domingo, 4 de enero de 2009

ARAGOSA


ARAGOSA

Cuando hay nieve en los altos de Mirabueno, las vegas de Mandayona y los hocinos de Aragosa se ven limpios como la barra del jaspe. No es posible pensar que a cuatro pasos de estos inhóspitos sequedales de carrascas y de fragosidad sin provecho por donde andamos, la Naturaleza se pueda tornar tan brava y tan espectacular como en ese rinconcito que ahora nos espera. Aragosa, amigo lector, debido a la tremenda barranque­ra en donde lo colocaron, es uno de los pueblos más agraciados en esta provincia de contrastes.
Desde el leve ramal en que se bifurca, ya cerca de Arago­sa, la carretera de Sigüenza, el profundo barranco por cuyo fondo corren medio heladas las aguas del río Dulce, va tomando forma poco a poco. Altas choperas en fila bajan escon­diendo la cepa de sus troncos entre los carrizales de la ribera. A una y otra margen los huertecillos abandonados que fueron despensa insustituíble y lugar común de campesinos en tardes de traba­jo. Ya en los primeros cortes rocosos que surgen a la vera, negrean las bocazas naturales de las cova­chas que abrió el tiempo geológico, los miles de siglos, porque tanta belleza no surge de improviso en un sólo día, ni en un siglo, ni en cien. Por si era poco, los aguiluchos vigilan desde más arriba de las últimas rocas, ojo avizor, el adormilado caserío en donde cacarean las aves de corral, suenan los esquiloncillos de los ganados y faenan los hom­bres. En Aragosa, el murmullo de las aguas es como una música de acción sedante.
El pueblo tiene sólo una calle, pero es muy larga. La calle Mayor de Aragosa se abre a la altura de la fábrica de luz y sube paralela al río, hasta concluir en el magnífico anfiteatro de plomizas rocas a las que dicen los Eros. A mitad de la calle Mayor hay amagos de plazuelas sin llegar a serlo y un estableci­miento que dice "Vinos-Comidas". La gente mira impasible desde sus casas al desconocido, que anda de un lado para otro intentan­do explicar su sorpresa, mirando con la boca cerrada y los ojos bien abiertos el sublime espectáculo de las escarpas grises en donde sólo se da la aliaga, un poco la estepa, y algo también los chaparrillos equilibristas. Al final de la calle hay una casa de recreo, forrada toda ella con tronquillos largos y finos de madera de pino. Luego otra vez las crestas del Sabinar, del Poyato del Enebro, y las tranquilas corrientes del río Dulce que desciende serpenteando entre recodos y riscos desde el escalón superior de La Cabre­ra. El río Dulce ha debido ser de por vida el padre y señor de la comarca entera, algo así como el mitológi­co Nilo para los habitantes del antiguo Egipto.
Uno sabe muy bien que Aragosa es pueblo eminentemente veraniego; pero no le pesa el haberse llegado hasta él en una de las mañanas más crudas de un invierno verdaderamente desa­pacible, teniendo aún por testigos los retazos de nieve en las umbrías.
-Aquí, en verano, esto es muy bonito. Todo el que viene lo dice.
-Yo también lo creo, señora. Muy bonito y muy fresco con tanta sombra y con tanta agua por todas partes. ¿Cómo se llaman aquellas peñas que hay por detrás?
-A eso se le dice el Pico de los Moros.
De una chimenea sube recto el chorro de humo sin una brizna de viento que lo descomponga o que lo diluya. En Arago­sa, o llega el viento de poniente o no puede entrar por ningu­na parte. Como conjunto de casonas en las que la gente vive, nos encontramos en un lugar de escasa población, en donde se ve que los de fuera hacen todo cuanto está de su parte por conservarlo con decencia, dignamente, con todas las comodida­des dentro de lo que es posible.
-Pues los que tienen casa aquí, ya ve usted, van arre­glándola poco a poco para cuando vienen. Sólo quedamos en el pueblo la gente mayor.
De sus primeros tiempos hablan antiguas crónicas, inclu­yendo al mínimo caserío de Aragosa en el lote que, con motivo de la reconquista a los moros de la ciudad de Sigüenza, donó el rey Alfonso VII al obispo y guerrero don Bernardo Agén, para unirlo a su recién creado señorío, pasando así durante tres siglos a pertenecer a la mitra seguntina. Fue de impor­tancia capital su castillo en plena Edad Media, como atalaya de control en el paso de aquellos valles. Hoy no queda de él el ni el menor vestigio; ni las buenas gentes del lugar sa­brían por su parte prestar noticia.
Un señor alto y de buen porte viene tras de mí con una carretilla. Se llama Petronilo Ballesteros Gil y es miembro jubilado de la Policía Nacional. Damos rápidamente un repaso al personal de su oficio que hay en la capital, y enseguida sacamos en claro que tenemos conocidos comunes. Eso siempre aumenta la confianza.
Petronilo es de esas personas que, aun viviendo fuera, saben sacar el jugo y el encanto que conlleva en su trasfondo la vida del pueblo.
-Pues mire -dice-, tenemos una bodega ahí en las orillas y vamos a ver si sacamos un poco de aguardiente. Cosa de poco. Para el gasto de la casa y nada más.
-Qué bonito es todo esto -le digo.
-Muy bonito. En verano todos estos rincones son una maravilla. Los paredones de roca impresionan siempre, pero cuando no se han visto nunca, todavía más. Mire, aquellos de la húmedo están tapados de hiedra. En el buen tiempo se puede subir hasta arriba mismo, dando un poco de vuelta por todo el corte.
-Parece mentira la de caprichos que tiene la Naturaleza.
-Si se fija bien, ahí se ve una piedra redonda que le decimos La Bola. Por debajo se apoya en otras y se puede pasar. Se sostiene como un poco en el aire.
-¿Adónde va el agua que se desvía en el canal?
-Va a parar a una fábrica de electricidad que hay según se entra al pueblo. Antiguamente se daba luz desde ahí a toda Sigüenza.
Aunque esto no me lo apuntó don Petronilo, en una fábrica que hubo hace siglos en Aragosa, se hizo el primer papel moneda que empleó el Banco de España. Un importante dato para la Historia.
-Sí; aquí hubo una fábrica de papel por encima de donde está la de la luz, y otra más según se sube a La Cabrera. Todo eso sí que lo sabemos bien.
-¿Cuál es ahora la población de hecho?
-Unos cincuenta y cinco. Como ayuntamiento el pueblo está integrado en Mandayona.
-¿Nunca calcularon la altura de aquel pico que se ve al mediodía?
-No, creo. A ese le dicen el Pico del Lutuero.
-Los buitres, supongo que andarán por las covachas de arriba.
-Claro que andan por allí. El nido lo suelen hacer en otro barranco que le dicen San Pedro. En todos los agujeros que ve allá en frente, anidan las grajillas esas negras. en verano montan allí un escándalo que para qué.
-Es raro -le pregunto- que no pasara por aquí el doctor Rodríguez de la Fuente.
-Sí que venía mucho. Con eso de las águilas y de los buitres solía venir con frecuencia.
Por la vertiente opuesta, las peñas del Pico del Moro se precipitan en plano inclinado hasta la misma iglesia. En el pueblo dicen que hay un hoyo en las piedras que los moros debieron utilizar como parapeto.
-Aquel otro pico de arriba se llama Santaolalla. Se conoce que había una ermita allí, junto al río, pero tan antiguamente que ninguno de los de ahora la llegó a conocer.
No invita la temperatura hoy; pero gusta dar una vuelta aunque sea rápida por la calle Mayor y por algún que otro callejón contiguo. Los aleros de las casas viejas apenas si contrastan con el pálido gris de las montañas. La iglesia parroquial de Aragosa tiene un ábside semicircular de corte románico, revocado con una mano de argamasa. La espadaña es de sillería, con dos vanos y completamente achatada. Sobre los sillares parduscos de la espadaña crece una aliaga.
El atrio exterior a la iglesia es solitario y silencio­so. Se entra a él a través de un arco posiblemente del siglo XVII, que cierra una verja pintada de un color chillón. Detrás hay una pequeña explanada que cerca un murillo de barbacana. Se ve que antes fue cementerio. Existe sobre el liso del pretil una lápida mortuoria fechada en 1858. El difunto consta que se llamaba Domingo Leoncio, fallecido a los 18 años, 5 meses y 22 días. Uno piensa que por aquellos tiempos de muer­te, de ruinas y de camposantos, rondaba la tisis y escribía versos al punto el genial Gustavo Adolfo Bécquer.
Desde el pretil se ve abajo, plácido y humeante, el pueblecito de Aragosa tratando de despertar al día. Por encima del Pico del Lutuero se han puesto a dibujar círculos concén­tricos en el azul tres parejas de águilas, Una perra galga pasa junto a mí sangrando por una pata. Más a la caída, de nuevo en la calle larga, suena un aparato con música para clave de Scarlatti. Aragosa parece que se vuelve a dormir al son de una nana bajo las peñas.
Hemos dado al final en caer por la zona selvática que atraviesa el río, más abajo de la chorrera y de la fábrica de luz. En ambas márgenes crecen sin miramiento las plataneras y los madroños. Hay una explanada sembrada de césped que nos hace recordar las tardes calurosas del verano, con sus terna­chos de una hierba fresquísima, con sus sombras tupidas y apacibles, con el persistente murmullo de sus aguas... Bajo la peña, aprovechan­do la oquedad de alguna bodega, intuyo que debe estar el ambigú o pequeño mostrador de un merendero. Todo al momento, esperando, igual que en tantas cosas, el cambio de la climatología cuando al sol le dé por situarse frente a las capotas de los árboles.
Al partir, ante aquella quietud donde la Naturaleza lo es todo, uno piensa si el hombre, al fin y a la postre, no inten­tará imponer su perniciosa ley actuando contracorriente, y haciendo de estos paraísos anónimos carne de cañón para sus especulacio­nes, para sus caprichos, para sus comodidades, según el último grito de la nueva filosofía.
(N.A. Marzo, 1986)

