A espaldas nuestras se ven a trechos por el espejo retrovisor las torres gemelas de la central nuclear y a cuatro pasos se adivinan, entre el chaparral y los sanguinos cortes de la terrera, los pabellones que acogen en aquel rinconcillo apartado del mundo a los enfermos de lepra, enfermedad bíblica por su antigüedad a punto de extinción.
El invierno parece que se quiere despedir de la Alcarria con una brisa sutil, con un vientecillo frío que apenas encorva las agujas de las esparteras, pero que arrastra por el cristal de la mañana los mil aromas que arranca del espliego, del romero, del tomillo y del cantueso, envolviendo las hoyas y los ribazos por los que corre el camino de una indecible vistosidad de paraíso virgen.
Azañón, el pueblo, aparece al final a caballo de una colina pedregosa, asomándose al solitario vallejuelo de la Pava, donde por los siglos de los siglos tomó asiento. En torno a su escueta imagen se divisan en cualquier dirección campos ariscos de aliagares hirientes y de plantas olorosas, de chaparros y de tierras infecundas. Cuando estamos a punto de llegar, las nubes viajeras cubren a trechos y vuelven a descubrir después, las cimas desgastadas de los montecillos que estrechan el horizonte. El pueblo da la espalda al entrar, y buscamos su cara siguiendo la carretera hasta el empalme de Morillejo, la sede del churú y de los aguardientes alcarreños. Desde este lugar, a cierta distancia de las viviendas más cercanas, Azañón ofrece un aspecto luminoso y abierto, más vivo quizás, pero igualmente solitario en mitad de esta tranquilidad de los campos, a la espera de su inminente resurrección con los primeros calores de abril.
Entramos ahora en un pueblo de casonas vetustas, de puertas arqueadas que nos llevan en el tiempo a época inmemorial, de callejuelas angostas y sombrías por las que se cuela encajado el aire que sube de la vega. Estamos en la Plaza Mayor. Forma un cuadrado geométricamente perfecto. Llama la atención la esfera dibujada en la pared de un viejo reloj sin agujas. No lejos hay un arco de acceso sobre cuya piedra clave se luce el escudo del Santo Oficio. Atrás una galería corrediza, típica y rural, que pudiera ser de la casa ayuntamiento. Una señora con bata larga vacía un cubo de agua en la alcantarilla. Al momento ya no se ve a nadie ni se escucha nada. Se acerca un hombre de avanzada edad con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. El caballero tiene cara de despistado.
-Buenos días tenga usted.
Mirada inquisitorial. No contesta.
-¡Buenos días!
Tampoco responde. Se viene siguiéndome de cerca y se esconde en los cantos de las esquinas. Ahora me cuelo por el pasadizo cubierto que dicen el Puntío y salgo otra vez, volviendo sobre mis pasos, a la calle Mayor. Más abajo está la plazoleta de la iglesia, limpia y cargada de luz, dando vista a los huertos. La torre de la iglesia es de planta cuadrada, y se adorna como remate con un calado de balaustres muy artístico. Entre los sillares de la torre han crecido algunas higueras silvestres.
-¿Le gusta la torre?
-Mucho. Es todo un monumento.
-En la Alcarria hay otras dos igual que ésta, según oídas.
-¿Ah, sí?
-Las otras están en Solanillos y en Gárgoles. Dicen que si las hizo el mismo constructor. Por dentro está devorada. Como pase otro invierno sin arreglar, no lo cuenta.
Vive Gerardo Escudero en la misma plazuela de la Iglesia. su casa es nueva y ajardinada, lateral al pórtico. Una verja de hierro corta el paso hacia la puerta principal.
-Puede usted pasar -me dice-. Las pocas casas en las que vivimos procuramos que tengan todas las comodidades. La mía me la voy arreglando poco a poco.
-Se ven muchas hundidas. Qué pena, ¿verdad?
-Pues sí, cuando se va la gente, ya se sabe.
Doña Felisa, su mujer, estaba dentro haciendo la limpieza. La señora me saludó muy amable, como si me hubiera conocido de siempre. Me invitó a llamar por teléfono desde su casa y después me habló de la Patrona del Azañón, la Virgen del Rosal y Vega, cuya fiesta mayor celebran en el mes de agosto.
-Su día era el ocho de septiembre, pero se tuvo que cambiar para que asistiesen los que viven fuera. En aquellos tiempos había más ambiente, ya lo creo.
-He oído, no sé donde, que tenían una buena romería.
-Eso era el seis de mayo. Se llevaba a San Juan en procesión y nos pasábamos por allí el día. comíamos por donde la ermita. La gente del pueblo lo pasaba muy bien.
-¿De qué se vive en Azañón?
