Como corresponde a un pueblo molinés, y serrano por añadidura, Megina recibe al viajero con las piedras fervorosas de su pairón y medio centenar de vacas pastando en la pradera. Megina es un pueblo pequeño, anónimo lugar donde uno descubre, no con asombro, cuatro docenas de personas, a mucho decir, de vida abierta y sin segundas partes. Son, por lo que he podido averiguar, el conjunto íntegro de los habitantes que hay en el pueblo.
Entro a Megina a la hora justa en que lo hace la furgoneta del frutero, y me sigue otro vehículo piador que vende pollitos manchegos en la esquina. Entre unos y otros hemos puesto en la plaza del pueblo como un aire cosmopolita, que se acabará diluyendo tan misteriosamente como llegó, dos horas más tarde, cuando unos y otros hayamos concluido la misión que nos trajo aquí.
Es la media tarde bien entrada de un día limpio y caluroso de verano. Siempre que esta circunstancia se da, uno busca instintivamente el acogedor refugio del campo abierto, en donde rara vez le faltó el tenue bufido de alguna vega, y en Megina la hay.
Más allá del arroyo, la falda del cerro Picorozo se reviste con las matas de boj. Abajo están los montones de desperdicios, junto a los corrales destruidos por donde uno intenta subir pisando la maleza. Una viejita, a punto de cumplir los noventa, me cuenta cosas de Megina desde el pasadizo del puente. Se llama María Moreno la buena mujer. Igual que la Madre de Dios -me ha dicho-, y que ha perdido con los años el oído y una buena parte de la memoria, a cambio del candor de su renovada infancia y el dulce aspecto que siempre tienen estas ancianas de los pueblos, y que es, con mucho, la mayor riqueza de estos lugares olvidados, por encima del paisaje y de la pureza ambiental que siempre poseen.
-Ochenta y nueve; sí señor. Cumplidos ya. Y aquí me tiene usted, con muy buena salud todavía. En el pueblo se vive muy bien.
-¿Siempre ha vivido usted aquí?
-Toda la vida. Aquí he vivido, y aquí pienso morir, si Dios quiere:
¿Adónde te has criado
clavel hermoso?
Entre la Majadilla
y el Picorozo.
-Entonces, la Majadilla es aquel otro cerro que hay enfrente?
-Sí señor; y el pueblo en medio.
-¡Que bonito es todo, abuela María!
-Claro que sí. Para nosotros, lo mejor del mundo. Pues ya ve lo que son las cosas, por encima del Picorozo está todo llano.
-Es curioso; sí señora. Y las fiestas, según tengo entendido, serán dentro de poco. ¿No?.
-Las fiestas son cuatro días en agosto: la Virgen, San Roque, San Roquillo y la Abuela.
La señora se ha hecho un pequeño lío con esto de las fechas. Después sacamos en conclusión que las fiestas del pueblo son por el mismo orden que las acabamos de apuntar.
-Aquella es la ermita de santa Quiteria, y vamos allí de romería en su día. Tenemos otra ermita que es la de San Pedro, pero está deshecha. El San Antonio está por aquello alto de la caseta de la luz.
-Se ve que aquí le gusta a la gente hacer las cosas bien. Eso de tirar las basuras lejos del pueblo es una cosa buena.
-De eso vengo yo, de tirar un cubo. Si ya casi no vale una para otra cosa.
La abuela María se fue camino arriba, muy despacito, con el cubo en una mano y un puñado de hierbas que había cogido de la linde en la otra. Desde el montón de chatarra y de hierro viejo, el pueblo se domina todo entero, con la iglesia en el alto, asentada a los pies de la ya dicha elevación de la Majadera y el cerro de San Cristóbal.
Megina, por su especial situación en cuesta, ofrece un trazado extraño, de difícil andar. Callejas bien cementadas nos suben desde la carretera hasta la Plaza de la Fuente. Preside el tranquilo rincón una muestra interesante de casona solar, legado a la posteridad seguramente de alguna noble familia molinesa, desconocida para la gente de a pie, que como tantas más habitaron estos elegido lugares del Señorío, donde hoy y por mucho quedar, no queda sino el recuerdo marchito de su paso, patente a lo largo de los siglos en estos recios habitáculos que el viajero acostumbra contemplar en cada viaje con admiración y nostalgia. Tal y como me contaron, aquí pudo nacer el bravo coronel de Caballería don Florencio Izquierdo Jiménez, estrella de los ejércitos españoles en pasados siglos.