sábado, 3 de enero de 2009

ARAGONCILLO


Aragoncillo queda oculto a la vista del transeúnte, acurrucado como liebre en cama tras uno de los declives que a las puertas del Señorío da lugar la llamada Sierra de Selas. Como eternos vecinos la sabina y el pinar. Al pequeño burgo se llega partiendo de lo poco que todavía queda de una antigua venta, a la margen izquierda de la carretera de Molina. Por tratarse de un pueblo escondido, uno viaja hacia Aragoncillo con la impresión de descubrir algo nuevo, otras formas de vivir, tierras sin mácula, gentes quizás carentes de proble­mas o distintos en cualquier caso de las mil inquietudes del siglo que, debido a su general repercusión, quitan el sueño a los demás hombres. Al poco de haber entrado en Aragoncillo uno se da cuenta de que no es así, y se queda con la remota sensa­ción de haber viajado inútilmente, de haber perdido el tiempo.
Cuando se atraviesa el camino de entrada junto al pairón que da fe de su condición de pueblo molinés, Aragoncillo se ofrece al viajero blanco y floreado, como dormido en lo mejor de su sueño bajo el peso de la tarde. El sol y los nubarrones de mediado agosto han dejado en aquellos parajes un ambiente pastoso y desapacible. Ni qué decir que las calimas de las cinco tienen a la gente retenida en sus hogares, en tanto que la tarde acabe por refrescar. Algún perro, por toda señal de vida, veo bostezar estirado de patas a la vuelta de un pare­dón en sombra.
De hecho, en pleno corazón de Aragoncillo, he acertado a caer buscando un respiro bajo la fronda malherida por la grafio­sis de un olmo que sirve de cobijo al murillo lateral del juego de pelota. Al otro lado queda la severa fábrica parroquial levantada a base de mampostería, sillar y piedra arenisca de color quemado, con su impresionante torreón-espa­daña orientado al poniente. De vez en cuando bufa sobre nues­tras cabezas el viento del norte, meneando como una masa de esmeralda esponjosa las copas de las acacias. En los aleda­ños del campanario chillan en el azul los vencejos, incontro­lados y juguetones, enredando los hilos negros de su vuelo en el invisible cañamazo de la media tarde. Si al paso que el tiempo transcurre no le diera por levantar cabeza, uno acaba­ría pensando que Aragoncillo es un pueblo muerto, de aquellos que en alguna ocasión nos ha descrito para solaz la imagina­ción sin fronteras de un Giovani Papini, cuando en horas de alta fiebre imaginativa, se recrea llevando a Gog, transpor­tando a la ventura su sombra inexistente, por los senderos de la más inconcebible irrealidad.
Caminando en solitario por sus calles, uno se da cuenta de que está en un pueblo desparramado, de yerboso y olvidado pavimento, ancho en superficie, fresco en su entorno por huertecillos y choperas que crecen en solemne anarquía.
Al respaldo de la fuente pública, con la que topo por casualidad en una placetuela, se baña a su antojo, aprovechan­do que nadie lo ve, un perrucho negro. El perro salta dando una aparatosa sacudida, cuando paran al borde del abrevadero una pareja de chavales en bicicleta.
-¿Sois de aquí?
-No; ninguno de los dos somos de aquí. Mi abuelo es el panadero. Nosotros somos de Madrid, pero aquí en el pueblo nos lo pasamos mejor.
-¿Cómo os llamáis?
Los críos se lavan las manos en el chorro antes de con­testar, como si la pregunta no fuera con ellos. Luego, se miran el uno al otro y dicen, por fin, que se llaman Oscar e Israel.
-Somos hermanos.
-¿Ah, sí?; pues no os parecéis mucho. Digo yo que por estas calles del pueblo con las bicicletas lo pasaréis mal, ¿no?.
-Claro que lo pasamos mal. Éste ya se ha caído una vez. Le vamos a decir al alcalde que lo arregle como están las carrete­ras. En Madrid nos e puede andar en bicicleta ¡Pues, menuda!
En lo que los de Aragoncillo dicen la Calle de Molina hay tres hombres alzando pared en una casa vieja. Se nota que les resulta extraña la presencia del desconocido, a tales horas tomando cuenta de lo que ve. Florentino Clares dice que, aunque no lo parezca, puede que aquel sea el pueblo mayor de la zona.
-Pues tiene razón, que no lo parece.
-Bueno, puede que Torremocha sea un poco más grande; pero poca cosa.
-¿Cuántos habitantes son entonces?
-En invierno quizá seamos sesenta personas en el pueblo. Hay media docena de mozos, que serán los que lo tengan que sostener todo.
-Dependerán del campo, supongo.
-Sí, de la agricultura y de lo poco de ahorro que se hace. Aquí no hay pinos como en otras partes para ayudar al municipio. Yo, por ejemplo, me encargo de repartir la corres­pondencia por estos pueblos.
Mis dos jovencitos amigos me preceden por las callejuelas descarnadas de Aragoncillo, con las bicis como haciendo escol­ta. Cada cuatro pasos se detienen y me preguntan cosas. Les digo que si hay bar me podían indicar dónde está para tomar algo fresco. Ponen en función sus vehículos de pedal y me conducen hacia la casa de Teléfonos.
-Aquí está el bar, pero café me parece que no tienen.
-Bueno, da lo mismo.
El bar de Aragoncillo en la casa de Teléfonos es tienda y estanco al mismo tiempo. Es un establecimiento amplio, cuidado y surtido convenientemente con los productos de uso común para no tener que salir a comprar fuera del pueblo. En una habita­ción contigua al portal donde queda el mostrador está la que pudiéra­mos llamar sala de juegos, con seis u ocho mesas de las de echar la partida de cartas. La señora Trini me cuenta mientras nos sirve que aquel es un negocio sin vida, que en verano, mal que mal se puede ir tirando, pero que cuando llega septiembre aquello se queda como muerto.
-Para las fiestas, me imagino que se pondrá que no se cabe.
-Sí, para San Bartolomé sí; pero son dos días.
Los dos acompañantes andan como inquietos, guerreros, sentándose y volviéndose a levantar en las sillas que hay en el portal.
-¿Queréis algo? Os invito a un chicle o a una piruleta si os apetece.
-No, un chicle no. Yo quiero mejor una Cocacola-dice Israel.
-Y yo otra -dice Cesar.
-Pues hijos, me vais a salir más caros que un traje de novia. Ya me extrañaba eso de que no os queráis despegar de mí.
Por las orillas del pueblo se ven solitarias las eras. Hay como una pradera informe, salpicada de casillas desier­tas que en tiempos sirvieron a los sacrificados campesinos como guarida en las tardes de sol y de almacén donde guardar los granos y los aperos.
Me gustaría saber, aunque supongo que nadie conocerá la causa, por qué a los habitantes de Aragoncillo les dicen por mal nombre los chuetes, y chínganos a los de Torremocha, y a los de Selas faldiquemaos. Tengo la experiencia de que, cuando en casos semejantes a alguien le pregunté la razón, la res­puesta es siempre una risotada.
Detrás del grueso tronco de un olmo mocho, hay una ancia­no que mira ensimismado hacia la ermita de la Soledad. El anciano se llama Doroteo Tello, un hombre simpático y cabal. Viejo, eso sí, pero fuerte como un roble y con buenas ganas de vivir.
-Claro, que bien visto más viejo es el olmo, ¿no le parece?
-Mucho más. Pero no crea -me dice-, que ya ando con los ochenta y siete. Treinta años me pasé como alguacil de Aragon­cillo. Eran otros tiempos, ya lo creo.
-¿Se pasa usted la vida aquí?
-Qué va. Los inviernos los paso en Alcorcón. Más allá de Madrid.
-Una pena; porque donde esté el pueblo que se quite lo demás.
-Sí, claro, pero son tres meses. Cuando el frío empieza por aquí a sacar las orejas, no hay quien aguante. Se está bien bajo la mínima copa del olmo conversando con el abuelo Doroteo. La tarde se acaba por suavizar y sobre los cerros de la Señorita y de Peña Alta, el contraste del marojo y de las estepas con el pulido celaje del Señorío, toma ciertas tonali­dades acristaladas imposibles de describir.
-Allí en lo alto se sube la Guardia Civil, y paran los helicópteros.
-Pues la ermita no está mal. Por la ventanilla se ve la Soledad y un San Antonio.
-Sí; los domingos nos dicen aquí la misa, porque la iglesia peligra. Es muy grande y muy hermosa la iglesia, pero el techo se nos viene abajo.
El abuelo Doroteo, y mis dos amigos inseparables, Oscar e Israel, me acompañan hasta la Lagunilla para que vea el parque infantil. Es un recinto de recreo relativamente amplio, enca­llejado, con césped en los espacios intermedios y yerbajos que nacieron por su cuenta en las pistas al no haber quien corra por ellas. Uno piensa que un parque infantil, en sitio donde no hay niños, no es una acierto que digamos.
-Lo hizo el Distrito. Se ve que les sobraban algunas perras y las emplearon aquí. No tiene mucha aplicación esto, no.
-Seguro que una buena arboleda para dar sombra y unos cuantos bancos más para sentarse hubiera sido mejor ¿No le parece?
- Sí; yo también estoy en esas.
Con la tarde en buenas, acudo debajo de las campanas a recoger el coche para volver a casa. Oscar e Israel, dentro de lo cabe, se ve que son unos niños agradecidos. No me dejarán ni a sol ni a sombra hasta que no me vean desaparecer de Aragonci­llo. Ya, abriendo la portezuela del automóvil para marchar, me habla Israel un poco preocupado.
-Es que antes te hemos gastado una broma.
-¡No me digas!
-Te hemos dicho que somos hermanos y no es verdad.
-Bueno; pues eso no está bien. Entre amigos no se dicen mentiras.
-No vas a venir más días a invitarnos a Coca-cola.
-Pues, no lo sé. Si la ocasión se presenta, claro que sí.
-Entonces nos das un beso y te decimos adiós, ¿vale?
Los dos, como estatuas vivas agarrados a la empuñadura del manillar, con los ojos abiertos como platos mirando la polvareda que levanta el coche al salir, se quedan atónitos en la orilla del pueblo. Uno se tira al camino embargado también, no sé, por una lejana tristeza.
(N.A. Septiembre, 1985)

