No muy lejos de la carretera general, camino de Ledanca, el viento del valle sube con fuerza encajado entre laderas por las cuestas de la Solanilla. Cuando uno, absorto por la magnificencia del espectáculo, se para a contemplar detenidamente todo cuanto desde allí la Naturaleza pone ante sus ojos, surge el pueblo, mínimo y pintoresco, a caballo de un alcor que graciosamente se eleva en la conjunción de cuatro cañadas que se van abriendo paso entre otros tantos macizos impresionantes que circundan al pueblo. Gigantescas elevaciones que nacen y no mueren allí, para las que la buena gente de la zona ha encontrado nombres tan expresivos como el Cerro del Almendro, la Alcarruela, los Yesares o Cabeza del Oso. Por la vaguada, cubriendo su manso pasar espesas formaciones de chopos en los humedales, discurre tranquilo y vitalizador el río Badiel.
Ledanca es un pueblo recogido, de calles pinas y rincones apacibles, cuyo cénit ocupan en lo más alto el edificio en piedra vieja de su iglesia parroquial y el camposanto.
En la plaza hay hombres que pasan el rato en la solana al abrigo de la pared; señoras que compran carne a un vendedor de Brihuega y vehículos, muchos vehículos, estacionados habitualmente. La fuente pública es hermosa, con una elegancia dieciochesca que pide se le tenga en cuenta; un poco afectada quizás por los años y otro poco por la falta de consideración. Una fuente redonda que se alzó por mandato y orden de don Manuel Toledano Casao, siendo alcalde en 1783, según dice el escrito que se ve alrededor de su artístico monolito central.
-¿Qué? ¿Le gusta el agua?
-Sí, pero apenas si alcanzo a beber.
-¡Anda! ¿Cómo siendo tan grande no alcanza?
Jacinto, el alguacil, hincó las dos rodillas sobre el borde del pilón y se dejó caer de golpe agarrándose al caño. Así, bebió a placer.
-Pruebe usted ahora. A ver si bebe o no bebe.
-Ah, claro. Esto es otra cosa. Sí, señor; así da gusto.
Don Pedro Torre está tomando el sol en la plaza. Es un hombre del pueblo, simpático y de agradable y pronta conversación. A don Pedro le gusta responder amigablemente, sin el menor recelo, a todo el que vaya a él sin segundas partes.
-Eso sí. y si no va, peor para usted.
-Me da la impresión de que tienen un pueblo muy completo, ¿verdad?
-Aquí no nos falta de nada. Tenemos médico, botiquín, que según noticias viene ahora una farmacéutica; hay cura también y dos escuelas preciosas, pero sin niños, porque se los llevan a Valfermoso.
-¿Y de comercio?
-De eso, la cosa ya está peor. Sólo hay una tienda y nos vamos valiendo de los tenderos que vienen con furgonetas desde fuera. -Pues mire: yo creo que la plaza, entre la fuente y todas estas casonas antiguas, es un capricho.
-No está mal. Un poco en cuesta, ¿verdad, usted? Lo que pasa es que la fuente la fastidian cuando los toros, porque se suben encima de la picota, apoyan los pies en los caños y los rompen. Las casas, aquí, son muy viejas; muchas se tienen de pie porque se sujetan unas con otras, como los borrachos. Parece que la gente se va ya preocupando de arreglarlas; por lo demás, el pueblo está bien.
-Lo que yo no me acabo de explicar es cómo habiendo tantos tractores, no se ve campo de labor por aquí cerca.
-Sí, hombre; tenemos mucho. Súbase usted a lo alto del cerro, luego cruce la general y siga andando hasta cerca de Brihuega. Toda esa llanura es de aquí. El término del pueblo tiene más de dos horas de camino en caballería.
Sobre el cielo de Ledanca, en la mañana soleada del otoño, surcan el claro azul con vuelo circular y solemne, como señores del valle, una pareja de buitres.
-No, buitres no son; ni águilas tampoco. Son de esos aguiluchos grandes de rapiña que ahora no me acuerdo cómo se llaman.
