Siguiendo el juego de cambios en esta primavera, loca que venimos arrastrando, la mañana que aparecí por Yela el tiempo era infernal. La Alcarria asoma, tímidamente, su plumaje blando de verdín movido por el viento en los resecos sembrados del llano. El aire es frío, muy molesto, pariente tal vez de aquel descuernacabras que dicen los serranos y que obliga a la gente, unos cuantos días cada invierno, a permanecer encerrada en casa, sin salir nada más que a lo imprescindible, acurrucada al amor de la lumbre.
Acabo de dar vista a Brihuega escondida en el hoyo, y voy por una carretera abierta entre los sembrados a cuyo borde se alza, poco más adelante, el monumento a los héroes de la Guerra de Sucesión, que lucharon valientemente y dejaron sus vidas regadas por estos páramos, tras la muerte sin descendencia del último rey de los Austrias en el año de 1710.
Yela queda ligeramente apartado del camino. Un par de minutos en coche nos ponen de hecho en su Plaza Mayor. Yela, por su actual distribución urbana, en la que han influido hechos ajenos por completo al vivir de la gente, es un pueblo extraño, desorientador para aquel que, como el visitante, se acerca a él con todo el bagaje de interrogantes y de dudas que lleva consigo lo novedoso.
Me encuentro, nada más entrar, con un pueblo impecable, montado según los cánones de la arquitectura de posguerra; de casas iguales, como seriadas, otras diferentes son las dependencias municipales, que hacen esquina a la plaza en la que se conserva legada a la posteridad la olma recordatoria del primer pueblo. Aquí, mirando al poniente, el pórtico arqueado de su iglesia, donde los canteros del siglo, con muchos más medios a su alcance que aquellos de la Edad Media, intentaron remozar el arte románico en la hilera de dobles columnatas de sostén con capitel liso, creando una obra funcional, grandiosa, y hasta un poco romántica, evocadora, pero fuera de todo arte. El pórtico cubre la arcada principal por donde se entra, para cuya reconstrucción se debieron emplear una buena parte de las piedras derruidas del primitivo templo.
La zona en ladera es otra cosa. Ahí están las vetustas mansiones que lograron sobrevivir a los bombardeos, abandonadas muchas, viejas todas, recibiendo en la mañana glacial los vientos que suben desde la vega. En Yela, realmente, la gente vive abajo, en la zona que se volvió a construir por el plan que llamaron de Regiones Devastadas allá por los años cuarenta, mientras que la parte antigua queda prácticamente como testigo del viejo lugar, si bien, durante los últimos años, está recibiendo la atención de los que vienen de fuera, quienes, con no mal criterio, intentan adecentar para el fin de semana o para el día de su jubilación, el entrañable refugio de la casa del pueblo.
No se ve un alma por las calles de Yela. Los coches de los incondicionales llegan a la plaza y la gente se sube con prisa cargada de bolsas de plástico, de cartones de huevos y de barras de pan, rompiendo, calle arriba, la resistencia del viento. Por la cresta del barrio alto suenan las campanadas de la hora en el reloj del ayuntamiento viejo. Una señora ha salido a tirar una palada de tierra con el recogedor a las orillas desde donde se ve la vega.
- Señora, por favor: ¿Dónde está la gente de Yela?
- Pues, eso digo yo. Estarán dentro de las casas. Hace dos horas que llegamos de Madrid y yo todavía no he visto a nadie. Con este tiempo…
- ¿Cómo llaman a aquel vallejo?
- A eso le decimos Los Huertos.
- ¿Pasa algún río por ahí?
- Por ahí mismo no. El Tajuña está un poco más abajo.
Al amparo del sol racionado que las nubes filtran antes de caer, cose en el portal de su casa en la carretera la señora Martina. Esta buena mujer está sentada en silla baja y guarda los hilos en una cajita de metal que tiene la tapa adornada con una reproducción de “El Buen Pastor” de Murillo.
- No queda nadie, mire usted. Muchos vienen los sábados, y en el verano, cuando dan las vacaciones, pero en invierno esto es un cementerio.
- No resultó lo del petróleo.
