Aunque procuré estirar las horas del día todo lo Que dieran de sí, es cierto que a las once de la mañana todavía no habían abierto las nieblas y acabé por irme a mis despacios a Villaseca de Uceda. ¡En cuántas ocasiones he detenido el coche sólo para contemplar las incomparables puestas de sol en la Campiña, por aquellos hoy lejanos atardeceres de estío! El invierno tiene eso, que juega a engañar cuando se le antoja, y a la postre acaba por perjudicarnos y por mandar al traste muchos de los planes que preconcebimos los hombres.
Las barbecheras y las hazas ya repuntadas en estas soberbias llanuras de Usanos, de Fuentelahiguera y de Viñuelas, son una pura esponja. Tierras millonarias que liban tempero para convertirlo en oro de la mejor ley, allá más adelante, si los hados de la climatología le son propicios.
Muy al contrario de lo que en ella es habitual, Villaseca no se deja ver hasta que no caes de bruces en los llanos de las eras. Las neblinas y las humedades lo ocultan todo. Acabo de entrar en la calle Mayor. Atrás una fuente con dos grifos que no corren y un depósito alto, cilíndrico, pintado de blanco; frente a mí, que sigo sin salir del coche, la carteleta a franjas de la Tabacalera; a, un lado la marquesina recogida de un disco-pub, mientras que en una y en otra acera dormitan los perros tiritando de frío.
En el pueblo parece que no hay gente. De tarde en tarde alguna señora asoma la nariz por el quicio y se vuelve a esconder enseguida. Al rato aparece por la acera un señor con una gallina al hombro atada de una cuerda. El hombre se pasa inmediatamente a una casa cercana a donde yo estoy. Los perros han mirado a la gallina muerta estúpidamente, sin moverse del sitio, y se han puesto a bostezar soltando una, pringosa vaharada de aliento espeso por la boca. La calle ha vuelto a quedarse otra vez sola.
En la calle Mayor las casas son bajas. Las hay de buen porte y otras desangeladas. Luego me enteraría de que en muchas de ellas no vive nadie. En el número uno de la calle Mayor hay una piedra de mármol, cuadrada como una baldosa, que dice “año de 1845”; la casa se cubre con un cansado alero, tiene reja de forja y una puerta enquistada al muro, vieja, hermética.
- ¡Quieto chucho, caramba! ¡Un poco de formalidad!
La perrilla, asustada por los gritos, dejó al cabo de saltar sobre mí con sus patas mojadas que me pusieron perdido. Era una perrilla blanca y negra, con estampa -a juicio de profano- especial para la caza. Me arrepentí de haberle dicho nada. El animal se alejó de mí en actitud dócil, con el rabo entre piernas, y fue a sentarse a la puerta de su amo, como niño al que acaban de castigar sin motivo.
- ¡Hola chucha, ven aquí!
La perrilla se levantó del cemento, se estiró muy a placer sobre las patas delanteras, y se puso a mover el rabo felizmente.
Cuatro pasos más abajo está otra vez el campo. Los vallejuelos del arroyo, de abiertas rastrojeras en el barranco, y olivos, y encinas moñudas en la cuesta, cierran el marco de nuestra visión en un lánguido panorama invernal. Con algunas personas de las que se aguardan junto a las puertas para ver lo que hago, me paro en conversación.
- Villaseca, o Villamojada, diría yo.
- Eso de Villaseca era antes. Desde diez años acá ya tenemos agua más de la que nos vamos a beber aunque vengan muchos. Hicimos un pozo por ahí por donde las eras y no acabamos con ella, no hay miedo.
- Ah, pues no crean que es poco. De cualquier forma se ve que la población no es muy grande, ¿verdad?
- Nada. Aquí somos pocos. Unas treinta personas. En esta calle somos cuatro familias, y en las demás, menos.
A estas estábamos con don Manuel Gil y con doña Emiliana, su mujer, cuando pasó por allí, a la olismilla de la novedad, otro vecino que se llama Eustasio, singularmente pintoresco el hombre, Eustasio Bris, de profesión leñero.
