-Cómo están, mi fiel don Diego, las cosas por aquella noble tierra que en vuestras prudentes manos tuvimos a honra dejar?
-Nada bien, señor. Luego de la última batalla el campo quedó sembrado de cadáveres. Los cuerpos sin vida de nuestros guerreros y de los guerreros de vuestro enemigo infiel, llenaban a la caída del sol las tierras aradas con el sudor de tus hombres. Los muertos fueron tantos, señor, que a la luz de la luna en lo que había sido campo de batalla, hasta mi can pisábalos.
Así pudo ser la ocasión anónima de la Historia de Castilla en la que, al decir de las gentes, se escuchó por primera vez, nadie sabe cómo, ni cuando, ni dónde, el nombre de este lugar simpático de la sierra de Atienza, en el que concurre, además la circunstancia de ser uno de los municipios más altos de la provincia.
El viajero corona de buena mañana la cuesta de Villacadima y se sube a lo alto del páramo con el alma deshecha. El tremendo abandono que acaba de ver en la bellísima portada de la iglesia en ruinas, es demasiado duro como para no ponerse a llorar por dentro en aquella conmovedora paz de la sierra. Por el cruce de caminos, a dos pasos de la línea divisoria de las tres provincias, las tierras ofrecen en la mañana turbia un aspecto casi lunar. Un águila culebrera deja caer sobre la rama del majuelo toda la envergadura de su corpachón, que se queda balanceando entre el acero de sus garras.
El antiguo pinar de la dehesa sirve de preludio al pueblo, que ya se alcanza a ver con sus tejados rojizos y las chimeneas humeantes de los hogares, escondidas tras las choperas del rellano. En las tierras del Pozo hay una yunta de mulillas arañando, próximo a las primeras casas, una modesta heredad de tierra negra revuelta con cantos de caliza, esperando la sementera que por estas latitudes viene a coincidir con las últimas bocanadas del invierno. Me lo contaba Antonio Ortega, el labrador de Campisábalos, en un respiro de la huebra junto al camino.
-Por aquí, hasta marzo no hay nada que hacer. Algún año, viniendo la cosa bien, se puede sembrar antes, pero es muy difícil.
-¿Labran todo con mulas?
-Qué va. Hay seis tractores. Lo que pasa es que a mí me gusta darle un repaso con las mulas antes de la simienza. Me lo labró un tractor allá por mayo o junio. Yo soy un labrador de poca monta. Labro cuatro tierrecillas mientras viva mi padre, pero, si echo cuentas, seguro que salgo perdiendo.
-No es posible.
-Sí es posible. Casi no se sacan los gastos. El trigo viene dando a siete simientes, y la cebada a lo mejor da ocho, o un poco más en lo bueno. Pero, ya digo, mirándolo bien, así tal y como yo lo hago no merece la pena. De las patatas, si llueve en verano no se sale del todo mal. Aún se vendrán sacando a veinte por kilo.
El ábside de la monumental iglesia de Campisábalos saluda a los visitantes con las formas románicas de sus piedras cuando estos tienen ya frente a sí la plaza del pueblo. Los primeros vehículos del fin de semana van acudiendo a la amplia plaza, procedentes en su mayoría de Madrid. El sol se afianza en la mañana de otoño que, definitivamente, consiguió disipar las vedijas del firmamento hasta quedarse solo, brillante, en mitad de los cielos limpios de la sierra.
A uno, que tiene la debilidad de ruborizarse como un adolescente cuando alguien le mira con atención en sitio desconocido, se le debió subir el pavo ante la mirada insistente de una muchacha pequeñita, delgada como un alfeñique, que tuvo a bien plantarse a mi lado, mirándome sin apenas pestañear, en medio de la plaza. La muchacha llevaba de la mano a una niña con pantaloncitos verdes, y, rota por la curiosidad, se me desató al final en una cadena de preguntas.
-¿Qué está usted escribiendo?