A partir de la Plaza de la fuente, Megina se va distribuyendo en callejuelas complicadas de un rusticismo encantador, teniendo como techo los peñascos del cerro. Hay perros por las calles, muchos perros atados con cuerdas a las paredes que ladran al forastero por todas las esquinas. Pasado de lejos el siniestro concierto de los canes, uno prefiere contemplar de nuevo la augusta panorámica de la vega desde otra posición, ahora desde lo alto del atrio, que deja al descubierto una porción infinita de campo, cuyas pequeñas hazas, praderas y terrenos yermos, suben hasta el pueblo dejando a prudencial distancia las márgenes del río. Es éste donde ahora estoy un lugar tranquilo, de limpia luminosidad y de adorable reposo. Hasta el sencillo arco de la portada llegan los trinos del avechocha que se manifiesta agarrada a los cables del teléfono, del gorrión en las canales de la iglesia, el cacareo de las gallinas ponedoras a la sombra del corral. Entra, encajado vega arriba, el aliento del aire serrano que refresca la piel. El pueblo se solaza a nuestros pies. Una paloma sale de la espadaña y se vuelve a colar por los vanos del campanario. En el valle de Megina el visitante quiere adivinar la presencia de activos hortelanos de otro tiempo cultivando los huertos en tardes como ésta. Hoy no se ve un alma, ni para bien ni para mal, por las pequeñas heredades de cultivo que rodean al pueblo. La ribera está cubierta por el verde uniforme de los alfalfares y por algún cuartelillo de patatas en la cerca. En las crestas, la caldera que bordea los ejidos de Megina, se ve adornada con el tronco estilizado del pinar joven, mil veces repetido, a modo de alfombra silvestre de un verde provocador. A la caída del pretil, tres gallinas negras y un gallo blanco picotean en la espiguilla seca que crece por las sendas.
Otra buena mujer me da conversación cuando, después de un rato largo de mirar y mirar desde el alto de la iglesia, bajo de nuevo hasta las calles del pueblo en donde vive la gente. La mujer se llama Tomasa, campesina de aspecto, y sabia, muy sabia, como bien se desprende de lo recto y profundo de su conversación.
-En invierno podremos ser unas cuarenta casas abiertas, nada más. Y con un par de personas en cada una por término medio.
-Y que, como es de suponer, dependen del campo.
-Del campo y nada más. Aquí no pregunte usted por otra cosa. Este año, ni aun eso, porque no se ha cogido nada. Y de ganado casi no queda tampoco, porque no hay quien lo cuide.
Mientras que su ama habla con el desconocido, la perrita Boby sestea en la acera con un campanillo atado al cuello.
-Pues vamos a pasar hambre, se lo digo yo. No tenemos solución. Si usted se da cuenta, se ha perdido el cariño entre las personas y entre las familias. Todo el mundo va a lo suyo, a ver si puede vivir mejor. Nadie quiere trabajar. No se respeta a nada, ni a lo mas alto tampoco. Es una vergüenza. Ahora la gente se ríe de lo bueno, y a lo que es malo ahora dicen que es lo mejor. Así no puede ser.
He pensado después muchas veces en los sensatos razonamientos de la señora Tomasa. Ella no los aprendió en tratado alguno de filosofía, que por paradoja están muy lejos de tantos universitarios de hoy, y de muchos pensadores que presumen de insignes y que no alcanzan allá de lo que ven sus ojos de carne. La lección está dada, y la mujer se sube calle arriba, comiéndose con envidiable agrado un mendruguillo de pan y unas hojas de lechuga.
En los asientos de la plaza los viejos del pueblo descansan sentados a la sombra, por debajo de unos tiestos de claveles pintados de color violeta. En el pequeño bar de la carretera, un establecimiento que tuve que descubrir por el murmullo habitual de los clientes, los hombres juegan al guiñote y discuten con cierto calor acabada la partida. La dueña se limita a servir en el mostrador copitas de anís y de ginebra.
-Por favor, ¿me podría poner una cerveza?
-¿Del tiempo?
-No; un poquito fresca, si puede ser.
Cuando uno decide abandonar Megina, todavía queda una hora larga de luz. El sol poniente de verano remarca los cortes peñascosos del cerro Picorzo. Por la carretera de salida, hasta el empalme, los vecinos de temporada han salido a pasear, y las chiquillas adolescentes bajan en bicicleta con el pelo suelto. Cuando las adelanta el coche del forastero se apartan hacia la orilla y le gritan, y le dicen cosas que el viento le impide oír.