ANQUELA DEL PEDREGAL


El pueblo de Anquela es estación términi para viajeros sin rumbo y para estudiosos de nuestra geografía provincial que se pierden por tierras molinesas, tomando al azar cual­quiera de los mil caminos que, a fuerza de andar y andar, uno jamás recorrerá completos.
Molina de Aragón, Prados Redondos, Anquela del Pedre­gal... Es el de hoy un lugar solitario, seco y triste en apariencia; pueblo sacado a flote a base de piedra caliza bicentenaria, de iglesia corpulenta, de mansos alrededores que enmarcan cuatro colinas viejas, de caminos de polvo bendecidos por el clásico pairón, y de contados pobladores, muy pocos, porque los que se fueron lo debieron hacer con intención de volver sólo muy de tarde en tarde.
Ante el hosco panorama externo de la antigua villa de Anquela, y un poco también cansado de viaje, uno accede hasta sus inmediaciones sin demasiadas ganas de entrar; se sentiría más a gusto parándose a descansar al pie de una cuneta mirando el vaivén de las espigas, dejando correr lento el tiempo como corren las nubes. El pueblo a esto de la media mañana está solitario. Cuando lo cruzo sin bajar del coche apenas si acierto a ver un anciano dormitando al sol, sentado sobre una silla de espadaña. Me llama la atención de momento una ermita de poco bulto que se deja ver más allá, por donde las eras. La ermita, por su traza, debe datar del siglo XVII. En la piedra clave del arco de la ermita hay un vítor con fecha de 1689. No se ve nada por la rejilla de la puerta; es todo una mancha oscura donde, al cabo de un rato, se perfila una imagen de la Virgen, colocada sobre una especie de urna con cristales que casi no distingo. Cerca de la ermita están los añosos casillas de las eras que en tiempo sirvieron de cobijo y de sombra apacible para agosteros y trilladores, ya casi legendarios. El piso de las eras se ve como embaldosado con piedras planas, entre cuyas juntas brota con fuerza el orondo ababol y el humilde vallico. Por el cielo se oye el sonido estruendoso de un aeroplano que se esconde y vuelve a aparecer de entre las nubes. Por detrás de la iglesia hay una báscula municipal de las de grandes cargas, seguro que para pesar el grano de las cosechas antes de ser transportado al almacén.
La iglesia es toda ella de mampostería con hermosa porta­da renacentista que mira hacia el sur. Junto a la igle­sia hay tres olmos completamente secos. La espadaña se recorta en arco y aparece rematada por una cruz.
-Poco personal, señora.
-Pocos; ya lo ve usted. Somos muy pocos.
En la esquina de una casa se lee medio borroso el indica­dor de la Calle Real. A cuatro pasos hay una reja de forja, al modo de aquellas que en su día tanto me llamaron la aten­ción en Alcoroches, en Motos y en Alustante. La Calle Real no tiene otro pavimento que el natural de las piedras con los yerbajos que mayo hace brotar, en tanto que las casas son bajas y con no demasiado gusto.
-¿Dónde está la plaza, oiga?
-Ahí más abajo; por donde el frontón.
La plaza de la fuente, un poco inclinada, es otra cosa. El piso, por lo menos, lo tiene pavimentado de cemento. Atrás, como fondo, queda la casa de Correos, sostenida por un recio contra­fuerte sobre el mismo tipo de piedra. Por su parte, la fuente pública es de las que se usan tan sólo cuando es preci­so, de esas que tienen un grifo para hacerles funcionar sin dar tiempo a que las aguas se malogren.
-Sí, claro. No es que la usemos mucho; pero tampoco podemos decir que haya que tirarla.
Me cuenta don Pedro Ramiro que Anquela no es hoy ni la sombra de lo que antes fue; que son para el caso diez o doce vecinos y, unos con otros, en una media de dos personas.
-Unos veinticinco habitantes, quiere usted decir.
-Pues sí, más o menos. Cuando yo era joven teníamos en el pueblo setenta pares de mulas y más de treinta parejas de mozos para bailar. Ahora, no hace falta que se lo explique, ya lo ve usted.
-Ese edificio en donde está el buzón será el Ayuntamien­to.
-Sí. Debajo estaban las escuelas. Dicen que en los tiem­pos antiguos fue toda esta manzana un convento de frailes. Se ve que era muy antiguo. Unas casas más abajo era la fundación del pueblo.
Por unas calles sin arreglar y por otras en obras me lleva don Pedro Ramiro hasta una casa con escudo en la facha­da. Gusta a las buenas gentes de los pueblos -es norma bastante gene­ralizada- llevar a los forasteros de un lado para otro enseñándoles los escudos de las viejas casonas hidalgas. El que ahora tenemos delante lleva esculpido un cáliz, unas llaves cruzadas y un bonete. A uno se le antoja que pudiera ser la casa rectoral de allá por el siglo XVIII, cuando las gentes eran dadas a dejar marcadas a perpetuidad las señales de su paso por este mundo, de por sí efímero y olvidadizo.
-Dicen que si era la casa de los mayorazgos; de cuando heredaba solamente el hermano mayor ¿A usted que le parece?
-Pues no le sabría explicar; pero, según los atributos que se ven, también pudo ser la casa del cura. Cualquiera sabe.
Ahora andamos pueblo arriba por el barrio que dicen de la Torre. En lo más alto, como por su misión cabría suponer, está el depósito de las aguas.
-Ya tenemos cada cual el agua en su casa; pero hasta hace poco la teníamos que bajar de la fuente, y antes aún la bebía­mos de los pozos, que teníamos que sacarla con un pozal.
Desde los altos del depósito el panorama visual es largo y variado. Bajo la capa de azul limpio conque nos sostiene la mañana, se ven alrededor, por el norte y por el poniente, los hilos recortados, a veces difusos, de las colinas en otras zonas características del Señorío que uno tiene la suerte de conocer.
-Aquellos cerros son todos de Aragoncillo. Si estuviera el día claro se verían los castillos de Molina. Como la mañana está de calina se quieren distinguir un poco, pero no se ven bien. Más abajo, por aquella otra parte, se ve el pueblo de Traid.
-Ah, pues en Traid tengo yo un amigo muy simpático. Se llama Santiago, el Borlilla.
-Lo conozco. Es también amigo mío. Antes tenía la parada de los burros. En ese pueblo vivió el Romo, que era muy caza­dor. Cada año se mataba él sólo más de cuarenta zorras.
En las vegas que tenemos a los pies tiñe el verdizal de las praderas y de los sembrados. Me cuenta mi amigo que allá, donde el olmo, hay un pozo al que antiguamente las mujeres bajaban a lavar.
-Había muchos pozos. Se han ido cegando para que no se caiga nadie. Se ahogó uno del pueblo y desde entonces se ciegan. Cuando hay mucha hierba o poca luz son un peligro. También, ahora como no hay quien trabaje los huertos son de poca utilidad.
En el pueblo de Anquela del Pedregal son fervorosos de San Antonio de Padua, cuya fiesta mayor trasladaron al día de San Roque (16 de agosto), fecha más oportuna para aquellos que vienen de vacación.
-Aquí es que a San Roque también se le ha tenido como patrón desde el años del cólera. Y yo me acuerdo de cómo las mujeres celebraban hace años el día de Santa Águeda. La gente era más pobre, pero aquella alegría de entonces no nos la devuelve nadie.
Don Pedro Ramiro me acompaña con gusto y me habla con exquisita afabilidad. Con su velado acento baturro el señor Pedro me da a entender que en el pueblo hay pocas sombras, que tenían cuatro olmos y se les han muerto los cuatro, y que si no tengo inconveniente me bajará para que vea un instante la balsa del Navajo.
-En esta casa nació mi suegra. Mire que escudo más majo.
El escudo contiene la Cruz de Calatrava y la fecha de 1613. Dos o tres hombres del pueblo andan revocando el muro exterior de una casa vecina, mientras que Conchita, una señora con ciertos aires de capital, hace punto sentada a la sombra.
-A ver si es verdad que se fija usted en las cosas buenas que tenemos en el pueblo -me ha dicho.
Desde allí bajamos hasta la balsa del Navajo, que cae en las orillas por las que se entra al pueblo. A cada paso y en cada esquina, el señor Pedro me cuenta lo que me tiene que contar.
-A este huerto le llamamos el Huerto de Josemaní. Es mío. Aquí me paso yo mis buenos ratos. Lo que hay en medio es una morera. La podé y parece que se está resucitando.
La balsa del Navajo es enorme. Tiene un diámetro que sobrepasa con seguridad los cincuenta metros. El fondo se ve plagado de ovas y de otras especies vegetales que con el tiempo suelen surgir en el fondo de los estanques. En varios puntos de su alrededor se ven troncos aserrados casi a ras de tierra.
-Eran olmos. Se secaron y hubo que cortarlos.
-¿Para qué emplean ahora el agua de la balsa?
-Para que beban un hatajo de ovejas que hay en el pueblo y unas cuantas cabras. Antes traíamos a beber aquí a todos los animales de labranza. Luego, cuando lo de la concentración, la cerraron, pero a la gente no le gustó aquello y la tuvieron que abrir otra vez.
-¿Nace de manantial o es agua de lluvia?
-Remana un poco, pero también es de la que se recoge cuando hay tronada.
Dejamos la balsa del Navajo reflejando la luz como en un espejo sobre la superficie completamente quieta de las aguas. No lejos de la plaza veremos a uno de los del fin de semana que toma el sol tumbado en una hamaca. Sobre la fachada de otra casa anónima vuelve a repetirse el sello heráldico con las llaves cruzadas. El señor Pedro Ramiro se encuentra tan feliz. Lo noto satisfecho de que Anquela me haya podido gus­tar, pese a la distancia y a la aparente adustez que lleva consigo la falta de sombras.
-Lo bueno es que nos dejen vivir en paz en el pueblo -me dice-, que nunca nos saquen de aquí. El día que lo hagan que sea para siempre, muertos y en angarillas. ¿No le parece a usted?
Por cuanto a otro comentario, lo demás sobra. El pueble­cito molinés sigue con su manojo malcontado de habitantes rindiendo culto a la quietud, al sosiego, a la paz íntima de cuerpo y de espíritu que los más sabios, los que por aquellas de la casuali­dad vivimos en las ciudades, ya quisiéramos encontrar para nosotros mismos.
-A fin de cuentas, ya sabe usted, a toldos nos van a medir con el mismo rasero.

