En los rodales en sombra de la huerta, la escarcha ha ido cubriendo como de un tapiz brillante los montones de fusca que hay cerca de las primeras casas. Medranda es un pueblo hermoso, tranquilo y ribereño, un poco escondido quizás, asentado en medio de una llanura fecunda a la margen izquierda del río Cañamares, aguas abajo del pantano de Pálmaces.
Sin apenas dar tiempo a que el día llegase a cuajar, Medranda aparece solo. De vez en cuando cruza un vecino con las manos metidas en los bolsillos por la Plaza de España. Hombres que miran con curiosidad al forastero y se limitan a pasar de largo. Detrás de la iglesia, con los huertos invernando ante la vista, una señora saca de la corte cubos de estiércol que va dejando sobre un montón humeante entre las ortigas.
- Oiga: ¿Cómo baja ahora el río?
- L señora no se ha debido enterar. Se mete de nuevo en el corral y vuelve a salir con otro cubo lleno de basura.
Las huertas de Medranda se visten en invierno de panizales secos, de coles verdes y cárdenas en pequeños cuartelillos, por cuyas aterciopeladas superficies se deslizan hasta el tronco las gotas de rocío, de higueras desnudas que cubren la pared de una casita de labor, de choperas y palitroques sin hojas que siguen el curso del río, y de flores, de las nostálgicas florecillas del camposanto.
- ¿Sabe usted? Que no le ha contestado porque está sorda.
- Ah, claro. Ya me lo parecía a mí.
Las puertas de la iglesia están abiertas. Hay un coche blanco metido entre las columnas del soportal. Es el templo de una sola nave, pequeña, silenciosa. Se ven algunas imágenes de santos colocadas en repisas y un retablo pobre que preside la imagen magnífica de Cristo en la Cruz. Dentro de una hornacina reducida, San Sebastián, y en las rinconeras, una a cada lado del retablo, sendas imágenes de San Juan Bautista y de San Isidro Labrador. En otro muro, queriendo asemejar una capilla pintada de ocre y de purpurina, Nuestra Señora del Carmen.
- Pues mire usted: toda esta parte de los huertos fue una laguna. Los primeros habitantes de por aquí debieron estar por allá arriba, en el Alto del Santo que le decimos. Después se recogieron las aguas como en un depósito, y con máquinas se suben hasta el alto para que luego bajen por su pie a las casas. Toda la que sobra se va al lavadero y a la fuente.
Era don Vicente Magro Cuevas, un hombre atento y amigable que pasaba por la plaza con una horquilla de hierro al hombro, sin demasiadas prisas, como pude ver. Don Vicente me contaba todo esto in situ, al lado de la fuente, junto a los cuatro chorros copiosos de agua fría que en su época, después de llenar el abrevadero, la gente emplea para regar.
- Ahí están también los servicios públicos. Eran -ahora no lo sé- los únicos servicios de la provincia con agua permanente.
- Es una envidia, ¿verdad? Ahora Con la escasez que hay por todas partes, todavía más.
- Allá arriba, en El Picarón, hubo un poblado celtíbero. De ahí han sacado mucha cerámica, y todavía se ven trozos tirados por el suelo. Claro, que lo más importante sería dar con el cementerio, pero no ha habido forma. Por la parte del Alto se sacó una vez un sarcófago con una cabeza de hombre casi petrificada, pero, lo comunicamos, y como nadie se quiso hacer cargo, la enterramos en el cementerio del pueblo. Era yo alcalde entonces.
- Pues sí que pudo ser interesante, ¿no le parece?
- Ya, pero... ahí está. En otro sitio, también por allá arriba, se sacaron capiteles y trozos de columnas de alabastro. Dicen que si alguna vez hubo monjas. ¿Y sabe lo que pasó?, que vino un valenciano y por cuatro perras arreó con todo.
- Yo creo que va a ser cosa de venir un día sólo a verlo.
- Sí hombre. Por las Cuevas, Valdelobos, El Picarón y toda esa par te que le decimos La Alcarria, está lleno de canteras de yeso. Todas inclinadas, haciendo vertiente. Es curioso. Los ingenieros dicen que es porque allí estuvo el Gran Lago de Castilla, y al descender las aguas, las tierras fueron tomando esa forma.
