lunes, 18 de mayo de 2009

MÁLAGA DEL FRESNO


Todavía creo recordar con profusión de detalles la primera impre­sión que el pueblo me produjo antes de llegar a él. Málaga es, desde el altozano en que se le descubre, un pueblo que se deja ver en toda su extensión, que no se esconde. Hoy su imagen queda en mi memoria como la de un pueblo de corazón abierto, sin doblez, del todo en consonancia con el carácter noble de las gentes que andan por sus calles. ­El natural laborioso de los malagueños queda patente en los oliva­res, en las tierras aradas con sabiduría de vieja estirpe, en los campos de frutal y de hortaliza que siguen, pueblo abajo, el curso del ­Arroyo de las Dueñas donde aun se ven, olvidados y carcomidos por el herrín, restos de norias que en otro tiempo llenaran de vida y de frescor las mañanas y los atardeceres de la vega. Una vaca lechera de me­lancólico y siniestro mirar, va desmochando con el ronzal arrastra la poca hierba que creció dentro del cauce del arroyo por deba­jo del puente. En el pueblo, un grupo de hombres se esfuerzan en abrir zanja a base de pico y pala en el pavimento de la calle Mayor.
- Duro, ¿eh?
- Sí está duro, sí. Y con los motores de sangre, ya se sabe.
- ¿Se les rompió la tubería?
- Qué va; es para el desagüe de la casa. Ahora que están las calles patas arriba hay que aprovechar.
- Es verdad. No está el pueblo así muy presentable que digamos.
- A ver. Pero por lo menos no se hace barro. Dicen que para mayo es­tarán terminadas. Lo que no han dicho es de qué año.
- ¿Las van a arreglar todas?
- Todas, sí señor. Se piensa arreglar todo el pueblo.
De una casa en la calle Cerrada salen, como finos hilitos de color, los trinos de unos canarios enjaulados. El dueño de la casa y de los canarios se llama Donato. Está sentado con su bastón sobre una viga vieja a la puerta de casa, entretenido en clavar listones de madera.
- Buen sitio ha escogido usted.
- Pues sí; aquí no se está mal. Ya ve, haciendo los cuadros para las colmenas.
- ¿Le gustan las abejas?
- Claro que me gustan. Yo soy aficionado a todos los bichos. Tengo cuatro perros, cuatro canarios, palomas, patos, gallinas, en fin, de todo. Los canarios cuando oyen cualquier ruido se ponen a cantar; así que, ahora con las máquinas de las calles, no paran.
- Málaga parece buen pueblo, ¿verdad?
- No está mal. Pequeño y de gente de campo. De aquí, aunque no lo parezca, han salido personas importantes.
- ¿Ah, sí?
- Sí señor. De aquí era don Isidro Almazán, que fue director del Di­vino Maestro de Madrid y yo creo que llegó a ministro de Instrucción Pública antes de la guerra. Tiene una calle cerca de Atocha.
- ¿Cómo les dicen a los de Málaga?
- Nos dicen malagueños y perejileros. Ese es el apodo. Por estos pueblos todos tienen su apodo.
- La gente de aquí es buena, ¿verdad?
- Pues no es porque lo diga yo, pero la gente de este pueblo es muy buena y muy alegre. Si usted hubiera visto, para Santa Águeda se or­ganizan las mujeres igual que las de Zamarramala esas, y mandan ellas. Traen su música, hacen su pasacalle, su baile, su procesión, y no hay quien las aguante ese día.
- Y los hombres a obedecer y a callar, claro.
- A obedecer, sí; a callar es más difícil. Algunos les dicen cosas así un poco fuertes, pero siempre con buen humor.
- ¿Qué les dicen?
-Todo lo que se les ocurre. Como están en fiesta, vale todo. Un año, según iban en la procesión les dijo uno: Santa Águeda bendita/ Patrona de estas gamberras/ te llevan en procesión/ cuatro tunas solaneras.
- ¿Y lo aguantan las mujeres, así por las buenas?
- No; ellas también contestan, no crea que se callan. Pero luego, todos quedan bien y hasta el año que viene.
En una plazoleta en obras que hace esquina con la casa de mi amigo Donato Cristóbal, hay trillos adosados a la pared que en su día se de­bieron de emplear como burladeros para las fiestas del pueblo. Perdido, sin rumbo por las calles de Málaga, uno se da cuenta de que está pi­sando tierra de profunda raíz labradora. Un pueblo en la Campiña de gente cordial y hospitalaria, de señoras amables que saludan sin rece­lo a los visitantes desconocidos y ofrecen, a la más leve insinuación, un vasito de agua fresca para beber.
- Si señor. Aquí, si llega el caso, son antes los de fuera que los del pueblo. Qué le vamos a hacer.