- ¡No me diga! Eso quiere decir que usted se encarga de entrar en calor a todo el que caiga por aquí con cara de sospechoso, o al que se desmande.
- De eso nada. Yo me dedico a recoger leña de encina, que aquí tenemos mucho monte, y la reparto por todos estos pueblos. También hago picón para los braseros de las mujeres y lo llevo a donde me lo quieren comprar.
- Ah, pues competencia no tendrá mucha. Buen negocio.
- Eso sí, claro. La industria ésta, nunca va a pique.
Don Manuel y doña Emiliana me invitaron a entrar en la casa para que viera el braserillo de picón bajo la mesa-camilla y la estufa de leña que les sirve el Eustasio, uno de los hombres que más danza de toda la Campiña, que más trabaja, y para qué.
- Pues eso mismo es lo que decimos nosotros, que para qué. Con los años que tiene, y sin hijos ni nada, usted me dirá.
Los de Villaseca de Uceda se jactan, y no sin razón, de su buena labor, de su buen campo y de su buena dehesa. Lo más triste es que la juventud se marchó, y el pueblo está llamado a correr la misma suerte que otros tantos si antes no le ponen remedio.
- ¿Y que remedio quiere que se le ponga? El campo se labra todo. Aquí no queda ni un palmo de terreno sin cultivar. Con estas maquinarias de ahora se lo ventilan en cuatro días. Lo peor es el ganado. A ese sí que no hay quien le meta mano. Lo tenemos que dejar por falta de alguien que lo lleve.
- Y luego hablamos del problema del paro. Y no es aquí sólo donde les pasa eso.
- Mire usted, el ganado es muy esclavo, pero aquí se haría dinero con las ovejas. Para tener su buen coche y salir a la capital cuando le diera la gana, que la tenemos bien cerca. Pues nada, que no hay a quien le de la gana y está por demás todo lo que se diga.
Abunda el adobe en Villaseca, y el ladrillo visto, y las tejas musgosas de cien inviernos cubriendo las casas. Por el cielo suena bajo un avión que la niebla nos impide ver. En una nave de las afueras, por la que aquí dicen Travesaña de la Iglesia, se sienten balar las ovejas. Atanasio, el pastor, pasó al momento por delante de mí conduciendo un rebaño de buenas reses blancas, abultadas y lanudas. Cuando les da con la vara encima del vellón para que anden, las ovejas continúan cascabeleando tal como si nada. Caminan con la cabeza gacha, se ve que no llevan a bien lo de salir al campo con tanto frío, con tanta humedad y con tantos barros
- Pues tendrá que ser por eso. Qué se yo.
- No habrá muchas más en Villaseca ¿verdad?
- Otro hatajo como éste y pare de contar. No hace tanto que había nueve rebaños en el pueblo.
Al volver la esquina se ve, junto a la carretera, la iglesia del pueblo. Tiene una espadaña orientada al poniente con nido de cigüeñas en el campanario y está casi toda ella levantada a base de mampostería y piedra de guijarro. Se ven en un rincón del ábside, frente al jardinillo, unas cuantas piezas de vestir tendidas a secar en una cuerda. Lo que en principio más nos interesa de la iglesia de Villaseca de Uceda, es, sin duda., su portada renacentista, con acceso en arco semicircular de do velas lisas y dos medallones esculpidos en las enjutas, donde están representadas las efigies de San Pedro y San Pablo; aparte del curiosísimo juego de bajorrelieves con motivos vegetales que refleja en la piedra trabajada la extraordinaria capacidad artística de aquellos canteros de hace cuatro siglos.
- Buenos días tenga usted -le digo a don Teodoro Puebla que anda por allí ¿No le importaría acompañarme a entrar, que veo la llave puesta?
- No me importa ¿por qué? Lo difícil va a ser abrir. Esa llave es que no la entienden todos.
