BAÑUELOS
Andamos hoy merodeando en vivo los altos del septentrión, las desgastadas colinas que bordean por el norte a la provincia de Guadalajara, a un tiro de piedra -por decir como lo dicen las gentes de aquí- de la vecina Soria.
Cuando llega el otoño, estas tierras del Cid recobran su más exquisito sabor medieval. Cada vez que llego a Sierra de Pela me esfuerzo por robar a los siglos la imagen recortada del Campeador y de sus incondicionales, acabados de desperezar en los collados de Miedes, y a grupas camino del destierro. Apenas queda, en el instante que uno se viene acercando a las arboledas que resguardan al pueblo, otra señal de vida en los oteros mondos que los primitivos paredones de los pajares, los muros grises de los apriscos derramados en la ladera del Alto de la Cuesta, donde bregó el pastor en décadas lejanas al son de las esquilas, y hoy devoran, sin que haya quien lo evite, los soles implacables y las lluvias de la Meseta.
Por los barbechos salta de gasón en gasón la diminuta cogujada, se enseñorea la perdiz en las bíblicas rastrojeras y vuela a la altura de los aviones el águila culebrera. Las nogueras a punto de dar, y los frutales que ya lo dieron todo, nos abren de par en par las puertas de Bañuelos.
Me acabo de desviar de la carretera que sigue a Romanillos en una placita solitaria, bajo una acacia robusta de amarillas sombras. Por el espejo retrovisor del automóvil alcanzo a ver a dos mujeres que miran atentas, escondidas entre los cortinajes, al desconocido acabado de llegar sorprendentemente. Las dos mujeres llevan cubiertas sus cabezas con pañoletas negras. Con el silencio, y con la mirada sin pestañear en lo que uno hace, al viajero le afloran a la mente escenas de aparecidas, de almas en desgracia, de personajes míticos escapados de la literatura posromántica. Luego, cuando se habla con ellas, con doña Andrea y con doña Silveria, uno se da cuenta que son mujeres encantadoras, tan llanas y tan corrientes como usted y como yo, que sospechan de quien no conocen y a las que gusta, como siempre que se va por la vida a la buena de Dios, contar y que les cuenten.
-Pues a esto le decimos la Plaza de San Antonio, que es el Patrón del pueblo. Aquí paran todos los coches que vienen de fuera.
-Digo yo que si será por lo de la acacia. Es un árbol muy curioso. No es la acacia corriente.
-Qué sé yo -explica doña Andrea-. Unos dicen que sí y otros dicen que no. Es muy hermosa. cuando se corta una rama se ve que la madera está hueca por dentro. Las raíces llegan hasta los cimientos de las casas, se meten por cualquier sitio.
La señora Andrea, la más delgadita de las dos mujeres, de la que dicen en el pueblo que tuvo tres madres, me habló después de la huerta, de que vale mucho, de que sólo la cultivan los cuatro viejos del pueblo, y de que la fruta para los pocos que son la tienen por demás.
-No la quiere nadie. Las ciruelas están por los suelos. Cuando maduran, se caen y allí se quedan, porque no hay quien las coja.
Por su situación en la pendiente, Bañuelos tiene todas sus calles en cuesta. En la de la Fuente, una quizá de las calles más pinas del pueblo, están reunidos en el poyo dos hombres y dos señoras. Ahondando en la personalidad de cada cual, saco en conclusión que uno de ellos es don Valentín de la Fuente, el alcalde, y el otro don Teodoro de la Fuente, el juez, dos hombres amables, serviciales y dicharacheros.
-El padre de ése -me dice Teodoro- y el mío, eran dos padres. Quiero decir que eran hermanos, y nosotros somos primos.
-Como hay tan pocos vecinos, aquí deben de ser autoridad casi todos, ¿no?
-Todos no, pero poco falta. Ahora seremos unas cincuenta personas en el pueblo. No hace tanto que fuimos cerca de trescientas.
-Las calles un poco descuidadas, yo creo.
-Sí; las queremos arreglar dentro de poco. Estamos recogiendo dinero de los vecinos y lo que nos dé la Diputación para meternos con ellas. Lo que es una envidia en este pueblo es el agua. Por muchos pueblos que usted conozca, en pocos habrá visto una fuente tan hermosa como la nuestra. Aquí le sale a usted agua por cualquier sitio. Y buena; sí señor.
Con el alcalde y el juez por compañía, uno se siente un poco señor de Bañuelos durante unas horas. Subimos calle arriba encontrando a una y otra mano casonas antiguas, muestrario algunas de ellas de añosos señoríos anónimos, destartaladas otras. Cuando el pueblo termina, comienzan las espesas frondas de los Cañamares, apretadas de choperas y de nogales inmensos que el viajero gusta admirar.
