Al atravesar Maranchón la mañana estaba abierta. Al viajero le cuesta arrancar a tierras de Molina, y cada vez que lo hace cree que parte hacia un país poco menos que de las antípodas. Toma la mañana con tiempo y se pone en camino del Señorío, poseído de un tan injustificado optimismo en cada viaje, que no lo logra comprender y bien que lo procura. Pasado un lustro ya de ires y venires por los vericuetos más diferentes y más perdidos de la provincia, uno comienza a descubrir que tiene vocación molinesa.
Anquela del Ducado es por origen tierra de Medinaceli; añadida como otros pueblos más de la comarca al partido judicial de Molina de Aragón cuando éste dejó de figurar como territorio autónomo. Los años transcurridos desde entonces, y el roce afectivo que la circunstancia acarrea, han hecho que en esta faja de tierra inhóspita y al mismo tiempo entrañable, se palpa el carácter molinés y se respiren los aires puros de todo el Señorío.
Anquela, amigo lector, es el pueblecito que ves como recostado en las rocas, entre dos valles, cuando acabas de bajar -quizá te hayas detenido alguna vez a beber agua- desde la fuente que dicen de la Canaleja, una de las pocas fuentes de agua potable y de abundante manar que nos han dejado junto a las carreteras.
En el pueblo se nota al entrar un ambiente semifestivo. La experiencia nos tiene dicho que los lugares de escasa población se multiplican los fines de semana, pero no tanto. Dejados ya los días de solaz que trajo el verano, Anquela es un bullir incontenible de gente joven que pasea a la sombra de los árboles, que abarrota a media mañana el barecillo de El Maño, de mozalbetes fornidos con traza de capital que sudan la camiseta en el frontón jugando a la pelota.
En la plazuela de la solana la fuente pública tira dos chorros generosos de una agua fresquísima. En el monolito frontal dice: «Año 1923.Alcalde Julián Fuentes». Un hombre sube desde la huerta y se pone a lavar bajo el chorro un par de cebollas acabadas de coger. El hombre me mira de una forma extraña, no sé si con curiosidad o con desconfianza.
-Buen agua tienen en Anquela -le digo.
El hombre de las cebollas cambia de aspecto y me habla con amabilidad.
-Sí, señor; de esto no nos falta, gracias a Dios. Que ya leemos en los papeles lo mal que lo están pasando en otros sitios. Toda esta agua es la sobrante; la que no se emplea en las casas.
El pueblo de Anquela, metidos ya en la pendiente que nos subirá hasta las eras, asienta sobre un peñascal de piedra gris laminada, mirando al vallejo de las salinas por donde debe pasar un arroyo que no tiene nombre. En la Cuesta, unas señoras muy amables que viven fuera me cuentan que hoy es la víspera de San Martín, la fiesta mayor, y que, por eso, hay más gente de lo habitual.
-Claro, si en vez de venir hoy viene usted mañana, se encuentra con la procesión del Santo y un buen ambiente en el pueblo.
-Pues yo creí que la fiesta de San Martín era el 11 de noviembre.
-Antiguamente sí; pero se adelantó para que nos resultara más fácil acudir. A últimos de agosto hemos tenido otra, para los veraneantes más bien.
A la caída de las eras, arriba, tras los muros de la iglesia, está el barranco del Molino. Hay un espantapájaros negro, horroroso, con los brazos abiertos encima de un montón de escombros, dando vista a la hondonada de las choperas. Contemplo el bravo espectáculo del barranco aguantando el vértigo desde lo alto de las peñas. Abajo, el sereno espectáculo de los huertecillos baldíos, de las pequeñas parcelas de hortaliza que, tiempo atrás, vivificaron las aguas corrientes del río Mesa, escondidos entre la fronda amarilla de los chopos y de los zarzales. Suenan por las laderas del cerro Picozo los disparos de las escopetas de los cazadores. Frente a nuestro comprometido mirador, los cortes sinclinales del inmenso roquedal que atraviesa el cerro más próximo, cargan el paisaje de espectacularidad y de patetismo. Por el saliente, las casas de Selas brillan al sol en el fondo del valle, en torno a su inconfundible torrecilla del reloj.
La iglesia está cerrada, sola en todo lo alto. Se ve que es un templo antiguo. Tiene una espadaña triangular con sabor románico, y un arco de medio punto que adivino, más que veo, por el agujero de la cerradura del pórtico, añadido algunos siglos después. Sentado sobre los escalones de arenisca siento chocar contra la piel el airecillo fresco del poniente. El sol del otoño es absorbido por la madera seca de la puerta. Tierras salinosas quedan ahora de frente, en vista menos bravía que la que tenemos a la espalda. Desde aquí, pese a la especial condición del día para las gentes de Anquela, no se oye más que el ruido lejano de algún vehículo de paso que viene o que va por la carretera de Molina.