viernes, 2 de enero de 2009

ANQUELA DEL CAMPO


Al atravesar Maranchón la mañana estaba abierta. Al viajero le cuesta arrancar a tierras de Molina, y cada vez que lo hace cree que parte hacia un país poco menos que de las antípodas. Toma la mañana con tiempo y se pone en camino del Señorío, poseído de un tan injustificado optimismo en cada viaje, que no lo logra comprender y bien que lo procura. Pasado un lustro ya de ires y venires por los vericuetos más diferentes y más perdidos de la provincia, uno comienza a descubrir que tiene vocación molinesa.
Anquela del Ducado es por origen tierra de Medinaceli; añadida como otros pueblos más de la comarca al partido judicial de Molina de Aragón cuando éste dejó de figurar como territorio autónomo. Los años transcurridos desde entonces, y el roce afectivo que la circunstancia acarrea, han hecho que en esta faja de tierra inhóspita y al mismo tiempo entrañable, se palpa el carácter molinés y se respiren los aires puros de todo el Señorío.
Anquela, amigo lector, es el pueblecito que ves como recostado en las rocas, entre dos valles, cuando acabas de bajar -quizá te hayas detenido alguna vez a beber agua- desde la fuente que dicen de la Canaleja, una de las pocas fuentes de agua potable y de abundante manar que nos han dejado junto a las carreteras.
En el pueblo se nota al entrar un ambiente semifestivo. La experiencia nos tiene dicho que los lugares de escasa población se multiplican los fines de semana, pero no tanto. Dejados ya los días de solaz que trajo el verano, Anquela es un bullir inconte­nible de gente joven que pasea a la sombra de los árboles, que abarrota a media mañana el barecillo de El Maño, de mozalbetes fornidos con traza de capital que sudan la camiseta en el frontón jugando a la pelota.
En la plazuela de la solana la fuente pública tira dos chorros generosos de una agua fresquísima. En el monolito frontal dice: «Año 1923.Alcalde Julián Fuentes». Un hombre sube desde la huerta y se pone a lavar bajo el chorro un par de cebollas acabadas de coger. El hombre me mira de una forma extraña, no sé si con curiosidad o con desconfianza.
-Buen agua tienen en Anquela -le digo.
El hombre de las cebollas cambia de aspecto y me habla con amabilidad.
-Sí, señor; de esto no nos falta, gracias a Dios. Que ya leemos en los papeles lo mal que lo están pasando en otros sitios. Toda esta agua es la sobrante; la que no se emplea en las casas.
El pueblo de Anquela, metidos ya en la pendiente que nos subirá hasta las eras, asienta sobre un peñascal de piedra gris laminada, mirando al vallejo de las salinas por donde debe pasar un arroyo que no tiene nombre. En la Cuesta, unas señoras muy amables que viven fuera me cuentan que hoy es la víspera de San Martín, la fiesta mayor, y que, por eso, hay más gente de lo habitual.
-Claro, si en vez de venir hoy viene usted mañana, se encuentra con la procesión del Santo y un buen ambiente en el pueblo.
-Pues yo creí que la fiesta de San Martín era el 11 de noviembre.
-Antiguamente sí; pero se adelantó para que nos resultara más fácil acudir. A últimos de agosto hemos tenido otra, para los veraneantes más bien.
A la caída de las eras, arriba, tras los muros de la iglesia, está el barranco del Molino. Hay un espantapájaros negro, horroroso, con los brazos abiertos encima de un montón de escombros, dando vista a la hondonada de las choperas. Contemplo el bravo espectáculo del barranco aguantando el vértigo desde lo alto de las peñas. Abajo, el sereno espectáculo de los huerteci­llos baldíos, de las pequeñas parcelas de hortaliza que, tiempo atrás, vivificaron las aguas corrientes del río Mesa, escondidos entre la fronda amarilla de los chopos y de los zarzales. Suenan por las laderas del cerro Picozo los disparos de las escopetas de los cazadores. Frente a nuestro comprometido mirador, los cortes sinclinales del inmenso roquedal que atraviesa el cerro más próximo, cargan el paisaje de espectacularidad y de patetis­mo. Por el saliente, las casas de Selas brillan al sol en el fondo del valle, en torno a su inconfundible torrecilla del reloj.
La iglesia está cerrada, sola en todo lo alto. Se ve que es un templo antiguo. Tiene una espadaña triangular con sabor románico, y un arco de medio punto que adivino, más que veo, por el agujero de la cerradura del pórtico, añadido algunos siglos después. Sentado sobre los escalones de arenisca siento chocar contra la piel el airecillo fresco del poniente. El sol del otoño es absorbido por la madera seca de la puerta. Tierras salinosas quedan ahora de frente, en vista menos bravía que la que tenemos a la espalda. Desde aquí, pese a la especial condición del día para las gentes de Anquela, no se oye más que el ruido lejano de algún vehículo de paso que viene o que va por la carretera de Molina.
Muchas de las casas del pueblo se ven construidas de piedra antigua, y se cubren de tejados rojizos. Las hierbas aparecen por algunos de los rincones más abandonados del barrio alto. El público se bajó a los aledaños de la carretera, como empujada por la fuerza de la gravedad. En el Cotanillo, una especie de placetuela con firma irregular, le pregunto a un señor si funcionan las salinas. El hombre es duro de oído y no me debió comprender; pero me responde su señora que escuchó desde el interior de su casa.
-Pues no funcionan, no señor. Ya hace mucho tiempo que no funcionan. Yo me acuerdo de cuando sacaban la sal. Las trabajó un tal Doroteo, que era de Selas, pero ya hace mucho tiempo de aquello; casi nadie lo recuerda.
-Tendrán un dueño.
Sí que lo tienen. Los que viven son los hijos del dueño. Se fueron y se pusieron a trabajar en otras cosas, y ya sabe usted lo que pasa. El pozo del agua de sal está lo mismo que siempre. Antes la sacaban con una noria, pero ya nada. Ahí está.
-¿No tiene el agua del pueblo sabor salinoso, por la proximidad?
-Nada; no dirá usted. Es que no viene del mismo sitio. El agua que bebemos nace en la Varga; mire, allí entre aquellos olmos. Ella sola baja hasta el pueblo sin motor ni nada; por su cuenta.
Mis amigos del Cotanillo se llaman Celestina y Basilio; gente entrañable y familiar, que muy pronto le hablan al desconocido de sus hijos, de la prórroga para cumplir el servicio militar, de los níscalos que se cogen en el pinar y de San Martín, el Patrón del pueblo.
-Pues le voy a sacar un cuadro que tengo de San Martín, igual que está en la iglesia. En el pueblo le tenemos mucha devoción.
La mujer vuelve enseguida con una fotografía en blanco y negro del Santo. Una escultura desangelada, de artista sin porvenir, donde se ve al obispo de Tours partiendo su capa en dos desde el caballo con su propia espada.
-Ya ve usted, para darle la mitad a un pobre. De estos santos ya hay pocos.
-Me pregunto yo que en días de invierno el pueblo se quedará medio vacío.
-Quedamos muy pocos en invierno; unos veinte vecinos escasos, o puede que sean dieciocho. Antes se dependía de la resina, y al cerrar la fábrica la gente se fue.
-¿De qué se vive ahora?
-Pues mire, se vive de todo y de nada. Un poco del trigo, de los huertecillos de judías y patatas de la Varga, y ahora también un poco del girasol. Cosa de nada. La fábrica de resina está ahí detrás, en la Vianeda que le decimos, pero no trabaja. El cerro aquel de los marojos se llama Valdelópez, y más allá Valdequite.
Al bajar, uno se cuela instintivamente en el barecillo que hay frente al juego de pelota. Tres mesas de hombres están jugando sus partidas de guiñote animadamente. La habitación que ocupa el bar es más bien reducida, contigua a una tiendecilla de comestibles repleta de señoras. Un cazador alto y metido en edad muestra dos codornices colgando de la canana. En el barecillo se respira un ambiente denso que casi se puede cortar. Sin tener necesidad apenas, pido en el mostrador un botellín de cerveza que el dueño sirve con prontitud, fría como los chupones del hielo.
-¡Caramba! Tendrá que ponerme un vaso, a ver si se templa.
- Esa es la cosa; que las del tiempo no gustan y tan frías no hay quien las beba.
El dueño del bar de Anquela es un muchacho simpático, que va dejando al hablar un marcado acento baturro.
-Oiga ¿Por qué le dicen el Maño?
-Mira éste; porque soy aragonés ¿Es que no se nota, o que? El dueño es mi suegro; pero tómese otro quinto que ahora le invito yo.
-No, muchas gracias. No puede ser; que luego me salgo de la carretera y eso es mala cosa. Otra vez será, se lo agradezco.
En las paredes de la sala, turbia por el humo de los fumadores, se ven algunos cuadros al óleo de pintor bisoño representando paisajes conocidos de Molina. Fuera, los mozos continúan sacudiendo la pelota en el frontón que sale disparada de la raqueta. Mientras tanto van llegando algunos automóviles con gentes de fuera que vienen a pasar las fiestas de San Martín al lado de los suyos. Uno -de pueblo al fin- siente cierta nostalgia de los años jóvenes y recuerda, de manera fugaz, otras fiestas, otros lugares y otros tiempos que no volverán nunca.
(N.A.Octubre, 1983)