-Qué se yo -responde su marido-. Si somos cuarenta personas entre todos, tirando de largo. El campo, nada. Con las sequías de los últimos años hay que descartar los beneficios de la agricultura. La mayoría trabajamos en el sanatorio de Trillo. Yo ando por allí de albañil, y los demás trabajan en otras cosas.
-¿Tienen aquí bodegas, como en Morillejo?
-Pocas. No se puede comparar con Morillejo. Algunas hay, pero casi nada.
-Si quiere, le podemos enseñar la iglesia por dentro. Nos tienen dicho que no metamos a nadie desconocido, pero usted parece de confianza. Está la pobre muy mal.
La iglesia es por dentro de nave única, con una capilla lateral dedicada a San Antonio. Sencillo presbiterio con cobertura nervada y un ábside limpio de todo tipo de ornamentación. No tiene retablo. Las tallas que representan a la Asunción, a San Juan y a San Miguel, presiden el templo desde sus respectivas peanas detrás del ara.
-No quedó nada. Cuando la guerra lo devoraron todo. Mire, este arco de arriba se va por momentos.
Efectivamente, el arco amenaza con venirse abajo. el soberbio artesonado que recorre toda la nave aparece comido por las aguas y por la desatención, sin otro remedio posible que renovarlo en su totalidad y cambiar íntegra la cubierta. Ante la impresión de inseguridad que aquello produce, uno tiene prisa por salir.
-Cuando venimos, estamos con miedo. Dígalo usted, a ver si nos conceden algo para arreglarlo.
La imagen de este pequeño altar será la Patrona.
-Sí, señor. Esa es la Virgen de la Vega. Es de las de sin vestir. Se le pone ropa y manto por costumbre.
Después otro ligero vistazo por extramuros, ahora en dirección norte. Pasamos por rincones curiosísimos y callejones techados, como el de la calle Oscura. El piso se ve pavimentado cuidadosamente, y de algunas de las viviendas surgen salientes voladizos, sostenidos por puntas de viga. Otras muestran a la alcarreña intemperie del barranco sus costillares roídos de adobe y entramado. Desde unas escombreras, al fin, donde se tiran los desperdicios y rebuscan los canes vagabundos, se contempla un panorama estremecedor, una dilatada perspectiva de barranqueras y de oteros garduños que van dibujando alrededor del pueblo un tapiz agreste, entre pardo y azul.
Azañón conserva todavía un barecillo en el que se está muy bien. Un barecillo limpio y aseado que supervive con heroísmo quijotesco. Invito a mi amigo Gerardo Escudero y a otros dos señores que entran en ese momento. Nos sirve un hombre bajito y con boina que se llama Basilio. Le falta medio dedo, y está convaleciente de un percance laboral.
-¡Mía, que perdí el dedo y nada más! Aquí estaré hasta que me den de alta.
-Buen bar para tan poca gente. Se llenará pocas veces.
-Una vez al año. Para la fiesta. Lo tendremos que quitar; no hay más remedio. Son más los gastos que el rendimiento.
-Los viejos serán siempre clientes fijos, ¿no?
-Aquí tampoco hay viejos que vengan al bar. Algunos días se despacha un café, otros tres, otros ninguno... Anoche mismo estuvimos los del truque; pues, bueno, hicieron de gasto doscientas pesetas; para eso hubo que tener dos horas tirando del gas, de la luz, la cafetera encendida, el café con lo que ahora cuesta, y...¿dónde está la producción? Luego, te vienen los impuestos como si fuese una cafetería de verdad. Así no se puede seguir. Quieren que los pueblos no se queden sin gente y nos obligan a largarnos de aquí.
-Pienso que en lugar de cobrarles impuestos deberían darles alguna subvención, aunque fuera poco. Al fin y al cabo, en un pueblo como éste el bar es una necesidad social de primera clase. ¿Qué harán cuando no lo tengan?
- Ah, eso, los que mandan lo sabrán. Como están las cosas, no tenemos más remedio que cerrarlo.
Lo más triste de la situación es que lo que cuenta Basilio es verdad, y no sería, ni mucho menos, una idea descabellada el dejar a estos centros pueblerinos de recreo -que son al fin la casa de todos- libres de tasas y tributos de todo tipo. Un deber social la mar de sencillo para cuya solución urgente suelto mi lanza.
Ignoro si a la hora de llevar todo esto al conocimiento de las gentes por medio de la letra impresa, el propio Azañón se hará consciente de que nos acordamos de él. Fueron dos horas o tres de estancia amable, en las que di con gentes sencillas y agradables, hechas a vivir en aquel recordado reducto de la Alcarria, donde luchan a su modo para sostener en pie la vela del olvido que es la suya, en esta nave en la que viajamos todos, unos con rumbo y otros sin él, atravesando la borrascosa mar de nuestros tiempos.