Nos fuimos conversando hasta la salida del pueblo por el puente del río. En el Nido de la Cigüeña, los modernos hotelitos lucen la novedad de su línea entre los árboles de la huerta. A nuestro lado las casetas de vestuarios como en los grandes clubes y el campo de fútbol. Medranda debe tener su plantel de aficionados al balón-pie: doscientos habitantes en total y un equipo federado.
- Sí, están en tercera regional, pero este año la cosa no va bien. Son algo malillos.
- Todo aquello son viñas, ¿verdad?
- Sí, hay algunas. Se va haciendo vino para el gasto, y nada más. Una veintena de ellos pisaremos uva, más o menos.
-¿Qué produce la vega?
- De todo lo que se le quiera echar. En años normales se da muy bien la patata. El maíz y las judías también resultan. En otras partes del término se produce el cereal que es casi de lo que más se vive, y del ganado. La vega, aunque no lo parezca, sí que tendrá cuatro kilómetros de regadío, por lo menos.
- ¿Cómo es que baja tan poca agua?
- Eso es porque cierran el pantano y no sale una gota. Este río siempre trae agua. Cuando los demás se secan, éste siempre baja lleno. De aquí se surte la vega del Henares por allá abajo.
Después de habernos dicho adiós como buenos amigos, don Vicente Magro se marchó con su horca al hombro por el camino del puente. Los pájaros de la huerta y el cacareo matinal de las gallinas por las últimas casas, resonaban limpios en el silencio de las afueras.
Las paredes de Medranda tienen pintadas que hablan de amor, como la romántica despedida bajo la bombilla de la fuente; o jactanciosas, escritas por los quintos en un arrebato de nostalgia en cualquier noche de luna, y que van apareciendo de esquina en esquina a cada paso. Por la travesaña de las Eras destaca en la vertiente del Alto un roble inmenso, de tronco fornido y voluminosa pompa de color pardo. Es un roble que se pega a la memoria con todas las prerrogativas del ejemplar único. Un roble que, el hombrecillo con gafas que toma el sol por las eras, lleva saludando cada mañana desde hace medio siglo.
- Yo siempre lo he visto igual, sí señor. Según se sabe de oídas, tiene más de doscientos años.
El pueblo anda por estas fechas con las calles en obras. A pesar de eso, Medranda es un pueblo limpio. En la Plaza de España, un tendero ambulante habla a las señoras de las excelencias de su mercancía, que por el mismo precio no se puede encontrar ni en la fábrica de Barcelona. El bar de Félix queda allí mismo, en una esquina de la plaza. El bar de Félix es también tienda de comestibles, carnicería, estanco y oficina de correos. Lo atiende una señora simpática que se llama Ricarda, y que me va hablando a la vez que descuartiza con mucha habilidad un pollo que le pidió una clienta.
- No señor, no hay más que este bar, y muchos días casi nos sobra. El pueblo es pequeño. Hay poca gente.
- ¿Cuándo fueron las fiestas?
- Fueron para San Juan. La cosa es que debían ser el veinticuatro de junio, pero por los de fuera las cambiaron al domingo anterior, y también por no juntarse con los mismos días que la de Bujalaro. El año que viene creo que caen en su día.
En el bar hay un hombre sentado, un abuelo simpático que siempre tiene algo que decir a los que entran. El hombre, que posee toda una fuente de filosofía que le han dado los años, es de la opinión de que las chicas dan más quehacer a medida que crecen.
- Eso, de toda la vida. Las madres de ahora enseguida se hartan de las niñas: "Mi niña no come, mi niña tiene esto, mi niña tiene lo otro". Ya, ya. ¿Y cuando sean grandes, qué? Ahí te espero yo, morena.
Con un paseo más por aquellos alrededores apacibles, viendo pasar desde la soledad de sus campos, una por una en paz, todas las horas de la mañana, a uno se le ocurre pensar, tontamente, que la convivencia es posible, que el mundo lo tiene todo, que no le falta nada. Cuestión al fin de saberse despojar a tiempo de lo que no sirve, de lo que nos ata, de los nuevos ídolos de barro que están acabando descaradamente con la libertad, con la auténtica libertad apenas conocida, con la profunda libertad del hombre.
En Medranda, lo mismo que en tantos pueblos más que tenemos cerca, hay gente que todavía sonríe a cambio de nada, que puede respirar cada mañana y cada tarde los aires puros del campo, que es capaz de tornar si llega el caso la generosa luz del sol que les alumbra en una sonrisa abierta, entrañable y sin doblez. Un valor a extinguir que lamentaremos siempre.