-Pues esas no son nada para otras que cortaron tiempo atrás. Hacían falta tres o cuatro hombres para abrazar los troncos; y de cosecha, veinticinco fanegas de nueces un árbol sólo. Se van cortando porque van saliendo otras nuevas. Si no se cortasen se nos llenaría todo de nogueras.
-Además, según he visto tienen buen campo.
-Bueno es. Con cuatro o seis tractores se avía todo rápido.
El desagüe corre bordeando a sus pies un paredón sombrío a la derecha del camino. Enseguida llegaremos a la fuente. Con sólo verla a distancia, y oír entre las sombraluces de la chopera el rumor de los chorros que desaguan en el estanque, aquello es ya un hallazgo de lo más sublime. En línea, emparejados de dos en dos tal y como salen del muro, los ocho caños vierten sobre el estanque con verdadera euforia. Son chorros gruesos, de un agua riquísima que -así me lo contaron- nace en aquel mismo lugar, bajo las peñas que resguardan la fuente por su espalda, lo que hace innecesario cualquier tipo de cañerías o conductores, que a la larga siempre se acaban por romper.
-Todo se va para abajo. Se riegan los cuatro huertecillos y lo demás se pierde. Hay mucha. Por aquí nace el agua en cualquier sitio. Esto es ya el nacimiento del río Cañamares, que luego va a morir en el pantano de Pálmaces. Si quiere la puede probar, que aquí a nadie se le cobra.
-¿Cómo lo hago?
-Pues mire, es cosa de tener maña. Meta el pie en la gatera del paredón y el otro en el borde. Luego se amaga y, a beber.
-¡Qué rica está!
-No tenga miedo a que se le piquen los dientes ni a enfermar del estómago, como pasa con otras aguas de por ahí. Cuando llega el invierno echa humo, y en verano está fría como el hielo.
Sobre el frontal de la fuente más norteña de la provincia, y una de las más bellas y abundosas que conozco, dice así: «Se hizo esta obra el año 1904, siendo alcalde Tomás Beracho», todo ello grabado sobre una piedra rameada y coquetona. Al otro lado del camino queda el doble lavadero que ya nadie usa, en cuyo fondo acristalado y transparente crecen las ovas.
-Eso lo da el cemento.
Mis amigos de Bañuelos, don Teodoro y don Valentín, me llevaron hasta el pequeño pórtico alzado de la parroquia, delante del arco románico por el que entraríamos después, cuando una señora que se llama Juana acudiese con la llave. Pues la iglesia no se enseña -y hacen bien- al primero que llega al pueblo.
-Desde aquí -explica don Valentín- se ve lo de Atienza, que viene a caer por detrás de aquel pinarejo, el Alto Rey más a la derecha, y más aún las sierras de Riaza. Estos de abajo son los campos de Bañuelos, y más allá están los de Cañamares.
La iglesia es recogida y recargada de ornamentación; una joyita a dos naves en la que se respiran aires puramente dieciochescos. Tiene cuatro retablitos barrocos, interesantísimos, un órgano que no funciona porque le faltan piezas, y un techo cubierto de artesonado en impecables condiciones que dibuja sencillos arabescos de madera oscura por encima del presbiterio. La iglesia está dedicada a la Asunción de la Virgen.
-Mire, aquí tiene a nuestro Patrón, San Antonio bendito. El altar del Rosario parece hecho de racimos de uva, ¿lo ve?
Cuando bajamos hasta el barecillo del ayuntamiento lo hacemos junto a otra fuente pública. En realidad es ésta la fuente que surte al pueblo. No porque su agua sea mejor, sino porque está más cerca.
-Aquí vienen por venir. La del pueblo es, para el caso, del mismo nacedero y la tienen dentro de las casas.
Sellamos nuestra amistad en el Hogar del Productor. Una sala espaciosa, limpia, bien atendida, con amplio ventanal hacia los Valladares por donde se cuela el sol del mediodía. Unos chiquillos contemplan en la televisión una corrida de toros. Encima del aparato hay como adorno una lechuza disecada con las alas abiertas.
-No es negocio esto del bar. Hay muy poca gente. En verano, aún, aún.
Perfectamente colocados sobre los estantes nuevos se ven los vasos de cristal, las botellas de licor, las cajetillas de tabaco. Nos invitamos en doble ronda e invitamos también a Felipe Asenjo, el amable servidor del establecimiento, que celebra la presencia en su casa de tan infrecuente clientela. Las sombras del alero en vertical por la esquina contigua nos avisan que se nos escapó en Bañuelos el tiempo previsto, que ya es tarde. El sol del otoño brilla fuerte en la mañana fresca. Es la hora del medio día.