La puerta de la iglesia está forrada con una chapa de zinc que la cubre toda. Me han contado que desde que quitaron el pórtico se ha ido estropeando, poco a poco, y que la chapa le sirve de protección; que se oye que quieren levantar el pórtico otra vez. Acuden a abrir varios hombres, giran todos la llave, pero la puerta no abre. Al fin, otro vecino que se llama Ignacio lo consigue.
- ¡Pachasco! Setenta años de monaguillo y no voy a saber abrir.
Destacan en su interior las solemnes cubiertas de artesonado y una imagen vestida de la Señora, solitaria en su hornacina.
- Esa es la Virgen de las Flores.
- ¿La Patrona?
- No. Aquí los patrones son San Miguel y el Ángel de la Guarda. A la Virgen de las Flores también se le hace fiesta, pero no es la Patrona.
La iglesia tiene una sola nave, sin retablo. Un Cristo y una imagen más de San Miguel y de Santa Ana, quiero recordar, en el ábside, cumplen con lo poquito de interés que tiene el presbiterio. Pasillo adelante se ven lápidas mortuorias con inscripciones desgastadas de tanto pisar. El señor Teodoro me avisa antes de salir para que no me marche sin ver el caracol de la torre.
- Sí hombre, es muy típico. Sube dando vueltas y es muy estrecho. Por la escalera no cabe nada más que una sola persona.
Y bien conservado que lo tienen además, añadiría yo. Es cierto que, aparte el de Alustante como más famoso de la provincia, hemos visto muchos caracoles hasta hoy por esos pueblos de Dios, pero tal vez tenga este de Villaseca todo el encanto de lo diminuto y de lo sencillo, perfecto, de poca luz, que colma de misterio la forma helicoidal de las piedras que suben y bajan en giro redondo sobre sí, desde el coro hasta donde están las campanas. Mi acompañante me lo enseña con mal disimulada emoción; se ha, dado cuenta de que lo veo con agrado.
Afuera la mañana ha ido a peor. Los pies congelados y las manos frías como chupones que sacamos de la iglesia invitan a dar la sesión por concluida. Una llovizna suave, mansa, vital para estos campos que ahora crecen de raíz, nos acompañará durante todo el camino de vuelta. El pueblo de Villaseca de Uceda nos dirá adiós recostado en su llano campiñés, adormilado igual que cuando entramos en él, soportando bajo el chirimiri de finales de diciembre los naturales efectos de uno de los días más desapacibles del invierno.
Las barbecheras y las hazas ya repuntadas en estas soberbias llanuras de Usanos, de Fuentelahiguera y de Viñuelas, son una pura esponja. Tierras millonarias que liban tempero para convertirlo en oro de la mejor ley, allá más adelante, si los hados de la climatología le son propicios.
Muy al contrario de lo que en ella es habitual, Villaseca no se deja ver hasta que no caes de bruces en los llanos de las eras. Las neblinas y las humedades lo ocultan todo. Acabo de entrar en la calle Mayor. Atrás una fuente con dos grifos que no corren y un depósito alto, cilíndrico, pintado de blanco; frente a mí, que sigo sin salir del coche, la carteleta a franjas de la Tabacalera; a, un lado la marquesina recogida de un disco-pub, mientras que en una y en otra acera dormitan los perros tiritando de frío.
En el pueblo parece que no hay gente. De tarde en tarde alguna señora asoma la nariz por el quicio y se vuelve a esconder enseguida. Al rato aparece por la acera un señor con una gallina al hombro atada de una cuerda. El hombre se pasa inmediatamente a una casa cercana a donde yo estoy. Los perros han mirado a la gallina muerta estúpidamente, sin moverse del sitio, y se han puesto a bostezar soltando una, pringosa vaharada de aliento espeso por la boca. La calle ha vuelto a quedarse otra vez sola.
En la calle Mayor las casas son bajas. Las hay de buen porte y otras desangeladas. Luego me enteraría de que en muchas de ellas no vive nadie. En el número uno de la calle Mayor hay una piedra de mármol, cuadrada como una baldosa, que dice “año de 1845”; la casa se cubre con un cansado alero, tiene reja de forja y una puerta enquistada al muro, vieja, hermética.
