Barriopedro se aparta en corto tramo de la carretera de Masegoso, según andamos por estos vericuetos de la Alcarria al poco de cruzar Brihuega. Seguramente que es Barriopedro uno de los lugares más escondidos y más despoblados de esta comarca, por definición tan guadalajareña.
Acabo de entrar. Un botijo de los de otros tiempos, cosido a lañas y remendado con pegajos de cemento, sin dueño al parecer, se va llenando gota a gota bajo el grifo de una fontanilla municipal prácticamente seca. Media docena de gallinas, amarronadas y de color azafrán, beben en el regato que mancha el suelo el agua de la fuente cuando no hay botijo. Ladra un perro. La escarcha mañanera, mal que mal, se acaba por sacudir en las junqueras del arroyo a medida que entra el día. El arroyo Villar ronda a Barriopedro por el costado sur y se puede atravesar por medio de un puentecillo preparado con dos troncos de chopo y unos cuantos latones de bidón. En unas huertas que quedan al otro lado del río se ven dos espantapájaros ahorcados encima de un cerezo. Los gorriones de la Alcarria, que son ladinos y listos como ellos solos, se paran a evacuar sobre las cabezas de los espantapájaros.
-A esos, si no es a tiros no hay quien los meta en razón.
-Ahora no hacen daño.
Al pueblo de Barriopedro le cuesta trabajo desperezarse en su solana de las Piedras del Cornejo. Desde esta parte del arroyo se ve, por encima de los encalados de las casas, el depósito de las aguas, el cementerio y la antena de la televisión. El aire frío sube cauce arriba en dirección contraria a como corre el río. Las piedras de la espadaña y las del lavadero son piedras estáticas, piedras muertas, piedras sin misterio y sin gancho evocador, que no invitan a pensar en nada que se le parezca. El arco de la iglesia es pequeño y muy artístico; se adorna de entrelazados y se sostiene sobre dos columnillas de florido capitel.
Un gallo plumirrojo me mira enfadadísimo desde un montón de piedras que hay en el atrio. Ladea la cabeza de un lado para otro para mirarme con ambos ojos. La verdad es que siento la tentación de ponerlo nervioso. Pero no me da la oportunidad ni tiempo para ello. Cuando me vuelvo, se arroja sobre mí como una bola rabiosa y me sacude un picotazo en un codo.
-¡Tu padre, como coja una estaca!
Cuando me aparto de allí, echándole maldiciones, naturalmente, el pollo se planta muy ufano sobre el pedestal donde estuvo la picota, y suelta a cuello estirado un pregón que se oye por todo el pueblo. Ha ganado la batalla.
En Barriopedro es viejo casi todo: las casas, los aleros, los botijos, la gente... Aquí a la calle Mayor se le llama calle de Cantarranas. Es una calle de tierra que se extiende paralela al río, con unas casas de entramado y otras más modernas, con parras y con muñones de vigas ennegrecidas, tomadas por el tiempo. En la Plaza Mayor, que es cuadrada y muy pequeña, hay otra fuente con dos caños semisecos y una casa al parecer de familia distinguida que tiene bajo las canales uno, dos, tres, cuarenta y tantos nidos de golondrina.
-Todos no son de golondrina. Algunos son de vencejo. No quiere mi marido que los volquemos. Dice que eso es igual que si a nosotros nos hundieran la casa. Y ahí están.
La señora Andrea lo cuenta como si tal. Se ve que es una señora con cierta experiencia en hablar con gentes desconocidas. Luego me dirá que allí mismo habló, no hace tanto, con el señor Cela, don Camilo, cuando vino de paso por Barriopedro, que es un señor muy importante y con mucha educación.
-Me preguntó por mis hijos, y que si habíamos leído su libro sobre la Alcarria. También me dijo que en su nuevo libro hablaría de nosotros.
Enseguida acudió otra vecina, doña Rocío Recuero, que es de Solanillos igual que la señora Andrea; y otra más, doña Juliana Letón, que estaba más informada sobre las cosas del pueblo.
-Es que yo soy de aquí. Lo que pasa es que vivo en Guadalajara.
Habla doña Juliana de que la iglesia que ahora tienen no es la verdadera iglesia de Barriopedro, que ésta la tuvieron que habilitar después de la guerra porque la auténtica la destruyeron.
-Esa que usted ha visto era la antigua ermita de la Soledad. La iglesia estaba allá arribotas, por donde el cementerio y aquella parte; allá casi en el cerro.
-No queda nada, entonces.
-Nada. Luego, los del pueblo fueron llevándose las piedras poco a poco. Cuando la guerra tiraron las campanas a rodar cerro abajo y no se rompieron.
-Lo que quiere decir que son las mismas que tienen ahora.
