Visto desde el puente sobre el Tajuña, Loranca es un pueblo que en su día se concibió con muy poca formalidad, con toda la falta de seriedad que siempre llevan consigo las cosas bellas. Loranca, desde el puente sobre el Tajuña, es una sorpresa apacible, un descubrimiento hermoso para quien viene a él por primera vez. El pueblo se descuelga en una ladera que comienza al pie mismo del cerro de La Quebrá y viene a caer a las orillas del río. Las casas viejas y los modernos chales conviven tan sin ninguna ley con la vegetación y con los regatos de sus huertas, que pronto se ve cómo el pueblo entero se abre ante los ojos igual que una ilusión, como una sinfonía de verde y de cristal en el paisaje severo de la Alcarria.
La Plaza Mayor queda en la parte alta a espaldas de la iglesia. Para llegar a la plaza es preciso escalar la calle principal del pueblo, que en los últimos metros se empina todavía más hasta ponerse arriba. La de Loranca es una plaza abierta, luminosa, tranquila, una tribuna ideal para contemplar el valle a las puestas del sol, nunca al hilo del medio día, que serían las horas en que yo debí caer por allí. En el centro geométrico de la plaza hay una fuente que, a diferencia de otras, tiene su pilón cuadrado y exiguo, un monolito central también de cuatro caras por las que, ¡ya ve usted!, sólo corren tres chorros. La fuente está rematada por una bola del mundo fajada en la que se lee, no muy claro, su origen centenario: 1833.
-Qué lástima que no funcione ese caño, ¿verdad, usted?
-¿Ese? Ese nunca ha caído bien. Al fin y a la postre, se secó y es lo mejor que pudo hacer. Total, ¡para lo que servía! ¿Sabe cómo le llamaban?
-No, señora; no lo sé.
-A ése le decían el chorro borracho.
Oteando un poco el panorama desde el olmo de la plaza, uno se da cuenta de que Loranca es un pueblo al que no se le puede calcular su tamaño ni su capacidad fácilmente. Por eso agradecí la oportunidad de estar con don Antonio Corral, hombre campechano y servicial, hoy alcalde del pueblo.
-Habitantes habrá unos 380 ahora, y el pueblo, ya ve, parece una urbanización con tanto chalet como están haciendo.
-¿Cuál es la pesadilla para el alcalde en un pueblo como éste?
-EI problema más difícil de resolver es el pavimentado de las calles, y en este pueblo, además, el nuestro es el alumbrado público, que, por falta de dinero, tendremos que seguir con el antiguo. El Ayuntamiento no tiene un duro y, si no nos ayudan, no habrá más remedio que pasar como estamos. En cambio, ya ve, ahora nos van a poner farmacia, que buena falta hacía. Antes la hubo, pero hemos estado muchos años sin ella.
Según pude saber por su alcalde, a Loranca le gusta airear el bolsillo cuando llega la ocasión, y si la ocasión llega en fiestas, mejor que mejor.
-No crea que exagero si le digo que el día de Santo Domingo, que es el 4 de agosto, este pueblo se gasta en un día más de medio millón de pesetas entre almendras, pasteles y cosas de esas. Para Santo Domingo viene mucha más gente que para el Cristo, que hay dos días de fiesta, con toros y todo. La gente aprovecha esos días para pasárselo bien. En la fiesta de septiembre hacen las mujeres unas tortas que les dicen "dormidas", y usted no sabe cómo están de buenas; a nosotros, por lo menos, nos gustan mucho.
-¿Por qué se llaman dormidas?
La pregunta tuvo que contestarla, naturalmente, su señora, que se llama Adoración, y estaba por allí en aquel momento.
-Se llaman dormidas porque hay que amasarlas varias horas antes y, cuando se despiertan, empiezan a subir, a subir, y se ponen en moldes pequeños de lata. Llevan muchas cosas buenas y por eso están tan ricas.
En Loranca se vive del campo y del ganado. Se cultiva el cereal, se trabaja la huerta, y de unos años a esta parte debe contarse también al girasol entre sus productos más destacados. Como industrias, cuenta el pueblo con una fábrica de harinas y otra de aceite montada con maquinaria y procedimientos de última hora. Al otro lado del Tajuña, el cerro de Los Pendoleros, con sus pequeños y difíciles cuarteles de olivar.
-Desde allá arriba se tiró un gachó de esos de las alas y vino a parar cerca de la ermita.
-¿Quién era ése?
-Yo no sé. Un gachó que llegó aquí con alguno del pueblo. No sé si sería de Madrid o de dónde, pero se pegó buen salto.
En las calles se ve gente y hay movimiento de vehículos que llegan a pasar el fin de semana en su casa del pueblo. Los herreros de Loranca se afanan en el arreglo de una maquinaria de labor en plena calle, y nada más doblar unas esquinas, siempre en la parte baja, toma el sol en paz, a la puerta de su casa, un señor que, por su aspecto, por su extraño gabán oscuro, por su garrota de metal, debe tener muchos años y, por esa misma razón, muchas ganas de que alguien le preste oídos de vez en cuando.