- Pues, qué se yo. Hace dos años estuvieron buscando por allá arriba, por aquello de las Llanás, pero lo dejaron. Se conoce que no ha salido lo que esperaban.
Aunque, como quedó dicho, la mañana no invita a caminar por los alrededores de Yela, uno se da cuenta, desde lo poco que alcanza a ver, que al pueblo lo rodean tierras flojas, con sembrados en las vaguadas que luchan entre la vida y la muerte por falta de humedad, y algún que otro cuartelillo en la ladera plantado de espliego.
Más por deseo de liberarse del cautiverio de la cocina que por el día que hace, han salido al reclamo del sol dos hombres a otro portal de la calle nueva. Los hombres se llaman Juan y Alejo, Alejo Ayllón lleva la centralita de Teléfonos de Yela. En este pueblo de la Alcarria, como en otros limítrofes reconstruidos después de la contienda del treinta y seis, el tema de conversación con la gente mayor es casi exclusivamente una evocación de la Guerra Civil, y en éste no hay jóvenes.
- Ni jóvenes, ni viejos para el caso. Si puede que no lleguemos a las cincuenta personas. Y, fíjese usted lo que son las cosas, éste pueblo tuvo quinientos habitantes antes de guerra.
- ¿Y, cómo fue? La aviación debió hacer por aquí verdaderos estragos, ¿no?
- Mira que cómo fue. Que se conoce que no les gustaba vivir en el pueblo y se fueron de aquí. Esto, cuando la Guerra quedó deshecho; pero no lo destrozaron las bombas, ni la aviación; lo destrozaron las manos de los hombres, por salvajismo. Aquello de las bodegas lo arrasaron estando nosotros todavía aquí, en nuestras mismas narices.
- Quiere decir que se tuvieron que marchar.
- A ver. Nos evacuaron a pueblos de Cuenca, y cuando vinimos, todo esto era un montón de escombros.
El Tío Juan y el Tío Alejo -que dice que su santo se pasó la vida debajo de una escalera- me cuentan las cosas hablando al mismo tiempo. Saqué en conclusión que el telefonista no oye bien y se mete involuntariamente en la conversación de su convecino. El uno y el otro son hombres simpáticos, libres de prejuicios, a los que gusta saber con quién se juegan los cuartos.
- Y a todo esto ¿usted quien es? Como lo vemos escribiendo cosas, digo yo que si no andará por aquí haciendo alguna comedia.
- No, no señor; yo no se hacer comedias. Vengo, sencillamente, a ver esto, y luego a lo mejor lo ponemos en el periódico, para que la gente se entere de que existe un pueblo, la mitad nuevo y la mitad viejo, que se llama Yela.
- Ah, pues últimamente ha salido en los papeles unas cuantas veces con eso de los sondeos.
En Yela tienen como patrones a los santos Gervasio y Protasio, dos nombres que mis amigos pronuncian como un trabalenguas, y uno piensa que deben ser irrepetibles en cualquier otro lugar del mapa.
- Pues no señor. Yo tengo entendido que en un pueblo de Soria los celebran también a los dos. Para que vea, la fiesta se celebra todos los años el día 19 de junio.
El pueblo de Yela debe tener, por lo que veo, el alma adormilada. Son demasiados los motivos que este venerable lugar de la Alcarria ha tenido para hacerse insensible bajo los efectos del colectivo sufrir. Pueblo hermoso, recortado como a remiendos que son cicatrices de su propio dolor, aceptado con la serenidad de una madre vencida por el infortunio.
Al abrigo del solecillo que se cuela por entre los arcos del pórtico, uno piensa en lo desafortunado de su restauración, quiere imaginarse la línea original y el detalle de su primitiva iglesia románica, y lo consigue con dificultades, tomando como base las formas preciosistas de la piedra nueva, y lamenta que el arte, patrimonio en todo caso irreparable, haya de pagar tantas veces las consecuencias de intereses ajenos a él, que con un poco de voluntad y algo más de sentido común -tampoco sería pedir demasiado- se hubieran podido evitar.