Sin apenas dar tiempo a que el día llegase a cuajar, Medranda aparece solo. De vez en cuando cruza un vecino con las manos metidas en los bolsillos por la Plaza de España. Hombres que miran con curiosidad al forastero y se limitan a pasar de largo. Detrás de la iglesia, con los huertos invernando ante la vista, una señora saca de la corte cubos de estiércol que va dejando sobre un montón humeante entre las ortigas.
- Oiga: ¿Cómo baja ahora el río?
- L señora no se ha debido enterar. Se mete de nuevo en el corral y vuelve a salir con otro cubo lleno de basura.
Las huertas de Medranda se visten en invierno de panizales secos, de coles verdes y cárdenas en pequeños cuartelillos, por cuyas aterciopeladas superficies se deslizan hasta el tronco las gotas de rocío, de higueras desnudas que cubren la pared de una casita de labor, de choperas y palitroques sin hojas que siguen el curso del río, y de flores, de las nostálgicas florecillas del camposanto.
- ¿Sabe usted? Que no le ha contestado porque está sorda.
- Ah, claro. Ya me lo parecía a mí.
Las puertas de la iglesia están abiertas. Hay un coche blanco metido entre las columnas del soportal. Es el templo de una sola nave, pequeña, silenciosa. Se ven algunas imágenes de santos colocadas en repisas y un retablo pobre que preside la imagen magnífica de Cristo en la Cruz. Dentro de una hornacina reducida, San Sebastián, y en las rinconeras, una a cada lado del retablo, sendas imágenes de San Juan Bautista y de San Isidro Labrador. En otro muro, queriendo asemejar una capilla pintada de ocre y de purpurina, Nuestra Señora del Carmen.
- Pues mire usted: toda esta parte de los huertos fue una laguna. Los primeros habitantes de por aquí debieron estar por allá arriba, en el Alto del Santo que le decimos. Después se recogieron las aguas como en un depósito, y con máquinas se suben hasta el alto para que luego bajen por su pie a las casas. Toda la que sobra se va al lavadero y a la fuente.
Era don Vicente Magro Cuevas, un hombre atento y amigable que pasaba por la plaza con una horquilla de hierro al hombro, sin demasiadas prisas, como pude ver. Don Vicente me contaba todo esto in situ, al lado de la fuente, junto a los cuatro chorros copiosos de agua fría que en su época, después de llenar el abrevadero, la gente emplea para regar.
- Ahí están también los servicios públicos. Eran -ahora no lo sé- los únicos servicios de la provincia con agua permanente.
- Es una envidia, ¿verdad? Ahora Con la escasez que hay por todas partes, todavía más.
- Allá arriba, en El Picarón, hubo un poblado celtíbero. De ahí han sacado mucha cerámica, y todavía se ven trozos tirados por el suelo. Claro, que lo más importante sería dar con el cementerio, pero no ha habido forma. Por la parte del Alto se sacó una vez un sarcófago con una cabeza de hombre casi petrificada, pero, lo comunicamos, y como nadie se quiso hacer cargo, la enterramos en el cementerio del pueblo. Era yo alcalde entonces.
- Pues sí que pudo ser interesante, ¿no le parece?
- Ya, pero... ahí está. En otro sitio, también por allá arriba, se sacaron capiteles y trozos de columnas de alabastro. Dicen que si alguna vez hubo monjas. ¿Y sabe lo que pasó?, que vino un valenciano y por cuatro perras arreó con todo.
- Yo creo que va a ser cosa de venir un día sólo a verlo.
- Sí hombre. Por las Cuevas, Valdelobos, El Picarón y toda esa par te que le decimos La Alcarria, está lleno de canteras de yeso. Todas inclinadas, haciendo vertiente. Es curioso. Los ingenieros dicen que es porque allí estuvo el Gran Lago de Castilla, y al descender las aguas, las tierras fueron tomando esa forma.
Nos fuimos conversando hasta la salida del pueblo por el puente del río. En el Nido de la Cigüeña, los modernos hotelitos lucen la novedad de su línea entre los árboles de la huerta. A nuestro lado las casetas de vestuarios como en los grandes clubes y el campo de fútbol. Medranda debe tener su plantel de aficionados al balón-pie: doscientos habitantes en total y un equipo federado.