ANGUIX


Estoy sentado, amigo lector, sobre las hierbas secas al pie de un castillo medieval, o dicho mejor, al píe de las venerables ruinas de un castillo medieval. Uno más de los muchos que ennoblecen por cualquier latitud las tierras viejas de esta provincia. Abajo, lamiendo los abruptos peñascales que sostienen como peana las ruinas de este castillo de Anguix, serpentea el padre Tajo, dibujando muy a escondidas y calladamente los recodos y escapes a que dan lugar las tierras fragosas con las que desde la altura nos sorprende la Alcarria.
El sol es fuerte y la mañana limpia. Pese a todo, los generosos vientos de la cumbre refrescan la sudada piel del caminante después de la ascensión, colándose como mimosa arma de paz entre las saeteras. La serena filigrana del río por debajo de los despeñaderos, y la uniforme aspereza de los bosques que en este instante tengo frente a mí, producen, estoy seguro, una impresión de las que difícilmente se van de la memoria. Al norte, en dirección opuesta, el poblado de Anguix con sus casonas blancas de alquería, las tierras rasuradas de los rastrojos, los olivares lejanos y las carrascas próximas, las manchas cuadrifor­mes amarillo viejo de los campos de girasol. En medio de todo, dominador siempre, el castillo inexpugnable, lección al alcance de cualquiera de lo que la palabra inexpugnable quiere signifi­car.
De pie sobre los gruesos muros, con los vientos de la Alcarria soplando veladamente sobre el cuerpo del visitante, los filos del vértigo se encrespan hasta la temeridad. De puro impresionante, el espectáculo natural de los montes, del río, de los despeñaderos, desde estas piedras castilleras produce pavor.
Desde el interior de la torre del homenaje el campo, con los riscos violentos y el viraje del río, se enmarca en las propias arcadas que miran hacia el mediodía y hacia las puestas del sol, dando lugar a un cuadro natural impresionante. En el suelo hay un ventanuco circular que se comunica con la mazmorra de ladrillo que hay en el piso de abajo. A un lado, la escalera de caracol medio derruida por la que no me atrevo a subir. Al través de sus troneras se distingue por el saliente el verde intenso del río, que desciende manso marcando en torno al castillo uno, dos, tres meandros, antes de desaparecer definitivamente dispuesto a tranquilizarse en las balsas de Bolarque. sobre los viejos muros hay escritas fechas, dibujados a punta de tizón corazones heridos, dejadas a perpetuidad leyendas más o menos obscenas, fruto, claro está, de la civilización del progreso, en contraste con los severos pudores de lo antiguo.
El viento cada vez más fuerte que se cuela por debajo de las arcadas, mimbrea las hojas de la ortiga y silba al chocar con los cortes desmoronados del torreón. A la salida, duro mirador frente al río, se adivina después de los siglos el trabajo de los picapedreros que dieron forma a la roca para convertirla en atalaya de provocadoras visiones durante la remota madruga de la Alcarria. Hoy se crían, muy asidos a su respaldo, los amarillos abanicos de la flor de té.
-Se ve que los antiguos sabían muy bien lo que se llevaban entre manos. ¿No le parece a usted?
-Sí señor, lo sabían mejor que nosotros. Eran una gente muy lista. Aquí, al que se negaba a trabajar, dicen que lo arrojaban por el barranco.
Los historiadores y cronistas aseguran que el primer castillo que existió sobre estas peñas fue levantado en el siglo XII, en el año 1140 aproximadamente, siendo su propietario el caballero toledano don Marín Ordóñez; pero su viuda lo entregó a la Orden de Calatrava en el 1174. El actual es obra de finales del siglo XIV, de cuando las tierras de Anguix pasaron de nuevo a ser propiedad real incluidas en el concejo de Huete. Es el rey Alfonso XI quien lo regala más tarde a su montero Alfonso Martínez, pasando en 1464 a ser propiedad personal del rey Enrique IV. Más tarde llegaría a ser posesión del primer conde de Tendilla y, finalmente, de los marqueses de Mondéjar.
-Cualquiera se sabe todas esas historias. En los libros sale toda la leyenda del castillo, pero vaya usted a saber.
-¿Nunca se le cayó una cabra por el despeñadero?
-Nunca jamás. Estos animales son muy equilibristas.
De regreso, ya casi dentro del caserío, la sorpresa es todavía mayor. Tengo que aminorar la velocidad del automóvil por el camino de tierra para no atropellar a un enorme ejemplar de ave rapaz, un águila tremenda que anda engulléndose precipitada­mente una culebra de las de más de un metro. Cuando, por fin, consigue levantar el vuelo, con la ayuda de un terraplén que le facilita el despegue, el animal lleva colgando, asegurada en las garras, más de la mitad del cuerpo de su víctima que con las prisas no tuvo tiempo de mandar al estómago.
-Pues le aseguro, señora, que la impresión todavía no se me ha ido. Era un bicho que parecía un avión.
-Ah, pues no me diga usted más. Llevo unos días que echo de menos nueve o diez pollos que tenía, y seguro que ha sido el águila.
El poblado de Anguix queda como a un kilómetro escaso del castillo en dirección norte. La calle principal, también en la que viven casi todos los vecinos, es la carretera que va desde Pastrana a Sacedón. Las casas están blanqueadas por fuera y todas las calles limpias. A la salida hay un pino altísimo, con un tronco de gran corpulencia y dos olmos hermosos, vivos aún.
-Lo que no acabo de entender -pregunto- es si esto es un pueblo o es una finca. He visto la iglesia, el colegio, algunas viviendas abiertas y otras sin habitar...
-Pues sí señor; es todo una finca.
-¿Cuántas familias viven?
-Ocho familias somos ahora.
-Y estarán agregados como vecinos a algún pueblo cercano.
-Pertenecemos a Sayatón; un pueblo que está subido en un alto, más allá, por esta misma carretera. El cura que viene es el de Bolarque.
-¿Los niños van al colegio?
-Ahora ya no. Antes sí que iban. Los pocos que quedan se los llevan al colegio de Albalate. Se está marchando de aquí todo el mundo. Los jóvenes no se quieren quedar. antes teníamos maestra y todo.
Doña Carmen González me explica después que en Anguix tuvieron como patrón, con su fiesta propia, a San Isidro Labrador, pero que ya no hacen nada, que ahora celebran como fiesta suya la de Sayatón el 15 de agosto. Luego es ella la que pregunta.
-¿Conoce usted Pastrana, por casualidad?
-Sí señora. Viví allí unos cuantos años, y creo que todavía tengo en Pastrana buenos amigos. es un pueblo muy bonito.
-Pues yo es que soy de Valdeconcha. Llevo viviendo aquí desde que tenía 14 años; así que, ya ve. Mi marido se va a jubilar dentro de poco. El pastelero de Pastrana es mi hermano.
-¿El señor Rosendo?
-Sí señor, el mismo ¿Es que lo conoce?
-Claro que lo conozco. Se parece usted mucho a él.
-Otro hermano tengo también en Valdeconcha. Cada uno tiramos para su sitio.
En la placetuela de la iglesia hay plantado un curioso monumento sobre pedestal de cemento, y de azulejos que el tiempo se va encargando de despegar. Consiste en tres piedras de almazara, cónicas e iguales las tres, que se rematan con una gran rueda dentada y una especie de tolva por encima a modo de cruz. Detrás queda la iglesia y una casa con vistosa rejería que, por el aspecto, nadie debe usar y acabará destrozada por el abandono como con el tiempo es muy posible que acabe todo Anguix.
-Si se acerca usted por donde está la escuela puede ver a mi marido y a otros hombres que andan por allí encerrando el grano.
Una nube finísima intenta cubrir el castillo por el mediodía. La imagen resulta entre pintoresca y fantasmal.
-Oiga, pues para subir hasta el castillo hay que pensárselo dos veces. Hay quien se queda por la mitad y no sube.
Yendo hacia la escuela se ven algunos chiquillos corretean­do; son chiquillos morenotes y sanos, con la tripa al aire. Dos o tres carruajes antiguos duermen el sueño trágico de su inutilidad debajo de una encina copuda. Alrededor del pueblo se ven muchas encinas copudas. Sobre la puerta y las ventanas destartaladas de la escuela dice "Grupo Escolar Antonio López Pérez". Por dentro se ven algunas mesas bipersonales y cascotes desprendidos del techo. Las escuelas clausuradas son la muerte próxima de los pueblos.
Anguix, visto desde aquí, nos lleva necesariamente con la imaginación a otras tierras de España. Más que un caserío en mitad de la Alcarria el pueblo parece una venta manchega, un cortijo andaluz o una alquería extremeña. A cualquiera de los tres lugares se podría transplantar sin desdecir en ninguno de ellos.
-¿Qué piensan hacer, señora Carmen?
-Pues mire usted, qué se yo. Nos iremos a Alcalá con los hijos.
-Un cambio demasiado brusco. Echarán de menos todo esto.
-Ya ve, toda la vida aquí. Lo echaremos mucho de menos, ya lo creo.
Cuando intento pasar al amplio corralón o patio donde el marido de la señora Carmen y algunos hombres más descargan el grano, me lo impide muy enfadada con los ladridos y el lomo en arco, una perra loba que se llama Sila.
-No hace nada. Es una perra muy dócil. Lo que pasa es que, como no le conoce...
Anguix, simpático lugar de la Alcarria, pese a no consti­tuir municipio por sí mismo, es un pueblo hermoso, muy tranquilo.
Sus alrededores en tierras del Tajo cuentan con el privilegio de las cosas insólitas, de lo irrepetible, de aquello de lo que tan sólo se puede gozar alguna vez y después se guarda en el arcón de los buenos recuerdos para siempre. Y sus buenas gentes, aún con el carisma de la sensatez y de la conversación amable y sin distancias; lo que significa, más o menos, andar por la vida a corazón abierto, que es el culmen de la fiabilidad y de la transparencia, dos cualidades indispensables para convivir de las que el mundo del progreso suele pasar para mal suyo.