-¿Qué? ¿Se aburre, abuelo?
-Ya ve usted; yo ya tengo todo hecho.
El abuelo de Loranca -ignoro si habrá otro que le gane en edad- cumplió ya los noventa y uno; se casó muy entrado en años y ha tenido que soportar hasta el momento dos operaciones serias: una, de próstata, y otra, muy reciente, de un quiste en el hígado, cuyos efectos su cuerpo viejo todavía acusa. El abuelo de Loranca se llama Felipe Burgos y se entretiene dando paseos cortos de un lado para otro y volviéndose a sentar a la puerta de su casa. De vez en cuando, el abuelo de Loranca se pone a cantar.
-¿Qué canta usted, señor Felipe?
-En este tiempo, qué quiere que cante: los mayos.
-¡Ah, claro! ¿Se los sabe enteros?
-¡Toma! ¿De quién los han aprendido para copiarlos en los papeles? El otro día me los canté enteros aquí, dentro del portal, y si usted sabe tocar a la guitarra, empezamos.
-¿A quién canta usted ahora los mayos? A las mozas no será, supongo.
-Yo le canto los mayos a la Virgen y nada más. A las mozas también se los cantaba antes. Escuche:
Mayo florido y hermoso,
a esta puerta hemos venido
para cantarte los mayos.
Señora, licencia os pido...
La voz de don Felipe marcha a la par con su edad y con su delicada salud, pero su empeño de hombre del pueblo, lo perdurable, aflora a su rostro a medida que va soltando estrofas. Ante lo pintoresco y lo simpático del espectáculo, las vecinas fueron acudiendo al corro.
-¡Venga, Tío Felipe, otra!
-Me los sé enteros. Yo no tengo que andar con las apuntaciones para cantar los mayos, que los tengo metidos en el cuerpo. ¡Anda, que los habré cantado pocas veces arando los olivos!
-Pero siempre en su tiempo.
-Siempre en su tiempo, claro.
Cuando el abuelo de Loranca se marchó a sus despacios por las orillas del pueblo, también yo recogí los trastos y me vine a casa. Paseando, garrote en mano, su vejez por las proximidades del Tajuña, camino de la ermita de la Soledad, mi amigo, don Felipe Burgos, me trajo a la memoria la imagen viva de los antiguos patriarcas revestidos con traje talar. Mi último vistazo al pueblo fue desde lo alto de la Era del Fraile, donde perduran las ruinas de un convento a poca distancia de la carretera que nos lleva a Pioz, y desde donde Loranca toma otra dimensión no menos bella que la que ofrece desde abajo, al lado del río.
La Plaza Mayor queda en la parte alta a espaldas de la iglesia. Para llegar a la plaza es preciso escalar la calle principal del pueblo, que en los últimos metros se empina todavía más hasta ponerse arriba. La de Loranca es una plaza abierta, luminosa, tranquila, una tribuna ideal para contemplar el valle a las puestas del sol, nunca al hilo del medio día, que serían las horas en que yo debí caer por allí. En el centro geométrico de la plaza hay una fuente que, a diferencia de otras, tiene su pilón cuadrado y exiguo, un monolito central también de cuatro caras por las que, ¡ya ve usted!, sólo corren tres chorros. La fuente está rematada por una bola del mundo fajada en la que se lee, no muy claro, su origen centenario: 1833.
-Qué lástima que no funcione ese caño, ¿verdad, usted?
-¿Ese? Ese nunca ha caído bien. Al fin y a la postre, se secó y es lo mejor que pudo hacer. Total, ¡para lo que servía! ¿Sabe cómo le llamaban?
-No, señora; no lo sé.
-A ése le decían el chorro borracho.
Oteando un poco el panorama desde el olmo de la plaza, uno se da cuenta de que Loranca es un pueblo al que no se le puede calcular su tamaño ni su capacidad fácilmente. Por eso agradecí la oportunidad de estar con don Antonio Corral, hombre campechano y servicial, hoy alcalde del pueblo.
-Habitantes habrá unos 380 ahora, y el pueblo, ya ve, parece una urbanización con tanto chalet como están haciendo.
-¿Cuál es la pesadilla para el alcalde en un pueblo como éste?
-EI problema más difícil de resolver es el pavimentado de las calles, y en este pueblo, además, el nuestro es el alumbrado público, que, por falta de dinero, tendremos que seguir con el antiguo. El Ayuntamiento no tiene un duro y, si no nos ayudan, no habrá más remedio que pasar como estamos. En cambio, ya ve, ahora nos van a poner farmacia, que buena falta hacía. Antes la hubo, pero hemos estado muchos años sin ella.
