. Aquí todo el que viene se va contento: médicos, maestros… todos. Pero unos porque no están en propiedad y otros por no sé qué, la cosa es que luego se tienen que ir y siempre nos toca conocer gente nueva. ¡Qué le vamos a hacer! Teniendo como mirador el Cerro de la Horca, queda en primer plano la ribera feraz de sus dos ríos envuelta en un hermoso muestrario de tonalidades verdes que se adentra hasta la plaza. Luego, el pueblo de Villel, luciendo bajo el sol del medio día la elegancia de sus viviendas antiguas y de sus chalés de ahora, entre las que sobresale de manera sensible la fábrica en arcos de su iglesia y los muros sobre la roca del castillo en ruinas. Como fondo, el Cerro de las Casas y el Llano de la Cueva recortan el horizonte con un cielo azul, muy azul, en perfecto juego de luces con aquel bello rincón de nuestra tierra.
(N.A. Agosto, 1980)
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