(N.A. Marzo, 1985)
El invierno parece que se quiere despedir de la Alcarria con una brisa sutil, con un vientecillo frío que apenas encorva las agujas de las esparteras, pero que arrastra por el cristal de la mañana los mil aromas que arranca del espliego, del romero, del tomillo y del cantueso, envolviendo las hoyas y los ribazos por los que corre el camino de una indecible vistosidad de paraíso virgen.
Azañón, el pueblo, aparece al final a caballo de una colina pedregosa, asomándose al solitario vallejuelo de la Pava, donde por los siglos de los siglos tomó asiento. En torno a su escueta imagen se divisan en cualquier dirección campos ariscos de aliagares hirientes y de plantas olorosas, de chaparros y de tierras infecundas. Cuando estamos a punto de llegar, las nubes viajeras cubren a trechos y vuelven a descubrir después, las cimas desgastadas de los montecillos que estrechan el horizonte. El pueblo da la espalda al entrar, y buscamos su cara siguiendo la carretera hasta el empalme de Morillejo, la sede del churú y de los aguardientes alcarreños. Desde este lugar, a cierta distancia de las viviendas más cercanas, Azañón ofrece un aspecto luminoso y abierto, más vivo quizás, pero igualmente solitario en mitad de esta tranquilidad de los campos, a la espera de su inminente resurrección con los primeros calores de abril.
Entramos ahora en un pueblo de casonas vetustas, de puertas arqueadas que nos llevan en el tiempo a época inmemorial, de callejuelas angostas y sombrías por las que se cuela encajado el aire que sube de la vega. Estamos en la Plaza Mayor. Forma un cuadrado geométricamente perfecto. Llama la atención la esfera dibujada en la pared de un viejo reloj sin agujas. No lejos hay un arco de acceso sobre cuya piedra clave se luce el escudo del Santo Oficio. Atrás una galería corrediza, típica y rural, que pudiera ser de la casa ayuntamiento. Una señora con bata larga vacía un cubo de agua en la alcantarilla. Al momento ya no se ve a nadie ni se escucha nada. Se acerca un hombre de avanzada edad con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. El caballero tiene cara de despistado.
-Buenos días tenga usted.
Mirada inquisitorial. No contesta.
-¡Buenos días!
Tampoco responde. Se viene siguiéndome de cerca y se esconde en los cantos de las esquinas. Ahora me cuelo por el pasadizo cubierto que dicen el Puntío y salgo otra vez, volviendo sobre mis pasos, a la calle Mayor. Más abajo está la plazoleta de la iglesia, limpia y cargada de luz, dando vista a los huertos. La torre de la iglesia es de planta cuadrada, y se adorna como remate con un calado de balaustres muy artístico. Entre los sillares de la torre han crecido algunas higueras silvestres.
-¿Le gusta la torre?
-Mucho. Es todo un monumento.
-En la Alcarria hay otras dos igual que ésta, según oídas.
-¿Ah, sí?
-Las otras están en Solanillos y en Gárgoles. Dicen que si las hizo el mismo constructor. Por dentro está devorada. Como pase otro invierno sin arreglar, no lo cuenta.
Vive Gerardo Escudero en la misma plazuela de la Iglesia. su casa es nueva y ajardinada, lateral al pórtico. Una verja de hierro corta el paso hacia la puerta principal.
-Puede usted pasar -me dice-. Las pocas casas en las que vivimos procuramos que tengan todas las comodidades. La mía me la voy arreglando poco a poco.
-Se ven muchas hundidas. Qué pena, ¿verdad?
-Pues sí, cuando se va la gente, ya se sabe.
Doña Felisa, su mujer, estaba dentro haciendo la limpieza. La señora me saludó muy amable, como si me hubiera conocido de siempre. Me invitó a llamar por teléfono desde su casa y después me habló de la Patrona del Azañón, la Virgen del Rosal y Vega, cuya fiesta mayor celebran en el mes de agosto.
-Su día era el ocho de septiembre, pero se tuvo que cambiar para que asistiesen los que viven fuera. En aquellos tiempos había más ambiente, ya lo creo.
-He oído, no sé donde, que tenían una buena romería.
-Eso era el seis de mayo. Se llevaba a San Juan en procesión y nos pasábamos por allí el día. comíamos por donde la ermita. La gente del pueblo lo pasaba muy bien.
-¿De qué se vive en Azañón?
-Qué se yo -responde su marido-. Si somos cuarenta personas entre todos, tirando de largo. El campo, nada. Con las sequías de los últimos años hay que descartar los beneficios de la agricultura. La mayoría trabajamos en el sanatorio de Trillo. Yo ando por allí de albañil, y los demás trabajan en otras cosas.