Entro a Megina a la hora justa en que lo hace la furgoneta del frutero, y me sigue otro vehículo piador que vende pollitos manchegos en la esquina. Entre unos y otros hemos puesto en la plaza del pueblo como un aire cosmopolita, que se acabará diluyendo tan misteriosamente como llegó, dos horas más tarde, cuando unos y otros hayamos concluido la misión que nos trajo aquí.
Es la media tarde bien entrada de un día limpio y caluroso de verano. Siempre que esta circunstancia se da, uno busca instintivamente el acogedor refugio del campo abierto, en donde rara vez le faltó el tenue bufido de alguna vega, y en Megina la hay.
Más allá del arroyo, la falda del cerro Picorozo se reviste con las matas de boj. Abajo están los montones de desperdicios, junto a los corrales destruidos por donde uno intenta subir pisando la maleza. Una viejita, a punto de cumplir los noventa, me cuenta cosas de Megina desde el pasadizo del puente. Se llama María Moreno la buena mujer. Igual que la Madre de Dios -me ha dicho-, y que ha perdido con los años el oído y una buena parte de la memoria, a cambio del candor de su renovada infancia y el dulce aspecto que siempre tienen estas ancianas de los pueblos, y que es, con mucho, la mayor riqueza de estos lugares olvidados, por encima del paisaje y de la pureza ambiental que siempre poseen.
-Ochenta y nueve; sí señor. Cumplidos ya. Y aquí me tiene usted, con muy buena salud todavía. En el pueblo se vive muy bien.
-¿Siempre ha vivido usted aquí?
-Toda la vida. Aquí he vivido, y aquí pienso morir, si Dios quiere:
¿Adónde te has criado
clavel hermoso?
Entre la Majadilla
y el Picorozo.
-Entonces, la Majadilla es aquel otro cerro que hay enfrente?
-Sí señor; y el pueblo en medio.
-¡Que bonito es todo, abuela María!
-Claro que sí. Para nosotros, lo mejor del mundo. Pues ya ve lo que son las cosas, por encima del Picorozo está todo llano.
-Es curioso; sí señora. Y las fiestas, según tengo entendido, serán dentro de poco. ¿No?.
-Las fiestas son cuatro días en agosto: la Virgen, San Roque, San Roquillo y la Abuela.
La señora se ha hecho un pequeño lío con esto de las fechas. Después sacamos en conclusión que las fiestas del pueblo son por el mismo orden que las acabamos de apuntar.
-Aquella es la ermita de santa Quiteria, y vamos allí de romería en su día. Tenemos otra ermita que es la de San Pedro, pero está deshecha. El San Antonio está por aquello alto de la caseta de la luz.
-Se ve que aquí le gusta a la gente hacer las cosas bien. Eso de tirar las basuras lejos del pueblo es una cosa buena.
-De eso vengo yo, de tirar un cubo. Si ya casi no vale una para otra cosa.
La abuela María se fue camino arriba, muy despacito, con el cubo en una mano y un puñado de hierbas que había cogido de la linde en la otra. Desde el montón de chatarra y de hierro viejo, el pueblo se domina todo entero, con la iglesia en el alto, asentada a los pies de la ya dicha elevación de la Majadera y el cerro de San Cristóbal.
Megina, por su especial situación en cuesta, ofrece un trazado extraño, de difícil andar. Callejas bien cementadas nos suben desde la carretera hasta la Plaza de la Fuente. Preside el tranquilo rincón una muestra interesante de casona solar, legado a la posteridad seguramente de alguna noble familia molinesa, desconocida para la gente de a pie, que como tantas más habitaron estos elegido lugares del Señorío, donde hoy y por mucho quedar, no queda sino el recuerdo marchito de su paso, patente a lo largo de los siglos en estos recios habitáculos que el viajero acostumbra contemplar en cada viaje con admiración y nostalgia. Tal y como me contaron, aquí pudo nacer el bravo coronel de Caballería don Florencio Izquierdo Jiménez, estrella de los ejércitos españoles en pasados siglos.