(N.A. Septiembre, 1987)

jueves, 1 de enero de 2009

ANGUITA



Por razones climatológicas me hube de salir en esta ocasión de la norma habitual y llegué a Anguita por la tarde. La experiencia espero que se repetirá en cuantas ocasiones me sea posible, pues es cierto que si con los primeros latidos del día cada pueblo pone ante los ojos del visitante su aspecto vital, que paulatinamente se va disipando a medida que el sol de la mañana toma lugar sobre su techo, la pureza de su ambiente, la transparencia, su color genuino y hasta su propio olor, suelen aparecer durante las pocas horas que preceden al crepúsculo.
La plaza del ayuntamiento es una de las primeras sorpresas conque Anguita regala al visitante que cae por allí para ver y para preguntar, si llega el caso. Es una plaza original con sólo tres caras, que se inicia pasadas unas escaleras de acceso y se alarga después calle arriba camino de los barrios altos.
Antes de subir a la plaza, los hombres matan la tarde en el bar dándole al naipe y fumando despreocupadamente. Otros, que ya ganaron, ya perdieron o no quisieron jugar, toman café en la barra y miran al que llega nuevo con ojos de confianza.
- Buenas tardes, amigo.
- Hola. Buenas tardes.
- ¿Qué va usted a tomar?
Era don Cristóbal Samper, el alcalde, que me debió reconocer a primera vista y me presentó al secretario.
Nos pareció oportuna la sugerencia de don José Huarte y subimos a la Secretaría, donde nos fue posible hablar libres de todo bullicio. El ayuntamiento de Anguita es, al parecer, el edificio más antiguo del pueblo. Un caserón centenario que rezuma señorío en su arco de entrada, en sus artesonados y en sus viejas columnatas con capiteles de madera tallada.
- A este pueblo yo he oído que le llamaban antes Cuevas de Lonzaga, y como usted verá es muy antiguo.
- ¿Cuántos habitantes quedan?
- Bueno, entre todos los pueblos incorporados son 605 personas, pero a Anguita le corresponden 358 exactamente.
- ¿Qué otros pueblos son los incorporados a éste?
- Pues mire, son: Aguilar, Santa María del Espino, Padilla del Ducado y Villarejo de Medina. Los hay hasta de treinta habitantes.
- ¿Y el principal medio de vida?
- La agricultura. Aquí se vive del cereal y se siembran hasta las 200 hectáreas de regadío que tiene el término. Ganadería, muy poca; yo creo que no pasará de 2.000 ovejas y 200 cabras. Aparte, tenemos 700 hectáreas de pinar y otras 400 que se están repoblando ahora.
- ¿Tienen problemas económicos?
- No. El pueblo no tiene problemas económicos serios. Tenemos un buen presupuesto y, en este sentido, estamos mejor que otros pueblos.
- ¿Qué le preocupa a usted como alcalde?
- Me preocupa lo primero que tenemos a la vista, que es modernizar el alumbrado público y el pavimento de algunas calles que faltan. Yo creo que todo puede estar hecho dentro de un año o poco más.
A escasa distancia de Anguita está el campamento juvenil donde en breve se piensa invertir cerca de veinte millones de pesetas. El campamento provincial es una magnífica instalación con agua corriente y fluido eléctrico propio, donde cada año cientos de muchachos pasan temporadas de trabajo y de recreo al aire libre.
- Si quiere, podemos dar una vuelta por el pueblo.
Por supuesto que me pareció bien la invitación del señor Huarte. Minutos después estábamos en el atrio de la ermita que hoy sirve al pueblo como templo parroquial en la parte alta, contemplando el insólito panorama que a estas horas de la tarde presenta la vega del Tajuña con Aguilar al fondo, a la vez que deja la alargada silueta de su sombra sobre los campos de trigo. Desde allí toman vida aquellos versos del Poema:

Troçen las Alcarrias e ivan adelant
Por las Cuevas d´Anguita ellos passando van.

- Por allí, cerca de Aguilar, está la ermita de la Virgen del Robusto, donde antes, cuando había más jóvenes, se hacía una romería a la que venía gente de más de veinte pueblos, incluso de Aragón.
- ¿Cuándo celebran la fiesta?
- La Virgen de la Lastra es el primer domingo de octubre, y es la fiesta patronal de Anguita; pero ahora, los veraneantes han organizado otra el primer domingo de agosto. Así que tenemos dos.
A don Cristóbal Samper hubo un momento en que se le llegaron a resistir las calles empinadas del pueblo bajo su mando. Unas calles perfectamente pavimentadas en su mayoría y con rincones bellísimos por cualquier parte. Charlando con el secretario llegamos hasta la Hoz, el gran descubrimiento.
- Por aquí dicen que acampó el cid cuando iba para el destierro. Mire: esa iglesia que hay al otro lado del arroyo es la parroquia, que está esperando hundirse cualquier día por abandono.
Soplaba fresco el vientecillo por la carretera de Maranchón. Unas encima y otras debajo las casas juegan entre las rocas de la hoz teñidas de irisaciones por el último sol de la tarde. En lo más alto, algunos robles hacen equilibrios clavando su raíz entre las peñas.
- Aquí el vecindario suele estar contento. No existen prácticamente los impuestos municipales, y eso ya sabe usted que siempre viene bien; pero, a pesar de todo, la juventud se va.
De regreso al pueblo, nos esperaba el alcalde cerca del puente del arroyo. En una esquina que da a la plaza hay un balcón con escudo y la inscripción "1600", partido en su mitad como a corte de cuchillo. La casa tiene todo el aspecto de una dama venerable sumida en el olvido, a la que no le quedan fuerzas ni aun para el lamento.
- Yo siempre he oído que aquí durmió una reina, ¿sabe?
- Es posible. ¿Y qué reina fue?
- eso no lo sé. Siempre se ha dicho así. Esta es la casa más vieja del pueblo, después del ayuntamiento.
La casa de la señora Cesárea es hoy un pequeño bar, que tuvo el techo artesonado hasta que un mal día se les ocurrió dar de yeso y cielo raso.
- Ya lo sé que hicimos mal, pero ya ve usted.
En el salón de sesiones del ayuntamiento, y bajo la dirección de don Antonio, el sacerdote, un grupo de jóvenes ensayaban teatro. Era una obra sobre la Pasión que esperan representar en Semana Santa; después, si la cosa se arregla, reponer en la capital para público de la tercera edad en función desinteresada.
La verdad es que aquella tarde no sentí prisa alguna para marchar, aunque la distancia y la hora se encargaron de hacerlo. Anguita es un pueblo hermoso con color y sabor propios, donde uno se encuentra a gusto. Un poco escondido, eso sí, pero en su aislamiento está, probablemente, la clave de su misterio y de su belleza abundante. Una pincelada justa dentro del marco variopin­to del paisaje total de la provincia.
(N.A. Abril, 1980)