-Las mismas, sí señor. Mientras hicieron el campanario las colgaron en un chopo, y se tocaba desde abajo con una cuerda.
En la antigua casa de los maestros hay una puerta en cuyo dintel dice: "Año 1802", debajo de unos nombres ilegibles. El ayuntamiento ocupa lo que pudiéramos decir la primera planta.
-¿Lo usan?
-Claro que se usa. Este pueblo tiene su ayuntamiento y todo. No estamos agregados a ninguno.
-¿Cuántos habitantes son?
-Unos veinticinco en total, uno arriba, uno abajo.
La calle de Enmedio sube en dirección norte derechita hasta el cerro. Cuando hace mucho sol da la impresión de que la luz baja a chorros hasta la plaza por la calle de Enmedio. Ya de subida, Barriopedro parece campo y pueblo a la vez. Son más las casas de entramado y de adobe a medida que se sube, y cerca ya del depósito de las aguas, los peñascos de piedra viva se clavan en el suelo como monumentos fantasmales. Junto a uno de estos impresionantes coscorros del barrio alto, pasa la mañana mirando a la vega mi amigo Tomás. A la caída se ven las chimeneas arrojando penachos informes de fumera blanca.
-Buen vallejo. Para huertos no tendría precio si se cuidase.
-Ya lo creo. Algo de hortaliza se pone aún en la vega.
-Lo que no veo por ninguna parte es campo de labor.
-Pues sí que hay. Lo que aquí decimos Alcarria está por los altos. No hace mucho que aún se labraban todas aquellas vaguadas y laderas con mulas y con bueyes que había en el pueblo.
-¿Bueyes también?
-También los tuvimos algunos años. Dieron buen resultado aquellos animales. Trillábamos y todo con ellos.
-Algo de espliego si que he visto.
-Sí, también se cultiva un poco el espliego. Mire, hace unos meses se quemó este cerro. A poco si arde mi casa. Lo pudimos apagar ahí donde el camposanto; pero, menudo susto.
-Imprudencias, como siempre.
-Pues sí; chicos jugando, dicen.
Ahora quien aparece es Rufino, el hermano de Tomás. Rufino Carrascosa es el actual alcalde de Barriopedro, hombre simpático y cordial como no hay tantos.
-No está el pueblo bien, ¿verdad usted?
-Hombre, qué quiere que le diga. A mí si que me parece bonito.
-Estamos a dos pasos de la capital, y que no hay forma de que nos arreglen las calles.
Uno no sabe por qué, pero le dice la experiencia que la cabra siempre tira al monte. Es raro encontrarse con un alcalde que no pida dinero para las calles, para la traída de aguas o para recomponer el ayuntamiento. Todos seguramente se quejan con razón, y el de Barriopedro por supuesto.
-Lo que pasa es que al ser tan pocos...
-Ya; pero cuando llega el verano, esto se pone como un enjambre.
Una vez que, al rato de hablar, nos hemos conocido un poco mejor, Rufino me invita a su casa a tomar una copa.
-Sí, hombre; no se quede ahí. Por que le invite a una copa no vamos a salir de pobres.
Dudo que haya algo más acogedor que una cocina de lumbre baja en la Alcarria cuando a las mañanas de febrero les da por amanecer desapacibles. Las cepas de roble arden en el fuego con buenas ascuas. Mis amigos, por lo que se ve, no tienen demasiada prisa en que termine la tertulia. Tomamos una copa, sólo una, con algo de picar, al amor de la lumbre.
-Eso es lo peor que tienen los pueblos -explica Rufino. En cuanto tienes las cosas hechas, a dejar que pase el tiempo arrimados al fuego.
-Me estoy preguntando cómo se las arreglan para rajar los troncos de roble.
-Muy fácil. Por ahí por la ventana se ve el montón. Se abren a fuerza de golpes, empleando cuñas de hierro. Si los troncos están un poco secos, se abren solos.
Vino después donde nosotros la madre de Tomás y de Rufino, una señora venerable, con los noventa encima, pero valiéndose por ella misma, como por aquí dicen. Los trabajos duros y el clima desigual de estos sequedales, hacen a la gente longeva y de buen carácter. La abuela creo que no ha comprendido quien soy ni lo que me trae por Barriopedro.
-Son muchos años, quieras que no -me dicen. Cuando llegamos a estas edades nos hacemos como críos.
Han sido unos minutos solamente, media hora escasa con mis amigos de Barriopedro. No obstante, el campo al salir ya no es el mismo. Ha variado un poco. La piel huraña y delicadamente hermosa de la Alcarria parece otra, como si todo fuera nuevo, como si la creación en aquellos rincones escondidos se acabara de producir. Desde el altillo al sol, el humo de las chimeneas es ahora más transparente, menos denso y pastoso que cuando llegué; al poco de salir se funde con el día y enseguida desaparece.