- ¡Quieto chucho, caramba! ¡Un poco de formalidad!
La perrilla, asustada por los gritos, dejó al cabo de saltar sobre mí con sus patas mojadas que me pusieron perdido. Era una perrilla blanca y negra, con estampa -a juicio de profano- especial para la caza. Me arrepentí de haberle dicho nada. El animal se alejó de mí en actitud dócil, con el rabo entre piernas, y fue a sentarse a la puerta de su amo, como niño al que acaban de castigar sin motivo.
- ¡Hola chucha, ven aquí!
La perrilla se levantó del cemento, se estiró muy a placer sobre las patas delanteras, y se puso a mover el rabo felizmente.
Cuatro pasos más abajo está otra vez el campo. Los vallejuelos del arroyo, de abiertas rastrojeras en el barranco, y olivos, y encinas moñudas en la cuesta, cierran el marco de nuestra visión en un lánguido panorama invernal. Con algunas personas de las que se aguardan junto a las puertas para ver lo que hago, me paro en conversación.
- Villaseca, o Villamojada, diría yo.
- Eso de Villaseca era antes. Desde diez años acá ya tenemos agua más de la que nos vamos a beber aunque vengan muchos. Hicimos un pozo por ahí por donde las eras y no acabamos con ella, no hay miedo.
- Ah, pues no crean que es poco. De cualquier forma se ve que la población no es muy grande, ¿verdad?
- Nada. Aquí somos pocos. Unas treinta personas. En esta calle somos cuatro familias, y en las demás, menos.
A estas estábamos con don Manuel Gil y con doña Emiliana, su mujer, cuando pasó por allí, a la olismilla de la novedad, otro vecino que se llama Eustasio, singularmente pintoresco el hombre, Eustasio Bris, de profesión leñero.
- ¡No me diga! Eso quiere decir que usted se encarga de entrar en calor a todo el que caiga por aquí con cara de sospechoso, o al que se desmande.
- De eso nada. Yo me dedico a recoger leña de encina, que aquí tenemos mucho monte, y la reparto por todos estos pueblos. También hago picón para los braseros de las mujeres y lo llevo a donde me lo quieren comprar.
- Ah, pues competencia no tendrá mucha. Buen negocio.
- Eso sí, claro. La industria ésta, nunca va a pique.
Don Manuel y doña Emiliana me invitaron a entrar en la casa para que viera el braserillo de picón bajo la mesa-camilla y la estufa de leña que les sirve el Eustasio, uno de los hombres que más danza de toda la Campiña, que más trabaja, y para qué.
- Pues eso mismo es lo que decimos nosotros, que para qué. Con los años que tiene, y sin hijos ni nada, usted me dirá.
Los de Villaseca de Uceda se jactan, y no sin razón, de su buena labor, de su buen campo y de su buena dehesa. Lo más triste es que la juventud se marchó, y el pueblo está llamado a correr la misma suerte que otros tantos si antes no le ponen remedio.
- ¿Y que remedio quiere que se le ponga? El campo se labra todo. Aquí no queda ni un palmo de terreno sin cultivar. Con estas maquinarias de ahora se lo ventilan en cuatro días. Lo peor es el ganado. A ese sí que no hay quien le meta mano. Lo tenemos que dejar por falta de alguien que lo lleve.
- Y luego hablamos del problema del paro. Y no es aquí sólo donde les pasa eso.
- Mire usted, el ganado es muy esclavo, pero aquí se haría dinero con las ovejas. Para tener su buen coche y salir a la capital cuando le diera la gana, que la tenemos bien cerca. Pues nada, que no hay a quien le de la gana y está por demás todo lo que se diga.
Abunda el adobe en Villaseca, y el ladrillo visto, y las tejas musgosas de cien inviernos cubriendo las casas. Por el cielo suena bajo un avión que la niebla nos impide ver. En una nave de las afueras, por la que aquí dicen Travesaña de la Iglesia, se sienten balar las ovejas. Atanasio, el pastor, pasó al momento por delante de mí conduciendo un rebaño de buenas reses blancas, abultadas y lanudas. Cuando les da con la vara encima del vellón para que anden, las ovejas continúan cascabeleando tal como si nada. Caminan con la cabeza gacha, se ve que no llevan a bien lo de salir al campo con tanto frío, con tanta humedad y con tantos barros
- Pues tendrá que ser por eso. Qué se yo.