Muchas de las casas del pueblo se ven construidas de piedra antigua, y se cubren de tejados rojizos. Las hierbas aparecen por algunos de los rincones más abandonados del barrio alto. El público se bajó a los aledaños de la carretera, como empujada por la fuerza de la gravedad. En el Cotanillo, una especie de placetuela con firma irregular, le pregunto a un señor si funcionan las salinas. El hombre es duro de oído y no me debió comprender; pero me responde su señora que escuchó desde el interior de su casa.
-Pues no funcionan, no señor. Ya hace mucho tiempo que no funcionan. Yo me acuerdo de cuando sacaban la sal. Las trabajó un tal Doroteo, que era de Selas, pero ya hace mucho tiempo de aquello; casi nadie lo recuerda.
-Tendrán un dueño.
Sí que lo tienen. Los que viven son los hijos del dueño. Se fueron y se pusieron a trabajar en otras cosas, y ya sabe usted lo que pasa. El pozo del agua de sal está lo mismo que siempre. Antes la sacaban con una noria, pero ya nada. Ahí está.
-¿No tiene el agua del pueblo sabor salinoso, por la proximidad?
-Nada; no dirá usted. Es que no viene del mismo sitio. El agua que bebemos nace en la Varga; mire, allí entre aquellos olmos. Ella sola baja hasta el pueblo sin motor ni nada; por su cuenta.
Mis amigos del Cotanillo se llaman Celestina y Basilio; gente entrañable y familiar, que muy pronto le hablan al desconocido de sus hijos, de la prórroga para cumplir el servicio militar, de los níscalos que se cogen en el pinar y de San Martín, el Patrón del pueblo.
-Pues le voy a sacar un cuadro que tengo de San Martín, igual que está en la iglesia. En el pueblo le tenemos mucha devoción.
La mujer vuelve enseguida con una fotografía en blanco y negro del Santo. Una escultura desangelada, de artista sin porvenir, donde se ve al obispo de Tours partiendo su capa en dos desde el caballo con su propia espada.
-Ya ve usted, para darle la mitad a un pobre. De estos santos ya hay pocos.
-Me pregunto yo que en días de invierno el pueblo se quedará medio vacío.
-Quedamos muy pocos en invierno; unos veinte vecinos escasos, o puede que sean dieciocho. Antes se dependía de la resina, y al cerrar la fábrica la gente se fue.
-¿De qué se vive ahora?
-Pues mire, se vive de todo y de nada. Un poco del trigo, de los huertecillos de judías y patatas de la Varga, y ahora también un poco del girasol. Cosa de nada. La fábrica de resina está ahí detrás, en la Vianeda que le decimos, pero no trabaja. El cerro aquel de los marojos se llama Valdelópez, y más allá Valdequite.
Al bajar, uno se cuela instintivamente en el barecillo que hay frente al juego de pelota. Tres mesas de hombres están jugando sus partidas de guiñote animadamente. La habitación que ocupa el bar es más bien reducida, contigua a una tiendecilla de comestibles repleta de señoras. Un cazador alto y metido en edad muestra dos codornices colgando de la canana. En el barecillo se respira un ambiente denso que casi se puede cortar. Sin tener necesidad apenas, pido en el mostrador un botellín de cerveza que el dueño sirve con prontitud, fría como los chupones del hielo.
-¡Caramba! Tendrá que ponerme un vaso, a ver si se templa.
- Esa es la cosa; que las del tiempo no gustan y tan frías no hay quien las beba.
El dueño del bar de Anquela es un muchacho simpático, que va dejando al hablar un marcado acento baturro.
-Oiga ¿Por qué le dicen el Maño?
-Mira éste; porque soy aragonés ¿Es que no se nota, o que? El dueño es mi suegro; pero tómese otro quinto que ahora le invito yo.
-No, muchas gracias. No puede ser; que luego me salgo de la carretera y eso es mala cosa. Otra vez será, se lo agradezco.
En las paredes de la sala, turbia por el humo de los fumadores, se ven algunos cuadros al óleo de pintor bisoño representando paisajes conocidos de Molina. Fuera, los mozos continúan sacudiendo la pelota en el frontón que sale disparada de la raqueta. Mientras tanto van llegando algunos automóviles con gentes de fuera que vienen a pasar las fiestas de San Martín al lado de los suyos. Uno -de pueblo al fin- siente cierta nostalgia de los años jóvenes y recuerda, de manera fugaz, otras fiestas, otros lugares y otros tiempos que no volverán nunca.