ANGÓN


-Angón debe caer muy cerca de aquí, ¿no?
-Muy cerca, sí señor. Un kilómetro más abajo lo tiene.
Un hombre y dos mujeres están esperando, al respaldo de una casilla en la carretera de Soria, el autobús de la tarde.
Efectivamente, enseguida se divisa el pueblo de Angón en el vallejo, con su torre alzada sobre la escarpa de una prominen­cia gris y por debajo los tejados ocre de sus viviendas. Siempre como fondo las sinuosidades, no tan lejanas, de la presierra, y en lontananza los perdidos picachos del Sistema Central, más o menos por la línea divisoria de las dos Castillas.
El ramal de carretera es corto, pero enrevesado. Los que suben a pie o en caballerías suelen burlar por el atajo y llegan con mayor rapidez a la que pudiéramos llamar carretera madre, equidistante casi de Atienza y de Jadraque, las villas más cercanas, al norte la una y al mediodía de la otra del empalme de Angón.
En los sequedales de los bajos se agostó la mostaza, mientras que en los vecinos oteros se enseñorean las aliagas, los enebros y los roquedales de un triste color de plomo. La tarde también es oscura como el campo, de una placidez otoñal sobreco­gedora. Ha y momentos en los que el sol se cuela entre los claros del nubarrón y se hace la luz. Entonces el campo se enciende y se carga de optimismo. Es otro campo.
Henos ya junto a la pequeña ermita de la soledad, adormecida bajo el caduco ramaje de una noguera. En la calle principal -quiero recordar que está dedicada a la reina María Cristina- los ancianos y las ancianas se han salido al poyo a ver lo que pasa. Angón es como un mar en calma. Al fin alcanzo la recoleta Plaza Mayor, pequeña y graciosa, con la leve escalinata del ayuntamien­to en un lateral y un olmo en el centro, desmochado y herido de grafiosis. Los ventanales de la antigua escuela de niños gimen en la solana con dolor de madre que no se resigna a haber perdido a sus hijos. Poco más abajo, el señor Claudio ojea una revista que alguien le ha traído de la capital.
-Más de treinta chicos hubo siempre en esa escuela. Pero, ya ve lo que son las cosas, seguramente que en este tiempo no quedamos aquí de fijo ni una docena. Chicos, ninguno. En verano, eso sí, los que quiera.
-¿Sabe que me gusta su casa? De piedra fuerte, sí señor, para durar.
-Para durar si se la cuida. Las casas de los pueblos, si no se está encima, empiezan por una gotera y acaban en el suelo; pero en poco tiempo.
La piedra caliza y el adobe sostienen como pueden la vejez de tantas viviendas destinadas a la ruina. Algunas con curioso entramado y con una centuria o más bajo el alero; y otras adecentadas y elegantes, de artísticos balcones de forja enfilando calles limpias, impecablemente pavimentadas, como esta de la Fuente por donde ahora nos movemos, que cuenta con la gracia secular de un arco de dovelas curiosísimo.
-Buenas tardes tenga usted, caballero.
-Muy buenas.
-La fuente del pueblo cae más a las afueras, me han dicho.
-Sí, está más abajo, detrás de la plaza. Son dos fuentes las que hay. La primera, que tiene mejor paladar, y la otra que se empleaba antiguamente para dar de beber a las caballerías. Están juntas, pero las aguas son bien distintas.
La primera, la de mejor paladar según me contó don Julián de Pedro, el alcalde, vierte de un frontis menudo de sillar a un piloncillo a ras de suelo que malamente permite beber, aun poniéndose de rodillas sobre el borde. La otra pilla a cuatro pasos. Es un pilón rectangular, que vierte desde un monolito colocado en el mismo centro.
-¿Vienen aquí a coger agua?
-No; la tenemos en las casas de otro manantial distinto que es todavía mejor. Aquella viene desde un paraje que le decimos Valdefresno. NO falta quien viene aquí a llenar el botijo, porque ha sido la fuente de toda la vida y sale más fresca en verano, pero por capricho.
Por estos extramuros he vuelto a saludar a don Pablo y a don Daniel de Pedro, a quienes había visto días atrás en aquel mismo sitio y quise entregarles el original de la fotografía que tomé previamente; a don Máximo, capellán castrense, quien salvando un malentendido que no viene a cuento, me regaló un encendedor como recuerdo del regimiento de Artillería Antiaérea, número 71, en que hice el servicio militar por aquella añorada década de los años sesenta.
El alcalde me invita después a ver el pueblo desde otra perspectiva, desde el pretil de la iglesia. Para subir es preciso atravesar todo Angón, siempre de cara al cerro del Altillo, donde parecen distinguirse grandes hileras de pared, correspondientes, quién sabe, a un viejo castro musulmán o a olvidadas parideras de primeros de siglo.
-Qué va. Son paredes de piedra, como de cercas. Detrás hay una carrasca muy grande. Aquella es mía.
-Lo que sí se ven son muchas parras.
-Tampoco valen mucho. Un pinar divino es lo que tenemos, jovencito, de unos treinta años y propiedad del pueblo.
-Pues no parece tierra de pinos; ya ve.
-Sí, allá más adentro. Es un pinar de repoblación, pero muy hermoso. El día que se pueda tirar de ello será una gran riqueza.
-Y buenas calles, señor alcalde.
-Buenas. Las arreglamos el año pasado, y el agua a las casas la pusimos también. Casi todo de aportaciones y de hacenderas de la gente. Otro poco nos dio también la Diputación. después de las obras ha quedado muy bien; pero no sabe usted lo que cuesta.
Angón, activo y solidario, es un pueblo en el que, hoy por hoy, están sin fiestas patronales. Me lo explica el alcalde.