- Sí, están en tercera regional, pero este año la cosa no va bien. Son algo malillos.
- Todo aquello son viñas, ¿verdad?
- Sí, hay algunas. Se va haciendo vino para el gasto, y nada más. Una veintena de ellos pisaremos uva, más o menos.
-¿Qué produce la vega?
- De todo lo que se le quiera echar. En años normales se da muy bien la patata. El maíz y las judías también resultan. En otras partes del término se produce el cereal que es casi de lo que más se vive, y del ganado. La vega, aunque no lo parezca, sí que tendrá cuatro kilómetros de regadío, por lo menos.
- ¿Cómo es que baja tan poca agua?
- Eso es porque cierran el pantano y no sale una gota. Este río siempre trae agua. Cuando los demás se secan, éste siempre baja lleno. De aquí se surte la vega del Henares por allá abajo.
Después de habernos dicho adiós como buenos amigos, don Vicente Magro se marchó con su horca al hombro por el camino del puente. Los pájaros de la huerta y el cacareo matinal de las gallinas por las últimas casas, resonaban limpios en el silencio de las afueras.
Las paredes de Medranda tienen pintadas que hablan de amor, como la romántica despedida bajo la bombilla de la fuente; o jactanciosas, escritas por los quintos en un arrebato de nostalgia en cualquier noche de luna, y que van apareciendo de esquina en esquina a cada paso. Por la travesaña de las Eras destaca en la vertiente del Alto un roble inmenso, de tronco fornido y voluminosa pompa de color pardo. Es un roble que se pega a la memoria con todas las prerrogativas del ejemplar único. Un roble que, el hombrecillo con gafas que toma el sol por las eras, lleva saludando cada mañana desde hace medio siglo.
- Yo siempre lo he visto igual, sí señor. Según se sabe de oídas, tiene más de doscientos años.
El pueblo anda por estas fechas con las calles en obras. A pesar de eso, Medranda es un pueblo limpio. En la Plaza de España, un tendero ambulante habla a las señoras de las excelencias de su mercancía, que por el mismo precio no se puede encontrar ni en la fábrica de Barcelona. El bar de Félix queda allí mismo, en una esquina de la plaza. El bar de Félix es también tienda de comestibles, carnicería, estanco y oficina de correos. Lo atiende una señora simpática que se llama Ricarda, y que me va hablando a la vez que descuartiza con mucha habilidad un pollo que le pidió una clienta.
- No señor, no hay más que este bar, y muchos días casi nos sobra. El pueblo es pequeño. Hay poca gente.
- ¿Cuándo fueron las fiestas?
- Fueron para San Juan. La cosa es que debían ser el veinticuatro de junio, pero por los de fuera las cambiaron al domingo anterior, y también por no juntarse con los mismos días que la de Bujalaro. El año que viene creo que caen en su día.
En el bar hay un hombre sentado, un abuelo simpático que siempre tiene algo que decir a los que entran. El hombre, que posee toda una fuente de filosofía que le han dado los años, es de la opinión de que las chicas dan más quehacer a medida que crecen.
- Eso, de toda la vida. Las madres de ahora enseguida se hartan de las niñas: "Mi niña no come, mi niña tiene esto, mi niña tiene lo otro". Ya, ya. ¿Y cuando sean grandes, qué? Ahí te espero yo, morena.
Con un paseo más por aquellos alrededores apacibles, viendo pasar desde la soledad de sus campos, una por una en paz, todas las horas de la mañana, a uno se le ocurre pensar, tontamente, que la convivencia es posible, que el mundo lo tiene todo, que no le falta nada. Cuestión al fin de saberse despojar a tiempo de lo que no sirve, de lo que nos ata, de los nuevos ídolos de barro que están acabando descaradamente con la libertad, con la auténtica libertad apenas conocida, con la profunda libertad del hombre.
En Medranda, lo mismo que en tantos pueblos más que tenemos cerca, hay gente que todavía sonríe a cambio de nada, que puede respirar cada mañana y cada tarde los aires puros del campo, que es capaz de tornar si llega el caso la generosa luz del sol que les alumbra en una sonrisa abierta, entrañable y sin doblez. Un valor a extinguir que lamentaremos siempre.
(N.A. Diciembre, 1981)
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