Andamos hoy merodeando en vivo los altos del septentrión, las desgastadas colinas que bordean por el norte a la provincia de Guadalajara, a un tiro de piedra -por decir como lo dicen las gentes de aquí- de la vecina Soria.
Cuando llega el otoño, estas tierras del Cid recobran su más exquisito sabor medieval. Cada vez que llego a Sierra de Pela me esfuerzo por robar a los siglos la imagen recortada del Campeador y de sus incondicionales, acabados de desperezar en los collados de Miedes, y a grupas camino del destierro. Apenas queda, en el instante que uno se viene acercando a las arboledas que resguardan al pueblo, otra señal de vida en los oteros mondos que los primitivos paredones de los pajares, los muros grises de los apriscos derramados en la ladera del Alto de la Cuesta, donde bregó el pastor en décadas lejanas al son de las esquilas, y hoy devoran, sin que haya quien lo evite, los soles implacables y las lluvias de la Meseta.
Por los barbechos salta de gasón en gasón la diminuta cogujada, se enseñorea la perdiz en las bíblicas rastrojeras y vuela a la altura de los aviones el águila culebrera. Las nogueras a punto de dar, y los frutales que ya lo dieron todo, nos abren de par en par las puertas de Bañuelos.
Me acabo de desviar de la carretera que sigue a Romanillos en una placita solitaria, bajo una acacia robusta de amarillas sombras. Por el espejo retrovisor del automóvil alcanzo a ver a dos mujeres que miran atentas, escondidas entre los cortinajes, al desconocido acabado de llegar sorprendentemente. Las dos mujeres llevan cubiertas sus cabezas con pañoletas negras. Con el silencio, y con la mirada sin pestañear en lo que uno hace, al viajero le afloran a la mente escenas de aparecidas, de almas en desgracia, de personajes míticos escapados de la literatura posromántica. Luego, cuando se habla con ellas, con doña Andrea y con doña Silveria, uno se da cuenta que son mujeres encantadoras, tan llanas y tan corrientes como usted y como yo, que sospechan de quien no conocen y a las que gusta, como siempre que se va por la vida a la buena de Dios, contar y que les cuenten.
-Pues a esto le decimos la Plaza de San Antonio, que es el Patrón del pueblo. Aquí paran todos los coches que vienen de fuera.
-Digo yo que si será por lo de la acacia. Es un árbol muy curioso. No es la acacia corriente.
-Qué sé yo -explica doña Andrea-. Unos dicen que sí y otros dicen que no. Es muy hermosa. cuando se corta una rama se ve que la madera está hueca por dentro. Las raíces llegan hasta los cimientos de las casas, se meten por cualquier sitio.
La señora Andrea, la más delgadita de las dos mujeres, de la que dicen en el pueblo que tuvo tres madres, me habló después de la huerta, de que vale mucho, de que sólo la cultivan los cuatro viejos del pueblo, y de que la fruta para los pocos que son la tienen por demás.
-No la quiere nadie. Las ciruelas están por los suelos. Cuando maduran, se caen y allí se quedan, porque no hay quien las coja.
Por su situación en la pendiente, Bañuelos tiene todas sus calles en cuesta. En la de la Fuente, una quizá de las calles más pinas del pueblo, están reunidos en el poyo dos hombres y dos señoras. Ahondando en la personalidad de cada cual, saco en conclusión que uno de ellos es don Valentín de la Fuente, el alcalde, y el otro don Teodoro de la Fuente, el juez, dos hombres amables, serviciales y dicharacheros.
-El padre de ése -me dice Teodoro- y el mío, eran dos padres. Quiero decir que eran hermanos, y nosotros somos primos.
-Como hay tan pocos vecinos, aquí deben de ser autoridad casi todos, ¿no?
-Todos no, pero poco falta. Ahora seremos unas cincuenta personas en el pueblo. No hace tanto que fuimos cerca de trescientas.
-Las calles un poco descuidadas, yo creo.
-Sí; las queremos arreglar dentro de poco. Estamos recogiendo dinero de los vecinos y lo que nos dé la Diputación para meternos con ellas. Lo que es una envidia en este pueblo es el agua. Por muchos pueblos que usted conozca, en pocos habrá visto una fuente tan hermosa como la nuestra. Aquí le sale a usted agua por cualquier sitio. Y buena; sí señor.
Con el alcalde y el juez por compañía, uno se siente un poco señor de Bañuelos durante unas horas. Subimos calle arriba encontrando a una y otra mano casonas antiguas, muestrario algunas de ellas de añosos señoríos anónimos, destartaladas otras. Cuando el pueblo termina, comienzan las espesas frondas de los Cañamares, apretadas de choperas y de nogales inmensos que el viajero gusta admirar.