Por una salida que tiene la plaza de cara al Ayuntamiento, aparecen en la varga rincones indescriptibles; casonas de adobe roído por las lluvias que pudieran ser, y son de hecho, blanco ideal para fotógrafos y pintores en el buen tiempo. En pendiente hasta las huertas del Prado, la calle de la Soledad, y, hacia arriba, empinada y desigual, la calle de la Iglesia.
-Pues para que vea; a nosotros nos parece todo esto tan feo, ya la gente le gusta mucho. Siempre hay por aquí gente de ésa del pincel. Desde el atrio de la iglesia, en lo más alto del pueblo, la vega del Badiel es todo un agasajo para la vista. Vientos que chocan contra los viejos sillares de la espadaña y mimbrean en silencio, de día y de noche, las hierbas y los cardos del cementerio.
-Mire los muertos si están bien sanos ahí al aire, en lo más alto. Me senté con Pedro Torre en un abrigo al sol detrás de la iglesia. A lo lejos se dejan ver más allá de los Tajones algunas casas blancas que aparecen ocultas al otro lado de los chopos.
-Aquello es Argecilla. Un buen pueblo. Yo creo que si no es como éste poco le falta.
-Con la cantidad de vallejos que tienen aquí y tantos cerros, no habrá en el pueblo problemas de agua.
-Pues, ¿qué quiere que le diga? Este verano, con todos los que nos han caído de fuera, sí que hemos tenido problemas. Cuando llueve, no sé por qué, las aguas se van a la parte de Brihuega, y en estos cerros apenas caen cuatro lágrimas. Las huertas que ve usted ahí abajo, al pie de la Cabeza del Oso, en el verano se murieron como Felipón, y el Badiel, nada; ése ha bajado casi seco.
-Quiere usted decir que la vida del pueblo está en el cereal y el secano.
-El cereal, sí. Se coge bastante, y aunque el pueblo no sea muy grande, hay ocho o diez tractores que siempre tienen algo que hacer. Don Juan Antonio Guijarro está en Ledanca desde 1946. Es un sacerdote de La Cabrera que por su delicada misión de cura de almas debe conocer como nadie las penas y las alegrías, las virtudes y los defectos de las doscientas personas que, escasamente, viven allí. Don Juan Antonio viste de sacerdote y habla de Dios, de sus parroquias, de los pueblos que tuvo anteriormente y de su enfermedad pasada no hace mucho.
-¿Y dice usted que no ha visto nunca el convento?
-No, no lo he visto nunca. Supongo que se refiere al de Valfermoso.
-Sí, al de Valfermoso, claro. Pero coge a tres kilómetros de aquí nada más. Es el convento más antiguo de la provincia; más que el de Pastrana y todos esos. Data del siglo XII.
Llegamos a él. En el convento de Valfermoso, hoy bastante puesto al día en su construcción después del incendio, viven apartadas del mundo una docena de monjas benedictinas de clausura que, naturalmente, no pudimos ver. Estuvimos, eso sí, en su recogido oratorio y vimos también toda la parte exterior del cenobio, entre la vegetación del valle.
-Mire: ésas de ahí al lado son las escuelas, donde se recogen los niños de todos los pueblos de la contorna. Vienen en transporte escolar y hacen aquí la comida del mediodía. Antes, la escuela-hogar estaba dentro del mismo convento y estaban como en plan interno. Al hacer el grupo escolar la han separado un poco, pero, como ve, todo está aquí. Creo que hay cuatro escuelas en total.
Cuando quisimos regresar se había hecho tarde. Sin tiempo apenas saludé en su casa al doctor Chavida, mi jovencísimo amigo Felipe, quien con Carmen, su esposa, médico también, atienden sanitariamente a Gajanejos, Valfermoso de las Monjas, Argecilla y el propio Ledanca, si no recuerdo mal. En la plaza del pueblo, junto a la fuente, ya no estaba a la salida el carnicero de Brihuega; había ocupado su lugar un vendedor de fruta. Jacinto, el alguacil, pregona la mercancía de esquina en esquina a toque de trompeta, y mi amigo Pedro Torre me dice adiós con la mano desde la solana.