Acabo de entrar. Un botijo de los de otros tiempos, cosido a lañas y remendado con pegajos de cemento, sin dueño al parecer, se va llenando gota a gota bajo el grifo de una fontanilla municipal prácticamente seca. Media docena de gallinas, amarronadas y de color azafrán, beben en el regato que mancha el suelo el agua de la fuente cuando no hay botijo. Ladra un perro. La escarcha mañanera, mal que mal, se acaba por sacudir en las junqueras del arroyo a medida que entra el día. El arroyo Villar ronda a Barriopedro por el costado sur y se puede atravesar por medio de un puentecillo preparado con dos troncos de chopo y unos cuantos latones de bidón. En unas huertas que quedan al otro lado del río se ven dos espantapájaros ahorcados encima de un cerezo. Los gorriones de la Alcarria, que son ladinos y listos como ellos solos, se paran a evacuar sobre las cabezas de los espantapájaros.
-A esos, si no es a tiros no hay quien los meta en razón.
-Ahora no hacen daño.
Al pueblo de Barriopedro le cuesta trabajo desperezarse en su solana de las Piedras del Cornejo. Desde esta parte del arroyo se ve, por encima de los encalados de las casas, el depósito de las aguas, el cementerio y la antena de la televisión. El aire frío sube cauce arriba en dirección contraria a como corre el río. Las piedras de la espadaña y las del lavadero son piedras estáticas, piedras muertas, piedras sin misterio y sin gancho evocador, que no invitan a pensar en nada que se le parezca. El arco de la iglesia es pequeño y muy artístico; se adorna de entrelazados y se sostiene sobre dos columnillas de florido capitel.
Un gallo plumirrojo me mira enfadadísimo desde un montón de piedras que hay en el atrio. Ladea la cabeza de un lado para otro para mirarme con ambos ojos. La verdad es que siento la tentación de ponerlo nervioso. Pero no me da la oportunidad ni tiempo para ello. Cuando me vuelvo, se arroja sobre mí como una bola rabiosa y me sacude un picotazo en un codo.
-¡Tu padre, como coja una estaca!
Cuando me aparto de allí, echándole maldiciones, naturalmente, el pollo se planta muy ufano sobre el pedestal donde estuvo la picota, y suelta a cuello estirado un pregón que se oye por todo el pueblo. Ha ganado la batalla.
En Barriopedro es viejo casi todo: las casas, los aleros, los botijos, la gente... Aquí a la calle Mayor se le llama calle de Cantarranas. Es una calle de tierra que se extiende paralela al río, con unas casas de entramado y otras más modernas, con parras y con muñones de vigas ennegrecidas, tomadas por el tiempo. En la Plaza Mayor, que es cuadrada y muy pequeña, hay otra fuente con dos caños semisecos y una casa al parecer de familia distinguida que tiene bajo las canales uno, dos, tres, cuarenta y tantos nidos de golondrina.
-Todos no son de golondrina. Algunos son de vencejo. No quiere mi marido que los volquemos. Dice que eso es igual que si a nosotros nos hundieran la casa. Y ahí están.
La señora Andrea lo cuenta como si tal. Se ve que es una señora con cierta experiencia en hablar con gentes desconocidas. Luego me dirá que allí mismo habló, no hace tanto, con el señor Cela, don Camilo, cuando vino de paso por Barriopedro, que es un señor muy importante y con mucha educación.
-Me preguntó por mis hijos, y que si habíamos leído su libro sobre la Alcarria. También me dijo que en su nuevo libro hablaría de nosotros.
Enseguida acudió otra vecina, doña Rocío Recuero, que es de Solanillos igual que la señora Andrea; y otra más, doña Juliana Letón, que estaba más informada sobre las cosas del pueblo.
-Es que yo soy de aquí. Lo que pasa es que vivo en Guadalajara.
Habla doña Juliana de que la iglesia que ahora tienen no es la verdadera iglesia de Barriopedro, que ésta la tuvieron que habilitar después de la guerra porque la auténtica la destruyeron.
-Esa que usted ha visto era la antigua ermita de la Soledad. La iglesia estaba allá arribotas, por donde el cementerio y aquella parte; allá casi en el cerro.
-No queda nada, entonces.
-Nada. Luego, los del pueblo fueron llevándose las piedras poco a poco. Cuando la guerra tiraron las campanas a rodar cerro abajo y no se rompieron.
-Lo que quiere decir que son las mismas que tienen ahora.
-Las mismas, sí señor. Mientras hicieron el campanario las colgaron en un chopo, y se tocaba desde abajo con una cuerda.