El viento sopla entre los arcos y silba al chocar con la piedra del pórtico. Por la calleja en cuesta, bajo el reloj, viene un anciano intentando agarrar su boina, que el aire le voló y rueda como un aro sobre el cemento acabado de echar. En el hoyo, la fuente de piedra desparrama el caudal a su salida, que va a caer a la tierra del pavimento formando un barrizal a su alrededor.
Acabo de dar vista a Brihuega escondida en el hoyo, y voy por una carretera abierta entre los sembrados a cuyo borde se alza, poco más adelante, el monumento a los héroes de la Guerra de Sucesión, que lucharon valientemente y dejaron sus vidas regadas por estos páramos, tras la muerte sin descendencia del último rey de los Austrias en el año de 1710.
Yela queda ligeramente apartado del camino. Un par de minutos en coche nos ponen de hecho en su Plaza Mayor. Yela, por su actual distribución urbana, en la que han influido hechos ajenos por completo al vivir de la gente, es un pueblo extraño, desorientador para aquel que, como el visitante, se acerca a él con todo el bagaje de interrogantes y de dudas que lleva consigo lo novedoso.
Me encuentro, nada más entrar, con un pueblo impecable, montado según los cánones de la arquitectura de posguerra; de casas iguales, como seriadas, otras diferentes son las dependencias municipales, que hacen esquina a la plaza en la que se conserva legada a la posteridad la olma recordatoria del primer pueblo. Aquí, mirando al poniente, el pórtico arqueado de su iglesia, donde los canteros del siglo, con muchos más medios a su alcance que aquellos de la Edad Media, intentaron remozar el arte románico en la hilera de dobles columnatas de sostén con capitel liso, creando una obra funcional, grandiosa, y hasta un poco romántica, evocadora, pero fuera de todo arte. El pórtico cubre la arcada principal por donde se entra, para cuya reconstrucción se debieron emplear una buena parte de las piedras derruidas del primitivo templo.
La zona en ladera es otra cosa. Ahí están las vetustas mansiones que lograron sobrevivir a los bombardeos, abandonadas muchas, viejas todas, recibiendo en la mañana glacial los vientos que suben desde la vega. En Yela, realmente, la gente vive abajo, en la zona que se volvió a construir por el plan que llamaron de Regiones Devastadas allá por los años cuarenta, mientras que la parte antigua queda prácticamente como testigo del viejo lugar, si bien, durante los últimos años, está recibiendo la atención de los que vienen de fuera, quienes, con no mal criterio, intentan adecentar para el fin de semana o para el día de su jubilación, el entrañable refugio de la casa del pueblo.
No se ve un alma por las calles de Yela. Los coches de los incondicionales llegan a la plaza y la gente se sube con prisa cargada de bolsas de plástico, de cartones de huevos y de barras de pan, rompiendo, calle arriba, la resistencia del viento. Por la cresta del barrio alto suenan las campanadas de la hora en el reloj del ayuntamiento viejo. Una señora ha salido a tirar una palada de tierra con el recogedor a las orillas desde donde se ve la vega.
- Señora, por favor: ¿Dónde está la gente de Yela?
- Pues, eso digo yo. Estarán dentro de las casas. Hace dos horas que llegamos de Madrid y yo todavía no he visto a nadie. Con este tiempo…
- ¿Cómo llaman a aquel vallejo?
- A eso le decimos Los Huertos.
- ¿Pasa algún río por ahí?
- Por ahí mismo no. El Tajuña está un poco más abajo.
Al amparo del sol racionado que las nubes filtran antes de caer, cose en el portal de su casa en la carretera la señora Martina. Esta buena mujer está sentada en silla baja y guarda los hilos en una cajita de metal que tiene la tapa adornada con una reproducción de “El Buen Pastor” de Murillo.
- No queda nadie, mire usted. Muchos vienen los sábados, y en el verano, cuando dan las vacaciones, pero en invierno esto es un cementerio.
- No resultó lo del petróleo.
- Pues, qué se yo. Hace dos años estuvieron buscando por allá arriba, por aquello de las Llanás, pero lo dejaron. Se conoce que no ha salido lo que esperaban.