Según pude saber por su alcalde, a Loranca le gusta airear el bolsillo cuando llega la ocasión, y si la ocasión llega en fiestas, mejor que mejor.
-No crea que exagero si le digo que el día de Santo Domingo, que es el 4 de agosto, este pueblo se gasta en un día más de medio millón de pesetas entre almendras, pasteles y cosas de esas. Para Santo Domingo viene mucha más gente que para el Cristo, que hay dos días de fiesta, con toros y todo. La gente aprovecha esos días para pasárselo bien. En la fiesta de septiembre hacen las mujeres unas tortas que les dicen "dormidas", y usted no sabe cómo están de buenas; a nosotros, por lo menos, nos gustan mucho.
-¿Por qué se llaman dormidas?
La pregunta tuvo que contestarla, naturalmente, su señora, que se llama Adoración, y estaba por allí en aquel momento.
-Se llaman dormidas porque hay que amasarlas varias horas antes y, cuando se despiertan, empiezan a subir, a subir, y se ponen en moldes pequeños de lata. Llevan muchas cosas buenas y por eso están tan ricas.
En Loranca se vive del campo y del ganado. Se cultiva el cereal, se trabaja la huerta, y de unos años a esta parte debe contarse también al girasol entre sus productos más destacados. Como industrias, cuenta el pueblo con una fábrica de harinas y otra de aceite montada con maquinaria y procedimientos de última hora. Al otro lado del Tajuña, el cerro de Los Pendoleros, con sus pequeños y difíciles cuarteles de olivar.
-Desde allá arriba se tiró un gachó de esos de las alas y vino a parar cerca de la ermita.
-¿Quién era ése?
-Yo no sé. Un gachó que llegó aquí con alguno del pueblo. No sé si sería de Madrid o de dónde, pero se pegó buen salto.
En las calles se ve gente y hay movimiento de vehículos que llegan a pasar el fin de semana en su casa del pueblo. Los herreros de Loranca se afanan en el arreglo de una maquinaria de labor en plena calle, y nada más doblar unas esquinas, siempre en la parte baja, toma el sol en paz, a la puerta de su casa, un señor que, por su aspecto, por su extraño gabán oscuro, por su garrota de metal, debe tener muchos años y, por esa misma razón, muchas ganas de que alguien le preste oídos de vez en cuando.
-¿Qué? ¿Se aburre, abuelo?
-Ya ve usted; yo ya tengo todo hecho.
El abuelo de Loranca -ignoro si habrá otro que le gane en edad- cumplió ya los noventa y uno; se casó muy entrado en años y ha tenido que soportar hasta el momento dos operaciones serias: una, de próstata, y otra, muy reciente, de un quiste en el hígado, cuyos efectos su cuerpo viejo todavía acusa. El abuelo de Loranca se llama Felipe Burgos y se entretiene dando paseos cortos de un lado para otro y volviéndose a sentar a la puerta de su casa. De vez en cuando, el abuelo de Loranca se pone a cantar.
-¿Qué canta usted, señor Felipe?
-En este tiempo, qué quiere que cante: los mayos.
-¡Ah, claro! ¿Se los sabe enteros?
-¡Toma! ¿De quién los han aprendido para copiarlos en los papeles? El otro día me los canté enteros aquí, dentro del portal, y si usted sabe tocar a la guitarra, empezamos.
-¿A quién canta usted ahora los mayos? A las mozas no será, supongo.
-Yo le canto los mayos a la Virgen y nada más. A las mozas también se los cantaba antes. Escuche:
Mayo florido y hermoso,
a esta puerta hemos venido
para cantarte los mayos.
Señora, licencia os pido...
La voz de don Felipe marcha a la par con su edad y con su delicada salud, pero su empeño de hombre del pueblo, lo perdurable, aflora a su rostro a medida que va soltando estrofas. Ante lo pintoresco y lo simpático del espectáculo, las vecinas fueron acudiendo al corro.
-¡Venga, Tío Felipe, otra!
-Me los sé enteros. Yo no tengo que andar con las apuntaciones para cantar los mayos, que los tengo metidos en el cuerpo. ¡Anda, que los habré cantado pocas veces arando los olivos!
-Pero siempre en su tiempo.
-Siempre en su tiempo, claro.
Cuando el abuelo de Loranca se marchó a sus despacios por las orillas del pueblo, también yo recogí los trastos y me vine a casa. Paseando, garrote en mano, su vejez por las proximidades del Tajuña, camino de la ermita de la Soledad, mi amigo, don Felipe Burgos, me trajo a la memoria la imagen viva de los antiguos patriarcas revestidos con traje talar. Mi último vistazo al pueblo fue desde lo alto de la Era del Fraile, donde perduran las ruinas de un convento a poca distancia de la carretera que nos lleva a Pioz, y desde donde Loranca toma otra dimensión no menos bella que la que ofrece desde abajo, al lado del río.
(N.A. Mayo, 1980)
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