-Nada; pongo que Campisábalos es un pueblo muy bonito. ¿No te lo parece a ti también?
-¿Ha visto ya San Galindo?
-No; todavía no lo he visto. Eso está en la iglesia, ¿verdad?
-Sí; yo fui una vez a enseñárselo a unos señores.
-¿Y les gustó?
-Sí, señor; les gustó mucho. Si quiere le digo dónde está.
-Pues claro que quería verlo; pero más tarde. Es que acabo de llegar y prefiero ver antes otras cosas.
-¿Sabe lo que nos dieron esos señores a mí y a mi niña?
-No, no lo sé.
-Cinco duros.
-Anda, pues yo le doy a la niña otros cinco duros ahora mismo. ¿Verdad bonita que sí? Toma.
-Dile gracias, hija. Di a este señor cómo te llamas.
-Me llamo Pirita.
En la soledad casi mística de sus calles, Campisábalos tiene oculto algo de ciudad dormida, de pueblo de leyenda que caprichosamente detuvo su existir en un instante concreto de la Historia, cuyos espectros se traslucen al través de las piedras cluniacenses roídas por el andar de los siglos. El arte románico pone al descubierto en la vieja iglesia todo el secreto de su riqueza de formas; se exhibe con maravilloso descaro ante los ojos que no se cansan de ver, que se quedarían allí encantados por tiempo indefinido como uno más de aquellos campesinos medievales del altorrelieve que el sol de la mañana hace contrastar con las sombras frías de sus siluetas. Los niños juegan a esconderse entre las columnas del atrio. Son niños con cara de listos, que responden todos a la vez cuando se les pregunta, en un tono como ensayado de lección aprendida.
-Ahora somos diecisiete chicos; pero dos están de vacaciones.
-¿Tenéis la escuela aquí en el pueblo?
-Sí, señor. Nuestro maestro se llama don Juan.
El silencio es absoluto por los callejones de extramuros. A Campisábalos no llega el negro imperio de la piedra de pizarra que vimos nacer en Hiendelaencina y acabar paulatinamente en las últimas parideras de Galve y Cantalojas. Por un atajo que sale camino de los Condemios, hay un hombre tomando el sol con tres perros que corren y saltan a placer sobre el césped de las eras. El hombre intenta vivir con intensidad los últimos días de vacación, antes de encerrarse en el invernadero sombrío, y tantas veces inhumano, de la ciudad.
-Pues ya le digo; si no fuera viudo, no me llevaban a Madrid ni atao. Mis hijos conmigo muy bien, pero eso de estar allí encerrao la mitad del invierno, cuesta mucho trabajo. Aquí es donde se vive, y déjese de Cibeles y de Puertas del Sol.
-¿No sale a ningún club de hombres de su edad a pasar las tardes?
-Alguna vez. Pero a esos clubes de viejos yo no puedo ir, porque todo el mundo fuma y me va mal. Mire qué tranquilidad tenemos aquí.
-¿A qué distancia estamos de la tierra de Soria?
-Nada, a cuatro pasos. Ese cerro de ahí se llama Valivalópez. Arriba está la mojonera, y aguas allá, la provincia de Soria.
Don Domingo prefiere el pueblo, mientras que don Benito Sevilla tiene que conformarse sin vivir la aventura de la capital.
-Qué le vamos a hacer. Habrá que conformarse, toda la vida aquí.
-Oiga, ¿qué pajarraco es aquel?
-Es un abanto. Tienen un fato que enseguida barruntan alguna res muerta. Cuando se juntan muchos a comer en el campo, les decimos "la justicia". Amigo, allí no hay quien se arrime. Por todo esto de las eras pasan las porcás de jabalines a la busca de los patatares.
La olvidada leyenda, que tantas generaciones tuvieron a gala por estos pagos relatar junto al fuego en las frías noches de sus inviernos, surge de nuevo a la luz a poco que se hurgue en el repleto cofre de las historias del pueblo.