Aunque, como quedó dicho, la mañana no invita a caminar por los alrededores de Yela, uno se da cuenta, desde lo poco que alcanza a ver, que al pueblo lo rodean tierras flojas, con sembrados en las vaguadas que luchan entre la vida y la muerte por falta de humedad, y algún que otro cuartelillo en la ladera plantado de espliego.
Más por deseo de liberarse del cautiverio de la cocina que por el día que hace, han salido al reclamo del sol dos hombres a otro portal de la calle nueva. Los hombres se llaman Juan y Alejo, Alejo Ayllón lleva la centralita de Teléfonos de Yela. En este pueblo de la Alcarria, como en otros limítrofes reconstruidos después de la contienda del treinta y seis, el tema de conversación con la gente mayor es casi exclusivamente una evocación de la Guerra Civil, y en éste no hay jóvenes.
- Ni jóvenes, ni viejos para el caso. Si puede que no lleguemos a las cincuenta personas. Y, fíjese usted lo que son las cosas, éste pueblo tuvo quinientos habitantes antes de guerra.
- ¿Y, cómo fue? La aviación debió hacer por aquí verdaderos estragos, ¿no?
- Mira que cómo fue. Que se conoce que no les gustaba vivir en el pueblo y se fueron de aquí. Esto, cuando la Guerra quedó deshecho; pero no lo destrozaron las bombas, ni la aviación; lo destrozaron las manos de los hombres, por salvajismo. Aquello de las bodegas lo arrasaron estando nosotros todavía aquí, en nuestras mismas narices.
- Quiere decir que se tuvieron que marchar.
- A ver. Nos evacuaron a pueblos de Cuenca, y cuando vinimos, todo esto era un montón de escombros.
El Tío Juan y el Tío Alejo -que dice que su santo se pasó la vida debajo de una escalera- me cuentan las cosas hablando al mismo tiempo. Saqué en conclusión que el telefonista no oye bien y se mete involuntariamente en la conversación de su convecino. El uno y el otro son hombres simpáticos, libres de prejuicios, a los que gusta saber con quién se juegan los cuartos.
- Y a todo esto ¿usted quien es? Como lo vemos escribiendo cosas, digo yo que si no andará por aquí haciendo alguna comedia.
- No, no señor; yo no se hacer comedias. Vengo, sencillamente, a ver esto, y luego a lo mejor lo ponemos en el periódico, para que la gente se entere de que existe un pueblo, la mitad nuevo y la mitad viejo, que se llama Yela.
- Ah, pues últimamente ha salido en los papeles unas cuantas veces con eso de los sondeos.
En Yela tienen como patrones a los santos Gervasio y Protasio, dos nombres que mis amigos pronuncian como un trabalenguas, y uno piensa que deben ser irrepetibles en cualquier otro lugar del mapa.
- Pues no señor. Yo tengo entendido que en un pueblo de Soria los celebran también a los dos. Para que vea, la fiesta se celebra todos los años el día 19 de junio.
El pueblo de Yela debe tener, por lo que veo, el alma adormilada. Son demasiados los motivos que este venerable lugar de la Alcarria ha tenido para hacerse insensible bajo los efectos del colectivo sufrir. Pueblo hermoso, recortado como a remiendos que son cicatrices de su propio dolor, aceptado con la serenidad de una madre vencida por el infortunio.
Al abrigo del solecillo que se cuela por entre los arcos del pórtico, uno piensa en lo desafortunado de su restauración, quiere imaginarse la línea original y el detalle de su primitiva iglesia románica, y lo consigue con dificultades, tomando como base las formas preciosistas de la piedra nueva, y lamenta que el arte, patrimonio en todo caso irreparable, haya de pagar tantas veces las consecuencias de intereses ajenos a él, que con un poco de voluntad y algo más de sentido común -tampoco sería pedir demasiado- se hubieran podido evitar.
El viento sopla entre los arcos y silba al chocar con la piedra del pórtico. Por la calleja en cuesta, bajo el reloj, viene un anciano intentando agarrar su boina, que el aire le voló y rueda como un aro sobre el cemento acabado de echar. En el hoyo, la fuente de piedra desparrama el caudal a su salida, que va a caer a la tierra del pavimento formando un barrizal a su alrededor.
(N.A. Mayo, 1983)
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