-Pues esas no son nada para otras que cortaron tiempo atrás. Hacían falta tres o cuatro hombres para abrazar los troncos; y de cosecha, veinticinco fanegas de nueces un árbol sólo. Se van cortando porque van saliendo otras nuevas. Si no se cortasen se nos llenaría todo de nogueras.
-Además, según he visto tienen buen campo.
-Bueno es. Con cuatro o seis tractores se avía todo rápido.
El desagüe corre bordeando a sus pies un paredón sombrío a la derecha del camino. Enseguida llegaremos a la fuente. Con sólo verla a distancia, y oír entre las sombraluces de la chopera el rumor de los chorros que desaguan en el estanque, aquello es ya un hallazgo de lo más sublime. En línea, emparejados de dos en dos tal y como salen del muro, los ocho caños vierten sobre el estanque con verdadera euforia. Son chorros gruesos, de un agua riquísima que -así me lo contaron- nace en aquel mismo lugar, bajo las peñas que resguardan la fuente por su espalda, lo que hace innecesario cualquier tipo de cañerías o conductores, que a la larga siempre se acaban por romper.
-Todo se va para abajo. Se riegan los cuatro huertecillos y lo demás se pierde. Hay mucha. Por aquí nace el agua en cualquier sitio. Esto es ya el nacimiento del río Cañamares, que luego va a morir en el pantano de Pálmaces. Si quiere la puede probar, que aquí a nadie se le cobra.
-¿Cómo lo hago?
-Pues mire, es cosa de tener maña. Meta el pie en la gatera del paredón y el otro en el borde. Luego se amaga y, a beber.
-¡Qué rica está!
-No tenga miedo a que se le piquen los dientes ni a enfermar del estómago, como pasa con otras aguas de por ahí. Cuando llega el invierno echa humo, y en verano está fría como el hielo.
Sobre el frontal de la fuente más norteña de la provincia, y una de las más bellas y abundosas que conozco, dice así: «Se hizo esta obra el año 1904, siendo alcalde Tomás Beracho», todo ello grabado sobre una piedra rameada y coquetona. Al otro lado del camino queda el doble lavadero que ya nadie usa, en cuyo fondo acristalado y transparente crecen las ovas.
-Eso lo da el cemento.
Mis amigos de Bañuelos, don Teodoro y don Valentín, me llevaron hasta el pequeño pórtico alzado de la parroquia, delante del arco románico por el que entraríamos después, cuando una señora que se llama Juana acudiese con la llave. Pues la iglesia no se enseña -y hacen bien- al primero que llega al pueblo.
-Desde aquí -explica don Valentín- se ve lo de Atienza, que viene a caer por detrás de aquel pinarejo, el Alto Rey más a la derecha, y más aún las sierras de Riaza. Estos de abajo son los campos de Bañuelos, y más allá están los de Cañamares.
La iglesia es recogida y recargada de ornamentación; una joyita a dos naves en la que se respiran aires puramente dieciochescos. Tiene cuatro retablitos barrocos, interesantísimos, un órgano que no funciona porque le faltan piezas, y un techo cubierto de artesonado en impecables condiciones que dibuja sencillos arabescos de madera oscura por encima del presbiterio. La iglesia está dedicada a la Asunción de la Virgen.
-Mire, aquí tiene a nuestro Patrón, San Antonio bendito. El altar del Rosario parece hecho de racimos de uva, ¿lo ve?
Cuando bajamos hasta el barecillo del ayuntamiento lo hacemos junto a otra fuente pública. En realidad es ésta la fuente que surte al pueblo. No porque su agua sea mejor, sino porque está más cerca.
-Aquí vienen por venir. La del pueblo es, para el caso, del mismo nacedero y la tienen dentro de las casas.
Sellamos nuestra amistad en el Hogar del Productor. Una sala espaciosa, limpia, bien atendida, con amplio ventanal hacia los Valladares por donde se cuela el sol del mediodía. Unos chiquillos contemplan en la televisión una corrida de toros. Encima del aparato hay como adorno una lechuza disecada con las alas abiertas.
-No es negocio esto del bar. Hay muy poca gente. En verano, aún, aún.
Perfectamente colocados sobre los estantes nuevos se ven los vasos de cristal, las botellas de licor, las cajetillas de tabaco. Nos invitamos en doble ronda e invitamos también a Felipe Asenjo, el amable servidor del establecimiento, que celebra la presencia en su casa de tan infrecuente clientela. Las sombras del alero en vertical por la esquina contigua nos avisan que se nos escapó en Bañuelos el tiempo previsto, que ya es tarde. El sol del otoño brilla fuerte en la mañana fresca. Es la hora del medio día.
(N.A. Noviembre,1984)
1 comentario:
qué tiempos aquellos donde la gente era feliz en el pueblo
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