Abajo, sobre el pequeño altozano entre montañas, se deja ver por última vez el pueblo desde la Fuente de la Venta. Más bonito, yo creo; más espectacular que antes a la luz del medio día.
Ledanca es un pueblo recogido, de calles pinas y rincones apacibles, cuyo cénit ocupan en lo más alto el edificio en piedra vieja de su iglesia parroquial y el camposanto.
En la plaza hay hombres que pasan el rato en la solana al abrigo de la pared; señoras que compran carne a un vendedor de Brihuega y vehículos, muchos vehículos, estacionados habitualmente. La fuente pública es hermosa, con una elegancia dieciochesca que pide se le tenga en cuenta; un poco afectada quizás por los años y otro poco por la falta de consideración. Una fuente redonda que se alzó por mandato y orden de don Manuel Toledano Casao, siendo alcalde en 1783, según dice el escrito que se ve alrededor de su artístico monolito central.
-¿Qué? ¿Le gusta el agua?
-Sí, pero apenas si alcanzo a beber.
-¡Anda! ¿Cómo siendo tan grande no alcanza?
Jacinto, el alguacil, hincó las dos rodillas sobre el borde del pilón y se dejó caer de golpe agarrándose al caño. Así, bebió a placer.
-Pruebe usted ahora. A ver si bebe o no bebe.
-Ah, claro. Esto es otra cosa. Sí, señor; así da gusto.
Don Pedro Torre está tomando el sol en la plaza. Es un hombre del pueblo, simpático y de agradable y pronta conversación. A don Pedro le gusta responder amigablemente, sin el menor recelo, a todo el que vaya a él sin segundas partes.
-Eso sí. y si no va, peor para usted.
-Me da la impresión de que tienen un pueblo muy completo, ¿verdad?
-Aquí no nos falta de nada. Tenemos médico, botiquín, que según noticias viene ahora una farmacéutica; hay cura también y dos escuelas preciosas, pero sin niños, porque se los llevan a Valfermoso.
-¿Y de comercio?
-De eso, la cosa ya está peor. Sólo hay una tienda y nos vamos valiendo de los tenderos que vienen con furgonetas desde fuera. -Pues mire: yo creo que la plaza, entre la fuente y todas estas casonas antiguas, es un capricho.
-No está mal. Un poco en cuesta, ¿verdad, usted? Lo que pasa es que la fuente la fastidian cuando los toros, porque se suben encima de la picota, apoyan los pies en los caños y los rompen. Las casas, aquí, son muy viejas; muchas se tienen de pie porque se sujetan unas con otras, como los borrachos. Parece que la gente se va ya preocupando de arreglarlas; por lo demás, el pueblo está bien.
-Lo que yo no me acabo de explicar es cómo habiendo tantos tractores, no se ve campo de labor por aquí cerca.
-Sí, hombre; tenemos mucho. Súbase usted a lo alto del cerro, luego cruce la general y siga andando hasta cerca de Brihuega. Toda esa llanura es de aquí. El término del pueblo tiene más de dos horas de camino en caballería.
Sobre el cielo de Ledanca, en la mañana soleada del otoño, surcan el claro azul con vuelo circular y solemne, como señores del valle, una pareja de buitres.
-No, buitres no son; ni águilas tampoco. Son de esos aguiluchos grandes de rapiña que ahora no me acuerdo cómo se llaman.
Por una salida que tiene la plaza de cara al Ayuntamiento, aparecen en la varga rincones indescriptibles; casonas de adobe roído por las lluvias que pudieran ser, y son de hecho, blanco ideal para fotógrafos y pintores en el buen tiempo. En pendiente hasta las huertas del Prado, la calle de la Soledad, y, hacia arriba, empinada y desigual, la calle de la Iglesia.