-Por aquí estuvo El Empecinado. Según cuentan, se refugió por la Peña de la Espada, ya cerca de Somolinos, con más de cuatrocientos hombres. Yo creo que fue sobre el año 1811, y debieron de pasar ahí más de treinta días. Por el manantial de la laguna están marcadas las dos espadas en la roca.
Me contó Bernardino del Olmo ésta y otras historias más en la solana de la plaza, que a mitad de mañana, bajo el sol de octubre y la brisa apenas perceptible de las tierras de Ayllón, comenzaba a teñirse de una transparencia que sólo en contadas ocasiones he podido encontrar por singular privilegio en aquellas alturas de la sierra.
-Uno de aquí le ganó al rey una apuesta.
-No me diga.
-Me parece que era secretario del rey; no sé si de Fernando VII o de Alfonso XII. Se llamaba Baltasar Carrillo. La cosa es que le apostó que la cama en la que dormían sus perros era de más valor que la cama del rey.
-¿Y le ganó la apuesta?
-Claro que se la ganó. Resulta que los perros de este hombre dormían encima de los cortes de lana de tres años, que aún los tenía sin vender en la calle de la Ermita. Como cada corte era de tres mil carneros, había que saber lo que valdría todo aquello. Más que la cama del rey, aunque fuera de oro.
La casa que fue de los Carrillo es una sólida mansión castellana acorde con la estructura peculiar de las casonas serranas del diecinueve. El secretario me contó que no era toda sillería porque la familia no estaba en posesión de título nobiliario alguno, requisito para ello indispensable.
Por las calles de Campisábalos los hombres toman el sol apoyados en los paredones de piedra. Desde los oteros del páramo se oyen, en la absoluta diafanidad de la mañana, los disparos de los cazadores. El pueblo queda atrás, desperezándose poco a poco del plácido letargo de las noches de otoño, símbolo al fin de ese otro sueño secular, maravilloso, de lo que fue su historia.
-Nada bien, señor. Luego de la última batalla el campo quedó sembrado de cadáveres. Los cuerpos sin vida de nuestros guerreros y de los guerreros de vuestro enemigo infiel, llenaban a la caída del sol las tierras aradas con el sudor de tus hombres. Los muertos fueron tantos, señor, que a la luz de la luna en lo que había sido campo de batalla, hasta mi can pisábalos.
Así pudo ser la ocasión anónima de la Historia de Castilla en la que, al decir de las gentes, se escuchó por primera vez, nadie sabe cómo, ni cuando, ni dónde, el nombre de este lugar simpático de la sierra de Atienza, en el que concurre, además la circunstancia de ser uno de los municipios más altos de la provincia.
El viajero corona de buena mañana la cuesta de Villacadima y se sube a lo alto del páramo con el alma deshecha. El tremendo abandono que acaba de ver en la bellísima portada de la iglesia en ruinas, es demasiado duro como para no ponerse a llorar por dentro en aquella conmovedora paz de la sierra. Por el cruce de caminos, a dos pasos de la línea divisoria de las tres provincias, las tierras ofrecen en la mañana turbia un aspecto casi lunar. Un águila culebrera deja caer sobre la rama del majuelo toda la envergadura de su corpachón, que se queda balanceando entre el acero de sus garras.
El antiguo pinar de la dehesa sirve de preludio al pueblo, que ya se alcanza a ver con sus tejados rojizos y las chimeneas humeantes de los hogares, escondidas tras las choperas del rellano. En las tierras del Pozo hay una yunta de mulillas arañando, próximo a las primeras casas, una modesta heredad de tierra negra revuelta con cantos de caliza, esperando la sementera que por estas latitudes viene a coincidir con las últimas bocanadas del invierno. Me lo contaba Antonio Ortega, el labrador de Campisábalos, en un respiro de la huebra junto al camino.