- No habrá muchas más en Villaseca ¿verdad?
- Otro hatajo como éste y pare de contar. No hace tanto que había nueve rebaños en el pueblo.
Al volver la esquina se ve, junto a la carretera, la iglesia del pueblo. Tiene una espadaña orientada al poniente con nido de cigüeñas en el campanario y está casi toda ella levantada a base de mampostería y piedra de guijarro. Se ven en un rincón del ábside, frente al jardinillo, unas cuantas piezas de vestir tendidas a secar en una cuerda. Lo que en principio más nos interesa de la iglesia de Villaseca de Uceda, es, sin duda., su portada renacentista, con acceso en arco semicircular de do velas lisas y dos medallones esculpidos en las enjutas, donde están representadas las efigies de San Pedro y San Pablo; aparte del curiosísimo juego de bajorrelieves con motivos vegetales que refleja en la piedra trabajada la extraordinaria capacidad artística de aquellos canteros de hace cuatro siglos.
- Buenos días tenga usted -le digo a don Teodoro Puebla que anda por allí ¿No le importaría acompañarme a entrar, que veo la llave puesta?
- No me importa ¿por qué? Lo difícil va a ser abrir. Esa llave es que no la entienden todos.
La puerta de la iglesia está forrada con una chapa de zinc que la cubre toda. Me han contado que desde que quitaron el pórtico se ha ido estropeando, poco a poco, y que la chapa le sirve de protección; que se oye que quieren levantar el pórtico otra vez. Acuden a abrir varios hombres, giran todos la llave, pero la puerta no abre. Al fin, otro vecino que se llama Ignacio lo consigue.
- ¡Pachasco! Setenta años de monaguillo y no voy a saber abrir.
Destacan en su interior las solemnes cubiertas de artesonado y una imagen vestida de la Señora, solitaria en su hornacina.
- Esa es la Virgen de las Flores.
- ¿La Patrona?
- No. Aquí los patrones son San Miguel y el Ángel de la Guarda. A la Virgen de las Flores también se le hace fiesta, pero no es la Patrona.
La iglesia tiene una sola nave, sin retablo. Un Cristo y una imagen más de San Miguel y de Santa Ana, quiero recordar, en el ábside, cumplen con lo poquito de interés que tiene el presbiterio. Pasillo adelante se ven lápidas mortuorias con inscripciones desgastadas de tanto pisar. El señor Teodoro me avisa antes de salir para que no me marche sin ver el caracol de la torre.
- Sí hombre, es muy típico. Sube dando vueltas y es muy estrecho. Por la escalera no cabe nada más que una sola persona.
Y bien conservado que lo tienen además, añadiría yo. Es cierto que, aparte el de Alustante como más famoso de la provincia, hemos visto muchos caracoles hasta hoy por esos pueblos de Dios, pero tal vez tenga este de Villaseca todo el encanto de lo diminuto y de lo sencillo, perfecto, de poca luz, que colma de misterio la forma helicoidal de las piedras que suben y bajan en giro redondo sobre sí, desde el coro hasta donde están las campanas. Mi acompañante me lo enseña con mal disimulada emoción; se ha, dado cuenta de que lo veo con agrado.
Afuera la mañana ha ido a peor. Los pies congelados y las manos frías como chupones que sacamos de la iglesia invitan a dar la sesión por concluida. Una llovizna suave, mansa, vital para estos campos que ahora crecen de raíz, nos acompañará durante todo el camino de vuelta. El pueblo de Villaseca de Uceda nos dirá adiós recostado en su llano campiñés, adormilado igual que cuando entramos en él, soportando bajo el chirimiri de finales de diciembre los naturales efectos de uno de los días más desapacibles del invierno.
(N.A. enero, 1986)
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