-Bueno; Patrón sí que tenemos. Es San Blas. Como usted sabrá, su fiesta es el tres de febrero, pero hace mucho que se cambió a septiembre. Ahora resulta que para esas fechas la gente ya se ha ido, así que, como aquel que dice, no celebramos nada. Qué sé yo si nos traerá cuenta de pasarla ahora al tres de agosto.
-Eso, ustedes verán.
-Claro, y como aquí no hay ninguno. El más joven del pueblo soy yo. Tengo sesenta y ocho y lo que cuelga... Ya ve qué plan.
Mientras que así habla mi amigo Julián de Pedro, vamos alcanzando, poco a poco, el alto del pretil. La iglesia sirve de remate al barrio más antiguo y descuidado de Angón. Se ve que la gente prefiere para vivir la parte llana de la calle de María Cristina, de la Plaza Mayor y de la calle de la Fuente. Pisamos por callejones de piedra desgastada, donde han crecido la hierba y los zarzales porque nadie transita. El atrio y las escalinatas de la iglesia se sostienen sobre cimiento natural de roca viva. Julián, el alcalde, prefiere que pasemos antes a ver el depósito de las aguas.
-Yo me encargo de darla y de quitarla -dice-. Aunque tiene un aparato que hace que se corte y se dispare solo.
Una vez en el interior de la caseta donde está el depósito, subimos por los escalones de hierro y nos sentamos encima del borde. El tubo de entrada no echa ni una gota. Mi acompañante tira de la boya y, al momento, comienza a salir cada vez con más fuerza hasta que no cabe por la boca de la tubería.
-¿Verdad que esto es una riqueza?
-Ya lo creo.
-En lo del sondeo lo tenemos regulado para que dé tres litros por segundo, pero da seis. Ya ve si nos sobra.
-¿Cuánto cabe el depósito?
-Treinta y cinco mil litros, un poco escasos. Con dos horas y media al día funcionando, tenemos bastante.
Afuera otra vez, nos hemos quedado solos ante el espectáculo de los Aguanares y todos aquellos vallejuelos que comanda a lo lejos la Peña Bodera. Desde el pretil el alma se torna serena como el campo. Antes hemos visto el campanario de bien conservado sillar, mirando a las puestas del sol; el cementerio adosado al templo, y ahora la sorpresa de una portada bellísima de escuela románica, de línea sencilla y cubierta por un techadillo acabado de restaurar.
-Estaba de mal que daba miedo. Hubo que restaurarlo. así ha quedado bien, y curioso.
La iglesia es otra pequeña joyita de las muchas que, hasta el día de hoy, uno ha tenido la suerte de descubrir para sí en los dos centenares y pico de pueblos que conoce. Posee un retablo mayor de cargadísimo barroco, con templete del mismo estilo sobre el primitivo altar, gustosamente conservado, y una talla de Santa Catalina, titular de la parroquia, entre otras más. en la única navecilla lateral lucen sus impecables dorados otros dos retablos: uno dedicado a San Blas y otro a la Virgen del Rosario.
-Esta de aquí es la Virgen Blanca.
-Paradójicamente, la Virgen Blanca de Angón va vestida de azul. es una talla sedente, muy antigua y maltrecha, a la que el pueblo debió venerar, suponemos, en mal recordados tiempos.
-Arriba está lo que queda del órgano. Cuatro trompetas y un fuelle. Era divino, pero en la guerra... usted ya me entiende.
Don Julián de Pedro me habló después de las tradicionales romerías al santuario de Valbuena; de cómo su cruz parroquial destacaba de las cruces que llevaban los feligreses de los demás pueblos, lo que motivó, por buenas composturas, que dejaran de ir.
-¡Qué remedio! Todos los años había gresca con los de Membrillera, que la querían porque era mejor que la suya. Así que, como nosotros éramos menos y llevábamos las de perder, acabamos por no volver más, y así terminó la cosa.
La última mirada en la penumbra es para la magnífica balaustrada del coro, de artísticos torneados dos veces centena­rios, y escondida allí, como reliquia de tiempos más prósperos para el pueblo y muestra del buen hacer de quienes vivieron antes que nosotros.
-Bueno, pues ya que ha visto todo lo que hay que ver, si quiere podemos bajar a la miaja de cantina que tenemos en la plaza.
Cuando uno precisa en Angón los servicios del bar y lo encuentra cerrado, busca a Hipólito y enseguida aparecerá con la llave. El modesto centro de recreo ocupa la sala de clase de la antigua escuela de niños. Hay tres mesas para jugar a la brisca, un viejo aparato de televisión de los de blanco y negro, y un mostrador reducido donde el señor Hipólito sirve a los clientes con prontitud.
-Cerveza es lo que más se consume en verano. En este tiempo, nada. Llenas el frigorífico y tienes abastecimiento para un mes.
-Pero usted no está aquí de continuo.
-Qué va. Subo un rato. Si no viene nadie, me aburro y me voy.
-Los de Angón deben ser angoneños -pregunto.
-No sé. Angoneros nos deben decir.
-¿Y de mote?
-Nada. Por aquí tienen mote todos los pueblos, menos nosotros. Los de El Atance son escarabajos; los de Huérmeces, dichosos; los de Santiuste, cesteros; y los de Pinilla, barraque­tes. Y en verso escuche:

En Santamera los grajos,
en La Olmeda los ratones,
en Riosalido los majos
y en Imón los jaquetones.

La tarde de Angón nos traicionó un poco. Cuando uno comienza a sentirse a gusto, vienen las sombras de la noche y lo tiran de allí. El tiempo en el casi desierto lugar ha volado sin ser visto, pero el informador se marcha con la impresión de haberlo aprovechado. Un pueblo más de gentes honestas, donde uno encontró hospitalidad y cariño.
(N.A. Noviembre, 1984)