-Por aquí, hasta marzo no hay nada que hacer. Algún año, viniendo la cosa bien, se puede sembrar antes, pero es muy difícil.
-¿Labran todo con mulas?
-Qué va. Hay seis tractores. Lo que pasa es que a mí me gusta darle un repaso con las mulas antes de la simienza. Me lo labró un tractor allá por mayo o junio. Yo soy un labrador de poca monta. Labro cuatro tierrecillas mientras viva mi padre, pero, si echo cuentas, seguro que salgo perdiendo.
-No es posible.
-Sí es posible. Casi no se sacan los gastos. El trigo viene dando a siete simientes, y la cebada a lo mejor da ocho, o un poco más en lo bueno. Pero, ya digo, mirándolo bien, así tal y como yo lo hago no merece la pena. De las patatas, si llueve en verano no se sale del todo mal. Aún se vendrán sacando a veinte por kilo.
El ábside de la monumental iglesia de Campisábalos saluda a los visitantes con las formas románicas de sus piedras cuando estos tienen ya frente a sí la plaza del pueblo. Los primeros vehículos del fin de semana van acudiendo a la amplia plaza, procedentes en su mayoría de Madrid. El sol se afianza en la mañana de otoño que, definitivamente, consiguió disipar las vedijas del firmamento hasta quedarse solo, brillante, en mitad de los cielos limpios de la sierra.
A uno, que tiene la debilidad de ruborizarse como un adolescente cuando alguien le mira con atención en sitio desconocido, se le debió subir el pavo ante la mirada insistente de una muchacha pequeñita, delgada como un alfeñique, que tuvo a bien plantarse a mi lado, mirándome sin apenas pestañear, en medio de la plaza. La muchacha llevaba de la mano a una niña con pantaloncitos verdes, y, rota por la curiosidad, se me desató al final en una cadena de preguntas.
-¿Qué está usted escribiendo?
-Nada; pongo que Campisábalos es un pueblo muy bonito. ¿No te lo parece a ti también?
-¿Ha visto ya San Galindo?
-No; todavía no lo he visto. Eso está en la iglesia, ¿verdad?
-Sí; yo fui una vez a enseñárselo a unos señores.
-¿Y les gustó?
-Sí, señor; les gustó mucho. Si quiere le digo dónde está.
-Pues claro que quería verlo; pero más tarde. Es que acabo de llegar y prefiero ver antes otras cosas.
-¿Sabe lo que nos dieron esos señores a mí y a mi niña?
-No, no lo sé.
-Cinco duros.
-Anda, pues yo le doy a la niña otros cinco duros ahora mismo. ¿Verdad bonita que sí? Toma.
-Dile gracias, hija. Di a este señor cómo te llamas.
-Me llamo Pirita.
En la soledad casi mística de sus calles, Campisábalos tiene oculto algo de ciudad dormida, de pueblo de leyenda que caprichosamente detuvo su existir en un instante concreto de la Historia, cuyos espectros se traslucen al través de las piedras cluniacenses roídas por el andar de los siglos. El arte románico pone al descubierto en la vieja iglesia todo el secreto de su riqueza de formas; se exhibe con maravilloso descaro ante los ojos que no se cansan de ver, que se quedarían allí encantados por tiempo indefinido como uno más de aquellos campesinos medievales del altorrelieve que el sol de la mañana hace contrastar con las sombras frías de sus siluetas. Los niños juegan a esconderse entre las columnas del atrio. Son niños con cara de listos, que responden todos a la vez cuando se les pregunta, en un tono como ensayado de lección aprendida.
-Ahora somos diecisiete chicos; pero dos están de vacaciones.
-¿Tenéis la escuela aquí en el pueblo?
-Sí, señor. Nuestro maestro se llama don Juan.