(N.A.Octubre, 1983)
Anquela del Ducado es por origen tierra de Medinaceli; añadida como otros pueblos más de la comarca al partido judicial de Molina de Aragón cuando éste dejó de figurar como territorio autónomo. Los años transcurridos desde entonces, y el roce afectivo que la circunstancia acarrea, han hecho que en esta faja de tierra inhóspita y al mismo tiempo entrañable, se palpa el carácter molinés y se respiren los aires puros de todo el Señorío.
Anquela, amigo lector, es el pueblecito que ves como recostado en las rocas, entre dos valles, cuando acabas de bajar -quizá te hayas detenido alguna vez a beber agua- desde la fuente que dicen de la Canaleja, una de las pocas fuentes de agua potable y de abundante manar que nos han dejado junto a las carreteras.
En el pueblo se nota al entrar un ambiente semifestivo. La experiencia nos tiene dicho que los lugares de escasa población se multiplican los fines de semana, pero no tanto. Dejados ya los días de solaz que trajo el verano, Anquela es un bullir incontenible de gente joven que pasea a la sombra de los árboles, que abarrota a media mañana el barecillo de El Maño, de mozalbetes fornidos con traza de capital que sudan la camiseta en el frontón jugando a la pelota.
En la plazuela de la solana la fuente pública tira dos chorros generosos de una agua fresquísima. En el monolito frontal dice: «Año 1923.Alcalde Julián Fuentes». Un hombre sube desde la huerta y se pone a lavar bajo el chorro un par de cebollas acabadas de coger. El hombre me mira de una forma extraña, no sé si con curiosidad o con desconfianza.
-Buen agua tienen en Anquela -le digo.
El hombre de las cebollas cambia de aspecto y me habla con amabilidad.
-Sí, señor; de esto no nos falta, gracias a Dios. Que ya leemos en los papeles lo mal que lo están pasando en otros sitios. Toda esta agua es la sobrante; la que no se emplea en las casas.
El pueblo de Anquela, metidos ya en la pendiente que nos subirá hasta las eras, asienta sobre un peñascal de piedra gris laminada, mirando al vallejo de las salinas por donde debe pasar un arroyo que no tiene nombre. En la Cuesta, unas señoras muy amables que viven fuera me cuentan que hoy es la víspera de San Martín, la fiesta mayor, y que, por eso, hay más gente de lo habitual.
-Claro, si en vez de venir hoy viene usted mañana, se encuentra con la procesión del Santo y un buen ambiente en el pueblo.
-Pues yo creí que la fiesta de San Martín era el 11 de noviembre.
-Antiguamente sí; pero se adelantó para que nos resultara más fácil acudir. A últimos de agosto hemos tenido otra, para los veraneantes más bien.
A la caída de las eras, arriba, tras los muros de la iglesia, está el barranco del Molino. Hay un espantapájaros negro, horroroso, con los brazos abiertos encima de un montón de escombros, dando vista a la hondonada de las choperas. Contemplo el bravo espectáculo del barranco aguantando el vértigo desde lo alto de las peñas. Abajo, el sereno espectáculo de los huertecillos baldíos, de las pequeñas parcelas de hortaliza que, tiempo atrás, vivificaron las aguas corrientes del río Mesa, escondidos entre la fronda amarilla de los chopos y de los zarzales. Suenan por las laderas del cerro Picozo los disparos de las escopetas de los cazadores. Frente a nuestro comprometido mirador, los cortes sinclinales del inmenso roquedal que atraviesa el cerro más próximo, cargan el paisaje de espectacularidad y de patetismo. Por el saliente, las casas de Selas brillan al sol en el fondo del valle, en torno a su inconfundible torrecilla del reloj.
La iglesia está cerrada, sola en todo lo alto. Se ve que es un templo antiguo. Tiene una espadaña triangular con sabor románico, y un arco de medio punto que adivino, más que veo, por el agujero de la cerradura del pórtico, añadido algunos siglos después. Sentado sobre los escalones de arenisca siento chocar contra la piel el airecillo fresco del poniente. El sol del otoño es absorbido por la madera seca de la puerta. Tierras salinosas quedan ahora de frente, en vista menos bravía que la que tenemos a la espalda. Desde aquí, pese a la especial condición del día para las gentes de Anquela, no se oye más que el ruido lejano de algún vehículo de paso que viene o que va por la carretera de Molina.