La iglesia del pueblo es a manera de fortaleza recién restaurada a la que en su día se le agregó una espadaña en el sitio que buenamente les pareció. Extramuros, entre el cerro Torrejón y las últimas ca­sas, el arroyo va cambiando a cada paso el nombre de los diferentes parajes por donde corren sus aguas. La Perala, el Callejón, los Arbi­llares y el Engero saben muy bien del sudor, generosamente recompen­sado, de los hortelanos de Málaga durante muchas generaciones. Por los callejones de Berlinches están calentado una caldera de agua con ramas de leña seca. Atiza el fuego don Tomás Pedromingo, un hombre de edad al que acompaña en su curioso quehacer Vicente Pérez, familiar y teniente de alcalde. Don Tomás Pedromingo me contó el cómo y el porqué de todo aquello.
- Esto se hace para la matanza; para limpiar el cochino. Luego, en esa misma caldera se cuecen las morcillas.
- ¿Cómo hacen ustedes las morcillas?
- Aquí sólo de sangre y de cebolla. Hace tiempo se hacían con arroz y hay quien les echaba también calabaza, pero tenemos que reconocer que, donde estén las de cebolla, se pueden quitar las otras. Son mu­cho más suaves. No se pueden comparar.
- ¿Todavía crían cerdos en el pueblo?
- Bueno; todo el mundo tiene su matanza, pero la verdad es que la mayoría compran el cochino ya hecho. Antes, si. Yo me acuerdo de salir el porquero al campo con más de ciento veinte. Ahora no es así.
- Es decir, que los sacaban a pastar igual que un rebaño.
- Sí, sí. Y por la tarde cada uno volvía a su sitio. Ya ve usted si parecen modorros, pues todos venían derechitos a su casa. Yo no he visto bichos más listos.
Subí con Vicente hasta la granja de Manuel Sanz al otro lado de la carretera de Fuentelahiguera. Mi acompañante es un hombre del pueblo que se siente feliz poniendo cada día delante de sus ojos la esfinge ater­ciopelada del cerro Torrejón con su cruz enclavada en lo alto, rasgando cada otoño la áspera piel de los rastrojos para buscar nueva vida, matando un poco de tiempo en la tertulia de la mesa del bar o a la sombra de cualquier esquina con sus paisanos.
- Este es un pueblo muy tranquilo donde la gente, trabajando, desde luego, vive bien. Yo no lo cambiaría por nada del mundo. Ahora con las calles arregladas y con agua suficiente que tenemos, vamos a es­tar como queramos.
- ¿Se va sosteniendo la población?
- De ahora en adelante yo creo que sí. El pueblo no puede ir a menos. Se da bien el cereal, se saca aceite, y los espárragos que también producen, ¿adónde nos vamos a ir que estemos mejor? En los últimos años sí que bajó la población, pero nos hemos quedado en los trescientos habitantes, más bien escasos, y yo creo que de aquí no pasamos.
- ¿Dice que también se producen espárragos?
- Sí, bastantes. Seguro que hay en el pueblo más de diez hectáreas. En plena recolección salen tantos, que no nos da tiempo a venderlos y no tenemos más remedio que llevarlos a los revendedores. Además, de una calidad, dicen, mejor que los que se producen en otros sitios.
En la granja de Manuel Sanz hay sólo cerdos; más de trescientos cerdos distribuidos en apartados diferentes según su tamaño. Desde el verraco añejo y la cerda de cría, hasta los tostoncillos de lisa piel que maman alineados en las ubres mientras la madre duerme.
- Esto debe dar trabajo.
- Claro que da; más que provecho. Con los precios que llevamos, la verdad es que no merece la pena.
El espectáculo me lo encontré después a las puertas de la granja. Como en los relatos del fabulista, pero sin otra moraleja que la lógica del sobrevivir, y con idéntico ritual al de los viejos tiempos, Juan Plaza, el matarife, y otros cuantos hombres más, estaban dando fin a la vida de un hermoso animal de quince arrobas que se deshacía en resuellos tumbado sobre la mesa de disección.
- La matanza es lo mismo que se hacía antes. Una fiesta de familia, donde nos juntamos todos y nos ayudamos hasta que se ata el último chorizo.
Sin perder en ningún momento el tren de la vida actual, pero liga­do en el fondo a sus más remotas costumbres, Málaga del Fresno es un pueblo que sabe vivir. En un paraje envidiable, escogido, de campos de arada y tierras de regadío, no lejos de la capital, queda como ejemplo luminoso de trabajo, de honradez y de cordialidad con el que llega. Algo que, en el tiempo presente, va comenzando a ser desafor­tunadamente insólito.

(N.A. Febrero, 1981)

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