El silencio es absoluto por los callejones de extramuros. A Campisábalos no llega el negro imperio de la piedra de pizarra que vimos nacer en Hiendelaencina y acabar paulatinamente en las últimas parideras de Galve y Cantalojas. Por un atajo que sale camino de los Condemios, hay un hombre tomando el sol con tres perros que corren y saltan a placer sobre el césped de las eras. El hombre intenta vivir con intensidad los últimos días de vacación, antes de encerrarse en el invernadero sombrío, y tantas veces inhumano, de la ciudad.
-Pues ya le digo; si no fuera viudo, no me llevaban a Madrid ni atao. Mis hijos conmigo muy bien, pero eso de estar allí encerrao la mitad del invierno, cuesta mucho trabajo. Aquí es donde se vive, y déjese de Cibeles y de Puertas del Sol.
-¿No sale a ningún club de hombres de su edad a pasar las tardes?
-Alguna vez. Pero a esos clubes de viejos yo no puedo ir, porque todo el mundo fuma y me va mal. Mire qué tranquilidad tenemos aquí.
-¿A qué distancia estamos de la tierra de Soria?
-Nada, a cuatro pasos. Ese cerro de ahí se llama Valivalópez. Arriba está la mojonera, y aguas allá, la provincia de Soria.
Don Domingo prefiere el pueblo, mientras que don Benito Sevilla tiene que conformarse sin vivir la aventura de la capital.
-Qué le vamos a hacer. Habrá que conformarse, toda la vida aquí.
-Oiga, ¿qué pajarraco es aquel?
-Es un abanto. Tienen un fato que enseguida barruntan alguna res muerta. Cuando se juntan muchos a comer en el campo, les decimos "la justicia". Amigo, allí no hay quien se arrime. Por todo esto de las eras pasan las porcás de jabalines a la busca de los patatares.
La olvidada leyenda, que tantas generaciones tuvieron a gala por estos pagos relatar junto al fuego en las frías noches de sus inviernos, surge de nuevo a la luz a poco que se hurgue en el repleto cofre de las historias del pueblo.
-Por aquí estuvo El Empecinado. Según cuentan, se refugió por la Peña de la Espada, ya cerca de Somolinos, con más de cuatrocientos hombres. Yo creo que fue sobre el año 1811, y debieron de pasar ahí más de treinta días. Por el manantial de la laguna están marcadas las dos espadas en la roca.
Me contó Bernardino del Olmo ésta y otras historias más en la solana de la plaza, que a mitad de mañana, bajo el sol de octubre y la brisa apenas perceptible de las tierras de Ayllón, comenzaba a teñirse de una transparencia que sólo en contadas ocasiones he podido encontrar por singular privilegio en aquellas alturas de la sierra.
-Uno de aquí le ganó al rey una apuesta.
-No me diga.
-Me parece que era secretario del rey; no sé si de Fernando VII o de Alfonso XII. Se llamaba Baltasar Carrillo. La cosa es que le apostó que la cama en la que dormían sus perros era de más valor que la cama del rey.
-¿Y le ganó la apuesta?
-Claro que se la ganó. Resulta que los perros de este hombre dormían encima de los cortes de lana de tres años, que aún los tenía sin vender en la calle de la Ermita. Como cada corte era de tres mil carneros, había que saber lo que valdría todo aquello. Más que la cama del rey, aunque fuera de oro.
La casa que fue de los Carrillo es una sólida mansión castellana acorde con la estructura peculiar de las casonas serranas del diecinueve. El secretario me contó que no era toda sillería porque la familia no estaba en posesión de título nobiliario alguno, requisito para ello indispensable.
Por las calles de Campisábalos los hombres toman el sol apoyados en los paredones de piedra. Desde los oteros del páramo se oyen, en la absoluta diafanidad de la mañana, los disparos de los cazadores. El pueblo queda atrás, desperezándose poco a poco del plácido letargo de las noches de otoño, símbolo al fin de ese otro sueño secular, maravilloso, de lo que fue su historia.
(N.A. Noviembre, 1981)
1 comentario:
Historias reales mis abuelos las contaban
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