A partir de la Plaza de la fuente, Megina se va distribuyendo en callejuelas complicadas de un rusticismo encantador, teniendo como techo los peñascos del cerro. Hay perros por las calles, muchos perros atados con cuerdas a las paredes que ladran al forastero por todas las esquinas. Pasado de lejos el siniestro concierto de los canes, uno prefiere contemplar de nuevo la augusta panorámica de la vega desde otra posición, ahora desde lo alto del atrio, que deja al descubierto una porción infinita de campo, cuyas pequeñas hazas, praderas y terrenos yermos, suben hasta el pueblo dejando a prudencial distancia las márgenes del río. Es éste donde ahora estoy un lugar tranquilo, de limpia luminosidad y de adorable reposo. Hasta el sencillo arco de la portada llegan los trinos del avechocha que se manifiesta agarrada a los cables del teléfono, del gorrión en las canales de la iglesia, el cacareo de las gallinas ponedoras a la sombra del corral. Entra, encajado vega arriba, el aliento del aire serrano que refresca la piel. El pueblo se solaza a nuestros pies. Una paloma sale de la espadaña y se vuelve a colar por los vanos del campanario. En el valle de Megina el visitante quiere adivinar la presencia de activos hortelanos de otro tiempo cultivando los huertos en tardes como ésta. Hoy no se ve un alma, ni para bien ni para mal, por las pequeñas heredades de cultivo que rodean al pueblo. La ribera está cubierta por el verde uniforme de los alfalfares y por algún cuartelillo de patatas en la cerca. En las crestas, la caldera que bordea los ejidos de Megina, se ve adornada con el tronco estilizado del pinar joven, mil veces repetido, a modo de alfombra silvestre de un verde provocador. A la caída del pretil, tres gallinas negras y un gallo blanco picotean en la espiguilla seca que crece por las sendas.
Otra buena mujer me da conversación cuando, después de un rato largo de mirar y mirar desde el alto de la iglesia, bajo de nuevo hasta las calles del pueblo en donde vive la gente. La mujer se llama Tomasa, campesina de aspecto, y sabia, muy sabia, como bien se desprende de lo recto y profundo de su conversación.
-En invierno podremos ser unas cuarenta casas abiertas, nada más. Y con un par de personas en cada una por término medio.
-Y que, como es de suponer, dependen del campo.
-Del campo y nada más. Aquí no pregunte usted por otra cosa. Este año, ni aun eso, porque no se ha cogido nada. Y de ganado casi no queda tampoco, porque no hay quien lo cuide.
Mientras que su ama habla con el desconocido, la perrita Boby sestea en la acera con un campanillo atado al cuello.
-Pues vamos a pasar hambre, se lo digo yo. No tenemos solución. Si usted se da cuenta, se ha perdido el cariño entre las personas y entre las familias. Todo el mundo va a lo suyo, a ver si puede vivir mejor. Nadie quiere trabajar. No se respeta a nada, ni a lo mas alto tampoco. Es una vergüenza. Ahora la gente se ríe de lo bueno, y a lo que es malo ahora dicen que es lo mejor. Así no puede ser.
He pensado después muchas veces en los sensatos razonamientos de la señora Tomasa. Ella no los aprendió en tratado alguno de filosofía, que por paradoja están muy lejos de tantos universitarios de hoy, y de muchos pensadores que presumen de insignes y que no alcanzan allá de lo que ven sus ojos de carne. La lección está dada, y la mujer se sube calle arriba, comiéndose con envidiable agrado un mendruguillo de pan y unas hojas de lechuga.
En los asientos de la plaza los viejos del pueblo descansan sentados a la sombra, por debajo de unos tiestos de claveles pintados de color violeta. En el pequeño bar de la carretera, un establecimiento que tuve que descubrir por el murmullo habitual de los clientes, los hombres juegan al guiñote y discuten con cierto calor acabada la partida. La dueña se limita a servir en el mostrador copitas de anís y de ginebra.
-Por favor, ¿me podría poner una cerveza?
-¿Del tiempo?
-No; un poquito fresca, si puede ser.
Cuando uno decide abandonar Megina, todavía queda una hora larga de luz. El sol poniente de verano remarca los cortes peñascosos del cerro Picorzo. Por la carretera de salida, hasta el empalme, los vecinos de temporada han salido a pasear, y las chiquillas adolescentes bajan en bicicleta con el pelo suelto. Cuando las adelanta el coche del forastero se apartan hacia la orilla y le gritan, y le dicen cosas que el viento le impide oír.
(N.A. Septiembre, 1983)
1 comentario:
¡Viva Megina! Un abrazo desde Almería.
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