-Pues para que vea; a nosotros nos parece todo esto tan feo, ya la gente le gusta mucho. Siempre hay por aquí gente de ésa del pincel. Desde el atrio de la iglesia, en lo más alto del pueblo, la vega del Badiel es todo un agasajo para la vista. Vientos que chocan contra los viejos sillares de la espadaña y mimbrean en silencio, de día y de noche, las hierbas y los cardos del cementerio.
-Mire los muertos si están bien sanos ahí al aire, en lo más alto. Me senté con Pedro Torre en un abrigo al sol detrás de la iglesia. A lo lejos se dejan ver más allá de los Tajones algunas casas blancas que aparecen ocultas al otro lado de los chopos.
-Aquello es Argecilla. Un buen pueblo. Yo creo que si no es como éste poco le falta.
-Con la cantidad de vallejos que tienen aquí y tantos cerros, no habrá en el pueblo problemas de agua.
-Pues, ¿qué quiere que le diga? Este verano, con todos los que nos han caído de fuera, sí que hemos tenido problemas. Cuando llueve, no sé por qué, las aguas se van a la parte de Brihuega, y en estos cerros apenas caen cuatro lágrimas. Las huertas que ve usted ahí abajo, al pie de la Cabeza del Oso, en el verano se murieron como Felipón, y el Badiel, nada; ése ha bajado casi seco.
-Quiere usted decir que la vida del pueblo está en el cereal y el secano.
-El cereal, sí. Se coge bastante, y aunque el pueblo no sea muy grande, hay ocho o diez tractores que siempre tienen algo que hacer. Don Juan Antonio Guijarro está en Ledanca desde 1946. Es un sacerdote de La Cabrera que por su delicada misión de cura de almas debe conocer como nadie las penas y las alegrías, las virtudes y los defectos de las doscientas personas que, escasamente, viven allí. Don Juan Antonio viste de sacerdote y habla de Dios, de sus parroquias, de los pueblos que tuvo anteriormente y de su enfermedad pasada no hace mucho.
-¿Y dice usted que no ha visto nunca el convento?
-No, no lo he visto nunca. Supongo que se refiere al de Valfermoso.
-Sí, al de Valfermoso, claro. Pero coge a tres kilómetros de aquí nada más. Es el convento más antiguo de la provincia; más que el de Pastrana y todos esos. Data del siglo XII.
Llegamos a él. En el convento de Valfermoso, hoy bastante puesto al día en su construcción después del incendio, viven apartadas del mundo una docena de monjas benedictinas de clausura que, naturalmente, no pudimos ver. Estuvimos, eso sí, en su recogido oratorio y vimos también toda la parte exterior del cenobio, entre la vegetación del valle.
-Mire: ésas de ahí al lado son las escuelas, donde se recogen los niños de todos los pueblos de la contorna. Vienen en transporte escolar y hacen aquí la comida del mediodía. Antes, la escuela-hogar estaba dentro del mismo convento y estaban como en plan interno. Al hacer el grupo escolar la han separado un poco, pero, como ve, todo está aquí. Creo que hay cuatro escuelas en total.
Cuando quisimos regresar se había hecho tarde. Sin tiempo apenas saludé en su casa al doctor Chavida, mi jovencísimo amigo Felipe, quien con Carmen, su esposa, médico también, atienden sanitariamente a Gajanejos, Valfermoso de las Monjas, Argecilla y el propio Ledanca, si no recuerdo mal. En la plaza del pueblo, junto a la fuente, ya no estaba a la salida el carnicero de Brihuega; había ocupado su lugar un vendedor de fruta. Jacinto, el alguacil, pregona la mercancía de esquina en esquina a toque de trompeta, y mi amigo Pedro Torre me dice adiós con la mano desde la solana.
Abajo, sobre el pequeño altozano entre montañas, se deja ver por última vez el pueblo desde la Fuente de la Venta. Más bonito, yo creo; más espectacular que antes a la luz del medio día.
(N.A. Noviembre, 1980)
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