En la antigua casa de los maestros hay una puerta en cuyo dintel dice: "Año 1802", debajo de unos nombres ilegibles. El ayuntamiento ocupa lo que pudiéramos decir la primera planta.
-¿Lo usan?
-Claro que se usa. Este pueblo tiene su ayuntamiento y todo. No estamos agregados a ninguno.
-¿Cuántos habitantes son?
-Unos veinticinco en total, uno arriba, uno abajo.
La calle de Enmedio sube en dirección norte derechita hasta el cerro. Cuando hace mucho sol da la impresión de que la luz baja a chorros hasta la plaza por la calle de Enmedio. Ya de subida, Barriopedro parece campo y pueblo a la vez. Son más las casas de entramado y de adobe a medida que se sube, y cerca ya del depósito de las aguas, los peñascos de piedra viva se clavan en el suelo como monumentos fantasmales. Junto a uno de estos impresionantes coscorros del barrio alto, pasa la mañana mirando a la vega mi amigo Tomás. A la caída se ven las chimeneas arrojando penachos informes de fumera blanca.
-Buen vallejo. Para huertos no tendría precio si se cuidase.
-Ya lo creo. Algo de hortaliza se pone aún en la vega.
-Lo que no veo por ninguna parte es campo de labor.
-Pues sí que hay. Lo que aquí decimos Alcarria está por los altos. No hace mucho que aún se labraban todas aquellas vaguadas y laderas con mulas y con bueyes que había en el pueblo.
-¿Bueyes también?
-También los tuvimos algunos años. Dieron buen resultado aquellos animales. Trillábamos y todo con ellos.
-Algo de espliego si que he visto.
-Sí, también se cultiva un poco el espliego. Mire, hace unos meses se quemó este cerro. A poco si arde mi casa. Lo pudimos apagar ahí donde el camposanto; pero, menudo susto.
-Imprudencias, como siempre.
-Pues sí; chicos jugando, dicen.
Ahora quien aparece es Rufino, el hermano de Tomás. Rufino Carrascosa es el actual alcalde de Barriopedro, hombre simpático y cordial como no hay tantos.
-No está el pueblo bien, ¿verdad usted?
-Hombre, qué quiere que le diga. A mí si que me parece bonito.
-Estamos a dos pasos de la capital, y que no hay forma de que nos arreglen las calles.
Uno no sabe por qué, pero le dice la experiencia que la cabra siempre tira al monte. Es raro encontrarse con un alcalde que no pida dinero para las calles, para la traída de aguas o para recomponer el ayuntamiento. Todos seguramente se quejan con razón, y el de Barriopedro por supuesto.
-Lo que pasa es que al ser tan pocos...
-Ya; pero cuando llega el verano, esto se pone como un enjambre.
Una vez que, al rato de hablar, nos hemos conocido un poco mejor, Rufino me invita a su casa a tomar una copa.
-Sí, hombre; no se quede ahí. Por que le invite a una copa no vamos a salir de pobres.
Dudo que haya algo más acogedor que una cocina de lumbre baja en la Alcarria cuando a las mañanas de febrero les da por amanecer desapacibles. Las cepas de roble arden en el fuego con buenas ascuas. Mis amigos, por lo que se ve, no tienen demasiada prisa en que termine la tertulia. Tomamos una copa, sólo una, con algo de picar, al amor de la lumbre.
-Eso es lo peor que tienen los pueblos -explica Rufino. En cuanto tienes las cosas hechas, a dejar que pase el tiempo arrimados al fuego.
-Me estoy preguntando cómo se las arreglan para rajar los troncos de roble.
-Muy fácil. Por ahí por la ventana se ve el montón. Se abren a fuerza de golpes, empleando cuñas de hierro. Si los troncos están un poco secos, se abren solos.
Vino después donde nosotros la madre de Tomás y de Rufino, una señora venerable, con los noventa encima, pero valiéndose por ella misma, como por aquí dicen. Los trabajos duros y el clima desigual de estos sequedales, hacen a la gente longeva y de buen carácter. La abuela creo que no ha comprendido quien soy ni lo que me trae por Barriopedro.
-Son muchos años, quieras que no -me dicen. Cuando llegamos a estas edades nos hacemos como críos.
Han sido unos minutos solamente, media hora escasa con mis amigos de Barriopedro. No obstante, el campo al salir ya no es el mismo. Ha variado un poco. La piel huraña y delicadamente hermosa de la Alcarria parece otra, como si todo fuera nuevo, como si la creación en aquellos rincones escondidos se acabara de producir. Desde el altillo al sol, el humo de las chimeneas es ahora más transparente, menos denso y pastoso que cuando llegué; al poco de salir se funde con el día y enseguida desaparece.
(N.A. Marzo, 1986)
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