-¿Tienen aquí bodegas, como en Morillejo?
-Pocas. No se puede comparar con Morillejo. Algunas hay, pero casi nada.
-Si quiere, le podemos enseñar la iglesia por dentro. Nos tienen dicho que no metamos a nadie desconocido, pero usted parece de confianza. Está la pobre muy mal.
La iglesia es por dentro de nave única, con una capilla lateral dedicada a San Antonio. Sencillo presbiterio con cobertura nervada y un ábside limpio de todo tipo de ornamentación. No tiene retablo. Las tallas que representan a la Asunción, a San Juan y a San Miguel, presiden el templo desde sus respectivas peanas detrás del ara.
-No quedó nada. Cuando la guerra lo devoraron todo. Mire, este arco de arriba se va por momentos.
Efectivamente, el arco amenaza con venirse abajo. el soberbio artesonado que recorre toda la nave aparece comido por las aguas y por la desatención, sin otro remedio posible que renovarlo en su totalidad y cambiar íntegra la cubierta. Ante la impresión de inseguridad que aquello produce, uno tiene prisa por salir.
-Cuando venimos, estamos con miedo. Dígalo usted, a ver si nos conceden algo para arreglarlo.
La imagen de este pequeño altar será la Patrona.
-Sí, señor. Esa es la Virgen de la Vega. Es de las de sin vestir. Se le pone ropa y manto por costumbre.
Después otro ligero vistazo por extramuros, ahora en dirección norte. Pasamos por rincones curiosísimos y callejones techados, como el de la calle Oscura. El piso se ve pavimentado cuidadosamente, y de algunas de las viviendas surgen salientes voladizos, sostenidos por puntas de viga. Otras muestran a la alcarreña intemperie del barranco sus costillares roídos de adobe y entramado. Desde unas escombreras, al fin, donde se tiran los desperdicios y rebuscan los canes vagabundos, se contempla un panorama estremecedor, una dilatada perspectiva de barranqueras y de oteros garduños que van dibujando alrededor del pueblo un tapiz agreste, entre pardo y azul.
Azañón conserva todavía un barecillo en el que se está muy bien. Un barecillo limpio y aseado que supervive con heroísmo quijotesco. Invito a mi amigo Gerardo Escudero y a otros dos señores que entran en ese momento. Nos sirve un hombre bajito y con boina que se llama Basilio. Le falta medio dedo, y está convaleciente de un percance laboral.
-¡Mía, que perdí el dedo y nada más! Aquí estaré hasta que me den de alta.
-Buen bar para tan poca gente. Se llenará pocas veces.
-Una vez al año. Para la fiesta. Lo tendremos que quitar; no hay más remedio. Son más los gastos que el rendimiento.
-Los viejos serán siempre clientes fijos, ¿no?
-Aquí tampoco hay viejos que vengan al bar. Algunos días se despacha un café, otros tres, otros ninguno... Anoche mismo estuvimos los del truque; pues, bueno, hicieron de gasto doscientas pesetas; para eso hubo que tener dos horas tirando del gas, de la luz, la cafetera encendida, el café con lo que ahora cuesta, y...¿dónde está la producción? Luego, te vienen los impuestos como si fuese una cafetería de verdad. Así no se puede seguir. Quieren que los pueblos no se queden sin gente y nos obligan a largarnos de aquí.
-Pienso que en lugar de cobrarles impuestos deberían darles alguna subvención, aunque fuera poco. Al fin y al cabo, en un pueblo como éste el bar es una necesidad social de primera clase. ¿Qué harán cuando no lo tengan?
- Ah, eso, los que mandan lo sabrán. Como están las cosas, no tenemos más remedio que cerrarlo.
Lo más triste de la situación es que lo que cuenta Basilio es verdad, y no sería, ni mucho menos, una idea descabellada el dejar a estos centros pueblerinos de recreo -que son al fin la casa de todos- libres de tasas y tributos de todo tipo. Un deber social la mar de sencillo para cuya solución urgente suelto mi lanza.
Ignoro si a la hora de llevar todo esto al conocimiento de las gentes por medio de la letra impresa, el propio Azañón se hará consciente de que nos acordamos de él. Fueron dos horas o tres de estancia amable, en las que di con gentes sencillas y agradables, hechas a vivir en aquel recordado reducto de la Alcarria, donde luchan a su modo para sostener en pie la vela del olvido que es la suya, en esta nave en la que viajamos todos, unos con rumbo y otros sin él, atravesando la borrascosa mar de nuestros tiempos.
(N.A. Marzo, 1985)
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