Muchas de las casas del pueblo se ven construidas de piedra antigua, y se cubren de tejados rojizos. Las hierbas aparecen por algunos de los rincones más abandonados del barrio alto. El público se bajó a los aledaños de la carretera, como empujada por la fuerza de la gravedad. En el Cotanillo, una especie de placetuela con firma irregular, le pregunto a un señor si funcionan las salinas. El hombre es duro de oído y no me debió comprender; pero me responde su señora que escuchó desde el interior de su casa.
-Pues no funcionan, no señor. Ya hace mucho tiempo que no funcionan. Yo me acuerdo de cuando sacaban la sal. Las trabajó un tal Doroteo, que era de Selas, pero ya hace mucho tiempo de aquello; casi nadie lo recuerda.
-Tendrán un dueño.
Sí que lo tienen. Los que viven son los hijos del dueño. Se fueron y se pusieron a trabajar en otras cosas, y ya sabe usted lo que pasa. El pozo del agua de sal está lo mismo que siempre. Antes la sacaban con una noria, pero ya nada. Ahí está.
-¿No tiene el agua del pueblo sabor salinoso, por la proximidad?
-Nada; no dirá usted. Es que no viene del mismo sitio. El agua que bebemos nace en la Varga; mire, allí entre aquellos olmos. Ella sola baja hasta el pueblo sin motor ni nada; por su cuenta.
Mis amigos del Cotanillo se llaman Celestina y Basilio; gente entrañable y familiar, que muy pronto le hablan al desconocido de sus hijos, de la prórroga para cumplir el servicio militar, de los níscalos que se cogen en el pinar y de San Martín, el Patrón del pueblo.
-Pues le voy a sacar un cuadro que tengo de San Martín, igual que está en la iglesia. En el pueblo le tenemos mucha devoción.
La mujer vuelve enseguida con una fotografía en blanco y negro del Santo. Una escultura desangelada, de artista sin porvenir, donde se ve al obispo de Tours partiendo su capa en dos desde el caballo con su propia espada.
-Ya ve usted, para darle la mitad a un pobre. De estos santos ya hay pocos.
-Me pregunto yo que en días de invierno el pueblo se quedará medio vacío.
-Quedamos muy pocos en invierno; unos veinte vecinos escasos, o puede que sean dieciocho. Antes se dependía de la resina, y al cerrar la fábrica la gente se fue.
-¿De qué se vive ahora?
-Pues mire, se vive de todo y de nada. Un poco del trigo, de los huertecillos de judías y patatas de la Varga, y ahora también un poco del girasol. Cosa de nada. La fábrica de resina está ahí detrás, en la Vianeda que le decimos, pero no trabaja. El cerro aquel de los marojos se llama Valdelópez, y más allá Valdequite.
Al bajar, uno se cuela instintivamente en el barecillo que hay frente al juego de pelota. Tres mesas de hombres están jugando sus partidas de guiñote animadamente. La habitación que ocupa el bar es más bien reducida, contigua a una tiendecilla de comestibles repleta de señoras. Un cazador alto y metido en edad muestra dos codornices colgando de la canana. En el barecillo se respira un ambiente denso que casi se puede cortar. Sin tener necesidad apenas, pido en el mostrador un botellín de cerveza que el dueño sirve con prontitud, fría como los chupones del hielo.
-¡Caramba! Tendrá que ponerme un vaso, a ver si se templa.
- Esa es la cosa; que las del tiempo no gustan y tan frías no hay quien las beba.
El dueño del bar de Anquela es un muchacho simpático, que va dejando al hablar un marcado acento baturro.
-Oiga ¿Por qué le dicen el Maño?
-Mira éste; porque soy aragonés ¿Es que no se nota, o que? El dueño es mi suegro; pero tómese otro quinto que ahora le invito yo.
-No, muchas gracias. No puede ser; que luego me salgo de la carretera y eso es mala cosa. Otra vez será, se lo agradezco.
En las paredes de la sala, turbia por el humo de los fumadores, se ven algunos cuadros al óleo de pintor bisoño representando paisajes conocidos de Molina. Fuera, los mozos continúan sacudiendo la pelota en el frontón que sale disparada de la raqueta. Mientras tanto van llegando algunos automóviles con gentes de fuera que vienen a pasar las fiestas de San Martín al lado de los suyos. Uno -de pueblo al fin- siente cierta nostalgia de los años jóvenes y recuerda, de manera fugaz, otras fiestas, otros lugares y otros tiempos que no volverán nunca.
(N.A.Octubre, 1983)
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